Lo que me quitó el castrismo *** Por Esteban Fernández
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Lo que me quitó el castrismo *** Por Esteban Fernández
por Zoé Valdés ¡Libertad y Vida!
LO QUE ME QUITÓ EL CASTRISMO: Una vida apacible.
Por Esteban Fernández.
Hoy, en este escrito, me voy a olvidar por unos minutos de la perversidad del régimen implantado el primero de enero de 1959. Voy a enfocarme en la vida que se acabó ese día para mí. Recordar esos 16 años me ayuda mucho a mantener latente mi odio contra la tiranía. No voy a hablarles de paredón ni de los crímenes que cometieron los castristas después. Voy a concentrarme en lo que yo perdí.
Yo vivía tranquilo, muy bien y feliz. No era rico ni era miembro de una familia acomodada o burguesa, pero me sentía muy contento. Adoraba a mi país, a mi pueblo, a mi barrio, a mi humilde casa, a mis vecinos y prácticamente a todos mis coterráneos. Caminaba desde mi hogar hasta el Parque Central saludando a todos los güineros que estaban conversando en sus portales. Los que no me conocían, entonces sabían quienes eran mis padres y parientes.
El parque era una bendición. Nadie en mi pueblo podía sentirse solo, ni deprimido, ni triste, ni necesitaba un siquiatra. Nadie sufría de melancolía, porque lo único que tenía que hacer era llegar al parque y allí encontraba amigos y hasta desconocidos para entablar una conversación y sentirse acompañado.
No sé como sucedió, pero cursé mis estudios de primaria en uno de los mejores colegios de la nación: el “Kate Plumer Bryant Memorial”, más conocido en mi pueblo como el “Colegio Americano o Presbiteriano”. Nunca me detuve a averiguar los milagros que tuvo que hacer mi padre para pagar la cuota mensual. En ese colegio obtuve conocimientos, pero sobre todo logré algo mejor: muchos amigos que todavía hoy lo son a pesar de los años transcurridos.
Tenía un padre, una madre y un hermano que me adoraban y que yo idolatraba. Nunca conocí a mi abuelo, Manuel Fernández Valdés, pero fue un destacado escritor, poeta, autor de libros y Juez Municipal del pueblo. Mencionar su nombre y su parentesco conmigo me abría muchas puertas, sobre todo las del Liceo de Güines que, sin ser miembro, podía visitar porque mi abuelo había sido uno de sus iniciales dirigentes.
Uno de mis tíos llamado Carlos Gómez era delegado de la Compañía Cubana de Electricidad y un día me dijo: “Esteban de Jesús, sigue en tus estudios, pero cuando cumplas 18 años te voy a dar un empleo de cobrador de puerta en puerta, y eso te va a asegurar un sueldo decente mientras vivas o quieras”…
En el traspatio de la casa teníamos una mata de aguacates y una de guayabas. También había un gallo jerezano y como 15 gallinas que ponían el año entero. Poseía una cría enorme de pájaros: negritos, azulejos, canarios, tomeguines del pinar, verdones”.
Al terminar el sexto grado mi padre me dijo: “Nada de séptimo y octavo grado; yo quiero que hagas el exámen de ingreso y entres al Instituto”. Y así fue. A duras penas pasé la prueba y con tremenda alegría entré en el glorioso Instituto de Segunda Enseñanza de Güines. El 99 por ciento de mis compañeros de estudios hoy siguen siendo como hermanos para mí. Los planes eran que, cuando terminara el bachillerato, iría a la Universidad de La Habana a estudiar leyes pues esa era una tradición familiar. Y a mí me encantaba la idea. El futuro me parecía trazado y seguro.
Mi única propiedad era una bicicleta con la que podía recorrer el pueblo entero e ir a los Centrales Amistad y Providencia. También subir y bajar La Loma de Candela, altura que bordeaba al valle de Güines por el Norte. Mi perra llamada Yeti me acompañaba a todas partes. Tenía a mi disposición un precioso río llamado ‘Mayabeque’ y allí nadaba durante todo el verano. Cerca de mi casa tenía el Parque Martí donde diariamente iba a jugar a la quimbumbia, a las canicas o a la viola. Solamente con un peso podía ir a la tanda de las 5 de la tarde del cine Campoamor; me comía una frita, me tomaba una Coca Cola, y compraba una cajita de chiclets Adams y todavía me sobraba dinero. Tenía libertad, hermandad, comida, ropa, un futuro fulgurante y ni por la cabeza me pasaba salir del país.
Las únicas discusiones o peleas que se oían en mi pueblo eran entre Habanistas y Almendaristas. Las Navidades y el día de los Reyes Magos eran las fechas mas lindas del año. No recuerdo ni un solo tormento ni un pequeño sufrimiento. En esa maravillosa tierra todo se desenvolvía normalmente hasta que llegó un CANALLA LLENO DE ODIO que decidió parar aquella vida placentera.
(Amabilidad del autor).
http://zoevaldes.net/
LO QUE ME QUITÓ EL CASTRISMO: Una vida apacible.
Por Esteban Fernández.
Hoy, en este escrito, me voy a olvidar por unos minutos de la perversidad del régimen implantado el primero de enero de 1959. Voy a enfocarme en la vida que se acabó ese día para mí. Recordar esos 16 años me ayuda mucho a mantener latente mi odio contra la tiranía. No voy a hablarles de paredón ni de los crímenes que cometieron los castristas después. Voy a concentrarme en lo que yo perdí.
Yo vivía tranquilo, muy bien y feliz. No era rico ni era miembro de una familia acomodada o burguesa, pero me sentía muy contento. Adoraba a mi país, a mi pueblo, a mi barrio, a mi humilde casa, a mis vecinos y prácticamente a todos mis coterráneos. Caminaba desde mi hogar hasta el Parque Central saludando a todos los güineros que estaban conversando en sus portales. Los que no me conocían, entonces sabían quienes eran mis padres y parientes.
El parque era una bendición. Nadie en mi pueblo podía sentirse solo, ni deprimido, ni triste, ni necesitaba un siquiatra. Nadie sufría de melancolía, porque lo único que tenía que hacer era llegar al parque y allí encontraba amigos y hasta desconocidos para entablar una conversación y sentirse acompañado.
No sé como sucedió, pero cursé mis estudios de primaria en uno de los mejores colegios de la nación: el “Kate Plumer Bryant Memorial”, más conocido en mi pueblo como el “Colegio Americano o Presbiteriano”. Nunca me detuve a averiguar los milagros que tuvo que hacer mi padre para pagar la cuota mensual. En ese colegio obtuve conocimientos, pero sobre todo logré algo mejor: muchos amigos que todavía hoy lo son a pesar de los años transcurridos.
Tenía un padre, una madre y un hermano que me adoraban y que yo idolatraba. Nunca conocí a mi abuelo, Manuel Fernández Valdés, pero fue un destacado escritor, poeta, autor de libros y Juez Municipal del pueblo. Mencionar su nombre y su parentesco conmigo me abría muchas puertas, sobre todo las del Liceo de Güines que, sin ser miembro, podía visitar porque mi abuelo había sido uno de sus iniciales dirigentes.
Uno de mis tíos llamado Carlos Gómez era delegado de la Compañía Cubana de Electricidad y un día me dijo: “Esteban de Jesús, sigue en tus estudios, pero cuando cumplas 18 años te voy a dar un empleo de cobrador de puerta en puerta, y eso te va a asegurar un sueldo decente mientras vivas o quieras”…
En el traspatio de la casa teníamos una mata de aguacates y una de guayabas. También había un gallo jerezano y como 15 gallinas que ponían el año entero. Poseía una cría enorme de pájaros: negritos, azulejos, canarios, tomeguines del pinar, verdones”.
Al terminar el sexto grado mi padre me dijo: “Nada de séptimo y octavo grado; yo quiero que hagas el exámen de ingreso y entres al Instituto”. Y así fue. A duras penas pasé la prueba y con tremenda alegría entré en el glorioso Instituto de Segunda Enseñanza de Güines. El 99 por ciento de mis compañeros de estudios hoy siguen siendo como hermanos para mí. Los planes eran que, cuando terminara el bachillerato, iría a la Universidad de La Habana a estudiar leyes pues esa era una tradición familiar. Y a mí me encantaba la idea. El futuro me parecía trazado y seguro.
Mi única propiedad era una bicicleta con la que podía recorrer el pueblo entero e ir a los Centrales Amistad y Providencia. También subir y bajar La Loma de Candela, altura que bordeaba al valle de Güines por el Norte. Mi perra llamada Yeti me acompañaba a todas partes. Tenía a mi disposición un precioso río llamado ‘Mayabeque’ y allí nadaba durante todo el verano. Cerca de mi casa tenía el Parque Martí donde diariamente iba a jugar a la quimbumbia, a las canicas o a la viola. Solamente con un peso podía ir a la tanda de las 5 de la tarde del cine Campoamor; me comía una frita, me tomaba una Coca Cola, y compraba una cajita de chiclets Adams y todavía me sobraba dinero. Tenía libertad, hermandad, comida, ropa, un futuro fulgurante y ni por la cabeza me pasaba salir del país.
Las únicas discusiones o peleas que se oían en mi pueblo eran entre Habanistas y Almendaristas. Las Navidades y el día de los Reyes Magos eran las fechas mas lindas del año. No recuerdo ni un solo tormento ni un pequeño sufrimiento. En esa maravillosa tierra todo se desenvolvía normalmente hasta que llegó un CANALLA LLENO DE ODIO que decidió parar aquella vida placentera.
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