UNA MIRADA
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UNA MIRADA
UNA MIRADA
Con mucho cariño a Manuel Balsa Larrinaga (Manolito)
Dicen que cuando se para junto a la ventana su mirada viaja perdida entre las olas, como tratando de descifrar ese inquieto coqueteo de colores. Sus pupilas se contraen y dilatan constantemente en ese enfermizo manoseo donde insiste en atrapar algo y no puede. Después, se escuchan unos gemidos casi infantiles, imperceptibles para quienes lo rodean y se mantienen concentrados en una pequeña pantalla, indiferente para quienes se identifican con la trama de lo que ocurre solamente entre transistores.
Se enfada en esa observación permanente, sabe que algo existió o existe, se inclina un poco a la derecha y encuentra al faro de El Morro. Una larga pitada logra despertarlo por segundos y deja escapar un susurro que nadie escucha, sonríe, sólo él sabe por qué. Unos niños corren a lo largo del malecón gritando algo, lo hacen en la misma dirección del barco, esta vez entrando a puerto. Aprieta el pulsor del tifón y la pitada es mucho más larga, sonríe nuevamente y saluda, grita también algún nombre, sostiene el binocular con una mano y agita la otra abanicando al viento, escucha, trata de decir algo y no lo logra.
-¡Mami, papá se orinó! Protestas, cansancio, ojeras, repetición. Lo toman de la mano y lo conducen hasta el cuarto, lo cambian, secan el orine del piso, vuelven a apretar la tecla de play, continúa la película, regresa la calma.
Dicen que gasta muchas horas junto a la ventana, no le importan las protestas, tampoco la luz que por ella penetraba y atenuando las imágenes del televisor, él no lo comprendía, una vez lo comprendió. Siempre iniciaba el mismo recorrido, igual choque con aquellas olas que desafiaban su memoria, algunas, un poco violentas, lograban sobrepasar el ancho muro, como burlándose de él. ¿Por qué tienen ese color blanco en las crestas? No se interesó por la respuesta y giró nuevamente, el faro, esa columna de piedras con cristales le preocupaba, lo conocía, no sabe desde cuándo, otra pitada. Dijo algo que nadie escuchó, ¡un barco!, un barco que pudo haber reconocido. No estaba muy seguro, luego se convenció cuando vio pasar su chimenea, una mano con un machete, esta vez de salida y otro grupo de niños corriendo.
-¡Mami, papá está llorando! Ella vino a secarle las lágrimas con un pañuelo chino, tuvo que ser chino, lo daban por la libreta, nadie más los fabricaba. Unas palabras de amor para calmarlo, unas palabras que solo ella conocía, magia solo lograda con la ternura. Trató de apartarlo de la ventana y no pudo, tampoco insistió en arrebatarlo de algo, un mundo nuevo para ellos, desconocido. El barco había superado el Castillo de La Punta y ella le extendió unos binoculares que tal vez nunca fueron suyos, nada era de nadie y todos eran propietarios. Quizás se encontraban en el sitio equivocado, solo eso. Los tomó en sus manos como si fuera un juguete, lo eran ahora, lo serán después, tal vez siempre, miró con insistencia, agitó nuevamente las manos.
-¡Feelpuente! Dijo algo y fue su mujer la que sonrió esta vez, razones sobraban para estar feliz, hacía semanas que no pronunciaba una palabra, ella no lo comprendió. Es muy probable que haya ordenado café para el puente, era lo usual en esas circunstancias.
Buscaba, buscaba, buscaba, no dejaba de hacerlo, nadie se explica el por qué de aquella obstinación. Poco encontraba, viejos autos que pasaban volando y unos pájaros grandes que lograron detener su imaginación, eran gaviotas. ¿Dónde las había visto?, ¿dónde las había visto?, ¿las había visto alguna vez? Borró la idea de haberlas visto, no lo hizo voluntariamente, se borraron solas de su mente. Pude haberlas visto en Rostock, quizás en Guayabal, no las he visto y poco me importan. ¿Y si las vi de verdad, por qué negar su existencia?, ¿y si no existen y es una trampa de mi mente? Mejor me olvido de las gaviotas y pienso en otra cosa, ¿pienso, puedo pensar? Tal vez sí, tal vez no, todo depende de mi estado emocional. Puede que recuerde algo, ¿dónde vi las gaviotas? Ríe y lo escuchan, no pueden definir si llora, el sonido les llegó con unos disparos escapados del televisor. Él viaja en la nave del tiempo, lo hace sin control. Se detiene en Nicaro, salta a Nuevitas, cae preso, cae preso, cae preso, la imagen se congela y lo asusta. Se mueve nervioso a lo ancho de la ventana, deja los binoculares encima de una mesita, le pesan. Escapa de aquella prisión, es libre nuevamente y se embarca, luego, todo comienza a borrarse.
Toc, toc, toc. No recuerdo que hay un timbre musical, como el de mi casa, se abre la puerta y aparece ella con un pañuelo en las manos, era chino, de los que se compraban por la libreta, nadie más los fabricaba.
-Vengo a darte el pésame por la muerte de Manolito. Dije a secas, sin ese protocolo que carga el aroma asfixiante de tantas flores encerradas en el salón de una funeraria. Ella se quedó estupefacta, petrificada, tiesa.
-¿Y quién te dijo que Manolito había muerto? Logró decir unos segundos después.
-¿No ha muerto? Eso fue lo que llegó por telegrafía, ya sabes como corren las noticias.
-Pasa para que lo saludes.
Lloró cuando me vio, quizás me reconoció, tal vez se acuerde de mí. Todos en la sala se mantuvieron pendiente de sus gestos y reacciones, mi hijo no hablaba, se asustó cuando lo vio, Manolito era el fantasma de mi amigo, una versión desfigurada de lo que había sido un hombre apuesto y simpático.
-Creo que te reconoció. Dijo ella sin apartarle la mirada, estudiaba cada uno de sus movimientos, buscaba un rayo de luz y esa esperanza a la que siempre nos aferramos por regresar a la paz que deseamos vivir.
-¿Tú crees?
-Si te hubieras ido con él… Se escuchó como una protesta, un reproche. -Tal vez no le hubiera sucedido esto, tú sabías controlarlo un poco, pero esa gente con las que siempre arrastraba eran demasiado bebedoras, nunca comprendieron el daño que podían producirle. La escuchaba y cargaba sobre mí un saco de responsabilidad que no me pertenecía. Manolito era incontrolable, rebelde, enérgico, muy activo, poco subordinado a los consejos y explosivo a la hora de tomar decisiones. Era un loco que no conocía el miedo y desafiaba constantemente el peligro, su vida nunca dejó de ser una fiesta prohibida.
-¡Toma esta metralleta! Me dijo esa noche en Luanda, había ido hasta mi barco remando en un kayak a media noche y yo le seguí la corriente, no se le podía decir que no.
-¿Y esto pa’qué? Le pregunté cuando tenía el AK en mis manos.
-Si te disparan, tú disparas. ¡Agarra este cargador de repuesto!
-Manolito, ¿a dónde coño tú me llevas? Luisito el telegrafista viajaba con nosotros en el jeep, él también cargaba su AK.
-A vender las cajas de ron, ¿pensaste que eran para beberlas? ¡Verdad! No les había contado que al bajarnos del kayak, Manolito me llevó hasta el cuarto de máquinas de su barco. Él y Luisito zafaron una plancha del mamparo de proa y ¡voilá!, tenían un pasadizo que habían fabricado para penetrar a la bodega Nr.3. Paramos en uno de los barrios más peligrosos de Luanda y donde supuestamente no entraría ningún blanco, solo nosotros éramos capaces de ir en contra de la corriente. Una vieja negra hurgó entre el guano del techo de su casa y sacó un fajo de billetes. Fue contando y separando entre dólares y kwanzas.
-¡Bájale dos cajas de Havana Club! Ordenó como cualquier jefe de la mafia, Luisito permanecía detrás de nosotros con el dedo puesto en el disparador. ¡Nos vamos! Dos o tres casas más y salimos de toda la carga, regreso al barco. ¿Y yo, qué carajo gano en todo esto? Nada, solo el placer de aquella aventura y la posibilidad de buscarme un lío innecesario, pero no podía decirle que no a Manolito.
-Hace falta que vayas al Seaman Club y me compres todo esto en whisky. Me entregó un fajo de dólares.
-¡Ven acá, Manolito! ¿No hay candela con esto? ¡Asere!, estamos en Rostock y la seguridad alemana trabaja con la del patio.
-¡No seas pendejo! Ayer hice una compra de trescientos dólares y no pasó nada, el asunto es que no me puedo quemar gastando mucha plata aquí, pero ellos no le hacen swing cuando es poca cantidad.
-¿Tas seguro? Mira que me puedes quemar de gratis.
-No hay tema, viejo. No seas tan pendejo. No sé la facilidad que tenía para envolverte, tal vez diciéndote pendejo lograba herir tus sentimientos y despertar el macho que llevábamos dormido. Lo cierto es que fui hasta el local y llené un carrito con botellas, algo nervioso, no puedo negarlo, mi tranquilidad regresó cuando pasé por la caja contadora. ¿Y qué carajo ando haciendo en este negocio? Manolito estaba en el José Antonio Echeverría y yo en el Frank País, nada que ver el uno con el otro. Bueno, sí, solo unas semanas antes yo lo había relevado en este barco, y no quieran saber cómo hicimos el relevo. Manolito me llevó para su casa y puso ante mí una botella de whisky, pero no una cualquiera. Resulta que él había comprado una que funcionaba con baterías y la bebida salía por el pito de un muñequito. -¡Pon el vaso!, ¿viste cómo mea?
-Manolito, ¿ya hiciste los cálculos de estabilidad?
-No te preocupes, todo está cuadrado, ¡pon el vaso!, ¿viste como mea?
-Manolito, y los inventarios, men. ¿Los tienes actualizados?
-Eso está querido, ¡pon el vaso!
-Manolito, Manolito, Manolito…
-¡Aquí tienen algo de saladito! Hasta ella se había puesto de acuerdo con mi socio para amarrarme. ¿Saladitos? Jamón, queso, anchoas, aceitunas rellenas. Al siguiente día salí de viaje con el corazón saltando entre mis manos, nada de lo que me había asegurado Manolito existía, nada. Su acta de entrega se redujo a todas las meadas de aquel muñequito, me envolvió como siempre. Permaneció tranquilo durante un rato, no intentó acercarse a la ventana, me observaba y trataba de decirme algo con los ojos, yo trataba de adivinarlo.
-Creo que te reconoció. Dijo ella.
-Es probable que haya tenido un momento de lucidez, ¿quién pudiera estar dentro de su mente? Manolito sonrió y esta vez pude descubrir la picardía de nuestros tiempos, es muy probable que solo haya sido una mala interpretación. Me vino a la mente aquel viaje a Camagüey, éramos estudiantes aún. El buque escuela había entrado por Nuevitas y a Ríos se le ocurrió invitar a un grupo de nosotros a casa de su hermana.
-¿Te acuerdas del viaje que nos metimos una tropa de nosotros en la habitación de un hotel en Camagüey? Le pregunté a Rocha, él vive desde hace unos años en Miami. Enseguida se acordó y comenzó a reírse.
-¡Vamos a pasar de dos en dos! No recuerdo a quién se le ocurrió la brillante idea para tratar de engañar al hombre de la carpeta. Hirám con Remigio, Rocha y Casañas, Ríos y Manolito.
-¡Alto ahí! ¿A dónde van ustedes? Preguntó el tipo de una manera bien descompuesta.
-¡Oye! Nosotros somos de la habitación 325. Respondió Ríos con esa voz quebrada y sonido de relajo que nadie podía tomar en serio.
-¡Al carajo la 325! Ya han subido varios diciendo lo mismo.
-¡No puede ser! ¿No está reservada a nombre de Eduardo Ríos?
-¡Coño, asere! ¿Estás de chivatón, qué bolá contigo? Manolito se reía mientras el tipo de la recepción caminaba entre los colchones tirados en el piso.
-¡Compadre, no coma tanta mierda, por la mañana nos vamos al carajo! Si te pones farruco, vamos a darte tranca allá abajo. Así que apaga y dale pal carajo. La suerte fue que Hirám era un jabao de casi seis pies de estatura y logró impresionar al portero. Ríos tuvo que llevarse a Manolito para la casa de su hermana hasta la mañana siguiente, claro, entre sus risotadas, porque hablando en plata, para él no existían muchas cosas que se pudieran tomar con seriedad.
Qué tragedia en esa cola de la terminal para poder agarrar la guagua hacia Nuevitas, apareció una loca que le faltaban todos los dientes preguntando por el capitán Balsa y Manolito no queriendo salir del baño. Bueno, hicimos la mañana con ella y el viaje también, ya deben imaginarse la jodedera que se formó en torno a la sindientina, porque así la bautizaron.
-¿Qué les parece la proposición? Preguntó Manolito cuando salimos del restaurante en Guanabo, nos había llevado hasta allí para engoarnos. Hablo en plural porque fuimos dos los objetos de su pesquería, el otro se llama Luís Valdés Arnaiz.
-Asere, si no hemos visto lo que debemos hacer, ¿cómo es posible que nos preguntes?
-¡Coño! Yo soy un tipo diáfano, ya les dije que llevé a dos albañiles de profesión y estuvieron muy de acuerdo con los 2,500 pesos que les ofrecí. Indudablemente estaba hablando de plata en aquella época, bastante dinero.
-¿Y por qué no fueron a pinchar? Pregunté al azar, lo hice solamente por preguntar, estaba muy cómodo en el auto y no me importaba regresar a casa.
-Sabes que hay gente misteriosa.
-Bueno, tendremos que llegar a la casa para tener una idea del tema que estamos hablando. Fueron más de cuatro meses enmarañados en la construcción de dos baños, dos cocinas, reparación de cinco cuartos, sala y comedor. Manolito cayó preso junto a los tripulantes del 30 de Noviembre, él no había dado ese viaje donde se detectó el contrabando de relojes, tinte de pelo, etc. Arnaiz y yo fuimos eliminados del curso de Primer Oficial, solo por el hecho de visitar esa casa diariamente, claro, nadie sabía de las reparaciones interiores que estábamos haciendo.
-Si tú te hubieras ido con él… Insistió en aquel reproche y tal vez pecado que nunca me perdonaría.
-Tú mejor que nadie sabes que nunca me embarcaría con Manolito, la única manera de conservar su amistad era manteniendo esta distancia, dentro de un barco las cosas cambian y los amigos se pierden con demasiada facilidad. No me vengas ahora con este cuento, tú tampoco pudiste controlarlo, nadie podía hacerlo, Manolito era un animal salvaje imposible de domesticar, ¿por qué tendría que ser yo?
-Puede que tengas razón, él nunca tuvo verdaderos amigos.
-Yo creo que esa es la palabra correcta, “amigos”. Ninguna de esa gente que navegaba con él lo era, puedo asegurártelo. Tampoco él nos consideró como tal, es muy difícil. Manolito se encandilaba con frases que solo existen en el mercado y se comportan de acuerdo a la oferta y la demanda. No creo haya tenido verdaderos amigos, eso lo pudiste comprobar cuando estuvo en el hospital con una custodia de la policía. ¿Cuántos lo visitaron? ¡Por Dios! En Cuba son muy escasos los verdaderos amigos, eso lo sabes perfectamente.
Manolito se levantó y caminó hasta la ventana, nos dio la espalda, quizás inocentemente, tal vez no. Pudo haberse sentido molesto por las cosas que escuchaba, nadie sabe cómo funciona su mente. ¿Y si nos engaña? No existen testigos, solo su alma. Escuchamos una pitada larga y observamos su rostro. Hoy era su día de suerte, el puerto había recobrado algo de vida, sonrió. Su vista se perdió en el norte, voló junto a unas gaviotas extraviadas. Hay banderas que vuelan en el mástil de El Morro y una boya que se bambolea en el canal de entrada. Luces que se confunden, rojas y verdes, verdes y rojas, entrada o salida. Una pitada larga, un recuerdo, una lágrima, una aventura, un pichón, un amor en cada puerto, un espermatozoide inoportuno, una inscripción de nacimiento.
Estuve en su casa cuando pensaba desertar, fue una despedida silenciosa, él no se encontraba allí y me ahorró algo. El tiempo ha pasado y sus hijos echaron alas, volaron y no se detuvieron hasta las islas Canarias. Manolito vive con su madre, pero ella no vive cerca del malecón, no escucha las pitadas de los barcos, ni observa los destellos del faro por las noches. Gime como los niños y llora de vez en cuando, se orina y sonríe, nadie protesta, el televisor se encuentra apagado.
Manolito sufrió un derrame cerebral que lo dejó incapacitado de por vida.
Esteban Casañas Lostal.
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2009-12-09
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