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Mensaje por Esteban Casañas Lostal Dom Sep 05, 2010 7:37 pm

AQUELLOS SARGENTOS DE MIS TIEMPOS Sargento

AQUELLOS SARGENTOS DE MIS TIEMPOS



Ya conté las razones por las cuales entré al S.M.O. (Servicio Militar Obligatorio) cuando apenas tenía 14 años de edad. Lo voy a repetir para el que no tuvo tiempo de leerlo, no existía en esos tiempos un carnet de identidad nacional, menos aún el sistema computarizado de hoy. Las identificaciones utilizadas por cada ciudadano eran diferentes y casi siempre la que tuviera a mano. Muy bien podía ser el carnet o pase que entregaban en los centros de trabajo, licencia de conducir o el mismo carnecito del sindicato. Llegabas a cualquier lugar y cuando te preguntaban la edad no dejabas mucho espacio a las dudas, generalmente te creían y en muy pocos lugares exigían el certificado de nacimiento. Fue así que luego de abandonar aquel terrible “Plan de Becas” que ofrecieron a los alfabetizadores en el año 1962, mi padrastro me consiguió una plaza de aprendiz en los talleres de transporte por carretera localizados al lado del restaurante “Cuatro Ruedas”. ¿Qué pasó? Me puse tan fatal que apareció la ley del S.M.O. y entonces exigieron el comprobante de inscripción para continuar en esa especie de escuela donde se trabajaba cuatro horas y se estudiaban las cuatro restante. A cambio, se recibía un estipendio de unos $30.00 pesos que cuando aquello valía algo. Me tuve que inscribir porque para disfrutar de esa plaza se exigían dieciséis años de edad.
¿Qué les cuento? Me llevaron al ejército exactamente un 4 de Abril de 1964, o sea, todo ocurrió en los primeros días de aquel “Primer llamado”. En el estadio de pelota que se encuentra cercano al cine Mónaco nos cargaron en un camión que no se detuvo hasta Colina de Villa Real, justamente frente a lo que es hoy Alamar, pero en aquellos días era solo montes desde la Vía Blanca hasta la costa. Allí permanecimos una semana pasando todos los exámenes médicos y uniformándonos como verdaderos militares, marchando desde la mañana a la noche mientras decidían a cual cuerpo del ejército enviarte. Por suerte o desgracia, porque en el ejército nunca se sabe qué cosa es peor, me llevaron a la semana para la Unidad Militar 3050 de la DAAFAR (Defensa antiaérea y fuerza aérea revolucionaria) Eso quedaba en un pueblecito conocido como El Chico y muy próximo al Wajay.
El Jefe de la unidad era el teniente Zamora, cuando aquello no existían muchos oficiales en ninguno de los cuerpos del ejército y un teniente podía tener el mando y poder de cualquier Mayor de los que hoy anda en bicicleta por las calles de la isla. Zamora era oriental, posiblemente había sido combatiente del ejército rebelde. No era tan mala gente, bueno tampoco, era muy difícil encontrarse con uno así en los tiempos que corrían. ¡Ufffff! Pero se encontraba auxiliado por un escuadrón de Sargentos y cabos, donde todos competían por llevarse el diploma del “Reverendo Hijo de la Gran Puta de su Madre”. Bueno, esos honores fueron compartidos por muchos de aquella época, yo diría que demasiados. El grado de hijaputancia de esos individuos, era inversamente proporcional a su graduación militar. De teniente para arriba eran jefes de Unidad y disponían de un Jeep ruso con chofer incluido, se llevaban de propina la comida robada de los almacenes del ejército para las casas de sus queridísimas amiguitas. Fueron tiempos de caos y glorias, tiempos de cólera. Los cabos y sargentos, analfabetos la mayoría de ellos, andaban a pie y descargaban todas sus frustraciones y envidias con los infelices reclutas, entre ellos me encontraba yo con apenas catorce añitos de edad.
¿Qué les cuento? ¡Coño! Yo había alfabetizado en Baracoa y viví con los campesinos seis meses, no había conocido a gente más hospitalaria, solidaria y noble que aquellos orientales, pero, ¡por Dios!, ¿de cuál cosecha habían salido aquellos hijoputas?
Bueno, siempre hay uno que se destaca entre todos, ese es el vanguardia, el más sobresaliente, el iluminado que llegó a esta tierra para resingarle la vida a los demás. Ese se llamaba “Manso”, tal vez se llame aún, porque esos bichos tienen más vida que un gato. ¡Óyeme! Le agarré un odio a los orientales que no les cuento, y que me disculpe doña Mariana. Para parir a otro individuo como Manso, había que mezclar en una batidora un poco de leche de Hitler, Stalin, Castro, Sadam, Chávez, Hugo Cancio, Silvio Rodríguez, El Médico de la Salsa, Moratinos, el Cardenal Ortega y cuanto bicho exótico te encuentres en el camino. Luego, le suenas a ese batido un poco de las escasas neuronas de Evo Morales y Daniel Ortega. Con eso se los digo todo, el producto final será el sargento Manso.
Jabao, bajito de extremidades largas y caja del cuerpo bien corta, o sea, esos individuos que tienen el culo casi pegado a la nuca y viven acomplejados. De voz ronca y sin ningún tipo de gracia, dudo haya ligado alguna habanera ni en los tiempos donde nuestras abuelas se desvivían por los “barbudos”. Creo que el hijoputa, ni eso, era lampiño para más desgracia suya y nadie le creería que era “rebelde”. ¡No jodas! Con el feo que mandaba tampoco podía ser fotogénico. Seguro que se ensañaron con él y no lo ascendieron por todos sus defectos, era feo y le metía miedo al susto.
¡Pobre de nosotros teniendo a un jefe como aquel! Bueno, tampoco había que darle mucho cranque, realmente el concepto que tenían de ese llamado era muy distinto a lo expresado por la ley, nos trataron como delincuentes y vagos. No se podía pedir mucho, ya les dije que la mayoría eran analfabetos.
Para colmar nuestras desgracias, Zamora, quien ya dije no era tan mala gente, fue sustituido por el teniente “Mengana”. ¡A cagar pelos se ha dicho! El tipo era tan o más hijoputa que Manso y venía también de la tierra palestina. Dicen que la escuela era solo por cuarenta y cinco días, pero con nosotros parió y no recuerdo los meses que pasé allí. Un día sorprendieron a un recluta templándose una puerca del corral de donde nunca nos comimos un animal, ¿y qué creen ustedes se le ocurrió a Mengana? Pues celebró una boda entre el recluta y la puerca delante de todos nosotros. Lo que les cuente es poco, no sé por qué me vino a la mente ahora todas aquellas pesadillas. Voy a servirme un traguito de ron con jugo de naranja, tal vez logre olvidarlas.
Aquella Unidad tenía una arboleda increíble de frutales, brindaban una sombra que invitaba a amarrar una hamaca debajo de cualquiera de esas matas. ¿Saben donde nos ponían a estudiar aquellos viejos cañones de la Segunda Guerra Mundial? Debajo del sol y ya deben imaginar el que se manda en la isla al mediodía. No era tanto el calor como su reflejo en las hojas blancas de las libretas, te quedabas ciego. ¡Coño, qué hijoputas eran aquellos sargentos de mierda! ¿Habrán ascendido los degenerados, estarán vivos?
Nos salvó la campana un grupo de Cadetes enviados desde la escuela de Matanzas, no eran buenos tampoco, digamos que entre regulares y malos, pero al menos no eran ignorantes. Recuerdo que su grado militar era un escudito que llevaban en la punta de los cuellos de sus camisas, aún no estaban graduados de oficiales, pero muy pronto los consideraron con más jerarquía que aquellos animales bajados de la Sierra.
Después de todo, no me explico cómo rayos pudieron reenganchar en el ejército tantos muchachos que habían pasado por allí, por el Wajay. Dicen que existieron escuelas peores, ¡al carajo!, me doy un trago y borro todo esto.


Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2010-09-05


Esteban Casañas Lostal
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