Apuntes sobre Von Hund y la Estricta Observancia Templaria
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Apuntes sobre Von Hund y la Estricta Observancia Templaria
Retrato de Karl Gotthelf von Hund und Altengrotkau (1722-1776-)
1.- El clero regular y la masonería de los “Altos Grados” en el siglo XVIII. Antecedentes
La numerosa presencia de eclesiásticos en la francmasonería del siglo XVIII sigue siendo un hecho significativo, sobre el que mucho se ha discutido. Los masones han explotado este dato al atribuirlo al carácter “tolerante” y universalista que reinaba en las logias, mientras que los príncipes de la Iglesia han preferido buscar sus causas en la debilidad de ciertos sacerdotes, la situación de crisis que vivía la iglesia francesa, el galicanismo y hasta cierta ingenuidad del clero ilustrado que buscaba en las logias un ámbito de expresión para las modas filosóficas de la época.
El fenómeno estaba tan difundido que, pese a los intentos por minimizarlo, no ha podido ser soslayado; Berthelot, Charles Ledré, Maurice Colinon y muchos otros autores católicos han ensayado las más diversas conjeturas. Pocos se han tomado el trabajo de comprender este fenómeno complejo. Se han confeccionado extensas listas de clérigos masones; en algunos casos como resultado de la frenética caza de traidores por parte del clero ultramontano: ¡Señalemos a los malos sacerdotes que se han aliado al enemigo más feroz de la Iglesia!
Otros han comprendido que el fenómeno era mucho más inquietante. Ferrer Benimelli ha publicado una lista de más de tres mil religiosos afiliados a las logias. Se sabe que en el siglo XVIII muchas estaban conformadas por gente del clero; que en numerosos casos eran conducidas por ellos y que los más insospechados monasterios eran activos centros masónicos.
Es cierto que no puede atribuirse la totalidad del fenómeno a la sintonía del clero con los católicos jacobitas. Sin embargo es en este vínculo donde se percibe la mayor presencia del clero regular. El monasticismo del siglo XVIII comulgó con la causa jacobita y dejó su impronta en la francmasonería de los altos grados, introduciendo muchos de los elementos centrales de los rituales “filosóficos” con base templaria que aun hoy se practican.
Del mismo modo que los benedictinos del Imperio Carolingio establecieron las bases alegóricas del simbolismo masónico operativo, el clero regular del siglo XVIII proveyó de contenido a los altos grados, intervino en la conformación de la leyenda del tercer grado y mantuvo un alto contenido católico en los sistemas desarrollados en torno a la metáfora templaria.
Benedictinos, agustinos, franciscanos y jesuitas conformaron un sólido conjunto dentro de las logias y marcaron el perfil espiritual de la nueva caballería templaria. El desarrollo “filosófico” que daría nacimiento a los sistemas y ritos masónicos de la segunda mitad del siglo no puede comprenderse sin su presencia y su aporte. Ya en la década de 1730 -época coincidente con la creciente penetración jacobita en las logias francesas- podemos encontrar manifestaciones tempranas de esta alianza.
A principios de la década, el regimiento de Fitz James, estacionado en Poitiers, estableció relaciones con la nobleza local, adquiriendo numerosos prosélitos a la causa jacobita. Entre ellos se destaca Rene de Pigis, abad comandatario de la abadía benedictina de Quincay desde 1718. En 1750 el abad de Pigis recibe poderes para abrir allí un Capítulo de los “caballeros elegidos”; Lo secundan Charles Gaebier, canónigo de la iglesia de Sta. Radagonde, el abad Pierre-Francoise Fummé, prior de la misma iglesia y otros altos señores con cargos civiles de Jerarquía.
Por la misma época, monseñor Conan de Saint Luc denuncia la presencia de frailes en la logia de Quimper, pero estos obtienen la rápida protección del arzobispo de Tours.[1] Hecho similar ocurre con el obispo de Marsella en 1737 cuando denuncia ante el intendente de Provenza la pretensión del Marquéz de Calvière, venerable de Avignon de fundar una logia en la ciudad de los papas!
Los monasterios de Guise y de Troyes se convirtieron en importantes capítulos masónicos, a los que podría sumarse una larga lista de logias en las que el clero regular –en especial los benedictinos- tenía la conducción[2]. Pero el dato más sorprendente es que en la propia abadía de Clervaux –la misma en la que San Bernardo redactara la Regla Templaria- funcionó, durante muchos años, uno de los centros masónicos más importantes de Francia. También es un hecho constatado que el clero regular belga se incorporó en masa a la masonería en el siglo XVIII, con la aprobación de algunos de sus obispos.[3]
Ante estos antecedentes resulta pueril sostener que se trataba solo de “ovejas descarriadas”. Tan pueril como creer que la francmasonería fuese capaz de atraer la atención del clero regular sólo por la seducción de sus principios y su condición de “elite” en tiempos de la Ilustración.
Por el contrario, la incorporación del clero regular a las logias debe haber constituido un objetivo de las logias estuardistas que –a causa de su tradición escocesa-mantenían desde hacía siglos la presencia de capellanes en sus estructuras masónicas y conocían el antiguo vínculo entre las logias operativas y las logias cluniacenses, cuya tradición habían heredado. Su Logia Madre de Kilwining era –de hecho- una logia de constructores benedictinos.
Oswald Wirth reconoce esta proximidad cuando afirma que no sólo “...la masonería francesa del siglo XVIII no era de ninguna manera hostil al catolicismo ni discutía ninguna cuestión de dogma dejando a cada cual sus creencias...” sino que “...Todo sacerdote era considerado sagrado, cuya ordenación correspondía según las ideas de la época, a la suprema iniciación...” y agrega: “En estas condiciones más de un eclesiástico reunió en sí las dignidades de la Iglesia con aquellas de la Masonería, y se encontraba esto muy natural...”[4]
Todo lleva a pensar que el clero regular fue el responsable de introducir gran parte de las doctrinas del grado de “Maestro”, y de los distintos grados de “Elegidos”. A su vez, el sincretismo de estas doctrinas surgidas de los monasterios con las corrientes rosacruces y herméticas -que se venían desarrollando en el seno de las logias desde el siglo XVII- dieron por resultado el conjunto de ritos filosóficos y místicos que constituyeron la característica principal de la masonería del siglo XVIII.
Esto explica por qué razón el anticlericalismo de la masonería del siglo XIX cargó con tanta vehemencia contra Ramsay y los “Altos Grados”, descalificándolo con un desprecio inaudito.
Findel lo define como un fabulador cuya “peligrosa innovación ha persistido a pesar de la perseverante oposición de todos los buenos masones...” y el Diccionario Enciclopédico de la Francmasonería lo incluye entre los masones ilustres, pero lo acusa de ser “...el primero que rompió la unidad del primitivo simbolismo, creando el sistema supermasónico de los altos grados, e inventando la fábula jesuítica templaria que les sirve de base...”
“Los altos grados –decía el historiador G. Martin- nacieron de esa necesidad de sublimar la francmasonería y despojarla del aspecto profesional que chocaba a los caballeros, hombres para quien el trabajo manual representaba, desde hacía siglos, una mancha indeleble para cualquier blasón...” Pese a estas diatribas desmedidas, hay muchos indicios que indican que el grado de maestro –y no sólo los “Altos Grados”- fue creado por los escoceses con una fuerte influencia monástica.
La numerosa presencia de eclesiásticos en la francmasonería del siglo XVIII sigue siendo un hecho significativo, sobre el que mucho se ha discutido. Los masones han explotado este dato al atribuirlo al carácter “tolerante” y universalista que reinaba en las logias, mientras que los príncipes de la Iglesia han preferido buscar sus causas en la debilidad de ciertos sacerdotes, la situación de crisis que vivía la iglesia francesa, el galicanismo y hasta cierta ingenuidad del clero ilustrado que buscaba en las logias un ámbito de expresión para las modas filosóficas de la época.
El fenómeno estaba tan difundido que, pese a los intentos por minimizarlo, no ha podido ser soslayado; Berthelot, Charles Ledré, Maurice Colinon y muchos otros autores católicos han ensayado las más diversas conjeturas. Pocos se han tomado el trabajo de comprender este fenómeno complejo. Se han confeccionado extensas listas de clérigos masones; en algunos casos como resultado de la frenética caza de traidores por parte del clero ultramontano: ¡Señalemos a los malos sacerdotes que se han aliado al enemigo más feroz de la Iglesia!
Otros han comprendido que el fenómeno era mucho más inquietante. Ferrer Benimelli ha publicado una lista de más de tres mil religiosos afiliados a las logias. Se sabe que en el siglo XVIII muchas estaban conformadas por gente del clero; que en numerosos casos eran conducidas por ellos y que los más insospechados monasterios eran activos centros masónicos.
Es cierto que no puede atribuirse la totalidad del fenómeno a la sintonía del clero con los católicos jacobitas. Sin embargo es en este vínculo donde se percibe la mayor presencia del clero regular. El monasticismo del siglo XVIII comulgó con la causa jacobita y dejó su impronta en la francmasonería de los altos grados, introduciendo muchos de los elementos centrales de los rituales “filosóficos” con base templaria que aun hoy se practican.
Del mismo modo que los benedictinos del Imperio Carolingio establecieron las bases alegóricas del simbolismo masónico operativo, el clero regular del siglo XVIII proveyó de contenido a los altos grados, intervino en la conformación de la leyenda del tercer grado y mantuvo un alto contenido católico en los sistemas desarrollados en torno a la metáfora templaria.
Benedictinos, agustinos, franciscanos y jesuitas conformaron un sólido conjunto dentro de las logias y marcaron el perfil espiritual de la nueva caballería templaria. El desarrollo “filosófico” que daría nacimiento a los sistemas y ritos masónicos de la segunda mitad del siglo no puede comprenderse sin su presencia y su aporte. Ya en la década de 1730 -época coincidente con la creciente penetración jacobita en las logias francesas- podemos encontrar manifestaciones tempranas de esta alianza.
A principios de la década, el regimiento de Fitz James, estacionado en Poitiers, estableció relaciones con la nobleza local, adquiriendo numerosos prosélitos a la causa jacobita. Entre ellos se destaca Rene de Pigis, abad comandatario de la abadía benedictina de Quincay desde 1718. En 1750 el abad de Pigis recibe poderes para abrir allí un Capítulo de los “caballeros elegidos”; Lo secundan Charles Gaebier, canónigo de la iglesia de Sta. Radagonde, el abad Pierre-Francoise Fummé, prior de la misma iglesia y otros altos señores con cargos civiles de Jerarquía.
Por la misma época, monseñor Conan de Saint Luc denuncia la presencia de frailes en la logia de Quimper, pero estos obtienen la rápida protección del arzobispo de Tours.[1] Hecho similar ocurre con el obispo de Marsella en 1737 cuando denuncia ante el intendente de Provenza la pretensión del Marquéz de Calvière, venerable de Avignon de fundar una logia en la ciudad de los papas!
Los monasterios de Guise y de Troyes se convirtieron en importantes capítulos masónicos, a los que podría sumarse una larga lista de logias en las que el clero regular –en especial los benedictinos- tenía la conducción[2]. Pero el dato más sorprendente es que en la propia abadía de Clervaux –la misma en la que San Bernardo redactara la Regla Templaria- funcionó, durante muchos años, uno de los centros masónicos más importantes de Francia. También es un hecho constatado que el clero regular belga se incorporó en masa a la masonería en el siglo XVIII, con la aprobación de algunos de sus obispos.[3]
Ante estos antecedentes resulta pueril sostener que se trataba solo de “ovejas descarriadas”. Tan pueril como creer que la francmasonería fuese capaz de atraer la atención del clero regular sólo por la seducción de sus principios y su condición de “elite” en tiempos de la Ilustración.
Por el contrario, la incorporación del clero regular a las logias debe haber constituido un objetivo de las logias estuardistas que –a causa de su tradición escocesa-mantenían desde hacía siglos la presencia de capellanes en sus estructuras masónicas y conocían el antiguo vínculo entre las logias operativas y las logias cluniacenses, cuya tradición habían heredado. Su Logia Madre de Kilwining era –de hecho- una logia de constructores benedictinos.
Oswald Wirth reconoce esta proximidad cuando afirma que no sólo “...la masonería francesa del siglo XVIII no era de ninguna manera hostil al catolicismo ni discutía ninguna cuestión de dogma dejando a cada cual sus creencias...” sino que “...Todo sacerdote era considerado sagrado, cuya ordenación correspondía según las ideas de la época, a la suprema iniciación...” y agrega: “En estas condiciones más de un eclesiástico reunió en sí las dignidades de la Iglesia con aquellas de la Masonería, y se encontraba esto muy natural...”[4]
Todo lleva a pensar que el clero regular fue el responsable de introducir gran parte de las doctrinas del grado de “Maestro”, y de los distintos grados de “Elegidos”. A su vez, el sincretismo de estas doctrinas surgidas de los monasterios con las corrientes rosacruces y herméticas -que se venían desarrollando en el seno de las logias desde el siglo XVII- dieron por resultado el conjunto de ritos filosóficos y místicos que constituyeron la característica principal de la masonería del siglo XVIII.
Esto explica por qué razón el anticlericalismo de la masonería del siglo XIX cargó con tanta vehemencia contra Ramsay y los “Altos Grados”, descalificándolo con un desprecio inaudito.
Findel lo define como un fabulador cuya “peligrosa innovación ha persistido a pesar de la perseverante oposición de todos los buenos masones...” y el Diccionario Enciclopédico de la Francmasonería lo incluye entre los masones ilustres, pero lo acusa de ser “...el primero que rompió la unidad del primitivo simbolismo, creando el sistema supermasónico de los altos grados, e inventando la fábula jesuítica templaria que les sirve de base...”
“Los altos grados –decía el historiador G. Martin- nacieron de esa necesidad de sublimar la francmasonería y despojarla del aspecto profesional que chocaba a los caballeros, hombres para quien el trabajo manual representaba, desde hacía siglos, una mancha indeleble para cualquier blasón...” Pese a estas diatribas desmedidas, hay muchos indicios que indican que el grado de maestro –y no sólo los “Altos Grados”- fue creado por los escoceses con una fuerte influencia monástica.
2.- Imperium Templi
Los esfuerzos de Ramsay y de la francmasonería jacobita alcanzaron éxitos insospechados. Pese a que en su discurso sólo hace mención a los cruzados, la imagen de los caballeros templarios fue inmediatamente asociada y convertida en el eje de muchos de los rituales desarrollados entre los “Elegidos”. Los “Altos Grados” proliferaron con rapidez y muy pronto las principales ciudades de Francia poseyeron sus “capítulos” y sus “logias de perfección”.
Pero los líderes escoceses preparaban un plan general que reinstaurara la Orden del Temple en Europa. Pese al éxito obtenido por Ramsay y el desarrollo de los capítulos, esta nueva caballería pretendía organizarse en una verdadera Orden llamada a controlar la francmasonería y -justo es decirlo- servirse de ella.
La tarea demandó un tiempo; probablemente el necesario para la selección de aquellos hombres que podrían llevar a cabo tan ambicioso plan. Durante algunos años, el alto mando escocés desarrolló la idea de un “Imperio Transnacional” que superase las divisiones provocadas por los cismas religiosos y las vicisitudes políticas de Europa. Esta idea debía incluir una estructura moral que rigiese la vida de los estados seculares, imbuidos del ideal masónico de paz, fraternidad, tolerancia, virtud y progreso.
Se necesitaba un hombre especial, un espíritu a la vez justo y audaz, en alguna medida ingenuo, convencido de la existencia de una tradición sólo accesible a ciertos iniciados; que fuese lo suficientemente dócil para aceptar ser controlado por los jacobitas pero tan intrépido como para concitar la lealtad de nobles y príncipes. ¿Dónde encontrarlo?
En 1742 Francfort se había convertido en un hervidero de jóvenes aristócratas atraídos por la pompa de la consagración de Carlos VII. Hacia allí convergían cuerpos militares con sus logias, acompañando a las grandes embajadas de los estados europeos e infinidad de caballeros y gentiles hombres que no querían perderse tan magnífico evento.
La más numerosa y ostentosa de las embajadas, era, sin dudas, la del mariscal Belle-Isle, representante de Luis XV, enviado a la inminente coronación de Carlos. Entre los hombres que acompañaban a Belle-Isle abundaban los elementos francmasones jacobitas, algunos de alto nivel como es el caso de La Tierce –redactor de las constituciones masónicas francesas de 1742 que incluirían en el prefacio al discurso de Ramsay- sobre quien volveremos más tarde.
Algunos de estos caballeros que acompañaban al mariscal, se apresuraron a conformar una logia en Francfort en la que fueron iniciados numerosos aristócratas alemanes. Uno de ellos, el barón Carl-Gotthelf von Hund, señor de Altengrotkau y de Lipse, llevaría a cabo el plan de los jacobitas y constituiría el movimiento masónico-templario de más vasto alcance en la historia moderna.
Tenía apenas veintiún años, pero este gentilhombre de cierta fortuna, nacido en la Lucase, demostraría estar a la altura de la enorme exigencia a la que sería sometido por sus “Superiores Ignorados”.
Coinciden las fuentes en que un año después de su iniciación en Francfort viajó a París, donde permaneció algunos meses. Se lo introdujo rápidamente en la masonería capitular y pronto estuvo en posesión de los secretos de los “Altos Grados”. Abrazó de inmediato el pensamiento de Ramsay “que todo verdadero masón es un caballero templario”.
Fue convocado entonces -según él mismo referiría años más tarde- a un conclave secreto al más alto nivel de la masonería jacobita. Allí, lord William Kilmarnock y lord Cliffords, en presencia de otro misterioso personaje -al que Hund nunca se refirió con otro nombre que el de “Caballero de la pluma roja”- fue hecho “Caballero Templario”.
En la misma reunión le fue impuesto un nombre de guerra con el que sería reconocido en adelante –eques ab ense (caballero de la espada)- y se le comunicó la historia secreta de la supervivencia templaria en Escocia. En efecto, estos hombres explicaron a von Hund el modo en que la Orden del Temple había mantenido en secreto su existencia, estableciéndose en Escocia desde las remotas épocas de la persecución. En rigor, la versión coincidía con el relato de Ramsay, pero esta vez los escoceses habían sido más explícitos en el carácter “templario” de los refugiados. Se le dijo también que la nómina de los Grandes Maestres sucedidos desde entonces había permanecido igualmente secreta, así como el nombre de los actuales jefes a los que se los denominaba con el sugerente nombre de “Superiores Ignorados”. Nadie podía conocer la identidad de los jefes vivos ni del actual Gran Maestre. Podrá el lector imaginarse fácilmente cuánto sería explotada en adelante esta cuestión de los “superiores desconocidos”. Pero volvamos a nuestro relato.
Hund recibió una “patente” de Gran Maestre de la sétima provincia del Temple, que era Alemania, e instrucciones precisas acerca de su misión: Reestablecer la Orden en sus antiguas provincias, reclutar sus caballeros entre los elementos más nobles de la francmasonería capitular y proveer el financiamiento económico de toda la nueva estructura templaria.
Todo esto fue tomado muy en serio por Hund, que se abocó de inmediato a la tarea. A cambio sólo recibió de sus superiores ignorados el compromiso de mantenerse en contacto epistolar, mediante el que recibiría futuras instrucciones.
Regresó de inmediato a Alemania y comenzó a trabajar en secreto con un selecto grupo de hermanos suyos a los que nombró “caballeros” en base al modelo de Estatutos que él calificaba de “originales. Se abocó a redactar los nuevos rituales de la Orden –probablemente inspirado en la Historia Templariorum, publicada por Gürtler en 1703- y trazó un ambicioso plan que incluía un esquema financiero mediante audaces operaciones comerciales, cuyas rentas, otorgaron a la Orden un creciente poder económico. Para Hund este no era más que el paso previo para la recuperación de las antiguas posesiones del Temple.
En 1751 fundó en Kittlitz la logia “las Tres Columnas” que muy pronto tomo contacto y se asoció con la logia de Naumborg. Le dio a su Orden el nombre de “Estricta Observancia Templaria” en referencia al absoluto secreto que debían mantener sus afiliados y a la idea de vasallaje, tomada de las prácticas feudales de la Alta Edad Media. Logró, en pocos años, que catorce príncipes reinantes en Europa le juraran obediencia. Los templarios de Hund se expandieron de tal forma que logró controlar los cuadros más prominentes de la francmasonería europea. Sólo en Alemania veintiséis nobles llegaron a pertenecer a la Orden de la Estricta Observancia, entre ellos el duque de Brunswik. Nunca antes ni después se asistiría a una restauración tan profunda del Temple.
El espíritu caballeresco de la Edad Media encontró en la nueva Orden su expresión más pura. En el aspecto externo, la Estricta Observancia se caracterizó por un retorno a la antigua liturgia: Armaduras y atuendos principescos, banquetes refinados de estilo medieval, ceremonias complejas rodeadas de pompa en los antiguos castillos y una amplia jerarquía de títulos y honores que la convertían en una organización rígida y piramidal. A juzgar por el tenor de sus integrantes y de la férrea práctica de los estatutos y las reglas, puede afirmarse que esta Orden pudo haber llegado a constituir un factor político y militar de peligroso pronóstico.
Pero el aspecto interno no parece haber tenido un correlato similar. No se conoce, o al menos no ha llegado a nosotros, un legado propio en cuanto a su filosofía y a su desarrollo intelectual. La época coincidió con un verdadero auge del hermetismo y la alquimia, sumados a un fuerte revaloración del mundo antiguo que ya anticipaba la “fiebre arqueológica” de los alemanes del siglo XIX. Las bases operativas de la Estricta Observancia se constituyeron en laboratorios donde los aristócratas se apasionaron por el estudio de la naturaleza oculta de los elementos.
Pero una consecuencia no prevista colocó en crisis a toda la estructura. Una verdadera fiebre por los grados templarios invadió a la nobleza, pero también a los cuadros de la alta burguesía de los Capítulos de Elegidos dando lugar a toda suerte de engaños y falsificaciones que derivaron en estafas que causaron enorme daño a la Estricta Observancia. Nacieron entonces, provocando un verdadero caos, numerosos falsos grados y sistemas que desnaturalizaron por completo el antiguo esquema básico de la francmasonería.
Esta situación obligó a von Hund a poner orden en medio de tanta confusión y revelar el origen de su autoridad que –según su propia confesión- procedía de los propios Estuardo, los verdaderos “Superiores Ignorados”. En 1764, el hombre que había construido el nuevo Temple desde las sombras se dio a conocer públicamente invitando a sus hermanos francmasones a que se unieran a la Estricta Observancia, lo que causó gran revuelo y no pocas disputas internas. Lamentablemente, a la hora de revalidar sus títulos sólo pudo exhibir una carta patente de origen incierto y una copiosa correspondencia con jefes conocidos y desconocidos, procedentes de Old Aberdeen. Debió confesar también que esta correspondencia se había interrumpido pocos años después de la famosa reunión con el “Caballero de la pluma roja”.
3.- El misterio de los “Superiores Ignorados”
Un análisis de los hechos descriptos arroja en principio una certeza: La Orden tenía un claro origen estuardista y en cualquier caso, la restauración templaria formó parte del vasto plan de la francmasonería jacobita.
La primera pauta la da la presencia de lord Kilmarnock en la reunión de París. Antiguo venerable de la logia Old Falkirk, Kilmarnock fue Gran Maestre de Escocia desde 1742, año en que asumió la conducción de la ilustre logia nº 0 de Kilwinning, cuyos orígenes se pierden –como hemos visto- en la más remota antigüedad.
Se ha especulado con la identidad del “Caballero de la pluma roja”. Algunos creen que pudo haber sido el propio Carlos Eduardo Estuardo. En contra de esta teoría podríamos argumentar que a la muerte de von Hund, ocurrida en 1776, los nuevos dirigentes de la Estricta Observancia enviaron al pretendiente un emisario con el fin de que este aclarara la duda. Este respondió, de su puño y letra la desmentida, agregando que ¡jamás había pertenecido a la francmasonería! Para otros esta desmentida no significa nada, puesto que el príncipe –como señala Alec Mellor- bien podía estar mintiendo al mismo tiempo que desmentía. En efecto, el último sucesor legítimo de los Estuardo murió exiliado en Roma en 1788 y muchos afirman que aun soñaba con la creación de un reino templario en Escocia.
Cabe la posibilidad de que el “Caballero de la pluma roja” no haya sido otro que Charles Radcliff, lord Derwenwater, cuyo papel en toda esta trama ha sido trascendental. De ser cierta esta teoría, nos encontramos con razones suficientes para explicar porqué Hund vio interrumpida su comunicación con los “superiores Ignorados”. Kilmarnock fue capturado en 1745 y decapitado en la Torre de Londres. Radcliff sufrió el mismo destino. Luego de ser capturado en noviembre de 1745, en su último intento por desembarcar en Escocia, fue decapitado en la misma Torre el 8 de diciembre de 1746.
Es conocida su póstuma declaración, dada a conocer el día de su ejecución, cuyo texto reproducimos:
“Muero como hijo verdadero, obediente y humilde de la Santa iglesia católica y apostólica, en perfecta caridad con la humanidad entera, queriendo verdaderamente el bien de mi querido país, que nunca podrá ser feliz sin hacer justicia al mejor y al más injustamente tratado de los reyes. Muero con todos los sentimientos de gratitud, respeto y amor que tengo por el Rey de Francia, Luis el Bienamado (un nombre glorioso). Recomiendo a Su Majestad mi amada familia. Me arrepiento de todos mis pecados y tengo la firme confianza de obtener merced el Dios misericordiosos, por los méritos de Jesucristo, su hijo bendito, nuestro Señor, a quien recomiendo mi alma. Amén.”
Así dejaba este mundo quien había sido Gran Maestre de Francia y uno de los jefes de la restauración de la francmasonería templaria en Francia.
Ese mismo año, el desastre de la batalla de Culloden –como consecuencia de la cual murió gran parte del alto mando jacobita- marcó el trágico fin de causa estuardista y la consolidación de la dinastía Hannover. Muchos de los más altos exponentes del escocismo masónico perecieron en ella.
En tal caso, el martirio de los francmasones jacobitas marcó el principio del fin de la masonería católica, cuya derrota militar privó a la restauración templaria de sus máximos inspiradores, sus “Superiores Ignorados”.
Luego de la muerte de von Hund la Estricta Observancia se debilitó y se apartó paulatinamente de sus orígenes “templarios” hasta constituirse en el Rito Escocés Rectificado. Por su parte, los capítulos de “caballeros elegidos” devinieron en complejos sistemas que dieron nacimiento al Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Hacia fines del siglo XVIII, lo poco que quedaba de la antigua francmasonería católica fue barrido por la revolución. Ya no había lugar para una reliquia del Antiguo Régimen.
En efecto, la Revolución Francesa se devoró a gran parte de sus hijos y aniquiló todo vestigio de aquel intento de restaurar la antigua alianza entre templarios, masones y benedictinos. Resulta inexplicable a todas luces que la nobleza francesa haya sido la primera víctima de la revolución que había ayudado a edificar con sus mejores hombres. Pero fue así.
Bernard Fay, el historiador petanista que redactó los decretos antimasónicos de la efímera República de Vichy, llamó a esto “el suicidio masónico de la alta nobleza de Francia”. Pues, como bien señala “...si el duque de Orleáns, Mirabeau, La Fayette, la familia de Noailles, los La Rochefoucauld, Bouillón, Lameth y demás nobles liberales no hubiesen desertado de las filas de la aristocracia para servir la causa del estado llano y la Revolución, habría faltado a los revolucionarios el apoyo que les permitió triunfar desde un principio...”
La mayoría de ellos ayudó a la revolución que decapitó a la monarquía para después ser decapitados ellos mismos por la propia revolución.
Luego del Terror, la francmasonería francesa del siglo XIX cambió su rostro aristocrático por el más democrático de la burguesía. Podría decirse que, en términos de clase, retornó a su pasado corporativo, pues la masonería laica, la que construyó las catedrales góticas, fue un fenómeno fundamentalmente urbano y por lo tanto burgués. Pero si aquella era católica y devota de sus Santos Patronos, esta se alejó del catolicismo hasta aborrecerlo. Aun así, no pudo borrar las huellas que habían dejado los escoceses con sus capellanes, su tradición templaria y su carga de “esoterismo” que caracteriza al Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
El relieve en piedra de la famosa capilla de Rosslyn no necesita de documentos secretos ni de genealogías dudosas. Cualquier masón –cinco siglos después de haber sido esculpido- es capaz de reconocer allí a un hombre con atuendo templario conduciendo a un candidato en su ceremonia de iniciación como aprendiz masón. Para los masones las piedras hablan.
Los templarios eran guerreros; pero también eran monjes. Sus huellas todavía se perciben y su divisa aun conmueve: “Non nobis Domine, sed Nomine tuo da Gloriam”: No es para nosotros, Señor, sino para la Gloria de tu Nombre.
Pero los líderes escoceses preparaban un plan general que reinstaurara la Orden del Temple en Europa. Pese al éxito obtenido por Ramsay y el desarrollo de los capítulos, esta nueva caballería pretendía organizarse en una verdadera Orden llamada a controlar la francmasonería y -justo es decirlo- servirse de ella.
La tarea demandó un tiempo; probablemente el necesario para la selección de aquellos hombres que podrían llevar a cabo tan ambicioso plan. Durante algunos años, el alto mando escocés desarrolló la idea de un “Imperio Transnacional” que superase las divisiones provocadas por los cismas religiosos y las vicisitudes políticas de Europa. Esta idea debía incluir una estructura moral que rigiese la vida de los estados seculares, imbuidos del ideal masónico de paz, fraternidad, tolerancia, virtud y progreso.
Se necesitaba un hombre especial, un espíritu a la vez justo y audaz, en alguna medida ingenuo, convencido de la existencia de una tradición sólo accesible a ciertos iniciados; que fuese lo suficientemente dócil para aceptar ser controlado por los jacobitas pero tan intrépido como para concitar la lealtad de nobles y príncipes. ¿Dónde encontrarlo?
En 1742 Francfort se había convertido en un hervidero de jóvenes aristócratas atraídos por la pompa de la consagración de Carlos VII. Hacia allí convergían cuerpos militares con sus logias, acompañando a las grandes embajadas de los estados europeos e infinidad de caballeros y gentiles hombres que no querían perderse tan magnífico evento.
La más numerosa y ostentosa de las embajadas, era, sin dudas, la del mariscal Belle-Isle, representante de Luis XV, enviado a la inminente coronación de Carlos. Entre los hombres que acompañaban a Belle-Isle abundaban los elementos francmasones jacobitas, algunos de alto nivel como es el caso de La Tierce –redactor de las constituciones masónicas francesas de 1742 que incluirían en el prefacio al discurso de Ramsay- sobre quien volveremos más tarde.
Algunos de estos caballeros que acompañaban al mariscal, se apresuraron a conformar una logia en Francfort en la que fueron iniciados numerosos aristócratas alemanes. Uno de ellos, el barón Carl-Gotthelf von Hund, señor de Altengrotkau y de Lipse, llevaría a cabo el plan de los jacobitas y constituiría el movimiento masónico-templario de más vasto alcance en la historia moderna.
Tenía apenas veintiún años, pero este gentilhombre de cierta fortuna, nacido en la Lucase, demostraría estar a la altura de la enorme exigencia a la que sería sometido por sus “Superiores Ignorados”.
Coinciden las fuentes en que un año después de su iniciación en Francfort viajó a París, donde permaneció algunos meses. Se lo introdujo rápidamente en la masonería capitular y pronto estuvo en posesión de los secretos de los “Altos Grados”. Abrazó de inmediato el pensamiento de Ramsay “que todo verdadero masón es un caballero templario”.
Fue convocado entonces -según él mismo referiría años más tarde- a un conclave secreto al más alto nivel de la masonería jacobita. Allí, lord William Kilmarnock y lord Cliffords, en presencia de otro misterioso personaje -al que Hund nunca se refirió con otro nombre que el de “Caballero de la pluma roja”- fue hecho “Caballero Templario”.
En la misma reunión le fue impuesto un nombre de guerra con el que sería reconocido en adelante –eques ab ense (caballero de la espada)- y se le comunicó la historia secreta de la supervivencia templaria en Escocia. En efecto, estos hombres explicaron a von Hund el modo en que la Orden del Temple había mantenido en secreto su existencia, estableciéndose en Escocia desde las remotas épocas de la persecución. En rigor, la versión coincidía con el relato de Ramsay, pero esta vez los escoceses habían sido más explícitos en el carácter “templario” de los refugiados. Se le dijo también que la nómina de los Grandes Maestres sucedidos desde entonces había permanecido igualmente secreta, así como el nombre de los actuales jefes a los que se los denominaba con el sugerente nombre de “Superiores Ignorados”. Nadie podía conocer la identidad de los jefes vivos ni del actual Gran Maestre. Podrá el lector imaginarse fácilmente cuánto sería explotada en adelante esta cuestión de los “superiores desconocidos”. Pero volvamos a nuestro relato.
Hund recibió una “patente” de Gran Maestre de la sétima provincia del Temple, que era Alemania, e instrucciones precisas acerca de su misión: Reestablecer la Orden en sus antiguas provincias, reclutar sus caballeros entre los elementos más nobles de la francmasonería capitular y proveer el financiamiento económico de toda la nueva estructura templaria.
Todo esto fue tomado muy en serio por Hund, que se abocó de inmediato a la tarea. A cambio sólo recibió de sus superiores ignorados el compromiso de mantenerse en contacto epistolar, mediante el que recibiría futuras instrucciones.
Regresó de inmediato a Alemania y comenzó a trabajar en secreto con un selecto grupo de hermanos suyos a los que nombró “caballeros” en base al modelo de Estatutos que él calificaba de “originales. Se abocó a redactar los nuevos rituales de la Orden –probablemente inspirado en la Historia Templariorum, publicada por Gürtler en 1703- y trazó un ambicioso plan que incluía un esquema financiero mediante audaces operaciones comerciales, cuyas rentas, otorgaron a la Orden un creciente poder económico. Para Hund este no era más que el paso previo para la recuperación de las antiguas posesiones del Temple.
En 1751 fundó en Kittlitz la logia “las Tres Columnas” que muy pronto tomo contacto y se asoció con la logia de Naumborg. Le dio a su Orden el nombre de “Estricta Observancia Templaria” en referencia al absoluto secreto que debían mantener sus afiliados y a la idea de vasallaje, tomada de las prácticas feudales de la Alta Edad Media. Logró, en pocos años, que catorce príncipes reinantes en Europa le juraran obediencia. Los templarios de Hund se expandieron de tal forma que logró controlar los cuadros más prominentes de la francmasonería europea. Sólo en Alemania veintiséis nobles llegaron a pertenecer a la Orden de la Estricta Observancia, entre ellos el duque de Brunswik. Nunca antes ni después se asistiría a una restauración tan profunda del Temple.
El espíritu caballeresco de la Edad Media encontró en la nueva Orden su expresión más pura. En el aspecto externo, la Estricta Observancia se caracterizó por un retorno a la antigua liturgia: Armaduras y atuendos principescos, banquetes refinados de estilo medieval, ceremonias complejas rodeadas de pompa en los antiguos castillos y una amplia jerarquía de títulos y honores que la convertían en una organización rígida y piramidal. A juzgar por el tenor de sus integrantes y de la férrea práctica de los estatutos y las reglas, puede afirmarse que esta Orden pudo haber llegado a constituir un factor político y militar de peligroso pronóstico.
Pero el aspecto interno no parece haber tenido un correlato similar. No se conoce, o al menos no ha llegado a nosotros, un legado propio en cuanto a su filosofía y a su desarrollo intelectual. La época coincidió con un verdadero auge del hermetismo y la alquimia, sumados a un fuerte revaloración del mundo antiguo que ya anticipaba la “fiebre arqueológica” de los alemanes del siglo XIX. Las bases operativas de la Estricta Observancia se constituyeron en laboratorios donde los aristócratas se apasionaron por el estudio de la naturaleza oculta de los elementos.
Pero una consecuencia no prevista colocó en crisis a toda la estructura. Una verdadera fiebre por los grados templarios invadió a la nobleza, pero también a los cuadros de la alta burguesía de los Capítulos de Elegidos dando lugar a toda suerte de engaños y falsificaciones que derivaron en estafas que causaron enorme daño a la Estricta Observancia. Nacieron entonces, provocando un verdadero caos, numerosos falsos grados y sistemas que desnaturalizaron por completo el antiguo esquema básico de la francmasonería.
Esta situación obligó a von Hund a poner orden en medio de tanta confusión y revelar el origen de su autoridad que –según su propia confesión- procedía de los propios Estuardo, los verdaderos “Superiores Ignorados”. En 1764, el hombre que había construido el nuevo Temple desde las sombras se dio a conocer públicamente invitando a sus hermanos francmasones a que se unieran a la Estricta Observancia, lo que causó gran revuelo y no pocas disputas internas. Lamentablemente, a la hora de revalidar sus títulos sólo pudo exhibir una carta patente de origen incierto y una copiosa correspondencia con jefes conocidos y desconocidos, procedentes de Old Aberdeen. Debió confesar también que esta correspondencia se había interrumpido pocos años después de la famosa reunión con el “Caballero de la pluma roja”.
3.- El misterio de los “Superiores Ignorados”
Un análisis de los hechos descriptos arroja en principio una certeza: La Orden tenía un claro origen estuardista y en cualquier caso, la restauración templaria formó parte del vasto plan de la francmasonería jacobita.
La primera pauta la da la presencia de lord Kilmarnock en la reunión de París. Antiguo venerable de la logia Old Falkirk, Kilmarnock fue Gran Maestre de Escocia desde 1742, año en que asumió la conducción de la ilustre logia nº 0 de Kilwinning, cuyos orígenes se pierden –como hemos visto- en la más remota antigüedad.
Se ha especulado con la identidad del “Caballero de la pluma roja”. Algunos creen que pudo haber sido el propio Carlos Eduardo Estuardo. En contra de esta teoría podríamos argumentar que a la muerte de von Hund, ocurrida en 1776, los nuevos dirigentes de la Estricta Observancia enviaron al pretendiente un emisario con el fin de que este aclarara la duda. Este respondió, de su puño y letra la desmentida, agregando que ¡jamás había pertenecido a la francmasonería! Para otros esta desmentida no significa nada, puesto que el príncipe –como señala Alec Mellor- bien podía estar mintiendo al mismo tiempo que desmentía. En efecto, el último sucesor legítimo de los Estuardo murió exiliado en Roma en 1788 y muchos afirman que aun soñaba con la creación de un reino templario en Escocia.
Cabe la posibilidad de que el “Caballero de la pluma roja” no haya sido otro que Charles Radcliff, lord Derwenwater, cuyo papel en toda esta trama ha sido trascendental. De ser cierta esta teoría, nos encontramos con razones suficientes para explicar porqué Hund vio interrumpida su comunicación con los “superiores Ignorados”. Kilmarnock fue capturado en 1745 y decapitado en la Torre de Londres. Radcliff sufrió el mismo destino. Luego de ser capturado en noviembre de 1745, en su último intento por desembarcar en Escocia, fue decapitado en la misma Torre el 8 de diciembre de 1746.
Es conocida su póstuma declaración, dada a conocer el día de su ejecución, cuyo texto reproducimos:
“Muero como hijo verdadero, obediente y humilde de la Santa iglesia católica y apostólica, en perfecta caridad con la humanidad entera, queriendo verdaderamente el bien de mi querido país, que nunca podrá ser feliz sin hacer justicia al mejor y al más injustamente tratado de los reyes. Muero con todos los sentimientos de gratitud, respeto y amor que tengo por el Rey de Francia, Luis el Bienamado (un nombre glorioso). Recomiendo a Su Majestad mi amada familia. Me arrepiento de todos mis pecados y tengo la firme confianza de obtener merced el Dios misericordiosos, por los méritos de Jesucristo, su hijo bendito, nuestro Señor, a quien recomiendo mi alma. Amén.”
Así dejaba este mundo quien había sido Gran Maestre de Francia y uno de los jefes de la restauración de la francmasonería templaria en Francia.
Ese mismo año, el desastre de la batalla de Culloden –como consecuencia de la cual murió gran parte del alto mando jacobita- marcó el trágico fin de causa estuardista y la consolidación de la dinastía Hannover. Muchos de los más altos exponentes del escocismo masónico perecieron en ella.
En tal caso, el martirio de los francmasones jacobitas marcó el principio del fin de la masonería católica, cuya derrota militar privó a la restauración templaria de sus máximos inspiradores, sus “Superiores Ignorados”.
Luego de la muerte de von Hund la Estricta Observancia se debilitó y se apartó paulatinamente de sus orígenes “templarios” hasta constituirse en el Rito Escocés Rectificado. Por su parte, los capítulos de “caballeros elegidos” devinieron en complejos sistemas que dieron nacimiento al Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Hacia fines del siglo XVIII, lo poco que quedaba de la antigua francmasonería católica fue barrido por la revolución. Ya no había lugar para una reliquia del Antiguo Régimen.
En efecto, la Revolución Francesa se devoró a gran parte de sus hijos y aniquiló todo vestigio de aquel intento de restaurar la antigua alianza entre templarios, masones y benedictinos. Resulta inexplicable a todas luces que la nobleza francesa haya sido la primera víctima de la revolución que había ayudado a edificar con sus mejores hombres. Pero fue así.
Bernard Fay, el historiador petanista que redactó los decretos antimasónicos de la efímera República de Vichy, llamó a esto “el suicidio masónico de la alta nobleza de Francia”. Pues, como bien señala “...si el duque de Orleáns, Mirabeau, La Fayette, la familia de Noailles, los La Rochefoucauld, Bouillón, Lameth y demás nobles liberales no hubiesen desertado de las filas de la aristocracia para servir la causa del estado llano y la Revolución, habría faltado a los revolucionarios el apoyo que les permitió triunfar desde un principio...”
La mayoría de ellos ayudó a la revolución que decapitó a la monarquía para después ser decapitados ellos mismos por la propia revolución.
Luego del Terror, la francmasonería francesa del siglo XIX cambió su rostro aristocrático por el más democrático de la burguesía. Podría decirse que, en términos de clase, retornó a su pasado corporativo, pues la masonería laica, la que construyó las catedrales góticas, fue un fenómeno fundamentalmente urbano y por lo tanto burgués. Pero si aquella era católica y devota de sus Santos Patronos, esta se alejó del catolicismo hasta aborrecerlo. Aun así, no pudo borrar las huellas que habían dejado los escoceses con sus capellanes, su tradición templaria y su carga de “esoterismo” que caracteriza al Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
El relieve en piedra de la famosa capilla de Rosslyn no necesita de documentos secretos ni de genealogías dudosas. Cualquier masón –cinco siglos después de haber sido esculpido- es capaz de reconocer allí a un hombre con atuendo templario conduciendo a un candidato en su ceremonia de iniciación como aprendiz masón. Para los masones las piedras hablan.
Los templarios eran guerreros; pero también eran monjes. Sus huellas todavía se perciben y su divisa aun conmueve: “Non nobis Domine, sed Nomine tuo da Gloriam”: No es para nosotros, Señor, sino para la Gloria de tu Nombre.
[1] Ledré, Charles; “La Masonería” (Andorra, Editorial Casal I Vall, 1958) p. 77 [2] Como es el caso de Glanfeuil: Logia “Tierno acogimiento”. Casi todos los cargos están ostentados por eclesiásticos. Su venerable es Legrand, benedictino. (1773) 14 eclesiásticos sobre 20 masones. En Compiegne en 1777 la Logia “Saint Germain” tenía como venerable al abate Bourgeois y la conformaban 14 eclesiasticos: benedictinos, dominicos, capuchinos y franciscanos. Otras logias con presencia eclesiástica importante: Alençon: Logia “San Cristóbal de la Fuerte Unión”; Les Andelys: “Logia Perfecta Cordialidad”; Annonay: Logia “Verdadera Virtud”; Bayonne: Logia “El Celo”; Lyon: Logia “San Juan de Jerusalén”; Narbonne: Logia “Perfecta Unión”; Orleáns: Logia “La Unión”; Rennes: Logia “Perfecta Unión”. [3] Colinon, ob. cit. p. 74 y ss. [4] Wirth, Oswald, “El Libro del Aprendiz Masón” (Santiago de Chile) p. 65.
http://www.bing.com/images/search?q=Marti+Y+La+Masoneria&view=detail&id=C548350D9EC7B6A1C3FF5E426EB3D5A3D00ADA1E&first=1
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