EL DIOS DE ISRAEL
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EL DIOS DE ISRAEL
Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la Alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf DV 3) CIC 62
La primera parte de la historia de la revelación de Dios al mundo la tenemos reflejada en el Antiguo Testamento. Dios se manifestó al pueblo de Israel, mostró su rostro personal e hizo una Alianza con él. En esa historia Dios se mostró como un ser personal, con un nombre, hizo gala de su poder como único Señor del mundo y de la historia, y su amor de Padre que elige a su pueblo. El Dios de Israel es el Dios de la Alianza y también el Dios de la Promesa, no un puro y lejano absoluto, sino un tú que entra en relación con su pueblo. Toda la historia del Antiguo Testamento es la de la educación de un pueblo en una esperanza cada vez mayor, un pueblo capaz de acoger la presencia plena de Dios que será Jesucristo.
Un Dios personal
Moisés replicó a Dios: -Mira, yo iré a los israelitas y les diré: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama este Dios, ¿qué les respondo?
Dios dijo a Moisés: -”Soy el que soy”. Esto dirás a los israelitas “Yo soy” me envía a vosotros.
Dios añadió: -Esto dirás a los israelitas: El Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación.Ex 3,13-15
Israel, como cualquier pueblo religioso, tuvo desde sus orígenes un nombre para Dios: Elohim, que nuestras Biblias traducen generalmente como “Dios”. Se trata de una palabra que por su forma es plural (la terminación -im corresponde al plural en hebreo) pero que se usa en singular. Esta palabra se usa en hebreo como nombre genérico aplicable a cualquier divinidad (Jue 11,24; 1Re 11,5), así como para mencionar a diversos seres sobrenaturales y, de forma más concreta, es el nombre que se usa para mencionar al Dios de los patriarcas.
El sentido de este plural no parece ser mayestático ni tampoco representa un resto politeísta. Debemos entenderlo más bien como expresión de una percepción de lo divino como pluralidad inabarcable de fuerzas: Elohim es el que posee todas las cualidades de Dios. Este nombre genérico y plural de lo divino se concreta para el pueblo de Israel con la referencia a los patriarcas. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es ya una idea genérica, sino aquel que establece una alianza con ellos. A través de esta relación Dios comienza a manifestar su ser personal, no es una fuerza abstracta y lejana, sino aquel que quiere establecer una amistad con los hombres.
Esta manifestación de la personalidad de Dios tiene su primera gran cima en el texto de la teofanía de Dios a Moisés a través de la zarza ardiente. Dios confía a Moisés su nombre propio: Yahveh, que nuestras Biblias traducen generalmente como “Señor”. Este nombre de Dios está ligado de forma particular a los episodios de la liberación de la esclavitud de Egipto y de la Alianza. Su significado es “soy el que soy”. No debemos entenderlo en un sentido metafísico, como si su referencia primaria fuera el proclamar a Dios como absoluto. Este “soy el que soy” designa una existencia presente y eficaz, podría traducirse también como “soy el que seré”. Es la acción futura de Dios la que manifestará su ser profundo, cuando el pueblo de Israel conozca lo que Dios hace por él podrá conocer quién es Dios. A través del nombre “Yahveh” Dios se muestra en su personalidad propia como ligado a su pueblo, pero también en su poder sobre la creación que sustentará la liberación de la esclavitud (cf. CIC 203-213).
En estos dos nombres de Dios del Antiguo Testamento se hacen dos caminos inversos que llegan a resultados paralelos. “Elohim”, que indica en primer lugar a Dios como el todopoderoso, se convierte en el Dios de los Patriarcas, el que entra en relación de Alianza con ellos. “Yahveh”, que se aplica a la personalidad concreta del Dios revelado a Moisés, se muestra como Dios poderoso que rige los destinos del mundo y es capaz de liberar a su pueblo de la esclavitud. En ambos casos tenemos una coordinación entre la trascendencia absoluta y la absoluta cercanía de Dios.
Un Dios único
A Israel, su elegido, Dios se reveló como el Unico: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-5). Por los profetas, Dios llama a Israel y a todas las naciones a volverse a él, el Unico: “Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro…ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará diciendo: ¡Sólo en Dios hay victoria y fuerza!” (Is 45,22-24; cf. Flp 2,10-11). CIC 201
El movimiento que lleva a una progresiva concretización de la personalidad de Dios para Israel contrasta con una evolución paralela que conduce a la universalización de su poder. Se ha dicho que originalmente, en Israel, no hubo propiamente una fe monoteísta, sino henoteísta. El henoteísmo no consiste en la creencia en un solo Dios, sino en la adoración exclusiva de un Dios propio, distinto de los otros dioses, cuya existencia no se pone en duda (Gn 31,53). Lo propio del Dios de Israel sería su unión particular con su pueblo. Esta es una hipótesis que puede ser sometida a muchas matizaciones y discusiones, pero que nos sitúa ante un hecho que sí podemos considerar indiscutible: la cuestión sobre la existencia de otros dioses aparte de Yahveh no se plantea en los primeros tiempos de la historia de Israel. El primer problema de Israel respecto a Dios no es de tipo filosófico -¿hay uno o muchos dioses?- sino propiamente religioso: ¿cuál es la relación correcta con Dios? (Ex 20, 2-3; Dt 5, 6-7)
En la época de los profetas, a partir de las críticas a la idolatría, se comienza a plantear la pregunta sobre la realidad y valor de los dioses de los otros pueblos. A partir de la doctrina profética adquiere carta de ciudadanía en la fe de Israel la convicción de que los dioses son “apariencia” en comparación con el único Dios verdadero (Is 45,14; Jr 10,1-16; Sl 96,5). El momento clave para la comprensión monoteísta de Dios en Israel será la crisis del exilio, que supone una revisión de la concepción de Dios a la luz de la derrota frente a Babilonia. El dilema se plantea entre dos formas distintas de asumir esa derrota: o Yahveh ha sido vencido por los dioses de Babilonia (y en este caso se trataría de un dios débil al que habría que abandonar en beneficio de otros más fuertes) o bien Yahveh sigue siendo el sumo rector de todo lo que ocurre y ha sido él el que ha castigado a su pueblo por su desobediencia a la Alianza. Será esta segunda idea la que se impondrá, así llega el pueblo de Israel a la conclusión de que los dioses de Babilonia son falsos dioses y articulará definitivamente la fe en un Dios único creador y rector de todo lo que existe (Ez 36,22-23). Este avance en la comprensión de Dios impulsa también la reflexión cosmológica de la época exílica plasmada en Gn 1. Este relato supone una revisión radical de la forma de entender la relación Dios-mundo, Dios es el creador trascendente de todo lo que existe, no hay ningún otro poder que tenga sobre el mundo un señorío comparable al suyo. Los astros a los que otros adoran como dioses son obra del Dios único, criaturas suyas como todo lo que existe (cf. CIC 269-271). De nuevo tenemos el mismo resultado que en el paso anterior, el Dios absolutamente cercano al pueblo es, no a pesar de, sino a causa de su cercanía, identificado como el Dios absolutamente trascendente.
Un Dios Padre
Llamar a Dios Padre no es una originalidad absoluta ni del cristianismo ni del judaísmo, hay una buena cantidad de culturas y religiones donde se usa el apelativo “padre” para dirigirse a Dios. Lo distintivo, tanto en Israel como en la Iglesia, será la forma de entender el significado de la paternidad de Dios en el contexto de la Alianza.
Él es la Roca, sus obras son perfectas, sus caminos son justos; es un Dios fiel, sin maldad, es justo y recto. Hijos degenerados, se portaron mal con él, generación malvada y pervertida. ¿Así le pagas al Señor, pueblo necio e insensato? ¿No es él tu padre y tu creador, el que te hizo y te constituyó? Acuérdate de los días remotos, considera las edades pretéritas, pregunta a tu padre y te lo contará, a tus ancianos y te lo dirán: Cuando el Altísimo daba a cada pueblo su heredad, y distribuía a los hijos de Adán, trazando las fronteras de las naciones, según el número de los hijos de Dios, la porción del Señor fue su pueblo, Jacob fue el lote de su heredad.Dt 32, 4-9
En este texto se entremezclan dos formas de concebir la paternidad de Dios. Por una parte aparece una paternidad genérica, basada en la creación: Dios traza las fronteras de las naciones según el número de los hijos de Dios. En este sentido llamar padre a Dios es una forma de reconocer que es creador, origen de la vida y de todo lo que existe. Este es el sentido en que se entiende comúnmente la paternidad divina en el mundo de las religiones.
Pero también despunta ya una segunda forma de entender la paternidad de Dios: es Padre particularmente de su pueblo. Hay varias expresiones paralelas de esta especial relación paterno-filial entre Dios y el pueblo de Israel: “padre y creador”; “te hizo y te constituyó”; “la porción del Señor fue su pueblo, Jacob fue el lote de su heredad”. Dios es Padre de Israel porque lo ha constituido como pueblo y lo ha elegido de forma particular. Es creador de ese pueblo, pero no porque sea el origen de la vida de sus miembros, Dios ha creado a Israel porque la existencia de esta nación está indisolublemente unida a su relación con Dios. Israel es pueblo porque es pueblo de Dios, no al revés. No estamos aquí ante una paternidad genérica, sino basada en la Alianza. La paternidad particular de Dios sobre Israel no consiste en situarlo únicamente en el origen de su existencia, sino en vincularlo a él a lo largo del tiempo, por lo que su obra de creación del pueblo elegido es algo continuado en el tiempo, la permanencia en el tiempo de Israel se debe a la permanencia de la Alianza de Dios con él. Israel se considera hijo de Dios de forma singular, hijo primogénito (Ex 4,21-23) al que Dios se vincula para liberarlo de la esclavitud y estar unido a él. Dios ha adoptado a su pueblo, Israel, y manifiesta su predilección convirtiéndolo en lote de su heredad, al mismo tiempo Israel recibirá la heredad de Dios, la Tierra Prometida.
Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado “hijo de Dios” (cf. 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47). CIC 441
En estrecha relación con la paternidad de Dios está el concepto filiación divina que, correlativamente, evolucionará progresivamente desde una concepción fundada en la relación creador-criatura hasta una comprensión basada en la Alianza. Poco a poco esta visión de la filiación divina en función de la alianza irá adquiriendo rasgos concretos. Así llegamos a la idea de que el rey de Israel es hijo de Dios de forma particular (Sl 88, 20-30). Esto es así porque el rey es depositario privilegiado de la Alianza de Dios con su pueblo, en él se densifica la unión entre Israel y Dios, ya que es quien está investido de autoridad para guiar al pueblo por el camino de la Alianza. El principal deber del rey es que Israel viva como una nación santa, perteneciente a Dios, que se realice en el pueblo el ideal de justicia que Dios preconiza. La unión entre la filiación divina y la realización del ideal de la justicia llevará, en la literatura sapiencial, a una ulterior ampliación del concepto, todos los justos se consideran hijos de Dios (Sb 2,12-16). Cuando la esperanza de un mundo justo cristalice como esperanza mesiánica, el esperado Rey-Mesías también será descrito como Hijo de Dios, pero más que una declaración metafísica sobre su ser, este título está ligado a su obra. El Mesías será Hijo de Dios porque instaurará la justicia divina en el mundo.
Todo esto lleva a una conclusión: En Israel la paternidad de Dios no es únicamente una expresión de su poder creador, sino también de su acción salvadora. Dios es Padre constituyendo un pueblo según su voluntad, y es la unión a esa voluntad de Dios la que hace de los hombres hijos de Dios. La paternidad de Dios sólo se entiende de forma aceptable a partir de su obra salvadora, no sólo a través de la creación.
El Dios de la Alianza y de la Promesa
Recapitulando lo dicho podemos afirmar que Dios se muestra en el Antiguo Testamento como Dios de la Alianza y de la Promesa, Dios trascendente y cercano. La duplicidad del nombre de Dios es el primer paso: Elohim, la divinidad en general, toma un rostro concreto asumiendo el nombre de Yahveh. La revelación del nombre de Dios se produce en Ex 3,13-15 en el contexto de su acción: Dios muestra su ser liberando a su pueblo. Es la misma historia de la relación de Israel con Dios la que va poniendo de manifiesto quién y cómo es ese Dios con el que Israel ha establecido una Alianza. El Antiguo Testamento no es la historia de una investigación sobre la esencia de Dios, ni un elenco de sus características, sino el testimonio privilegiado de una relación personal entre Dios y su pueblo a través de la que se va manifestando el ser divino. Dios es todopoderoso y universal, pero esa plenitud y universalidad sólo adquieren pleno sentido en el marco de su unión indisoluble con Israel. Dios es Padre siendo creador de todo lo que existe, pero es Padre especialmente respecto a Israel, el pueblo que él creó para establecer su Alianza. Ser hijo de Dios significa participar y colaborar en la labor creadora de Dios uniéndose efectivamente a su voluntad de justicia. No existe lo que nosotros llamaríamos un conocimiento “objetivo” de Dios, una especie de exposición imparcial de su ser, a Dios sólo se le conoce en la relación que se establece con él, y cuanto mayor es la cercanía de Dios tanto más patente se hace su grandeza inconmensurable, son dos magnitudes que no se contradicen sino que se potencian mutuamente y sólo pueden ser verdaderamente comprendidas en esa relación recíproca en la que cada polo explica y profundiza en el significado del contrario.
Y esta relación no termina nunca, el Dios de la Alianza es el Dios de la Promesa, el Dios de la Esperanza. A lo largo del Antiguo Testamento Israel es conducido a través de una continua profundización en el contenido de la promesa de Dios. Si a Abraham se le promete tierra y descendencia, con Moisés se concentra en la libertad, con David en el Reino, para los profetas surge la esperanza de un tiempo mesiánico de justicia y unión con Dios. Dios es siempre el horizonte final de toda promesa, pero no hay ningún cumplimiento que abarque su realidad. La promesa de Dios es siempre una autosuperación que une el cumplimiento con la apertura de una nueva esperanza. Cada cumplimiento de la Alianza conlleva la apertura de una nueva visión de la promesa, la esperanza de una nueva cercanía a Dios. En consecuencia nunca hay un conocimiento y una posesión definitivos de Dios, porque lo definitivo de su acción queda siempre más allá. Todo este dinamismo de la relación con Dios del Pueblo de Israel es el contexto en el que tenemos que situar su revelación definitiva en Jesús.
La primera parte de la historia de la revelación de Dios al mundo la tenemos reflejada en el Antiguo Testamento. Dios se manifestó al pueblo de Israel, mostró su rostro personal e hizo una Alianza con él. En esa historia Dios se mostró como un ser personal, con un nombre, hizo gala de su poder como único Señor del mundo y de la historia, y su amor de Padre que elige a su pueblo. El Dios de Israel es el Dios de la Alianza y también el Dios de la Promesa, no un puro y lejano absoluto, sino un tú que entra en relación con su pueblo. Toda la historia del Antiguo Testamento es la de la educación de un pueblo en una esperanza cada vez mayor, un pueblo capaz de acoger la presencia plena de Dios que será Jesucristo.
Un Dios personal
Moisés replicó a Dios: -Mira, yo iré a los israelitas y les diré: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan cómo se llama este Dios, ¿qué les respondo?
Dios dijo a Moisés: -”Soy el que soy”. Esto dirás a los israelitas “Yo soy” me envía a vosotros.
Dios añadió: -Esto dirás a los israelitas: El Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a vosotros. Este es mi nombre para siempre: así me llamaréis de generación en generación.Ex 3,13-15
Israel, como cualquier pueblo religioso, tuvo desde sus orígenes un nombre para Dios: Elohim, que nuestras Biblias traducen generalmente como “Dios”. Se trata de una palabra que por su forma es plural (la terminación -im corresponde al plural en hebreo) pero que se usa en singular. Esta palabra se usa en hebreo como nombre genérico aplicable a cualquier divinidad (Jue 11,24; 1Re 11,5), así como para mencionar a diversos seres sobrenaturales y, de forma más concreta, es el nombre que se usa para mencionar al Dios de los patriarcas.
El sentido de este plural no parece ser mayestático ni tampoco representa un resto politeísta. Debemos entenderlo más bien como expresión de una percepción de lo divino como pluralidad inabarcable de fuerzas: Elohim es el que posee todas las cualidades de Dios. Este nombre genérico y plural de lo divino se concreta para el pueblo de Israel con la referencia a los patriarcas. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob no es ya una idea genérica, sino aquel que establece una alianza con ellos. A través de esta relación Dios comienza a manifestar su ser personal, no es una fuerza abstracta y lejana, sino aquel que quiere establecer una amistad con los hombres.
Esta manifestación de la personalidad de Dios tiene su primera gran cima en el texto de la teofanía de Dios a Moisés a través de la zarza ardiente. Dios confía a Moisés su nombre propio: Yahveh, que nuestras Biblias traducen generalmente como “Señor”. Este nombre de Dios está ligado de forma particular a los episodios de la liberación de la esclavitud de Egipto y de la Alianza. Su significado es “soy el que soy”. No debemos entenderlo en un sentido metafísico, como si su referencia primaria fuera el proclamar a Dios como absoluto. Este “soy el que soy” designa una existencia presente y eficaz, podría traducirse también como “soy el que seré”. Es la acción futura de Dios la que manifestará su ser profundo, cuando el pueblo de Israel conozca lo que Dios hace por él podrá conocer quién es Dios. A través del nombre “Yahveh” Dios se muestra en su personalidad propia como ligado a su pueblo, pero también en su poder sobre la creación que sustentará la liberación de la esclavitud (cf. CIC 203-213).
En estos dos nombres de Dios del Antiguo Testamento se hacen dos caminos inversos que llegan a resultados paralelos. “Elohim”, que indica en primer lugar a Dios como el todopoderoso, se convierte en el Dios de los Patriarcas, el que entra en relación de Alianza con ellos. “Yahveh”, que se aplica a la personalidad concreta del Dios revelado a Moisés, se muestra como Dios poderoso que rige los destinos del mundo y es capaz de liberar a su pueblo de la esclavitud. En ambos casos tenemos una coordinación entre la trascendencia absoluta y la absoluta cercanía de Dios.
Un Dios único
A Israel, su elegido, Dios se reveló como el Unico: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6,4-5). Por los profetas, Dios llama a Israel y a todas las naciones a volverse a él, el Unico: “Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro…ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará diciendo: ¡Sólo en Dios hay victoria y fuerza!” (Is 45,22-24; cf. Flp 2,10-11). CIC 201
El movimiento que lleva a una progresiva concretización de la personalidad de Dios para Israel contrasta con una evolución paralela que conduce a la universalización de su poder. Se ha dicho que originalmente, en Israel, no hubo propiamente una fe monoteísta, sino henoteísta. El henoteísmo no consiste en la creencia en un solo Dios, sino en la adoración exclusiva de un Dios propio, distinto de los otros dioses, cuya existencia no se pone en duda (Gn 31,53). Lo propio del Dios de Israel sería su unión particular con su pueblo. Esta es una hipótesis que puede ser sometida a muchas matizaciones y discusiones, pero que nos sitúa ante un hecho que sí podemos considerar indiscutible: la cuestión sobre la existencia de otros dioses aparte de Yahveh no se plantea en los primeros tiempos de la historia de Israel. El primer problema de Israel respecto a Dios no es de tipo filosófico -¿hay uno o muchos dioses?- sino propiamente religioso: ¿cuál es la relación correcta con Dios? (Ex 20, 2-3; Dt 5, 6-7)
En la época de los profetas, a partir de las críticas a la idolatría, se comienza a plantear la pregunta sobre la realidad y valor de los dioses de los otros pueblos. A partir de la doctrina profética adquiere carta de ciudadanía en la fe de Israel la convicción de que los dioses son “apariencia” en comparación con el único Dios verdadero (Is 45,14; Jr 10,1-16; Sl 96,5). El momento clave para la comprensión monoteísta de Dios en Israel será la crisis del exilio, que supone una revisión de la concepción de Dios a la luz de la derrota frente a Babilonia. El dilema se plantea entre dos formas distintas de asumir esa derrota: o Yahveh ha sido vencido por los dioses de Babilonia (y en este caso se trataría de un dios débil al que habría que abandonar en beneficio de otros más fuertes) o bien Yahveh sigue siendo el sumo rector de todo lo que ocurre y ha sido él el que ha castigado a su pueblo por su desobediencia a la Alianza. Será esta segunda idea la que se impondrá, así llega el pueblo de Israel a la conclusión de que los dioses de Babilonia son falsos dioses y articulará definitivamente la fe en un Dios único creador y rector de todo lo que existe (Ez 36,22-23). Este avance en la comprensión de Dios impulsa también la reflexión cosmológica de la época exílica plasmada en Gn 1. Este relato supone una revisión radical de la forma de entender la relación Dios-mundo, Dios es el creador trascendente de todo lo que existe, no hay ningún otro poder que tenga sobre el mundo un señorío comparable al suyo. Los astros a los que otros adoran como dioses son obra del Dios único, criaturas suyas como todo lo que existe (cf. CIC 269-271). De nuevo tenemos el mismo resultado que en el paso anterior, el Dios absolutamente cercano al pueblo es, no a pesar de, sino a causa de su cercanía, identificado como el Dios absolutamente trascendente.
Un Dios Padre
Llamar a Dios Padre no es una originalidad absoluta ni del cristianismo ni del judaísmo, hay una buena cantidad de culturas y religiones donde se usa el apelativo “padre” para dirigirse a Dios. Lo distintivo, tanto en Israel como en la Iglesia, será la forma de entender el significado de la paternidad de Dios en el contexto de la Alianza.
Él es la Roca, sus obras son perfectas, sus caminos son justos; es un Dios fiel, sin maldad, es justo y recto. Hijos degenerados, se portaron mal con él, generación malvada y pervertida. ¿Así le pagas al Señor, pueblo necio e insensato? ¿No es él tu padre y tu creador, el que te hizo y te constituyó? Acuérdate de los días remotos, considera las edades pretéritas, pregunta a tu padre y te lo contará, a tus ancianos y te lo dirán: Cuando el Altísimo daba a cada pueblo su heredad, y distribuía a los hijos de Adán, trazando las fronteras de las naciones, según el número de los hijos de Dios, la porción del Señor fue su pueblo, Jacob fue el lote de su heredad.Dt 32, 4-9
En este texto se entremezclan dos formas de concebir la paternidad de Dios. Por una parte aparece una paternidad genérica, basada en la creación: Dios traza las fronteras de las naciones según el número de los hijos de Dios. En este sentido llamar padre a Dios es una forma de reconocer que es creador, origen de la vida y de todo lo que existe. Este es el sentido en que se entiende comúnmente la paternidad divina en el mundo de las religiones.
Pero también despunta ya una segunda forma de entender la paternidad de Dios: es Padre particularmente de su pueblo. Hay varias expresiones paralelas de esta especial relación paterno-filial entre Dios y el pueblo de Israel: “padre y creador”; “te hizo y te constituyó”; “la porción del Señor fue su pueblo, Jacob fue el lote de su heredad”. Dios es Padre de Israel porque lo ha constituido como pueblo y lo ha elegido de forma particular. Es creador de ese pueblo, pero no porque sea el origen de la vida de sus miembros, Dios ha creado a Israel porque la existencia de esta nación está indisolublemente unida a su relación con Dios. Israel es pueblo porque es pueblo de Dios, no al revés. No estamos aquí ante una paternidad genérica, sino basada en la Alianza. La paternidad particular de Dios sobre Israel no consiste en situarlo únicamente en el origen de su existencia, sino en vincularlo a él a lo largo del tiempo, por lo que su obra de creación del pueblo elegido es algo continuado en el tiempo, la permanencia en el tiempo de Israel se debe a la permanencia de la Alianza de Dios con él. Israel se considera hijo de Dios de forma singular, hijo primogénito (Ex 4,21-23) al que Dios se vincula para liberarlo de la esclavitud y estar unido a él. Dios ha adoptado a su pueblo, Israel, y manifiesta su predilección convirtiéndolo en lote de su heredad, al mismo tiempo Israel recibirá la heredad de Dios, la Tierra Prometida.
Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles (cf. Dt 32, 8; Jb 1, 6), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22;Os 11, 1; Jr 3, 19; Si 36, 11; Sb 18, 13), a los hijos de Israel (cf. Dt 14, 1; Os 2, 1) y a sus reyes (cf. 2 S 7, 14; Sal 82, 6). Significa entonces una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular. Cuando el Rey-Mesías prometido es llamado “hijo de Dios” (cf. 1 Cro 17, 13; Sal 2, 7), no implica necesariamente, según el sentido literal de esos textos, que sea más que humano. Los que designaron así a Jesús en cuanto Mesías de Israel (cf. Mt 27, 54), quizá no quisieron decir nada más (cf. Lc 23, 47). CIC 441
En estrecha relación con la paternidad de Dios está el concepto filiación divina que, correlativamente, evolucionará progresivamente desde una concepción fundada en la relación creador-criatura hasta una comprensión basada en la Alianza. Poco a poco esta visión de la filiación divina en función de la alianza irá adquiriendo rasgos concretos. Así llegamos a la idea de que el rey de Israel es hijo de Dios de forma particular (Sl 88, 20-30). Esto es así porque el rey es depositario privilegiado de la Alianza de Dios con su pueblo, en él se densifica la unión entre Israel y Dios, ya que es quien está investido de autoridad para guiar al pueblo por el camino de la Alianza. El principal deber del rey es que Israel viva como una nación santa, perteneciente a Dios, que se realice en el pueblo el ideal de justicia que Dios preconiza. La unión entre la filiación divina y la realización del ideal de la justicia llevará, en la literatura sapiencial, a una ulterior ampliación del concepto, todos los justos se consideran hijos de Dios (Sb 2,12-16). Cuando la esperanza de un mundo justo cristalice como esperanza mesiánica, el esperado Rey-Mesías también será descrito como Hijo de Dios, pero más que una declaración metafísica sobre su ser, este título está ligado a su obra. El Mesías será Hijo de Dios porque instaurará la justicia divina en el mundo.
Todo esto lleva a una conclusión: En Israel la paternidad de Dios no es únicamente una expresión de su poder creador, sino también de su acción salvadora. Dios es Padre constituyendo un pueblo según su voluntad, y es la unión a esa voluntad de Dios la que hace de los hombres hijos de Dios. La paternidad de Dios sólo se entiende de forma aceptable a partir de su obra salvadora, no sólo a través de la creación.
El Dios de la Alianza y de la Promesa
Recapitulando lo dicho podemos afirmar que Dios se muestra en el Antiguo Testamento como Dios de la Alianza y de la Promesa, Dios trascendente y cercano. La duplicidad del nombre de Dios es el primer paso: Elohim, la divinidad en general, toma un rostro concreto asumiendo el nombre de Yahveh. La revelación del nombre de Dios se produce en Ex 3,13-15 en el contexto de su acción: Dios muestra su ser liberando a su pueblo. Es la misma historia de la relación de Israel con Dios la que va poniendo de manifiesto quién y cómo es ese Dios con el que Israel ha establecido una Alianza. El Antiguo Testamento no es la historia de una investigación sobre la esencia de Dios, ni un elenco de sus características, sino el testimonio privilegiado de una relación personal entre Dios y su pueblo a través de la que se va manifestando el ser divino. Dios es todopoderoso y universal, pero esa plenitud y universalidad sólo adquieren pleno sentido en el marco de su unión indisoluble con Israel. Dios es Padre siendo creador de todo lo que existe, pero es Padre especialmente respecto a Israel, el pueblo que él creó para establecer su Alianza. Ser hijo de Dios significa participar y colaborar en la labor creadora de Dios uniéndose efectivamente a su voluntad de justicia. No existe lo que nosotros llamaríamos un conocimiento “objetivo” de Dios, una especie de exposición imparcial de su ser, a Dios sólo se le conoce en la relación que se establece con él, y cuanto mayor es la cercanía de Dios tanto más patente se hace su grandeza inconmensurable, son dos magnitudes que no se contradicen sino que se potencian mutuamente y sólo pueden ser verdaderamente comprendidas en esa relación recíproca en la que cada polo explica y profundiza en el significado del contrario.
Y esta relación no termina nunca, el Dios de la Alianza es el Dios de la Promesa, el Dios de la Esperanza. A lo largo del Antiguo Testamento Israel es conducido a través de una continua profundización en el contenido de la promesa de Dios. Si a Abraham se le promete tierra y descendencia, con Moisés se concentra en la libertad, con David en el Reino, para los profetas surge la esperanza de un tiempo mesiánico de justicia y unión con Dios. Dios es siempre el horizonte final de toda promesa, pero no hay ningún cumplimiento que abarque su realidad. La promesa de Dios es siempre una autosuperación que une el cumplimiento con la apertura de una nueva esperanza. Cada cumplimiento de la Alianza conlleva la apertura de una nueva visión de la promesa, la esperanza de una nueva cercanía a Dios. En consecuencia nunca hay un conocimiento y una posesión definitivos de Dios, porque lo definitivo de su acción queda siempre más allá. Todo este dinamismo de la relación con Dios del Pueblo de Israel es el contexto en el que tenemos que situar su revelación definitiva en Jesús.
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