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Mensaje por Laura Maldonado Dom Oct 17, 2010 3:07 am


http://juanopg.blogspot.com/2010/10/la-estatua-de-fidel.html:


La estatua de Fidel Por juan Orlando Perez

Si cada noche Fidel escuchara 15 minutos de Mozart, Cuba tendría menos problemas. Eso pensaba yo, hasta que supe que Stalin solía escuchar algunos de sus conciertos favoritos de Mozart antes de irse a la cama.


El 27 de febrero de 1953, unos días antes de morir, el Generalísimo había acudido al Bolshoi, acompañado únicamente por sus guardaespaldas, para presenciar una función de El Lago de los Cisnes. Aunque Stalin adoraba las canciones populares y los ridículos musicales soviéticos al estilo de “Volga, Volga”, también era un concienzudo aficionado a los clásicos, que se permitía corregir a los sublimes artistas del Bolshoi y del Mariinsky, y asombraba a los maestros de la literatura rusa por su conocimiento y agudeza crítica. Sus gustos eran conservadores, pero refinados. Es posible que Stalin hubiera estado escuchando alguna pieza de Mozart cuando sufrió el ataque fatal que terminaría su sangriento reinado en Rusia. Trágicamente, ni Mozart pudo impedir las deportaciones masivas, las purgas y los gulags. Es una de las más desconsoladoras lecciones de la historia.


Después de echar a Trostky, Kamenev y Zinoviev del Olimpo soviético, Stalin descubrió que solo un hombre le quedaba a Rusia que pudiera igualarse en importancia al nuevo zar. No estaba en el Kremlin, sino en Sorrento, a donde había huido, desilusionado con Lenin. Stalin decidió llevar a Máximo Gorky de vuelta a Moscú, y coronarlo emperador de la nueva literatura proletaria que el Generalísimo quería fundar. Gorky regresó a Rusia, y Stalin lo nombró Presidente de la Unión de Escritores Soviéticos. Para demostrar su aprecio, el astuto georgiano decidió poner el nombre de Gorky al Teatro de Arte Dramático de Moscú. Cuando alguien se atrevió a protestar, indicando que aquel teatro estaba más asociado con Chéjov que con el nuevo favorito, Stalin replicó: “No importa. Gorky es un hombre vanidoso. Debemos atarlo con cables al Partido”. Fidel, que adquirió sobre su pequeño país tanto poder como Stalin sobre Rusia, actuó de manera completamente distinta cuando se quedó solo en Cuba con otro hombre de su misma talla. En su humilde casa de la calle Trocadero, José Lezama Lima estaba componiendo el milagro que es Paradiso, mientras Fidel explicaba pacientemente a su pueblo el significado de la palabra revolución. Fidel ignoró a Lezama. Dudo que haya tenido tiempo o paciencia para leer Paradiso. A Lezama lo ignoró, y elevó a Carpentier y a Guillén, aunque es muy poco probable que comprendiera o gustara de las obras de esos dos escritores cortesanos, particularmente El Siglo de las Luces y los gongorinos poemas negros de Nicolás. Es muy tentador, y muy fácil, contraponer a Fidel con Lezama, que son opuestos perfectos. Lezama, habanero rotundo. Fidel, guajiro de Birán. Lezama, hijo de venidos a menos. Fidel, hijo de venidos a más. Lezama, católico. Fidel, quién sabe. Lezama, marica melancólico. Fidel, el Caballo. Ambos estudiaron en la misma escuela universitaria, pero al graduarse Lezama se hundió en las profundidades de la literatura, mientras que Fidel ascendió, llevado por San Miguel Arcángel y Shangó, a la cúspide política. Los dos se acomodaron a la sombra del único cubano que en sus respectivos oficios fue aún mayor que ellos. Curiosamente, se trataba del mismo hombre. Lezama murió sin descifrar lo que llamó “el misterio” de José Martí, mientras que Fidel, de tanto hablar de Martí como si lo hubiera conocido, ha terminado por sepultar el misterio martiano debajo de una montaña de hastío e indiferencia. Para Lezama, Martí señalaba una posibilidad en la infinitud. Para Fidel, un mandato. Lezama se consideraba discípulo de Martí. Fidel, su heredero político. Lezama encontró en el Diario de Campaña de Martí la más acabada expresión del alma cubana. Fidel se arropó en el aura martiana para justificar su derecho al poder absoluto. Lezama salió pocas veces de La Habana, pero llegó más lejos que cualquier otro cubano que se hubiera aventurado a recorrer las eras imaginarias de la cultura universal. Fidel visitó los lugares que Lezama había solo conocido a través de libros: la Gran Muralla, Santa Sofía, los Inválidos, Nueva York. Pero fue recibido como jefe de Estado, rodeado por guardaespaldas y periodistas. Fidel fue adorado por su pueblo, o al menos, por la mitad de él. “Esta es tu casa, Fidel”, se leía en la puerta de cualquier casa habanera a inicios de los sesenta. De Lezama, el populacho se burlaba. “José Lezama Lima es un gordo mamellón, que pasa el día leyendo a Góngora y Calderón”, cantaban en los carnavales de La Habana por la misma época en que Fidel era proclamado dios por los fanáticos miembros de su secta. “Oí a Lezama hablando de Mallarmé, y me alarmé”, se mofaba Nicolás Guillén, Poeta Nacional del Buró Político. No obstante, Lezama tuvo también su pequeña corte de tenaces admiradores, que iban hasta la casita de Trocadero a escuchar a su maestro. Lezama murió oscuramente. Granma le dedicó una nota de menos de cien palabras. Fidel no envió flores. El Consejo de Estado no envía flores a muertos a los que Granma ha dedicado solo diez palabras de lástima. Fidel será enterrado pomposamente en una edición especial de Granma, de veinticuatro llorosas páginas. Creo que Lezama murió sin escribir el nombre de Fidel. Se las ingenió para escribir sobre el 26 de julio sin mencionar al jefe de los atacantes. Fidel nunca ha pronunciado el nombre de Lezama, al menos en público. Y morirá sin hacerlo. Lezama fue condenado póstumamente al olvido, al más ofensivo anonimato, del que lo rescataría no un acto de justicia oficial sino la inconmovible lealtad de sus amigos y discípulos, y la curiosidad irrefrenable de nuevos lectores. Al menos, Lezama evitó el destino de Gorky, presuntamente envenenado por Yagoda, el tenebroso jefe de la policía secreta de Stalin. Fidel ha sufrido la ignominia de resucitar de entre los muertos cuando ya su país comenzaba, con sorprendente rapidez, a olvidarse de él.


Fidel le dio la espalda a la Cuba refinada y romántica, y obstinadamente indócil, que Lezama capitaneaba, la despreció, echó contra ella batallones de mediocres funcionarios de la cultura y centenares de agentes de la Seguridad del Estado. Fidel no fue, como otros grandes déspotas (Ramsés II, Alejandro, Augusto, los Medici, Luis XIV, Catalina la Grande, Napoleón, Stalin) un ilustrado. Nunca llegó a comprender que son los artistas, los virgilios y michellangelos de cada emperador, los que dejan perdurable testimonio de la grandeza de sus amos. Los imperios, inevitablemente, se arruinan, el pueblo es desleal, olvida. Fidel simula humildad, pero nadie que no esté absolutamente obsesionado con la idea de su propia importancia aburre a su pueblo hablándole durante cinco, seis, ocho horas, y permite tantos excesos de ridícula admiración en los periódicos o los actos públicos. Si algo preocupa a Fidel, es la posteridad, aunque diga mil veces lo contrario. Sin embargo, el largo reinado de Fidel no dejará en Cuba pirámides ni vaticanos, sino ciudades arruinadas, cubiertas de espinosos alamares. Fidel dejará a Cuba en decadencia artística, no en esplendor. En su corte no pululan michellangelos, sino decrépitos escritores secundarios. Ninguno de los ilustres exiliados de la literatura cubana fue jamás invitado a regresar al país, aunque difícilmente hubiera alguno de ellos aceptado una invitación para sentarse en la alta tribuna revolucionaria junto a un hombre al que aborrecían con todo su corazón. Las artes cubanas son ahora mayoritariamente hostiles a Fidel. En La Habana, los jovencitos cantan canciones obscenas contra el Comandante y su oscuro sucesor. Los escritores más audaces escriben novelas que serán publicadas en otros países o que ganarán algún modesto premio oficial y serán leídas por casi nadie. Los pintores cubanos pintan paisajes tropicales y pesadillas urbanas. Los grandes monumentos culturales de la revolución, el Ballet Nacional de Cuba, el ICAIC, la Casa de las Américas, languidecen, perecen. Fidel ha llegado a ver cómo se desmorona la gran obra cultural que el Gobierno Revolucionario realizó en pocos años, a inicios de los sesenta, antes de que los comisarios de la cultura salieran a perseguir a los talentos críticos. La Cuba que él deja ni siquiera tiene grandes monumentos industriales. Los campos cubanos están llenos de chatarrería, y las playas, de abominables meliás. A Fidel su legado le preocupa, por supuesto. Torpemente, en el último minuto antes de caer enfermo, trató de rehacer lo deshecho, fundando ballets y orquestas sinfónicas en Pinar del Río y Ciego de Ávila, creando universidades municipales en pueblos olvidados de Dios como Yaguajay o San Luis. Pero Fidel es un mecenas pobre, no un Medici. No le alcanzaría todo el dinero de Cuba para convertir Bayamo en Florencia. Pero esa idea, quizás por suerte para nosotros, jamás le pasó por la cabeza.


Fidel ha dicho que en su próxima vida será escritor, lo cual es un verdadero alivio para todos. Pero es difícil creerle. Los gustos y pasiones de Fidel revelan a un hombre de gran curiosidad y formidable memoria, pero de poca paciencia para las ideas ajenas, y sensibilidad muy basta. Durante su larga carrera pública, Fidel pronunció algunos admirables discursos, pero también una larga serie de lamentables, insufribles peroratas, ricas en digresiones y disparates, sobre los falsos éxitos de provincias, empresas y sindicatos. Ha dicho que le gustan las marchas militares y las canciones patrióticas, géneros menores que los artistas de la revolución han dejado completamente agotados después de llevarlos a cumbres de ridículo. Fidel ha hecho a menudo alarde de sus lecturas históricas. Durante una larga temporada, a inicios de los noventa, enloqueció a los cubanos con sus frecuentes alusiones a las infortunadas Sagunto y Numancia. Pero ha dado muy poca evidencia en público de poseer verdadera cultura literaria o artística. Quizás, entre las grandes obras contemporáneas, solo conozca bien la de su inefable amigo Gabriel García Márquez, al menos Cien Años de Soledad, porque nadie podría imaginarlo leyendo con fervor El Amor en los Tiempos del Cólera. Fue el Gabo quien dijo que Fidel no es capaz de tener una sola idea que no sea colosal. Y quizás esa haya sido la desgracia de Cuba, un país en el que no caben dos ideas colosales a la vez.

Fidel fue capaz de diseñar y echar a andar un gran establecimiento educacional y artístico, pero fatalmente no entendió, o entendió demasiado bien, que el resultado final, la recompensa y la justificación de la educación y del arte, es la libertad. Lo que queríamos de Fidel no es que citara a San Agustín o a Montaigne, ni que discutiera filosofía con los sabios de su tiempo, como Federico el Grande con Voltaire, o Gandhi con Tagore. Lo que Cuba hubiera necesitado era un hombre más modesto, menos encantado consigo mismo, y más con el mundo y los demás hombres. No uno que
conociera en profundidad a los maestros de su época, como Lenin conocía a Tolstoy y a Dostoievsky, o que pintara atardeceres del Oriente, como Winston Churchill. No uno que leyera y apreciara a Lezama, o que gustara de Mozart: ya sabemos que Mozart no nos hubiera salvado. No necesitábamos un filósofo, sino un demócrata, o si se quiere, un revolucionario aún más radical de lo que Fidel jamás se atrevió a ser. Quizás uno que descifrara en el misterio martiano la clave feliz de la libertad y la dignidad humanas. Fidel ya nunca pasará por la humillación de un juicio nacional por sus numerosos crímenes políticos, por haber llevado a Cuba a este punto de calamidad, y haber casi liquidado la posibilidad de una regeneración progresista del país. Pero, previsiblemente, tendrá que soportar algo casi peor: le dedicarán una estatua en la Plaza de la Revolución, milímetro a milímetro tan fea como las que él ha displicentemente dedicado a los muertos de su generación, las estatuas de los héroes revolucionarios colocadas en cada parque de Cuba. En un acto de suprema justicia artística, un trovador cantará una canción patriótica en el momento más solemne del funeral.

Fantastico este escrito de Juan Orlando.-

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Muchos dictadores dejan obras en sus paises : Franco hizo pantanos, y una arquitectura del gusto de la época que le tocó vivir, hizo viviendas sociales para el pueblo llano
Stalin cuidó la arquitectura Zarista, e industrializó a la URRS.-
Son solo dos ejemplos pero podria decir mas.- Pero Fidel pasará a la historia como el hombre que destruyó al Pais y alpueblo.- Triste recuerdo para las generaciones futuras.-

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Mensaje por Admin Dom Oct 17, 2010 10:43 am

Es simplemente sorprendente como un solo hombre a destruido a toda una nacion.

Algun dia los cubanos podran despertar de esta pesadilla, y quizas con el tiempo podamos rescatar algo de la grandiosidad, el progreso y el bienestar que imperaban en nuestra islita.
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