Federico Capdevila el Masón que defendió a los Estudiantes de Medicina
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Federico Capdevila el Masón que defendió a los Estudiantes de Medicina
A los estudiantes de medicina de 1871 los defendió el Venerable Maestro de la logia La Cruz No. 71 de Holguín-Oriente, el capitán del ejército español don Federico Capdevila.
Discurso pronunciado por el capitán graduado Federico R. Capdevila, en la Cárcel de La Habana el 26 de noviembre de 1871, con motivo del juicio celebrado a los estudiantes de Medicina.
“Triste, lamentable y esencialmente repugnante, es el acto de comparecer y elevar mi humilde voz ante este respetable Tribunal, reunido aquí, en esta fidelísima Antilla, por la violencia y por el frenesí de un puñado de revoltosos, pues ni aun de fanáticos puede conceptuárseles. Que hollando la equidad y la justicia, pisoteando el principio de autoridad, abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón: a la ley. Nunca jamás en mi vida podré conformarme con la petición de un caballero fiscal que ha sido impulsado, impelido, a condenar involuntariamente, sin convicción, sin prueba alguna, sin hechos, sin el más leve indicio sobre el ilusorio delito que únicamente de voz pública se ha propalado.
“Dolorosa y altamente sensible me es, que los que se llaman Voluntarios de La Habana hayan resuelto ayer y hoy dar su mano a los sediciosos que forman la Comunne de París, pues pretenden irreflexivamente convertirse en asesinos ¡y lo conseguirán!, si el Tribunal a quien suplico e imploro no obra con la justicia, la equidad y la imparcialidad de que están revestidos. Si es necesario que nuestros compatriotas, nuestros hermanos bajo el seudónimo de voluntarios nos inmolen, será una gloria, una corona por parte nuestra para la nación española. Seamos inmolados, sacrificados, pero débiles, injustos, asesinos, ¡jamás! De lo contrario será un borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer.
“Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra como caballero y mi pundonor como oficial, es proteger y amparar al inocente. ¡Y lo son mis 45 defendidos! Defender a esos niños que apenas han salido de la pubertad para entrar en esa edad juvenil en que no hay odios, no hay venganzas, no hay pasiones. En que como las pobres e inocentes mariposas revolotean de flor en flor aspirando su aroma, su esencia y su perfume, viviendo sólo de quiméricas ilusiones. ¿Qué van ustedes a esperar de un niño? ¿Puede llamárseles, juzgárseles como a hombres a los 14, 16 o 18 años poco más o menos? ¡No! Pero en la inadmisible suposición de que se les juzgue como a hombres: ¿Dónde está la acusación? ¿Dónde consta el delito que se les acrimina y supone?
“Señores: Desde la apertura del Sumario, he presenciado, he oído la lectura del parte, declaraciones y cargos verbales hechos. Y, o yo soy muy ignorante o nada absolutamente encuentro de culpabilidad. Antes de entrar en la sala, había oído infinitos rumores de que los alumnos o estudiantes de medicina habían cometido desacatos y sacrilegios en el cementerio. Pero en honor a la verdad, nada absolutamente aparece en las diligencias sumarias. ¿Dónde consta el delito, ese desacato sacrílego? Creo, y estoy firmemente convencido, que sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta la embriaguez en un pequeño número de sediciosos.
Señores: Ante todo somos honrados militares. El honor es nuestro lema, nuestro orgullo, nuestra divisa. Con España siempre honra, siempre nobleza, siempre hidalguía. ¡Pero jamás bajezas, pasiones ni miedo! El militar pundonoroso muere en su puesto. Pues bien, ¡que nos asesinen!
Los hombres de orden, de sociedad, las naciones, nos dedicarán un opúsculo, una inmortal memoria. He dicho”.
A pesar de esta pieza oratoria, que encierra la valentía de un militar intachable y honesto, fueron declarados culpables los 45 estudiantes de Medicina –la clase completa de primer año universitario- y condenados ocho de ellos a morir fusilados. Los 37 restantes a penas de seis, cuatro y tres años de encarcelamiento con una cadena y bola de hierro en uno de sus pies. Entre estos últimos se encontraba Fermín Valdés Domínguez, (6 años) quien fuera después el mejor amigo del Apóstol José Martí. Los nombres y edades de los ocho condenados al paredón eran: Alonso Álvarez de la Campa (16), Anacleto Bermúdez (20), José de Marcos Medina (20),Ángel Laborde (17), Juan Pascual Rodríguez (21), Carlos de la Torre (20), Eladio González y Toledo (20) y Carlos Verdugo (17).
El escándalo mundial ante este crimen obligó a las autoridades españolas a darle la libertad, después de seis meses de reclusión, a los otros 37. Un año después, viajó de España a Cuba Fernando de Castañón, hijo de Gonzalo de Castañón, y visitó la tumba de su padre a instancias de Fermín Valdés Domínguez. Se extrajo el ataúd, comprobándose que no había existido profanación de ninguna clase. Fernando de Castañón tuvo entonces la hombría y la decencia de escribirle una carta a Valdés Domínguez dando constancia que ni la tumba ni los restos de su padre habían sido violados o profanados.
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