¡ 50 AÑOS EN EL EXILIO ! *** por Esteban Fernández
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¡ 50 AÑOS EN EL EXILIO ! *** por Esteban Fernández
¡ 50 AÑOS EN EL EXILIO !
por Esteban Fernández
(Sin olvidar el pañuelito de mi madre)
Ya les conté hace poco que mis padres, como todos los padres inteligentes y protectores, se impresionaron profundamente con los horrores que se estaban cometiendo en Cuba contra todas las personas decentes. Yo estaba completamente en contra de la idea de salir del país, pero mi padre me rogaba: "¡Sal de aquí, no te preocupes por nosotros, esto se cae antes de seis meses y entonces vuelves!"...
Y mi pobre madre que siempre fue (hasta cuando tuvo a su sobrino de alcalde de Güines) completamente apolítica, trataba de convencerme con otros argumentos: "Allá Milton te puede llevar a la playa de Miami, Maximito Gómez -que está en Nueva York- te lleva a ver la Estatua de la Libertad, puedes terminar el bachillerato, a lo mejor conoces a una americanita bonita y el día de mañana la traes para acá"...
Ustedes saben que los castristas nos llevaron súper recio, no solamente a mí, sino a todos los que nos opusimos a la recién estrenada dictadura. Nos provocaban sin razón alguna cada vez que querían. Nunca olvidaré que la última vez que estuve en el parque de mi pueblo, un moreno al que le decían "Camión", rodeado de esbirros, repartía golpes indiscriminadamente. Un amigo mío, llamado Nivaldo "Capi" Pino, me gritó: "¡Muchacho, acaba de irte para la casa, ya es hora que te vayas de Cuba, esta gente nos quiere joder a todos, y de paso, vas a matar del corazón a tu padre!"...
Y al fin, de mala gana acepté salir. Y hoy le doy las gracias a Dios y a mis padres por haberme salvado de lo que vino después. Los que se quedaron, como mi amigo Jesús Hernández, sufrieron enormemente. Salir de allí fue, sin lugar a dudas, una sabia decisión de mis progenitores.
El día anterior a mi salida, el 11 de agosto del 62 por la noche, mi padre sentado en el portal de la casa, me llamó y casi en un susurro me dijo: “Hijo, tú sabes cuanto tú y yo nos queremos, no creo que podamos despedirnos, mañana yo no voy a salir de mi cuarto, no quiero abrazos, ni llanto, ni despedidas, tú sabes muy bien que si tratamos de despedirnos tú no te vas para ningún lugar"...
Traté de discutirle con un simple: “¡Pero, viejo, si mañana 12 de agosto es tu cumpleaños, yo tengo que verte y felicitarte!” Con lágrimas en sus ojos me respondió: “Olvídate de eso, felicítame ahora, y la fiesta grande la hacemos el año que viene”.
12 de agosto del 62. La mañana, a pesar de ser verano, amaneció nublada y fea. En la puerta de mi casa ya estaba el negro “Cumbancha” al timón de un carro. Era el fiel chofer de mi tío Enrique Fernández Roig.
En mi equipaje sólo llevaba dos camisas y dos pantalones. Los pantalones eran de lana (¿lana para el verano de Miami?) y eran un regalo de María Cobas. Pertenecieron a su difunto esposo mi primo, Jaime Quintero. Mi padre me decía: “Cuida mucho ese pantalón gris, es histórico, es parte del traje que vistiera Jaime cuando tomó posesión de la Alcaldía de Güines”.
No creo que dije una sola palabra esa mañana. Automáticamente me monté en el carro junto a mi madre y a mi tía, Angélica Gómez. El viaje hacia La Habana fue en total silencio. Sólo miraba por la ventanilla del auto con la vista nublada por las lágrimas.
Era como si quisiera llevarme en mi cerebro grabado para siempre todo lo que veía. Y esos paisajes los he logrado retener en mi mente por cinco décadas.
Al llegar al aeropuerto, sin darme tiempo a nada, me metieron en un cuartito de cristal que ya yo había oído decir que le llamaban “la pecera”. En la distancia veía a mi madre que a cada segundo se llevaba un pequeño pañuelito de seda (hoy diera todo lo que tengo por ese pañuelito) a la cara para secarse las lágrimas. Y levantaba la mano en gesto de despedida.
Brotaron las primeras dos palabras de ese día, casi le grité de lejos a mi madre: “¡Regreso pronto!”… Y son dos palabras que he repetido más de un millón de veces en estos últimos 50 años. Allá fallecieron mis padres, jamás volví a verlos. Mis hijas nunca los conocieron. Y mi respuesta invariable a eso es: ¡Maldito sea el castrismo!...
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