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Mensaje por Admin Jue Feb 11, 2010 1:05 pm

LA EDAD DE ORO Oro10


LA EDAD DE ORO Ninos10

LA EDAD DE ORO La_eda10
Original de La Edad de Oro en la casa museo de Jose Marti


A los niños que lean “La Edad de Oro”

Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. Sin las niñas no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz. El niño ha de trabajar, de andar, de estudiar, de ser fuerte, de ser hermoso: el niño puede hacerse hermoso aunque sea feo; un niño bueno, inteligente y aseado es siempre hermoso. Pero nunca es un niño más bello que cuando trae en sus manecitas de hombre fuerte una flor para su amiga, o cuando lleva del brazo a su hermana, para que nadie se la ofenda: el niño crece entonces, y parece un gigante: el niño nace para caballero, y la niña nace para madre. Este periódico se publica para conversar una vez al mes, como buenos amigos, con los caballeros de mañana, y con las madres de mañana; para contarles a las niñas cuentos lindos con que entretener a sus visitas y jugar con sus muñecas; y para decirles a los niños lo que deben saber para ser de veras hombres. Todo lo que quieran saber les vamos a decir, y de modo que lo entiendan bien, con palabras claras y con láminas finas. Les vamos a decir cómo está hecho el mundo: les vamos a contar todo lo que han hecho los hombres hasta ahora.


Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan como se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras; y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; para que cuando el niño vea una piedra de color sepa porqué tiene colores la piedra, y que quiere decir cada color; para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos. Les hablaremos de todo lo que se hace en los talleres, donde suceden cosas más raras e interesantes que en los cuentos de magia, y son magia de verdad, más linda que la otra: y les diremos lo que se sabe del cielo, y de lo hondo del mar y de la tierra; y les contaremos cuentos de risa y novelas de niños, para cuando hayan estudiado mucho, o jugado mucho, y quieran descansar. Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo. Y queremos que nos quieran, y nos vean como cosa de su corazón.


Cuando un niño quiera saber algo que no este en La Edad de Oro, escríbanos como si nos hubiera conocido siempre, que nosotros le contestaremos. No importa que la carta venga con faltas de ortografía. Lo que importa es que el niño quiera saber. Y si la carta está bien escrita, la publicaremos en nuestro correo con la firma al pie, para que se sepa que es niño que vale. Los niños saben más de lo que parece, y si les dijeran que escribiesen lo que saben, muy buenas cosas que escribirían. Por eso La Edad de Oro va a tener cada seis meses una competencia, y el niño que le mande el trabajo mejor, que se conozca de veras que es suyo, recibirá un buen premio de libros, y diez ejemplares del número de La Edad de Oro en que se publique su composición, que será sobre cosas de su edad, para que puedan escribirla bien porque para escribir bien una cosa hay que saber de ella mucho. Así queremos que los niños de América sean: hombres que digan lo que piensan, y lo digan bien: hombres elocuentes y sinceros.


Las niñas deben saber lo mismo que los niños, para poder hablar con ellos como amigos cuando vayan creciendo; como que es una pena que el hombre tenga que salir de su casa a buscar con quien hablar, porque las mujeres de la casa no sepan contarle más que de diversiones y de modas. Pero hay cosas muy delicadas y tiernas que las niñas entienden mejor, y para ellas las escribiremos de modo que les gusten; porque La Edad de Oro tiene su mago en la casa, que le cuenta que en las almas de las niñas sucede algo parecido a lo que ven los colibríes cuando andan curioseando por entre las flores. Les diremos cosas así, como para que las leyesen los colibríes si supiesen leer. Y les diremos cómo se hace una hebra de hilo, cómo nace una violeta, cómo se fabrica una aguja, cómo tejen las viejecitas de Italia los encajes. Las niñas también pueden escribirnos sus cartas, y preguntarnos cuanto quieran saber, y mandarnos sus composiciones para la competencia cada seis meses. ¡De seguro que van a ganar las niñas!


Lo que queremos es que los niños sean felices, como los hermanitos de nuestro grabado; y que si alguna vez nos encuentra un niño de América por el mundo nos apriete mucho la mano, como a un amigo viejo, y diga donde todo el mundo lo oiga: "¡Este hombre de La Edad de Oro fue mi amigo!"


LA EDAD DE ORO Ninos110



Tres Héroes

Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó donde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, porque todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre. A Bolívar, y a todos los que pelearon como él por que la América fuese del hombre americano. A todos: al héroe famoso, y al último soldado, que es un héroe desconocido. Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre a su patria.


Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. En América no se podía ser honrado, ni pensar ni hablar. Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació, los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. El niño, desde que puede pensar, debe pensar en todo lo que ve, debe padecer por todos los que no pueden vivir con honradez, debe trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres, y debe ser un hombre honrado. El niño que no piensa en lo que sucede a su alrededor, y se contenta con vivir, sin saber si vive honradamente, es como un hombre que vive del trabajo de un bribón, y está en camino de ser bribón. Hay hombres que son peores que las bestias, porque las bestias necesitan ser libres para vivir dichosas: el elefante no quiere tener hijos cuando vive preso: la llama del Perú se echa en la tierra y se muere, cuando el indio le habla con rudeza, o le pone más carga de la que puede soportar. El hombre debe ser, por lo menos, tan decoroso como el elefante y como la llama. En América se vivía antes de la libertad como la llama que tiene mucha carga encima. Era necesario quitarse la carga, o morir.


Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro. Hay otros que padecen como en agonía cuando ven que los hombres viven sin decoro a su alrededor. En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados. Estos tres hombres son sagrados: Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo, de México. Se les deben perdonar sus errores, porque el bien que hicieron fue más que sus faltas. Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz.


Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le salían de los labios. Parecía como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su país, su país oprimido que le pesaba en el corazón, y no le dejaba vivir en paz. La América entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca más que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie más que a sí mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el mérito de Bolívar, que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parecía que Venezuela se cansaba. Lo habían derrotado los españoles: lo habían echado del país. El se fue a una isla, a ver su tierra de cerca, a pensar en su tierra.


Un negro generoso lo ayudó cuando ya no lo quería ayudar nadie. Volvió un día a pelear, con trescientos héroes, con los trescientos libertadores. Libertó a Venezuela. Liberto a la Nueva Granada. Libertó al Ecuador. Libertó al Perú. Fundó una nación nueva, la nación de Bolivia. Ganó batallas sublimes con soldados descalzos y medios desnudos. Todo se estremecía y se llenaba de luz a su alrededor. Los generales peleaban a su lado con valor sobrenatural. Era un ejército de jóvenes. Jamás se peleo tanto, ni se peleo mejor, en el mundo por la libertad. Bolívar no defendió con tanto fuego el derecho de los hombres a gobernarse por sí mismos, como el derecho de América a ser libre. Los envidiosos exageraron sus defectos. Bolívar murió de pesar del corazón, más que de mal del cuerpo, en la casa de un español en Santa Marta. Murió pobre, y dejo una familia de pueblos.


México tenía mujeres y hombres valerosos, que no eran muchos, pero valían por muchos: media docena de hombres y una mujer preparaban el modo de hacer libre a su país. Eran unos cuantos jóvenes valientes, el esposo de una mujer liberal, y un cura de pueblo que quería mucho a los indios, un cura de sesenta años. Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber. Los que no quieren saber son de la raza mala. Hidalgo sabía francés, que entonces era cosa de mérito, porque lo sabían pocos. Leyó los libros de los filósofos del siglo XVIII, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. Vio a los negros esclavos, y se lleno de horror. Vio maltratar a los indios, que son tan mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien: la música, que consuela; la cría del gusano, que da la seda; la cría de la abeja, que da miel. Tenía fuego en sí, y le gustaba fabricar: creó hornos para cocer los ladrillos. Le veían lucir mucho de cuando en cuando los ojos verdes. Todos decían que hablaba muy bien, que sabía mucho nuevo, que daba muchas limosnas el señor cura del pueblo de Dolores. Decían que iba a la ciudad de Querétaro una que otra vez, a hablar con unos cuantos valientes y con el marido de una buena señora. Un traidor le dijo a un comandante español que los amigos de Querétaro trataban de hacer a México libre. El cura montó a caballo, con todo su pueblo, que lo quería como a su corazón; se le fueron juntando los caporales y los sirvientes de las haciendas, que eran la caballería; los indios iban a pie, con palos y flechas, o con hondas y lanzas. Se le unió un regimiento y tomó un convoy de pólvora que iba para los españoles. Entró triunfante en Celaya, con músicas y vivas. Al otro día juntó el Ayuntamiento, lo hicieron general, y empezó un pueblo a nacer. El fabricó lanzas y granadas de mano. El dijo discursos que dan calor y echan chispas, como decía un caporal de las haciendas. El declaró libres a los negros. El les devolvió sus tierras a los indios. El publicó un periódico que llamó El Despertador Americano. Ganó y perdió batallas. Un día se le juntaban siete mil indios con flechas, y al otro día lo dejaban solo. La mala gente quería ir con él para robar en los pueblos y para vengarse de los españoles. El les avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a darle los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió a ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca, que quería que fuese cruel. Su compañero Allende tuvo celos de el; y él le cedió el mando a Allende. Iban juntos buscando amparo en su derrota cuando los españoles les cayeron encima. A Hidalgo le quitaron uno a uno, como para ofenderlo, los vestidos de sacerdote. Lo sacaron detrás de una tapia, y le dispararon los tiros de muerte a la cabeza. Cayó vivo, revuelto en la sangre, y en el suelo lo acabaron de matar. Le cortaron la cabeza y la colgaron en una jaula, en la Alhóndiga misma de Granaditas, donde tuvo su gobierno. Enterraron los cadáveres descabezados. Pero México es libre.


San Martín fue el libertador del sur, el padre de la República Argentina, el padre de Chile. Sus padres eran españoles, y a él lo mandaron a España para que fuese militar del rey. Cuando Napoleón entró en España con su ejército, para quitarles a los españoles la libertad, los españoles todos pelearon contra Napoleón: pelearon los viejos, las mujeres, los niños; un niño valiente, un catalancito, hizo huir una noche a una compañía, disparándole tiros y más tiros desde un rincón del monte: al niño lo encontraron muerto, muerto de hambre y de frío; pero tenía en la cara como una luz, y sonreía, como si estuviese contento. San Martín peleó muy bien en la batalla de Bailen, y lo hicieron teniente coronel. Hablaba poco: parecía de acero: miraba como un águila: nadie lo desobedecía: su caballo iba y venía por el campo de pelea, como el rayo por el aire. En cuanto supo que América peleaba para hacerse libre, vino a América: ¿que le importaba perder su carrera, si iba a cumplir con su deber?: llegó a Buenos Aires; no dijo discursos: levantó un escuadrón de caballería: en San Lorenzo fue su primera batalla: sable en mano se fue San Martín detrás de los españoles, que venían muy seguros, tocando el tambor, y se quedaron sin tambor, sin cañones y sin bandera. En los otros pueblos de América los españoles iban venciendo: a Bolívar lo había echado Morillo el cruel de Venezuela: Hidalgo estaba muerto: O'Higgins salió huyendo de Chile; pero donde estaba San Martín siguió siendo libre la América. Hay hombres así, que no pueden ver esclavitud. San Martín no podía; y se fue a libertar a Chile y al Perú. En diez y ocho días cruzo con su ejército los Andes altísimos y fríos: iban los hombres como por el cielo, hambrientos, sedientos; abajo, muy abajo, los árboles parecían yerba, los torrentes rugían como leones. San Martín se encuentra al ejército español y lo deshace en la batalla de Maipo, lo derrota para siempre en la batalla de Chacabuco. Liberta a Chile. Se embarca con su tropa, y va a libertar el Perú. Pero en el Perú estaba Bolívar, y San Martín le cede la gloria. Se fue a Europa triste, y murió en brazos de su hija Mercedes. Escribió su testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una batalla. Le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajo hace cuatro siglos, y el le regalo el estandarte en el testamento al Perú. Un escultor es admirable, porque saca una figura de la piedra bruta: pero esos hombres que hacen pueblos son como más que hombres. Quisieron algunas veces lo que no debían querer; pero ¿que no le perdonará un hijo su padre? El corazón se llena de ternura al pensar en esos gigantescos fundadores. Esos son héroes; los que pelean para hacer a los pueblos libres, o los que padecen en pobreza y desgracia por defender una gran verdad. Los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales.



DOS MILAGROS

Iba un niño travieso
Cazando mariposas;
Las cazaba el bribón, les daba un beso,
Y después las soltaba entre las rosas.

Por tierra, en un estero,
Estaba un sicomoro;
Le da un rayo de sol, y del madero
Muerto, sale volando un ave de oro.


LA EDAD DE ORO Meniqu10


Meñique

(Del francés, de Laboulaye)

Cuento de magia, donde se relata la historia del sabichoso Meñique y se ve que el saber vale más que la fuerza.


I

En un país muy extraño vivió hace mucho tiempo un campesino que tenía tres hijos: Pedro, Pablo y Juancito. Pedro era gordo y grande, de cara colorada, y de pocas entendederas; Pablo era canijo y paliducho, lleno de envidias y de celos; Juancito era lindo como una mujer, y más ligero que un resorte, pero tan chiquitín que se podía esconder en una bota de su padre. Nadie le decía Juan, sino Meñique.


El campesino era tan pobre que había fiesta en la casa cuando traía alguno un centavo. El pan costaba mucho, aunque era pan negro; y no tenían cómo ganarse la vida. En cuanto los tres hijos fueron bastante crecidos, el padre les rogó por su bien que salieran de su choza infeliz, a buscar fortuna por el mundo. Les dolió el corazón de dejar solo a su padre viejo, y decir adiós para siempre a los árboles que habían sembrado, a la casita en que habían nacido, al arroyo donde bebían el agua en la palma de la mano. Como a una legua de allí tenía el rey del país un palacio magnífico, todo de criadera, con veinte balcones de roble tallado, y seis ventanitas. Y sucedió que de repente, en una noche de mucho calor, salió de la tierra, delante de las seis ventanas, un roble enorme con ramas tan gruesas y tanto follaje que dejó a oscuras el palacio del rey. Era un árbol encantado, y no había hacha que pudiera echarlo a tierra, porque se le mellaba el filo en lo duro del tronco, y por cada rama que le cortaban salían dos. El rey ofreció dar tres sacos llenos de pesos a quien le quitara de encima al palacio aquel arbolón; pero allí se estaba el roble, echando ramas y raíces, y el rey tuvo que conformarse con encender luces de día.


Y eso no era todo. Por aquel país, hasta de las piedras del camino salían los manantiales; pero en el palacio no había agua. La gente del palacio se lavaba las manos con cerveza y se afeitaba con miel. El rey había prometido hacer marques y dar muchas tierras y dinero al que abriese en el patio del castillo un pozo donde se pudiera guardar agua para todo el año. Pero nadie se llevó el premio, porque el palacio estaba en una roca, y en cuanto se escarbaba la tierra de arriba, salía debajo la capa de granito. Como una pulgada nada más había de tierra floja.


Los reyes son caprichosos, y este reyecito quería salirse con su gusto. Mandó pregoneros que fueran clavando por todos los pueblos y caminos de su reino el cartel sellado con las armas reales, donde ofrecía casar a su hija con el que cortara el árbol y abriese el pozo, y darle además la mitad de sus tierras. Las tierras eran de lo mejor para sembrar, y la princesa tenía fama de inteligente y hermosa; así es que empezó a venir de todas partes un ejército de hombres forzudos, con el hacha al hombro y el pico al brazo. Pero todas las hachas se mellaban contra el roble, y todos los picos se rompían contra la roca.


II

Los tres hijos del campesino oyeron el pregón, y tomaron el camino del palacio, sin creer que iban a casarse con la princesa, sino que encontrarían entre tanta gente algún trabajo. Los tres iban anda que anda, Pedro siempre contento, Pablo hablándose solo, y Meñique saltando de acá para allá, metiéndose por todas las veredas y escondrijos, viéndolo todo con sus ojos brillantes de ardilla. A cada paso tenía algo nuevo que preguntar a sus hermanos: que por que las abejas metían la cabecita en las flores, que por que las golondrinas volaban tan cerca del agua, que por qué no volaban derecho las mariposas. Pedro se echaba a reír, y Pablo se encogía de hombros y lo mandaba a callar.


Caminando, caminando, llegaron a un pinar muy espeso que cubría a todo un monte, y oyeron un ruido grande, como de un hacha, y de árboles que caían allá en lo más alto.


-Yo quisiera saber por qué andan allá arriba cortando leña -dijo Meñique.


-Todo lo quiere saber el que no sabe nada dijo Pablo, medio gruñendo.


-Parece que este muñeco no ha oído nunca cortar leña -dijo Pedro, torciéndole el cachete a Meñique de un buen pellizco.


-Yo voy a ver lo que hacen allá arriba -dijo Meñique.


-Anda, ridículo, que ya bajarás bien cansado, por no creer lo que te dicen tus hermanos mayores.


Y de ramas en piedras, gateando y saltando, subió Meñique por donde venía el sonido. Y ¿qué encontró Meñique en lo alto del monte? Pues un hacha encantada, que cortaba sola, y estaba echando abajo un pino muy recio.


-Buenos días, señora hacha, -dijo Meñique- ¿no está cansada de cortar tan solita ese árbol tan viejo?


-Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por tí -respondió el hacha.


-Pues aquí me tiene -dijo Meñique.


Y sin ponerse a temblar, ni preguntar más, metió el hacha en su gran saco de cuero, y bajo el monte, brincando y cantando.


-¿Qué vio allá arriba el que todo lo quiere saber? -preguntó Pablo, sacando el labio de abajo, y mirando a Meñique como una torre a un alfiler.


-Pues el hacha que oíamos -le contesto Meñique.


-Ya ve el chiquitín la tontería de meterse por nada en esos sudores -le dijo Pedro el gordo.


A poco andar ya era de piedra todo el camino, y se oyó un ruido que venía de lejos, como de un hierro que golpease en una roca.


-Yo quisiera saber quien anda allá lejos picando piedras -dijo Meñique.


-Aquí está un pichón que acaba de salir del huevo, y no ha oído nunca al pájaro carpintero picoteando en un tronco -dijo Pablo.


-Quédate con nosotros, hijo, que eso no es más que el pájaro carpintero que picotea en un tronco -dijo Pedro.


-Yo voy a ver lo que pasa allá lejos.


Y aquí de rodillas, y allá medio a rastras, subió la roca Meñique, oyendo como se reían a carcajadas Pedro y Pablo. ¿Y qué encontró Meñique allá en la roca? Pues un pico encantado, que picaba solo, y estaba abriendo la roca como si fuese mantequilla.


-Buenos días, señor pico -dijo Meñique, -¿no está cansado de picar tan solito en esa roca vieja?


-Hacen muchos años, hijo mío, que estoy esperando por tí -respondió el pico.


-Pues aquí me tiene -dijo Meñique.


Y sin pizca de miedo le echo mano al pico, lo saco del mango, los metió aparte en su gran saco de cuero, y bajo por aquellas piedras, retozando y cantando.


-¿Y qué milagro vio allá su señoría? -pregunto Pablo, con los bigotes de punta.


-Era un pico lo que oímos -respondió Meñique, y siguió andando, sin decir más palabra.


Más adelante encontraron un arroyo, y se detuvieron a beber, porque era mucho el calor.


-Yo quisiera saber -dijo Meñique, -de donde sale tanta agua en un valle tan llano como éste.


-¡Grandísimo pretencioso-dijo Pablo,-que en todo quiere meter la nariz! ¿No sabes que los manantiales salen de la tierra?


-Yo voy a ver de dónde sale esta agua.


Y los hermanos se quedaron diciendo picardías; pero Meñique echó a andar por la orilla del arroyo, que se iba estrechando, estrechando, hasta que no era más que un hilo. Y ¿qué encontró Meñique cuando llegó al fin? Pues una cáscara de nuez encantada, de donde salía a borbotones el agua clara chispeando al sol.


-Buenos días, señor arroyo -dijo Meñique, -¿no está cansado de vivir tan solito en su rincón, manando agua?


-Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por tí -respondió el arroyo.


-Pues aquí me tiene -dijo Meñique.


Y sin el menor susto tomó la cáscara de la nuez, la envolvió bien en musgo fresco para que no se saliera el agua, la puso en su gran saco de cuero, y se volvió por donde vino, saltando y cantando.


-¿Ya sabes de dónde viene el agua? -le gritó Pedro.


-Sí, hermano; viene de un agujerito.


-¡Oh, a este amigo se lo come el talento! ¡Por eso no crece! -dijo Pablo, el paliducho.


-Yo he visto lo que quería ver, y sé lo que quería saber -se dijo Meñique a sí mismo. Y siguió su camino, frotándose las manos.


III

Por fin llegaron al palacio del rey. El roble crecía más que nunca, el pozo no lo habían podido abrir, y en la puerta estaba el cartel sellado con las armas reales, donde prometía el rey casar a su hija y dar la mitad de su reino a quienquiera cortase el roble y abriese el pozo, fuera señor de la corte, o vasallo acomodado, o pobre campesino. Pero el rey, cansado de tanta prueba inútil, había hecho clavar debajo del cartelón otro cartel más pequeño, que decía con letras coloradas:


"Sepan los hombres por este cartel, que el rey y señor, como buen rey que es, se ha dignado mandar que le corten las orejas debajo del mismo roble al que venga a cortar el árbol o abrir el pozo, y no corte, ni abra; para enseñarle a conocerse a sí mismo y a ser modesto, que es la primera lección de la sabiduría".


Y alrededor de este cartel había clavadas treinta orejas sanguinolentas, cortadas por la raíz de la piel a quince hombres que se creyeron más fuertes de lo que eran.


Al leer este aviso. Pedro se echó a reír, se retorció los bigotes, se miró los brazos, con aquellos músculos que parecían cuerdas, le dio al hacha dos vuelos por encima de su cabeza, y de un golpe echó abajo una de las ramas más gruesas del árbol maldíto. Pero en seguida salieron dos ramas poderosas en el punto mismo del hachazo, y los soldados del rey le cortaron las orejas sin más ceremonia.


-¡Inutílón! -díjo Pablo; y se fue al tronco, hacha en mano, y le cortó de un golpe una gran raíz. Pero salieron dos raíces enormes en vez de una. Y el rey furioso mandó que le cortaran las orejas a aquél que no quiso aprender en la cabeza de su hermano.


Pero a Meñique no se le achicó el corazón, y se le echó al roble encima. -¡Quítenme a ese enano de ahí! -dijo el rey- ¡y si no se quiere quitar, córtenle las orejas.


-Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre es ley, señor rey. Yo tengo derecho por tu cartel a probar mi fortuna. Ya tendrás tiempo de cortarme las orejas, si no corto el árbol.


-Y la nariz te la rebanarán también, si no lo cortas.


Meñique sacó con mucha faena el hacha encantada de su gran saco de cuero. El hacha era más grande que Meñique. Y Meñique le dijo: "¡Corta, hacha, corta!"


Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó las ramas, cercenó el tronco, arrancó las raíces, limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y tanta leña apiló del árbol en trizas, que el palacio se calentó con el roble todo aquel invierno. Cuando ya no quedaba del árbol una sola hoja, Meñique fue donde estaba el rey sentado junto a la princesa, y los saludó con mucha cortesía.


-¿Dígame el rey ahora dónde quiere que le abra el pozo su criado?


Y toda la corte fue al patio del palacio con el rey, a ver abrir el pozo. El rey subió a un estrado más alto que los asientos de los demás; la princesa tenía su silla en un escalón más bajo, y miraba con susto a aquel hominicaco que le iban a dar para marido.


Meñique, sereno como una rosa, abrió su gran saco de cuero, metió el mango en el pico, lo puso en el lugar que marcó el rey, y le dijo: "¡Cava, pico, cava!


Y el pico empezó a cavar, y el granito a saltar en pedazos, y en menos de un cuarto de hora quedó abierto un pozo de cien pies.


-¿Le parece a mí rey que este pozo es bastante hondo?


-Es hondo; pero no tiene agua.


-Agua tendrá -dijo Meñique. Metió el brazo en el gran saco de cuero, le quitó el musgo a la cáscara de nuez, y puso la cáscara en una fuente que habían llenado de flores. Y cuando ya estaba bien dentro de la tierra, dijo: "¡Brota, agua, brota!"


Y el agua empezó a brotar por entre las flores con un suave murmullo, refrescó el aire del patio, y cayó en cascadas tan abundantes que al cuarto de hora ya el pozo estaba lleno, y fue preciso abrir un canal que llevase afuera el agua sobrante.


-Y ahora -dijo Meñique, poniendo en tierra una rodilla- ¿cree mi rey que he hecho todo lo que me pedía?


-Sí, Marques Meñique -respondió el rey; -y te daré la mitad de mí reino; o mejor te compraré en lo que vale tu mitad, con la contribución que les voy a imponer a mis vasallos, que se alegrarán mucho de pagar porque su rey y señor tenga agua buena; pero con mí hija no te puedo casar, porque esa es cosa en que yo solo no soy dueño.


-¿Y que más quieres que haga rey? -dijo Meñique, parándose en las puntas de los pies, con la manecita en la cadera, y mirando a la princesa cara a cara.


-Mañana se te dirá, Marques Meñique -le dijo el rey;- vete ahora a dormir a la mejor cama de mi palacio.


Pero Meñique, en cuanto se fue el rey, salió a buscar a sus hermanos, que parecían dos perros ratoneros, con las orejas cortadas.


-Díganme, hermanos, si no hice bien en querer saberlo todo, y ver de dónde venía el agua.


-Fortuna no más, fortuna -dijo Pablo. La fortuna es ciega, y favorece a los necios.


-Hermanito -dijo Pedro, -con orejas o desorejado creo que está muy bien lo que has hecho, y quisiera que llegara aquí papá para que te viese.


Y Meñique se llevó a dormir a camas buenas a sus dos hermanos, a Pedro y a Pablo.


IV

El rey no pudo dormir aquella noche. No era el agradecimiento lo que le tenía despierto, sino el disgusto de casar a su hija con aquel picolín que cabía en una bota de su padre. Como buen rey que era, ya no quería cumplir lo que prometió; y le estaban zumbando en los oídos las palabras del Marques Meñique: "Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre es ley, rey".


Mandó el rey a buscar a Pedro y a Pablo, porque ellos no más le podían decir quiénes eran los padres de Meñique, y si era Meñique persona de buen carácter y de modales finos, como quieren los suegros que sean sus yernos, porque la vida sin cortesía es más amarga que la cuasia y que la retama. Pedro dijo de Meñique muchas cosas buenas, que pusieron al rey de mal humor; pero Pablo dejó al rey muy contento, porque le dijo que el marqués era un pedante aventurero, un trasto con bigotes, una uña venenosa, un garbanzo lleno de ambición, indigno de casarse con señora tan principal como la hija del gran rey que le había hecho la honra de cortarle las orejas: "Es tan vano ese macacuelo -dijo Pablo- que se cree capaz de pelear con un gigante. Por aquí cerca hay uno que tiene muerta de miedo a la gente del campo, porque se les lleva para sus festines todas sus ovejas y sus vacas. Y Meñique no se cansa de decir que el puede echarse al gigante de criado".


-Eso es lo que vamos a ver -dijo el rey satisfecho.


Y durmió muy tranquilo lo que faltaba de la noche. Y dicen que sonreía en sueños, como si estuviera pensando en algo agradable.


En cuanto salió el sol, el rey hizo llamar a Meñique delante de toda su corte. Y vino Meñique fresco como la mañana, risueño como el cielo, galán como una flor.


-Yerno querido -dijo el rey: -un hombre de tu honradez no puede casarse con mujer tan rica como la princesa, sin ponerle casa grande, con criados que la sirvan como se debe servir en el palacio real. En este bosque hay un gigante de veinte pies de alto, que se almuerza un buey entero, y cuando tiene sed al medio día se bebe un melonar. Figúrate qué hermoso criado no hará ese gigante con un sombrero de tres picos, una casaca galoneada con charreteras de oro y una alabarda de quince pies. Ese es el regalo que te pide mi hija antes de decidirse a casarse contigo.


-No es cosa fácil -respondió Meñique, -pero tratare de regalarte el gigante, para que le sirva de criado, con su alabarda de quince pies, y su sombrero de tres picos, y su casaca galoneada, con charreteras de oro.


Se fue a la cocina; metió en el gran saco de cuero el hacha encantada, un pan fresco, un pedazo de queso y un cuchillo: se echo el saco a la espalda, y salió andando por el bosque, mientras Pedro lloraba y Pablo reía, pensando en que no volvería nunca su hermano del bosque del gigante.


En el bosque era tan alta la yerba que Meñique no alcanzaba a ver, y se puso a gritar a voz en cuello: "¡Eh, gigante, gigante! ¿donde anda el gigante? Aquí está Meñique, que viene a llevarse al gigante muerto o vivo".


-Y aquí estoy yo -dijo el gigante, con un vocerrón que hizo encogerse a los árboles de miedo, -aquí estoy yo, que vengo a tragarte de un bocado.


-No estés tan de prisa, amigo -dijo Meñique, con una vocecita de flautín, -no estés tan de prisa, que yo tengo una hora para hablar contigo.


Y el gigante volvía a todos lados la cabeza, sin saber quien le hablaba, hasta que se le ocurrió bajar los ojos, y allá abajo, pequeñito como un pitirre, vio a Meñique sentado en un tronco, con el gran saco de cuero entre las rodillas.

LA EDAD DE ORO Meniqu11

-¿Eres tú, grandísimo pícaro, el que me has quitado el sueño? -dijo el gigante, comiéndoselo con los ojos que parecían llamas.


-Yo soy, amigo, yo soy, que vengo a que seas criado mío.


-Con la punta del dedo te voy a echar allá arriba, en el nido del cuervo, para que te saque los ojos en castigo de haber entrado sin licencia en mi bosque.


-No estés tan de prisa, amigo, que este bosque es tan mío como tuyo; y si dices una palabra más, te lo echo abajo en un cuarto de hora.


-Eso quisiera ver -dijo el gigantón.


Meñique sacó su hacha, y le dijo: "¡Corta, hacha corta!" Y el hacha cortó, tajó, astilló, derribó ramas, cercenó troncos, arrancó raíces, limpió la tierra en redondo, a derecha y a izquierda, y los árboles caían sobre el gigante como cae el granizo sobre los vidrios en el temporal.


-Para, para -dijo asustado el gigante, ¿quien eres tú, que puedes echarme abajo mi bosque?


-Soy el gran hechicero Meñique, y con una palabra que le diga a mi hacha te corta la cabeza. Tú no sabes con quién estás hablando. ¡Quieto donde estás!


Y el gigante se quedó quieto, con las manos a los lados, mientras Meñique abría su gran saco de cuero, y se puso a comer su queso y su pan.


-¿Qué es eso blanco que comes? -preguntó el gigante, que nunca había visto queso.


-Piedras como no más, y por eso soy más fuerte que tú, que comes la carne que engorda. Soy más fuerte que tú. Enséñame tu casa.


Y el gigante, manso como un perro, echó a andar por delante, hasta que llego a una casa enorme, con una puerta donde cabía un barco de tres palos, y un balcón como un teatro vacío.


-Oye -le dijo Meñique al gigante- uno de los dos tiene que ser amo del otro. Vamos a hacer un trato. Si yo no puedo hacer lo que tú hagas, yo seré criado tuyo; si tú no puedes hacer lo que haga yo, tú serás mi criado.


-Trato hecho -dijo el gigante- me gustaría tener de criado un hombre como tú, porque me cansa pensar, y tú tienes cabeza para dos. Vaya pues; ahí están mis dos cubos: ve a traerme el agua para la comida.


Meñique levanto la cabeza y vio los dos cubos, que eran como dos tanques, de diez pies de alto, y seis pies de un borde a otro. Más fácil le era a Meñique ahogarse en aquellos cubos que cargarlos.


-¡Hola! -dijo el gigante, abriendo la boca terrible- a la primera ya estás vencido. Haz lo que yo hago, amigo, y cárgame el agua.


-¿Y para qué la he de cargar? -dijo Meñique. Carga tú, que eres bestia de carga. Yo iré donde está el arroyo, y lo traeré en brazos, y te llenaré los cubos, y tendrás tu agua.


-No, no -dijo el gigante- que ya me dejaste el bosque sin árboles, y ahora me vas a dejar sin agua que beber. Enciende el fuego, que yo traeré el agua.


Meñique encendió el fuego, y en el caldero que colgaba del techo fue echando el gigante un buey entero, cortado en pedazos, y una carga de nabos, y cuatro cestos de zanahorias, y cincuenta coles. Y de tiempo en tiempo espumaba el guiso con una sartén, y lo probaba, y le echaba sal y tomillo, hasta que lo encontró bueno.


-A la mesa, que ya está la comida -dijo el gigante- y a ver si haces lo que hago yo, que me voy a comer todo este buey, y te voy a comer a tí de postres.


-Está bien, amigo -dijo Meñique. Pero antes de sentarse se metió debajo de la chaqueta la boca de su gran saco de cuero, que le llegaba del pescuezo a los pies.


Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero.


-¡Uf! ya no puedo comer más! -dijo el gigante- tengo que sacarme un botón del chaleco.


-Pues, mírame a mí, gigante infeliz -dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.


-¡Uha! -dijo el gigante- tengo que sacarme otro botón. ¡Qué estómago de avestruz tiene este hombrecito! Bien se ve que estás hecho a comer piedras.


-Anda, perezoso -dijo Meñique: -come como yo- y se echó en el saco un gran trozo de buey.


-¡Paff! -dijo el gigante- se me saltó el tercer botón; ya no me cabe un chícharo, ¿cómo te va tí, hechicero?


-¿A mí? -dijo Meñique- no hay cosa más fácil que hacer un poco de lugar.


Y se abrió con un cuchillo de arriba abajo la chaqueta y el gran saco de cuero.


-Ahora te toca a ti, -dijo Meñique- haz lo que yo hago.


-Muchas gracias -dijo el gigante.- Prefiero ser tu criado. Yo no puedo digerir las piedras.


Besó el gigante la mano de Meñique en señal de respeto, se lo sentó en el hombro derecho, se echó al izquierdo un saco lleno de monedas de oro, y salió andando por el camino del palacio.


V

En el palacio estaban de gran fiesta, sin acordarse de Meñique, ni de que le debían el agua y la luz; cuando de repente oyeron un gran ruido, que hizo bailar las paredes, como si una mano portentosa sacudiese el mundo. Era el gigante, que no cabía por el portón, y lo había echado abajo de un puntapié. Todos salieron a las ventanas a averiguar la causa de aquel ruido, y vieron a Meñique sentado con mucha tranquilidad en el hombro del gigante, que tocaba con la cabeza el balcón donde estaba el mismo rey. Saltó al balcón Meñique, hincó una rodilla delante de la princesa y le habló así:


-Princesa y dueña mía, tú deseabas un criado y aquí están dos a tus pies.


Este galante discurso, que fue publicado al otro día en el diario de la corte, dejó pasmado al rey, que no halló excusa que dar para que no se casara Meñique con su hija.


-Hija -le dijo en voz baja, -sacrifícate por la palabra de tu padre el rey.


-Hija de rey o hija de campesino -respondió ella, -la mujer debe casarse con quien sea de su gusto. Déjame, padre, defenderme en esto que me interesa. Meñique -siguió diciendo en alta voz la princesa -eres valiente y afortunado, pero eso no basta para agradar a las mujeres.


-Ya lo sé, princesa y dueña mía; es necesario hacerles su voluntad, y obedecer sus caprichos.


-Veo que eres hombre de talento -dijo la princesa. -Puesto que sabes adivinar tan bien, voy a ponerte una última prueba, antes de casarme contigo. Vamos a ver quién es más inteligente, si tú o yo. Si pierdes, quedo libre para ser de otro marido.


Meñique la saludó con gran reverencia. La corte entera fue a ver la prueba a la sala del trono, donde encontraron al gigante sentado en el suelo con la alabarda por delante y el sombrero en las rodillas, porque no cabía en la sala de lo alto que era. Meñique le hizo una seña, y él echó a andar acurrucado, tocando el techo con la espalda y con la alabarda a rastras, hasta que llegó a donde estaba Meñique, y se echó a sus pies, orgulloso de que vieran que tenía a hombre de tanto ingenio por amo.


-Empezaremos con una bufonada -dijo la princesa. -Cuentan que las mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quién de los dos dice una mentira más grande. El primero que diga: "¡Eso es demasiado!" pierde.


-Por servirte, princesa y dueña mía, mentiré de juego y diré la verdad con toda el alma.


-Estoy segura -dijo la princesa, -de que tu padre no tiene tantas tierras como el mío. Cuando dos pastores tocan el cuerno en las tierras de mi padre al anochecer, ninguno de los dos oye el cuerno del otro pastor.


-Eso es una bicoca -dijo Meñique. -Mi padre tiene tantas tierras que una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera cuando sale por la otra.


-Eso no me asombra -dijo la princesa. -En tu corral no hay un toro tan grande como el de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.


-Eso es una bicoca -dijo Meñique. -La cabeza del toro de mi casa es tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que está montado en el otro.


-Eso no me asombra -dijo la princesa. -En tu casa no dan las vacas tanta leche como en mi casa, porque nosotros llenamos cada mañana veinte toneles, y sacamos de cada ordeño una pila de queso tan alta como la pirámide de Egipto.


-Eso es una bicoca -dijo Meñique. -En la lechería de mi casa hacen unos quesos tan grandes que un día la yegua se cayó en la artesa, y no la encontramos sino después de una semana. El pobre animal tenía el espinazo roto, y yo le puse un pino de la nuca a la cola, que le sirvió de espinazo nuevo. Pero una mañanita le salió un ramo al espinazo por encima de la piel, y el ramo creció tanto que yo me subí en él y toqué el cielo. Y en el cielo vi a una señora vestida de blanco, trenzando un cordón con la espuma del mar. Y yo me así del hilo, se me reventó, y caí dentro de una cueva de ratones. Y en la cueva de ratones estaban tu padre y mi madre, hilando cada uno en su rueca, como dos viejecitos. Y tu padre hilaba tan mal que mi madre le tiró de las orejas hasta que se caían a tu padre los bigotes.


-¡Eso es demasiado! -dijo la princesa. -¡A mi padre el rey nadie le ha tirado nunca las orejas!


-¡Amo, amo! -dijo el gigante. -¡Ha dicho! "Eso es demasiado!" La princesa es nuestra.


VI

-Todavía no -dijo la princesa, poniéndose colorada -Tengo que ponerte tres enigmas a que me los adivines, y si adivinas bien, en seguida nos casamos. Dime primero: ¿qué es lo que siempre está cayendo y nunca se rompe?


-¡Oh!-dijo Meñique -mi madre me arrullaba con ese cuento: ¡es la cascada!


-Dime ahora -preguntó la princesa, ya con mucho miedo -¿quién es el que anda todos los días el mismo camino y nunca se vuelve atrás?


-¡Oh! -dijo Meñique -mi madre me arrullaba con ese cuento: ¡es el sol!


-El sol es -dijo la princesa, blanca de rabia. -Ya no queda más que un enigma. ¿En qué piensas tú y no pienso yo? ¿qué es lo yo pienso, y tú no piensas? ¿qué es lo que no pensamos ni tú ni yo?


Meñique bajó la cabeza como el que duda, y se le veía en la cara el miedo de perder. -Amo -dijo el gigante, -si no adivinas el enigma, no te calientes las entendederas. Hazme una seña, y cargo con la princesa.


-Cállate, criado -dijo Meñique -bien sabes tú que la fuerza no sirve para todo. Déjame pensar.


-Princesa y dueña mía -dijo Meñique, después de unos instantes en que se oía correr la luz. -Apenas me atrevo a descifrar tu enigma, aunque veo en él mi felicidad. Yo pienso en que entiendo lo que me quieres decir, y tú piensas en que yo no lo entiendo. Tú piensas como noble princesa que eres, en que este criado tuyo no es indigno de ser tu marido, y yo no pienso que haya logrado merecerte. Y en lo que ni yo ni tú pensamos es en que el rey tu padre y este gigante infeliz tienen tan pobres...


-Cállate -dijo la princesa, -aquí está mi mano de esposa, Marques Meñique.


-¿Qué es eso que piensas de mí, que lo quiero saber? -preguntó el rey.


-Padre y señor -dijo la princesa, echándose en sus brazos, -que eres el más sabio de los reyes, y el mejor de los hombres.


-Ya lo sé, ya lo sé -dijo el rey, -y ahora, déjenme hacer algo por el bien de mi pueblo. ¡Meñique, te hago Duque!


-¡Viva mi amo y señor, el Duque Meñique! -gritó el gigante, con una voz que puso azules de miedo a los cortesanos, quebró el estuco del techo, e hizo saltar los vidrios de las seis ventanas.


VII

En el casamiento de la princesa con Meñique no hubo mucho de particular, porque de los casamientos no se puede decir al principio, sino luego, cuando empiezan las penas de la vida, y se ve si los casados se ayudan y quieren bien, o si son egoístas y cobardes. Pero el que cuenta el cuento tiene que decir que el gigante estaba tan alegre con el matrimonio de su amo que le iba poniendo su sombrero de tres picos a todos los árboles que encontraba, y cuando salió el carruaje de los novios, que era de nácar puro, con cuatro caballos mansos como palomas, se echó el carruaje a la cabeza, con caballos y todo, y salió corriendo y dando vivas, hasta que los dejó a la puerta del palacio, como deja una madre a su niño en la cuna. Esto se debe decir, porque no es cosa que se ve todos los días.


Por la noche hubo discursos, y poetas que les dijeron versos de bodas a los novios, y lucecitas de color en el jardín, y fuegos artificiales para los criados del rey, y muchas guirnaldas y ramos de flores. Todos cantaban y hablaban, comían dulces, bebían refrescos olorosos, bailaban con mucha elegancia y honestidad al compás de una música de violines, con los violinistas vestidos de seda azul, y su ramito de violeta en el ojal de la casaca. Pero en un rincón había uno que no hablaba ni cantaba, y era Pablo, el envidioso, el paliducho, el desorejado, que no podía ver a su hermano feliz, y se fue al bosque para no oír ni ver, y en el bosque murió, porqué los osos se lo comieron en la noche oscura.


Meñique era tan chiquitín que los cortesanos no supieron al principio si debían tratarlo con respeto o verlo como cosa de risa; pero con su bondad y cortesía se ganó el cariño de su mujer y de la corte entera, y cuando murió el rey, entró a mandar, y estuvo de rey cincuenta y dos años. Y dicen que mandó tan bien que sus vasallos nunca quisieron más rey que Meñique, que no tenía gusto sino cuando veía a su pueblo contento, y no les quitaba a los pobres el dinero de su trabajo para dárselo, como otros reyes, a sus amigos holgazanes, o a los matachines que lo defienden de los reyes vecinos. Cuentan de veras que no hubo rey tan bueno como Meñique.


Pero no hay que decir que Meñique era bueno. Bueno tenía que ser un hombre de ingenio tan grande; porque el que es estúpido no es bueno, y el que es bueno no es estúpido. Tener talento es tener buen corazón; el que tiene buen corazón, ese es el que tiene talento. Todos los pícaros son tontos. Los buenos son los que ganan a la larga. Y el que saque de este cuento otra lección mejor, vaya a contarlo en Roma.


Última edición por Admin el Lun Ago 02, 2010 4:42 pm, editado 1 vez
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LA EDAD DE ORO Empty Re: LA EDAD DE ORO

Mensaje por Admin Jue Feb 11, 2010 1:26 pm

CADA UNO A SU OFICIO

Fábula nueva del filósofo
norteamericano Emerson

La montaña y la ardilla
Tuvieron su querella:
-«¡Váyase usted allá, presumidilla!»
Dijo con furia aquélla.
A lo que respondió la astuta ardilla:
-«Sí que es muy grande usted, muy grande y bella;
Mas de todas las cosas y estaciones
Hay que poner en junto las porciones
Para formar, señora vocinglera,
Un año y una esfera.
Yo no sé que me ponga nadie tilde
Por ocupar un puesto tan humilde.
Si no soy yo tamaña
Como usted, mi señora la montaña,
Usted no es tan pequeña
Como yo, ni a gimnástica me enseña.
Yo negar no imagino
Que es para las ardillas buen camino
Su magnífica falda:
Difieren los talentos a las veces:
Ni yo llevo los bosques a la espalda
Ni usted puede, señora, cascar nueces».


LA EDAD DE ORO Iliada10

LA ILIADA, DE HOMERO

Hace dos mil quinientos años era ya famoso en Grecia el poema de la Ilíada. Unos dicen que lo compuso Homero, el poeta ciego de la barba de rizos, que andaba de pueblo en pueblo cantando sus versos al compás de la lira, como hacían los aedas de entonces. Otros dicen que no hubo Homero, sino que el poema lo fueron componiendo diferentes cantores. Pero no parece que pueda haber trabajo de muchos en un poema donde no cambia el modo de hablar, ni el de pensar, ni el de hacer los versos, y donde desde el principio hasta el fin se ve tan claro el carácter de cada persona que puede decirse quién es por lo que dice o hace, sin necesidad de verle el nombre. Ni es fácil que un mismo pueblo tenga muchos poetas que compongan los versos con tanto sentido y música como los de la Ilíada, sin palabras que falten o sobren; ni que todos los diferentes cantores tuvieran el juicio y grandeza de los cantos de Homero, donde parece que es un padre el que habla.


En la Ilíada no se cuenta toda la guerra de treinta años de Grecia contra Ilión, que era como le decían entonces a Troya; sino lo que pasó en la guerra cuando los griegos estaban todavía en la llanura asaltando a la ciudad amurallada, y se pelearon por celos los dos griegos famosos, Agamenón y Aquiles. A Agamenón le llamaban el Rey de los Hombres, y era como un rey mayor, que tenía más mando y poder que todos los demás que vinieron de Grecia a pelear contra Troya, cuando el hijo del rey troyano, del viejo Príamo, le robó la mujer a Menelao, que estaba de rey en uno de los pueblos de Grecia, y era hermano de Agamenón. Aquiles era el más valiente de todos los reyes griegos, y hombre amable y culto, que cantaba en la lira las historias de los héroes, y se hacía querer de las mismas esclavas que le tocaban de botín cuando se repartían los prisioneros después de sus victorias. Por una prisionera fue la disputa de los reyes, porque Agamenón se resistía a devolver al sacerdote troyano Chrysés su hija Chryséis, como decía el sacerdote griego Calcas que se debía devolver, para que se calmase en el Olimpo, que era el cielo de entonces, la furia de Apolo, el dios del Sol, que estaba enojado con los griegos porque Agamenón tenía cautiva a la hija de un sacerdote: y Aquiles, que no le tenía miedo a Agamenón, se levantó entre todos los demás, y dijo que se debía hacer lo que Calcas quería, para que se acabase la peste de calor que estaba matando en montones a los griegos, y era tanta que no se veía el cielo nunca claro, por el humo de la piras en que quemaban los cadáveres. Agamenón dijo que devolvería a Chryséis, si Aquiles le daba a Bryséis, la cautiva que él tenía en su tienda. Y Aquiles le dijo a Agamenón «borracho de ojos de perro y corazón de venado», y sacó la espada de puño de plata para matarlo delante de los reyes; pero la diosa Minerva, que estaba invisible a su lado, le sujetó la mano, cuando tenía la espada a medio sacar. Y Aquiles echó al suelo su cetro de oro, y se sentó, y dijo que no pelearía más a favor de los griegos con sus bravos mirmidones, y que se iba a su tienda.


Así empezó la cólera de Aquiles, que es lo que cuenta la Ilíada, desde que se enojó en esa disputa, hasta que el corazón se le enfureció cuando los troyanos le mataron a su amigo Patroclo, y -salió a pelear otra vez contra Troya, que estaba quemándoles los barcos a los griegos y los tenía casi vencidos. No más que con dar Aquiles una voz desde el muro, se echaba atrás el ejército de Troya, como la ola cuando la empuja una corriente contraria de viento, y les temblaban las rodillas a los caballos troyanos. El poema entero está escrito para contar lo que sucedió a los griegos desde que Aquiles se dio por ofendido: -la disputa de los reyes, -el consejo de los dioses del Olimpo, en que deciden los dioses que los troyanos venzan a los griegos, en castigo de la ofensa de Agamenón a Aquiles, -el combate de Paris, hijo de Príamo, con Menelao, el esposo de Helena, -la tregua que hubo entre los dos ejércitos, y el modo con que el arquero troyano Pandaro la rompió con su flechazo a Menelao, -la batalla del primer día, en que el valentísimo Diomedes tuvo casi muerto a Eneas de una pedrada, -la visita de Héctor, el héroe de Troya, a su esposa Andrómaca, que lo veía pelear desde el muro, -la batalla del segundo día, en que Diomedes huye en su carro de pelear, perseguido por Héctor vencedor, -la embajada que le mandan los griegos a Aquiles, para que vuelva a ayudarlos en los combates, porque desde que él no pelea están ganando los troyanos, -la batalla de los barcos, en que ni el mismo Ajax puede defender las naves griegas del asalto, hasta que Aquiles consiente en que Patroclo pelee con su armadura, -la muerte de Patroclo, -la vuelta de Aquiles al combate, con la armadura nueva que le hizo el dios Vulcano, -el desafío de Aquiles y Héctor, -la muerte de Héctor, -y las súplicas con que su padre Príamo logra que Aquiles le devuelva el cadáver, para quemarlo en Troya en la pira de honor, y guardar los huesos blancos en una caja de oro. Así se enojó Aquiles, y ésos fueron los sucesos de la guerra, hasta que se le acabó el enojo.


A Aquiles no lo pinta el poema como hijo de hombre, sino de la diosa del mar, de la diosa Thetis. Y eso no es muy extraño, porque todavía hoy dicen los reyes que el derecho de mandar en los pueblos les viene de Dios, que es lo que llaman «el derecho divino de los reyes», y no es más que una idea vieja de aquellos tiempos de pelea, en que los pueblos eran nuevos y no sabían vivir en paz, como viven en el cielo las estrellas, que todas tienen luz aunque son muchas, y cada una brilla aunque tenga al lado otra. Los griegos creían como los hebreos, y como otros muchos pueblos, que ellos eran la nación favorecida por el creador del mundo, y los únicos hijos del cielo en la tierra. Y como los hombres son soberbios, y no quieren confesar que otro hombre sea más fuerte o más inteligente que ellos, cuando había un hombre fuerte o inteligente que se hacía rey por su poder, decían que era hijo de los dioses. Y los reyes se alegraban de que los pueblos creyesen esto; y los sacerdotes decían que era verdad, para que los reyes les estuvieran agradecidos y los ayudaran. Y así mandaban juntos los sacerdotes y los reyes.

LA EDAD DE ORO Iliada11
Menelao en la ILiada


Cada rey tenía en el Olimpo sus parientes, y era hijo, o sobrino, o nieto de un dios, que bajaba del cielo a protegerlo o a castigarlo, según les llevara a los sacerdotes de su templo muchos regalos o pocos; y él sacerdote decía que el dios estaba enojado cuando el regalo era pobre, o que estaba contento, cuando le habían regalado mucha miel y muchas ovejas. Así se ve en la Ilíada, que hay como dos historias en el poema, una en la tierra, y en el cielo otra; y que los dioses del cielo son como una familia, sólo que no hablan como personas bien criadas, sino que se pelean y se dicen injurias, lo mismo que los hombres en el mundo. Siempre estaba Júpiter, el rey de los dioses, sin saber qué hacer; porque su hijo Apolo quería proteger a los troyanos, y su mujer Juno a los griegos, lo mismo que su otra hija Minerva; y había en las comidas del cielo grandísimas peleas, y Júpiter le decía a Juno que lo iba a pasar mal si no se callaba enseguida, y Vulcano, el cojo, el sabio del Olimpo, se reía de los chistes y maldades de Apolo, el de pelo colorado, que era el dios travieso. Y los dioses subían y bajaban, a llevar y traer a Júpiter los recados de los troyanos y los griegos; o peleaban sin que se les viera en los carros de sus héroes favorecidos; o se llevaban en brazos por las nubes a su héroe, para que no lo acabase de matar el vencedor, con la ayuda del dios contrario. Minerva toma la figura del viejo Néstor, que hablaba dulce como la miel, y aconseja a Agamenón que ataque a Troya. Venus desata el casco de Paris cuando el enemigo Menelao lo va arrastrando del casco por la tierra; y se lleva a Paris por el aire. Venus también se lleva a Eneas, vencido por Diomedes, en sus brazos blancos. En una escaramuza va Minerva guiando el carro de pelear del griego, y Apolo viene contra ella, guiando el carro troyano. Otra vez, cuando por engaño de Minerva dispara Pandaro su arco contra Menelao, la flecha terrible le entró poco a Menelao en la carne, porque Minerva la apartó al caer, como cuando una madre le espanta a su hijo de la cara una mosca. En la Ilíada están juntos siempre los dioses y los hombres, como padres e hijos. Y en el cielo suceden las cosas lo mismo que en la tierra; como que son los hombres los que inventan los dioses a su semejanza, y cada pueblo imagina un cielo diferente, con divinidades que viven y piensan lo mismo que el pueblo que las ha creado y las adora en los templos: porque el hombre se ve pequeño ante la naturaleza que lo crea y lo mata, y siente la necesidad de creer en algo poderoso, y de rogarle, para que lo trate bien en el mundo, y para que no le quite la vida. El cielo de los griegos era tan parecido a Grecia, que Júpiter mismo es como un rey de reyes, y una especie de Agamenón, que puede más que los otros, pero no hace todo lo que quiere, sino ha de oírlos y contentarlos, como tuvo que hacer Agamenón con Aquiles. En la Ilíada, aunque no lo parece, hay mucha filosofía, y mucha ciencia, y mucha política, y se enseña a los hombres, como sin querer, que los dioses no son en realidad más que poesías de la imaginación, y que los países no se pueden gobernar por el capricho de un tirano, sino por el acuerdo y respeto de los hombres principales que el pueblo escoge para explicar el modo con que quiere que lo gobiernen.

LA EDAD DE ORO Iliada12
Combate Griego en la Iliada de Homero

Pero lo hermoso de la Ilíada es aquella manera con que pinta el mundo, como si lo viera el hombre por primera vez, y corriese de un lado para otro llorando de amor, con los brazos levantados, preguntándole al cielo quién puede tanto, y dónde está el creador, y cómo compuso y mantuvo tantas maravillas. Y otra hermosura de la Ilíada es el modo de decir las cosas, sin esas palabras fanfarronas que los poetas usan porque les suenan bien; sino con palabras muy pocas y fuertes, como cuando Júpiter de consintió en que los griegos perdieran algunas batallas, hasta que se arrepintiesen de la ofensa que le habían hecho a Aquiles, y «cuando dijo que sí, tembló el Olimpo». No busca Homero las comparaciones en las cosas que no se ven, sino en las que se ven: de modo que lo que él cuenta no se olvida, porque es como si se lo hubiera tenido delante de los ojos. Aquellos eran tiempos de pelear, en que cada hombre iba de soldado a defender a su país, o salía por ambición o por celos a atacar a los vecinos; y como no había libros entonces, ni teatros, la diversión era oír al aeda que cantaba en la lira las peleas de los dioses y las batallas de los hombres; y el aeda tenía que hacer reír con las maldades de Apolo y Vulcano, para que no se le cansase la gente del canto serio; y les hablaba de lo que la gente oía con interés, que eran las historias de los héroes y las relaciones de las batallas, en que el aeda decía cosas de médico y de político, para que el pueblo hallase gusto y provecho en oírlo, y diera buena paga y fama al cantor que le enseñaba en sus versos el modo de gobernarse y de curarse. Otra cosa que entre los griegos gustaba mucho era la oratoria, y se tenía como hijo de un dios al que hablaba bien, o hacía llorar o entender a los hombres. Por eso hay en la Ilíada tantas descripciones de combates, y tantas curas de heridas, y tantas arengas.


Todo lo que se sabe de los primeros tiempos de los griegos, está en la Ilíada. Llamaban rapsodas en Grecia a los cantores que iban de pueblo en pueblo, cantando la Ilíada y la Odisea, que es otro poema donde Homero cuenta la vuelta de Ulises. Y más poemas parece que compuso Homero, pero otros dicen que ésos no son suyos, aunque el griego Herodoto, que recogió todas las historias de su tiempo, trae noticias de ellos, y muchos versos sueltos, en la vida de Homero que escribió, que es la mejor de las ocho que hay escritas, sin que se sepa de cierto si Herodoto la escribió de veras, o si no la contó muy de prisa y sin pensar, como solía él escribir.


Se siente uno como gigante, o como si estuviera en la cumbre de un monte, con el mar sin fin a los pies, cuando lee aquellos versos de la Ilíada, que parecen de letras de piedra. En inglés hay muy buenas traducciones, y el que sepa inglés debe leer la Ilíada de Chapman, o la de Dolsey, o la de Landor, que tienen más de Homero que la de Pope, que es la más elegante. El que sepa alemán, lea la de Wolf, que es como leer el griego mismo. El que no sepa francés, apréndalo enseguida, para que goce de toda la hermosura de aquellos tiempos en la traducción de Leconte de L'Isle, que hace los versos a la antigua, como si fueran de mármol. En castellano, mejor es no leer la traducción que hay, que es de Hermosilla; porque las palabras de la Ilíada están allí, pero no el fuego, el movimiento, la majestad, la divinidad a veces, del poema en que parece que se ve amanecer el mundo, -en que los hombres caen como los robles o como los pinos, -en que el guerrero Ajax defiende a lanzazos su barco de los troyanos más valientes, -en que Héctor de una pedrada echa abajo la puerta de una fortaleza, -en que los dos caballos inmortales, Xanthus y Pileus, lloran de dolor cuando ven muerto a su amo Patroclo, -y las diosas amigas, Juno y Minerva, vienen del cielo en un carro que de cada vuelta de rueda atraviesa tanto espacio como el que un hombre sentado en un monte ve, desde su silla de roca, hasta donde el cielo se junta con el mar.


Cada cuadro de la Ilíada es una escena como ésas. Cuando los reyes miedosos dejan solo a Aquiles en su disputa con Agamenón, Aquiles va a llorar a la orilla del mar, donde están desde hace diez años los barcos de los cien mil griegos que atacan a Troya: y la diosa Thetis sale a oírlo, como una bruma que se va levantando de las olas. Thetis sube al cielo, y Júpiter le promete, aunque se enoje Juno, que los troyanos vencerán a los griegos hasta que los reyes se arrepientan de la ofensa a Aquiles. Grandes guerreros hay entre los griegos: Ulises, que era tan alto que andaba entre los demás hombres como un macho entre el rebaño de carneros; Ajax, con el escudo de ocho capas, siete de cuero y una de bronce; Diomedes, que entra en la pelea resplandeciente, devastando como un león hambriento en un rebaño: -pero mientras Aquiles esté ofendido, los vencedores serán los guerreros de Troya: Héctor, el hijo de Príamo; Eneas, el hijo de la diosa Venus; Sarpedón, el más valiente de los reyes que vino a ayudar a Troya, el que subió al cielo en brazos del Sueño y de la Muerte, a que lo besase en la frente su padre Júpiter, cuando lo mató Patroclo de un lanzazo. Los dos ejércitos se acercan a pelear: los griegos, callados, escudo contra escudo; los troyanos dando voces, como ovejas que vienen balando por sus cabritos. Paris desafía a Menelao, y luego se vuelve atrás; pero la misma hermosísima Helena le llama cobarde, y Paris, el príncipe bello que enamora a las mujeres, consiente en pelear, carro a carro, contra Menelao, con lanza, espada y escudo: vienen los heraldos, y echan suertes con dos piedras en un casco, para ver quién disparará primero su lanza. Paris tira el primero, pero Menelao se lo lleva arrastrando, cuando Venus le desata el casco de la barba, y desaparece con Paris en las nubes. Luego es la tregua; hasta que Minerva, vestida como el hijo del troyano Antenor, le aconseja con alevosía a Pandaro que dispare la flecha contra Menelao, la flecha del arco enorme de dos cuernos y la juntura de oro, para que los troyanos queden ante el mundo por traidores, y sea más fácil la victoria de los griegos, los protegidos de Minerva. Dispara Pandaro la flecha: Agamenón va de tienda en tienda levantando a los reyes: entonces es la gran pelea en que Diomedes hiere al mismo dios Marte, que sube al cielo con gritos terribles en una nube de trueno, como cuando sopla el viento del sur; entonces es la hermosa entrevista de Héctor y Andrómaca, cuando el niño no quiere abrazar a Héctor porque le tiene miedo al casco de plumas, y luego juega con el casco, mientras Héctor le dice a Andrómaca que cuide de las cosas de la casa, cuando él vuelva a pelear. Al otro día Héctor y Ajax pelean como jabalíes salvajes hasta que el cielo se oscurece: pelean con piedras cuando ya no tienen lanza ni espada: los heraldos los vienen a separar, y Héctor le regala su espada de puño fino a Ajax, y Ajax le regala a Héctor un cinturón de púrpura.

LA EDAD DE ORO Iliada13
Diomedes, Ulises, Nestor, Aquiles y Agamenon en la Iliada


Esa noche hay banquete entre los griegos, con vinos de miel y bueyes asados; y Diomedes y Ulises entran solos en el campo enemigo a espiar lo que prepara Troya, y vuelven, manchados de sangre, con los caballos y el carro del rey tracio. Al amanecer, la batalla es en el murallón que han levantado los griegos en la playa frente a sus buques. Los troyanos han vencido a los griegos en el llano. Ha habido cien batallas sobre los cuerpos de los héroes muertos. Ulises defiende el cuerpo de Diomedes con su escudo, y los troyanos le caen encima como los perros al jabalí. Desde los muros disparan sus lanzas los reyes griegos contra Héctor victorioso, que ataca por todas partes. Caen los bravos, los de Troya y los de Grecia, como los pinos a los hachazos del leñador. Héctor va de una puerta a otra, como león que tiene hambre. Levanta una piedra de punta que dos hombres no podían levantar, echa abajo la puerta mayor, y corre por sobre los muertos a asaltar los barcos. Cada troyano lleva una antorcha, para incendiar las naves griegas: Ajax, cansado de matar, ya no puede resistir el ataque en la proa de su barco, y dispara de atrás, de la borda: ya el cielo se enrojece con el resplandor de las llamas. Y Aquiles no ayuda todavía a los griegos: no atiende a lo que le dicen los embajadores de Agamenón: no embraza el escudo de oro, no se cuelga del hombro la espada, no salta con los pies ligeros en el carro, no empuña la lanza que ningún hombre podía levantar, la lanza Pelea. Pero le ruega su amigo Patroclo, y consiente en vestirlo con su armadura, y dejarlo ir a pelear. A la vista de las armas de Aquiles, a la vista de los mirmidones, que entran en la batalla apretados como las piedras de un muro, se echan atrás los troyanos miedosos. Patroclo se mete entre ellos, y les mata nueve héroes de cada vuelta del carro. El gran Sarpedón le sale al camino, y con la lanza le atraviesa Patroclo las sienes. Pero olvidó Patroclo el encargo de Aquiles, de que no se llegase muy cerca de los muros.


Apolo invencible lo espera al pie de los muros, se le sube al carro, lo aturde de un golpe en la cabeza, echa al suelo el casco de Aquiles, que no había tocado el suelo jamás, le rompe la lanza a Patroclo, y le abre el coselete, para que lo hiera Héctor. Cayó Patroclo, y los caballos divinos lloraron. Cuando Aquiles vio muerto a su amigo, se echó por la tierra, se llenó de arena la cabeza y el rostro, se mesaba a grandes gritos la melena amarilla.


Y cuando le trajeron a Patroclo en un ataúd, lloró Aquiles. Subió al cielo su madre, para que Vulcano le hiciera un escudo nuevo, con el dibujo de la tierra y el cielo, y el mar y el sol, y la luna y todos los astros, y una ciudad en paz y otra en guerra, y un viñedo cuando están recogiendo la uva madura, y un niño cantando en una arpa, y una boyada que va a arar, y danzas y músicas de pastores, y alrededor, como un río, el mar: y le hizo un coselete que lucía como el fuego, y un casco con la visera de oro. Cuando salió al muro a dar las tres voces, los troyanos se echaron en tres oleadas contra la ciudad, los caballos rompían con las ancas el carro espantados, y morían hombres y brutos en la confusión, no más que de ver sobre el muro a Aquiles, con una llama sobre la cabeza que resplandecía como el sol de otoño. Ya Agamenón se ha arrepentido, ya el consejo de reyes le ha mandado regalos preciosos a Aquiles, ya le han devuelto a Bryséis, que llora al ver muerto a Patroclo, porque fue amable y bueno.


Al otro día, al salir el sol, la gente de Troya, como langostas que escapan del incendio, entra aterrada en el río, huyendo de Aquiles, que mata lo mismo que siega la hoz, y de una vuelta del carro se lleva a doce cautivos. Tropieza con Héctor; pero no pueden pelear, porque los dioses les echan de lado las lanzas. En el río era Aquiles como un gran delfín, y los troyanos se despedazaban al huirle, como los peces. De los muros le ruega a Héctor su padre viejo que no pelee con Aquiles: se lo ruega su madre. Aquiles llega: Héctor huye: tres veces le dan vuelta a Troya en los carros. Todo Troya está en los muros, el padre mesándose con las dos manos la barba; la madre con los brazos tendidos, llorando y suplicando. Se para Héctor, y le habla a Aquiles antes de pelear, para que no se lleve su cuerpo muerto si lo vence. Aquiles quiere el cuerpo de Héctor, para quemarlo en los funerales de su amigo Patroclo. Pelean. Minerva está con Aquiles: le dirige los golpes: le trae la lanza, sin que nadie la vea: Héctor, sin lanza ya, arremete contra Aquiles como águila que baja del cielo, con las garras tendidas, sobre un cadáver: Aquiles le va encima, con la cabeza baja, y la lanza Pelea brillándole en la mano como la estrella de la tarde. Por el cuello le mete la lanza a Héctor, que cae muerto, pidiendo a Aquiles que dé su cadáver a Troya. Desde los muros han visto la pelea el padre y la madre. Los griegos vienen sobre el muerto, y lo lancean, y lo vuelven con los pies de un lado a otro, y se burlan. Aquiles manda que le agujereen los tobillos, y metan por los agujeros dos tiras de cuero: y se lo lleva en el carro, arrastrando.


Y entonces levantaron con leños una gran pira para quemar el cuerpo de Patroclo. A Patroclo lo llevaron a la pira en procesión, y cada guerrero se cortó un guedejo de sus cabellos, y lo puso sobre el cadáver; y mataron en sacrificio cuatro caballos de guerra y dos perros; y Aquiles mató con su mano los doce prisioneros y los echó a la pira: y el cadáver de Héctor lo dejaron a un lado, como un perro muerto: y quemaron a Patroclo, enfriaron con vino las cenizas, y las pusieron en una urna de oro. Sobre la urna echaron tierra, hasta que fue como un monte. Y Aquiles amarraba cada mañana por los pies a su carro a Héctor, y le daba vuelta al monte tres veces. Pero a Héctor no se le lastimaba el cuerpo, ni se le acababa la hermosura, porque desde el Olimpo cuidaban de él Venus y Apolo.


Y entonces fue la fiesta de los funerales, que duró doce días: primero una carrera con los carros de pelear, que ganó Diomedes; luego una pelea a puñetazos entre dos; hasta que quedó uno como muerto; después una lucha a cuerpo desnudo, de Ulises con Ajax; y la corrida de a pie, que ganó Ulises; y un combate con escudo y lanza; y otro de flechas, para ver quién era el mejor flechero; y otro de lanceadores, para ver quién tiraba más lejos la lanza.


Y una noche, de repente, Aquiles oyó ruido en su tienda; y vio que era Príamo, el padre de Héctor, que había venido sin que lo vieran, con el dios Mercurio, -Príamo, el de la cabeza blanca y la barba blanca, -Príamo, que se le arrodilló a los pies, y le besó las manos muchas veces, y le pedía llorando el cadáver de Héctor. Y Aquiles se levantó, y con sus brazos alzó del suelo a Príamo; y mandó que bañaran de ungüentos olorosos el cadáver de Héctor, y que lo vistiesen con una de las túnicas del gran tesoro que le traía de regalo Príamo; y por la noche comió carne y bebió vino con Príamo, que se fue a acostar por primera vez, porque tenía los ojos pesados. Pero Mercurio le dijo que no debía dormir entre los enemigos, y se lo llevó otra vez a Troya sin que los vieran los griegos.


Y hubo paz doce días, para que los troyanos le hicieran el funeral a Héctor. Iba el pueblo detrás, cuando llegó Príamo con él; y Príamo los injuriaba por cobardes, que habían dejado matar a su hijo; y las mujeres lloraban, y los poetas iban cantando, hasta que entraron en la casa, y lo pusieron en su cama de dormir. Y vino Andrómaca su mujer, y le habló al cadáver. Luego vino su madre Hécuba, y lo llamó hermoso y bueno. Después Helena le habló, y lo llamó cortés y amable. Y todo el pueblo lloraba cuando Príamo se acercó a su hijo, con las manos al cielo, temblándole la barba, y mandó que trajeran leños para la pira. Y nueve días estuvieron trayendo leños, hasta que la pira era más alta que los muros de Troya. Y la quemaron, y apagaron el fuego con vino, y guardaron las cenizas de Héctor en una caja de oro, y cubrieron la caja con un manto de púrpura, y lo pusieron todo en un ataúd, y encima le echaron mucha tierra, hasta que pareció un monte. Y luego hubo gran fiesta en el palacio del rey Príamo. Así acaba la Ilíada, y el cuento de la cólera de Aquiles.
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Mensaje por Admin Jue Feb 11, 2010 3:47 pm

LA EDAD DE ORO Juego110


Un juego nuevo y otros viejos


Ahora hay en los Estados Unidos un juego muy curioso, que llaman el juego del burro. En verano, cuando se oyen muchas carcajadas en una casa, es que están jugando al burro. No lo juegan los niños sólo, sino las personas mayores. Y es lo más fácil de hacer. En una hoja de papel grande o en un pedazo de tela blanca se pinta un burro, como del tamaño de un perro. Con carbón vegetal se le puede pintar, porque el carbón de piedra no pinta, sino el otro, el que se hace quemando debajo de una pila de tierra la madera de los árboles. O con un pincel mojado en tinta se puede dibujar también el burro, porque no hay que pintar de negro la figura toda, sino las líneas de afuera, el contorno no más. Se pinta todo el burro, menos la cola. La cola se pinta aparte, en un pedazo de papel o de tela, y luego se recorta, para que parezca una cola de verdad. Y ahí está el juego, en poner la cola al burro donde debe estar. Lo que no es tan fácil como parece; porque el que juega le vendan los ojos, y le dan tres vueltas antes de dejarlo andar, Y él anda, anda; y la gente sujeta la risa. Y unos le clavan al burro la cola en la pezuña, o en las costillas, o en la frente. Y otros la clavan en la hoja de la puerta, creyendo que es el burro.


Dicen en los Estados Unidos que este juego es nuevo, y nunca lo ha habido antes; pero no es muy nuevo, sino otro modo de jugar la gallina ciega. Es muy curioso; los niños de ahora juegan lo mismo que los niños de antes; la gente de los pueblos que no se han visto nunca, juegan a las mismas cosas. Se habla mucho de los griegos y de los romanos, que vivieron hace dos mil años; pero los niños romanos jugaban a las bolas, lo mismo que nosotros, y las niñas griegas tenían muñecas con pelo de verdad, como las niñas de ahora. En la lámina están unas niñas griegas, poniendo sus muñecas delante de la estatua de Diana, que era como una santa de entonces; porque los griegos creían también que en el cielo había santos, y a esta Diana le rezaban las niñas, para que las dejase vivir y las tuviese siempre lindas. No eran las muñecas sólo lo que le llevaban los niños; porque ese caballero de la lámina que mira a la diosa con cara de emperador, le trae su cochecito de madera, para que Diana se monte en el coche cuando salga a cazar, como dicen que salía todas las mañanas. Nunca hubo Diana ninguna, por supuesto. Ni hubo ninguno de los otros dioses a que les rezaban los griegos, en versos muy hermosos, y con procesiones y cantos. Los griegos fueron como todos los pueblos nuevos, que creen que ellos son los amos del mundo, lo mismo que creen los niños; y como ven que del cielo viene el sol y la lluvia, y que la tierra da el trigo y el maíz, y que en los montes hay pájaros y animales buenos para comer, le rezan a la tierra y a la lluvia, y al monte y al sol, y les ponen nombres de hombres y mujeres, y los pintan con figura humana, porque creen que piensan y quieren lo mismo que ellos, y que deben tener su misma figura. Diana era la diosa del monte. En el museo del Louvre de París hay una estatua de Diana muy hermosa, donde va Diana cazando con su perro, y está tan bien que parece que anda. Las piernas no más son como de hombre, para que se vea que es diosa que camina mucho. Y las niñas griegas querían a su muñeca tanto, que cuando se morían las enterraban con las muñecas.


Todos los juegos no son tan viejos como las bolas, ni como las muñecas, ni como el criquet, ni como la pelota, ni como el columpio, ni como los saltos. La gallina ciega no es tan vieja, aunque hace como mil años que se juega en Francia. Y los niños no saben, cuando les vendan los ojos, que este juego se juega por un caballero muy valiente que hubo en Francia, que se quedó ciego un día de pelea y no soltó la espada ni quiso que lo curasen, sino siguió peleando hasta morir: ese fue el caballero Collin-Maillard. Luego el rey mandó que en las peleas de juego, que se llamaban torneos, saliera siempre a pelear un caballero con los ojos vendados, para que la gente de Francia no se olvidara de aquel gran valor. Y de ahí vino el juego.

LA EDAD DE ORO Juego210

Lo que no parece por cierto cosa de hombres es esa diversión en que están entretenidos los amigos de Enrique III, que también fue rey de Francia, pero no un rey bravo y generoso como Enrique IV de Navarra, que vino después, sino un hombrecito ridículo como esos que no piensan más que en peinarse y empolvarse como las mujeres, y en recortarse en pico la barba. En eso pasaban la vida los amigos del rey: en jugar y en pelearse por celos con los bufones de palacio, que les tenían odio por holgazanes, y se lo decían cara a cara. La pobre Francia estaba en la miseria, y el pueblo trabajador pagaba una gran contribución, para que el rey y sus amigos tuvieran espadas de puño de oro y vestidos de seda. Entonces no había periódicos que dijeran la verdad. Los bufones eran entonces algo como los periódicos, y los reyes no los tenían sólo en sus palacios para que los hicieran reír, sino para que averiguasen lo que sucedía, y les dijesen a los caballeros las verdades, que los bufones decían como en chiste, a los caballeros y a los mismos reyes. Los bufones eran casi siempre hombres muy feos, o flacos, o gordos, o jorobados. Uno de los cuadros más tristes del mundo es el cuadro de los bufones que pintó el español Zamacois. Todos aquellos hombres infelices están esperando a que el rey los llame para hacerle reír, con sus vestidos de picos y campanillas, de color de mono o de cotorra.


Desnudos como están son más felices que ellos esos negros que bailan en la otra lámina la danza del palo. Los pueblos, lo mismo que los niños, necesitan de tiempo en tiempo algo así como correr mucho, reírse mucho y dar gritos y saltos. Es que en la vida no se puede hacer todo lo que se quiere, y lo que se va quedando sin hacer sale así de tiempo en tiempo, como una locura. Los moros tienen una fiesta de caballos que llaman la fantasía. Otro pintor español ha pintado muy bien la fiesta: el pobre Fortuny. Se ve en el cuadro los moros que entran a escape en la ciudad, con los caballos tan locos como ellos, y ellos disparando al aire sus espingardas, tendidos sobre el cuello de sus animales, besándolos, mordiéndolos, echándose al suelo sin parar la carrera, y volviéndose a montar. Gritan como si se les abriese el pecho. El aire se ve oscuro de la pólvora. Los hombres de todos los países, blancos o negros, japoneses o indios, necesitan hacer algo hermoso y atrevido, algo de peligro y movimiento, como esa danza del palo de los negros de Nueva Zelandia. En Nueva Zelandia hay mucho calor, y los negros de allí son hombres de cuerpo arrogante, como los que andan mucho a pie, y gente brava, que pelea por su tierra tan bien como danza en el palo. Ellos suben y bajan por las cuerdas, y se van enroscando hasta que la cuerda está a la mitad, y luego se dejan caer. Echan la cuerda a volar, lo mismo que un columpio, y se sujetan de una mano, de los dientes, de un pie, de la rodilla. Rebotan contra el palo, como si fueran pelotas. Se gritan unos a otros y se abrazan.


Los indios de México tenían, cuando vinieron los españoles, esa misma danza del palo. Tenían juegos muy lindos los indios de México. Eran hombres muy finos y trabajadores, y no conocían la pólvora y las balas como los soldados del español Cortés, pero su ciudad era como de plata, y la plata misma la labraban como un encaje, con tanta delicadeza como en la mejor joyería. En sus juegos eran tan ligeros y originales como en sus trabajos. Esa danza del palo fue entre los indios una diversión de mucha agilidad y atrevimiento; porque se echaban desde lo alto del palo, que tenía unas veinte varas, y venían por el aire dando volteos y haciendo pruebas de gimnasio sin sujetarse más que con la soga, que ellos tejían muy fina y fuerte, y llamaban metate. Dicen que estremecía ver aquel atrevimiento; y un libro viejo cuenta que era "horrible y espantoso, que llena de congojas y asusta el mirarlo".


Los ingleses creen que el juego del palo es cosa suya, y que ellos no más saben lucir su habilidad en las ferias con el garrote que empuñan por una punta y por medio; o con la porra, que juegan muy bien. Los isleños de las Canarias, que son gente de mucha fuerza, creen que el palo no es invención del inglés, sino de las islas; y sí que es cosa de verse un isleño jugando el palo, y haciendo el molinete. Lo mismo que el luchar, que en las Canarias les enseñan a los niños en las escuelas. Y la danza del palo encintado; que es un baile muy difícil, en que cada hombre tiene una cinta de un color, y la va trenzando y destrenzando alrededor del palo, haciendo lazos y figuras graciosas, sin equivocarse nunca. Pero los indios de México jugaban al palo tan bien como el inglés más rubio, o el canario de más espaldas; y no era sólo el defenderse con él lo que sabían, sino jugar con el palo a equilibrios, como los que hacen ahora los japoneses y los moros kabilas. Y ya van cinco pueblos que han hecho lo mismo que los indios: los de Nueva Zelandia, los ingleses, los canarios, los japoneses y los moros. Sin contar la pelota, que todos los pueblos la juegan, y entre los indios era una pasión, como que creyeron que el buen jugador era hombre venido del cielo, y que los dioses mexicanos, que eran diferentes de los dioses griegos, bajaban a decirle como debía tirar la pelota y recojerla. Lo de la pelota, que es muy curioso, será para otro día.

LA EDAD DE ORO Juego310

Ahora contamos lo del palo, y lo de los equilibrios que los indios hacían con él, que eran de grandísima dificultad. Los indios se acostaban en la tierra, como los japoneses de los circos cuando van a jugar las bolas o el barril; y en el palo, atravesado sobre las plantas de los pies, sostenían hasta cuatro hombres, que es más que lo de los moros, porque a los moros los sostiene el más fuerte de ellos sobre los hombros, pero no sobre las plantas de los pies. Tzaá le decían a este juego: dos indios se subían primero en las puntas del palo, dos más se encaramaban sobre estos dos, y los cuatro hacían sin caerse muchas suertes y vueltas. Y los indios tenían su ajedrez, y sus jugadores de manos, que se comían la lana encendida y la echaban por la nariz: pero eso, como la pelota, será para otro día. Porque con los cuentos se ha de hacer lo que decía Chichá, la niña bonita de Guatemala:


-¿Chichá, por qué te comes esa aceituna tan despacio?


-Porque me gusta mucho.
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Mensaje por Admin Jue Feb 11, 2010 4:02 pm

LA EDAD DE ORO Bebe110

Bebé y el señor Don Pomposo

Bebé es un niño magnífico, de cinco años. Tiene el pelo muy rubio, que le cae en rizos por la espalda, como en la lámina de los Hijos del Rey Eduardo, que el pícaro Glócester hizo matar en la torre de Londres, para hacerse él rey. A Bebé lo visten como al duquesito Fauntleroy, el que no tenía vergüenza de que lo vieran conversando en la calle con los niños pobres. Le ponen pantaloncitos cortos ceñidos a la rodilla, y blusa con cuello de marinero, de dril blanco como los pantalones, y medias de seda colorada, y zapatos bajos. Como lo quieren a él mucho, él quiere mucho a los demás. No es un santo, ¡oh, no! le tuerce los ojos a su criada francesa cuando no le quiere dar más dulces, y se sentó una vez en visita con las piernas cruzadas, y rompió un día un jarrón muy hermoso, corriendo detrás de un gato. Pero en cuanto ve un niño descalzo le quiere dar todo lo que tiene: a su caballo le lleva azúcar todas las mañanas, y lo llama "caballito de mi alma"; con los criados viejos se está horas y horas, oyéndoles los cuentos de su tierra de Africa, de cuando ellos eran príncipes y reyes, y tenían muchas vacas y muchos elefantes: y cada vez que ve Bebé a su mamá, le echa el bracito por la cintura, o se le sienta al lado en la banqueta, a que le cuente cómo crecen las flores, y de dónde viene la luz al sol, y de qué está hecha la aguja con que cose, y si es verdad que la seda de su vestido la hacen unos gusanos, y si los gusanos van fabricando la tierra, como dijo ayer en la sala aquel señor de espejuelos. Y la madre le dice que sí, que hay unos gusanos que se fabrican unas casitas de seda, largas y redondas, que se llaman capullos; y que es hora de irse a dormir, como los gusanitos, que se meten en el capullo, hasta que salen hechos mariposas.


Y entonces sí que está lindo Bebé, a la hora de acostarse, con sus mediecitas caídas, y su color de rosa, como los niños que se bañan mucho, y su camisola de dormir: lo mismo que los angelitos de las pinturas, un angelito sin alas. Abraza mucho a su madre, la abraza muy fuerte, con la cabecita baja, como si quisiera quedarse en su corazón. Y da brincos y vueltas de carnero, y salta en el colchón con los brazos levantados, para ver si alcanza a la mariposa azul que está pintada en el techo. Y se pone a nadar como en el baño; o a hacer como que cepilla la baranda de la cama, porque va a ser carpintero; o rueda por la cama hecho un carretel, con los rizos rubios revueltos con las medias coloradas. Pero esta noche Bebé está muy serio, y no da volteretas como todas las noches, ni se le cuelga del cuello a su mamá, para que no se vaya, ni le dice a Luisa, a la francesita, que le cuente el cuento del gran comelón, que se murió solo y se comió un melón. Bebé cierra los ojos; pero no está dormido. Bebé está pensando.


La verdad es que Bebé tiene mucho en que pensar porque va de viaje a París, como todos los años, para que los médicos buenos le digan a su mamá las medicinas que le van a quitar la tos, esa tos mala que a Bebe no le gusta oír; se le aguan los ojos a Bebe en cuanto oye toser a su mamá; y la abraza muy fuerte, muy fuerte, como si quisiera sujetarla. Esta vez Bebé no va solo a París, porque el no quiere hacer nada solo, como el hombre del melón, sino con un primito suyo que no tiene madre. Su primito Raúl va con él a París, a ver con él el hombre que llama a los pájaros, y la tienda del Louvre, donde les regalan globos a los niños, y el teatro Guiñol, donde hablan los muñecos, y el policía se lleva preso al ladrón, y el hombre bueno le da un coscorrón al hombre malo. Raúl va con Bebe a París. Los dos juntos se van el sábado en el vapor grande, con tres chimeneas. Allí en el cuarto está Raúl con Bebé, el pobre Raúl, que no tiene el pelo rubio, ni va vestido de duquesito, ni lleva medias de seda colorada.


Bebé y Raúl han hecho hoy muchas visitas: han ido con su mamá a ver a los ciegos, que leen con los dedos, en unos libros con las letras muy altas: han ido a la calle de los periódicos, a ver como los niños pobres, que no tienen casa donde dormir, compran diarios para venderlos después, y pagar su casa: han ido a un hotel elegante, con criados de casaca azul y pantalón amarillo, a ver a un señor muy flaco y muy estirado, el tío de mamá, el señor don Pomposo. Bebé está pensando en la visita del señor don Pomposo. Bebé está pensando.


Con los ojos cerrados, él piensa: él se acuerda de todo. ¡Qué largo, qué largo el tío de mamá, como los palos del telégrafo! ¡Qué leontina tan grande y tan suelta, como la cuerda de saltar! ¡Qué pedrote tan feo como un pedazo de vidrio, el pedrote de la corbata! ¡Y a mamá no la dejaba mover, y le ponía un cojín detrás de la espalda, y le puso una banqueta en los pies, y le hablaba como dicen que le hablan a las reinas! Bebé se acuerda de lo que dice el criado viejito, que la gente le habla así a mamá, porque mamá es muy rica, y que a mamá no le gusta eso, porque mamá es buena.


Y Bebé vuelve a pensar en lo que sucedió en la visita. En cuanto entro en el cuarto el señor don Pomposo le dio la mano, como se la dan los hombres a los papás; le puso el sombrerito en la cama, como si fuera una cosa santa, y le dio muchos besos, unos besos feos, que se le pegaban a la cara, como si fueran manchas. Y a Raúl, al pobre Raúl, ni lo saludo, ni le quito el sombrero, ni le dio un beso. Raúl estaba metido en un sillón, con el sombrero en la mano, y con los ojos muy grandes. Y entonces se levanto don Pomposo del sofá colorado: "Mira, mira, Bebé, lo que tengo guardado: esto cuesta mucho dinero, Bebe: esto es para que quieras mucho a tu tío". Y se saco del bolsillo un llavero como con treinta llaves, y abrió una gaveta que olía a lo que huele el tocador de Luisa, y le trajo a Bebé un sable dorado -¡oh qué sable! ¡oh qué gran sable! -le abrocho por la cintura el cinturón de charol! -¡oh que cinturón tan lujoso! -le dijo: "Anda, Bebé: mírate al espejo; ¡ese es un sable muy rico: eso no es más que para Bebé, para el niño!" Y Bebé, muy contento, volvió la cabeza a donde estaba Raúl, que lo miraba, miraba al sable, con los ojos más grandes, que nunca, y con la cara muy triste, como si se fuera a morir: -¡oh, qué sable tan feo, tan feo! ¡Oh, qué tío tan malo! -En todo eso estaba pensando Bebé, Bebé estaba pensando.


El sable está allí, encima del tocador. Bebé levanta la cabeza poquito a poco, para que Luisa no lo oiga, y ve el puño brillante como si fuera de sol, porque la luz de la lámpara da toda en el puño. Así eran los sables de los generales el día de la procesión, lo mismo que el de él. El también, cuando sea grande, va a ser general, con un vestido de dril blanco, y un sombrero con plumas, y muchos soldados detrás, y él en un caballo morado, como el vestido que tenía el obispo. El no ha visto nunca caballos morados, pero se lo mandarán a hacer. Y a Raúl ¿quien le manda hacer caballos? Nadie, nadie: Raúl no tiene mamá que le compre vestidos de duquesito: Raúl no tiene tíos largos que le compren sables. Bebé levanta la cabecita poco a poco. Raúl está dormido: Luisa se ha ido a su cuarto a ponerse olores. Bebé se escurre de la cama, va al tocador en la punta de los pies, levanta el sable despacio, para que no haga ruido... y ¿que hace, qué hace Bebé? ¡va riéndose, va riéndose el pícaro! hasta que llega a la almohada de Raúl, y le pone el sable dorado en la almohada.



La última página

La Edad de Oro se despide hoy con pena de sus amigos. Se puso a escribir largo el hombre de La Edad de Oro, como quien escribe una carta de cariño para persona a quien quiere mucho, y sucedió que escribió más de lo que cabía en las treinta y dos páginas. Treinta y dos páginas es de veras poco para conversar con los niños queridos, con los que han de ser mañana hábiles como Meñique, y valientes como Bolívar; poetas como Homero ya no podrán ser, porque estos tiempos no son como los de antes, y los aedas de ahora no han de cantar guerras bárbaras de pueblo con pueblo para ver cuál puede más, ni peleas de hombre con hombre para ver quién es más fuerte; lo que ha de hacer el poeta de ahora es aconsejar a los hombres que se quieran bien, y pintar todo lo hermoso del mundo, de manera que se vea en los versos como si estuviera pintado con colores, y castigar con la poesía como con un látigo, a los que quieran quitar a los hombres su libertad, o roben con leyes pícaras el dinero de los pueblos, o quieran que los hombres de su país les obedezcan como ovejas y les laman la mano como perros. Los versos no se han de hacer para decir que se está contento o se está triste, sino para ser útil al mundo, enseñándole que la Naturaleza es hermosa, que la vida es un deber, que la muerte no es fea, que nadie debe estar triste ni acobardarse mientras haya libros en las librerías, y luz en el cielo, y amigos, y madres. El que tenga penas, lea las Vidas Paralelas de Plutarco, que dan deseo de ser como aquellos hombres de antes, y mejor, porque ahora la tierra ha vivido más, y se puede ser hombre de más amor y delicadeza. Antes todo se hacía con los puños: ahora la fuerza está en el saber, más que en los puñetazos; aunque es bueno aprender a defenderse, porque siempre hay gente bestial en el mundo, y porque la fuerza da salud, y porque se ha de estar pronto a pelear, para cuando un pueblo ladrón quiera venir a robarnos nuestro pueblo. Para eso es bueno ser fuerte de cuerpo; pero para lo demás de la vida, la fuerza está en saber mucho, como dice Meñique. En los mismos tiempos de Romero, el que ganó por fin el sitio, y entró en Troya, no fue Ajax, el del escudo, ni Aquiles, el de la lanza, ni Diómedes, el del carro, sino Ulises, que era el hombre de ingenio, y ponía en paz a los envidiosos, y pensaba pronto lo que no les ocurría a los demás.


Con esta última página está sucediendo lo que con el primer número de La Edad de Oro; que no va a caber lo que el amigo de los niños les quería decir, y es que en el número de agosto se publicará una Historia del Hombre contada por sus casas, que no cupo esta vez, historia muy curiosa, donde se cuenta como ha vivido el hombre, desde su primera habitación en la tierra, que fue una cueva en la montaña, hasta los palacios en que vive ahora. Ni cupo tampoco una explicación muy entretenida del modo de fabricar Un cubierto de mesa. Porque es necesario que los niños no vean, no toquen, no piensen en nada que no sepan explicar. Para eso se publica La Edad de Oro. Y para todo lo que quieran preguntar, aquí está el amigo.


Estas últimas páginas serán como el cuarto de confianza de La Edad de Oro, donde conversaremos como si estuviésemos en familia. Aquí publicaremos las cartas de nuestras amiguitas: aquí responderemos a las preguntas de los niños: aquí tendremos la Bolsa de Sellos, donde el que tenga sellos que mandar, o los quiera comprar, o quiera hacer colección, o preguntar sobre sellos algo que le interese, no tiene más que escribir para lograr lo que desea. Y de cuando en cuando nos hará aquí una visita El Abuelo Andrés, que tiene una caja maravillosa con muchas cosas raras, y nos va a enseñar todo lo que tiene en La Caja de las Maravillas.

La Edad de Oro
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Mensaje por Admin Vie Feb 12, 2010 8:58 am

LA EDAD DE ORO Segund10

El segundo número de La Edad de Oro fue publicado por Martí en agosto de 1889 en Nueva York.


LA EDAD DE ORO Casas10

La Historia del Hombre contada por sus casas

Ahora la gente vive en casas grandes, con puertas y ventanas, y patios enlosados, y portales de columnas, pero hace muchos miles de años los hombres no vivían así, ni había países de sesenta millones de habitantes, como hay hoy. En aquellos tiempos no había libros que contasen las cosas: las piedras, los huesos, las conchas, los instrumentos de trabajar son los que enseñan como vivían los hombres de antes. Eso es lo que se llama edad de piedra, cuando los hombres vivían casi desnudos, o vestidos de pieles, peleando con las fieras del bosque, escondidos en las cuevas de la montaña, sin saber que en el mundo había cobre ni hierro, allá en los tiempos que llaman paleolíticos -¡palabra larga esta de paleolíticos! -Ni la piedra sabían entonces los hombres cortar: luego empezaron a darle figura, con unas hachas de pedernal afilado, y esa fue la edad nueva de piedra, que llaman neolítica: neo, nueva; lítica, de piedra; paleo, por supuesto, quiere decir viejo, antiguo. Entonces los hombres vivían en las cuevas de la montaña, donde las fieras no podían subir, o se abrían un agujero en la tierra, y le tapaban la entrada con una puerta de ramas de árbol; o hacían con ramas un techo donde la roca estaba como abierta en dos; o clavaban en el suelo tres palos en pico, y los forraban con las pieles de los animales que cazaban; grandes eran entonces los animales, grandes como montes. En América no parece que vivían así los hombres de aquel tiempo, sino que andaban juntos en pueblos, y no en familias sueltas; todavía se ven las ruinas de los que llaman los terrapleneros, por que fabricaban con tierra unos paredones en figura de círculo, o de triángulo, o de cuadrado, o de cuatro círculos unos dentro de otros; otros indios vivían en casas de piedra que eran como pueblos, y les llamaban las casas-pueblos, porque allí hubo hasta mil familias a la vez, que no entraban a la casa por puertas, como nosotros, sino por el techo, como hacen ahora los indios zunís; en otros lugares hay casas de cantos en los agujeros de las rocas, a donde subían agarrándose de unas cortaduras abiertas a pico en la piedra, como una escalera. En todas partes se fueron juntando las familias para defenderse, y haciendo ciudades en las rocas, o en medio de los lagos, que es lo que llaman ciudades lacustres, porque están sobre el agua las casas de troncos de árbol, puestas sobre pilares clavados en lo hondo, o sujetos con piedras al pie, para que el peso tuviese a flote las casas; y a veces juntaban con vigas unas casas con otras, y les ponían alrededor una palizada para defenderse de los vecinos que venían a pelear, o de los animales del monte; la cama era de yerba seca, las tazas eran de madera, las mesas y los asientos eran troncos de árboles. Otros ponían de punta en medio de un bosque tres piedras grandes, y una chata encima, como techo, con una cerca de piedras, pero estos dólmenes no eran para vivir, sino para enterrar sus muertos, o para ir a oír a los viejos y los sabios cuando cambiada la estación, o había guerra, o tenían que elegir rey; y para recordar cada cosa de éstas clavaban en el suelo una piedra grande, como una columna, que llamaban maenhir en Europa, y que los indios mayas llamaban katun; porque los mayas de Yucatán no sabían que del otro lado del mar viviera el pueblo galo, en donde está Francia ahora, pero hacían lo mismo que los galos, y que los germanos, que vivían donde está ahora Alemania. Estudiando se aprende eso: que el hombre es el mismo en todas partes, y aparece y crece de la misma manera, y hace y piensa las mismas cosas, sin más diferencia que la de la tierra en que vive, porque el hombre que nace en tierra de árboles y de flores piensa más en la hermosura y el adorno, y tiene más cosas que decir, que el que nace en una tierra fría, donde ve el cielo oscuro y su cueva en la roca. Y otra cosa se aprende, y es que donde nace el hombre salvaje, sin saber que hay ya pueblos en el mundo, empieza a vivir lo mismo que vivieron los hombres de hace miles de años. Junto a la ciudad de Zaragoza, en España, hay familias que viven en agujeros abiertos en la tierra del monte; en Dakota, en los Estados Unidos, los que van a abrir el país, viven en covachas, con techos de ramas, como en la edad neolítica; en las orillas del Orinoco, en la América del Sur, los indios viven en ciudades lacustres, lo mismo que las que había hace cientos de siglos en los lagos de Suiza; el indio norteamericano le pone a rastras a su caballo los tres palos de su tepí, que es una tienda de pieles, como la que los hombres neolíticos levantaban en los desiertos; el negro de África hace hoy su casa con las paredes de tierra y el techo de ramas, lo mismo que el germano de antes y deja alto el quicio como el germano lo dejaba, para que no entrasen las serpientes. No es que hubo una edad de piedra, en que todos los pueblos vivían a la vez del mismo modo; y luego otra de bronce, cuando los hombres empezaron a trabajar el metal, y luego otra edad de hierro. Hay pueblos que vivían como Francia ahora, en lo más hermoso de la edad de hierro, con su torre de Eiffel que se entra por las nubes; y otros pueblos que viven en la edad de piedra, como el indio que fabrica su casa en las ramas de los árboles, y como su lanza de pedernal sale a matar los pájaros del bosque y a ensartar en el aire los peces voladores del río. Pero los pueblos de ahora crecen más de prisa, porque se juntan con los pueblos más viejos, y aprenden con ellos lo que no saben; no como antes, que tenían que ir poco a poco descubriéndolo todo ellos mismos. La edad de piedra fue al empezar a vivir, que los hombres andaban errantes huyendo de los animales, y vivían hoy acá y mañana allá, y no sabían que eran buenos de comer los frutos de la tierra. Luego los hombres encontraron el cobre, que era más blando que el pedernal, y el estaño, que era más blando que el cobre, y vieron que con el fuego se le sacaba el metal a la roca, y que con el estaño y cobre juntos se hacía un metal nuevo, muy bueno para hachas y lanzas y cuchillos, y para cortar la piedra. Cuando los pueblos empiezan a saber cómo se trabaja el metal, y a juntar el cobre con el estaño, entonces están en su edad de bronce. Hay pueblos que han llegado a la edad de hierro sin pasar por la de bronce, porque el hierro es el metal de su tierra, y con él empezaron a trabajar, sin saber que en el mundo había cobre ni estaño. Cuando los hombres de Europa vivían en la edad de bronce, ya hicieron casas mejores, aunque no tan labradas y perfectas como las de los peruanos y mexicanos de América, en quienes estuvieron siempre juntas las dos edades, porque siguieron trabajando con pedernal cuando ya tenían sus minas de oro, y sus templos con soles de oro como el cielo, y sus huacas, que eran los cementerios del Perú, donde ponían a los muertos con las prendas y jarros que usaban en vida. La casa del indio peruano era de mampostería, y de dos pisos, con las ventanas muy en alto, y las puertas más anchas por debajo que por la cornisa, que solía ser de piedra tallada, de trabajo fino. El mexicano no hacía su casa tan fuerte, sino más ornada, como en país donde hay muchos árboles y pájaros. En el techo había como escalones, donde ponían las figuras de sus santos, como ahora ponen muchos en los altares figuras de niños, y piernas y brazos de plata; adornaban las paredes con piedras labradas, y con fajas como de cuentas o de hilos trenzados, imitando las grecas y fimbrias que les bordaban sus mujeres en las túnicas: en las salas de adentro labraban las cabezas de las vigas, figurando sus dioses, sus animales o sus héroes, y por fuera ponían en las esquinas unas canales de curva graciosa, como imitando plumas. De lejos brillaban las casas con el sol, como sí fueran de plata.


En los pueblos de Europa es donde se ven más claras las tres edades, y mejor mientras más al norte, porque allí los hombres vivieron solos, cada uno en su pueblo, por siglos de siglos, y como empezaron a vivir por el mismo tiempo, se nota que aunque no se conocían unos a otros, iban adelantando del mismo modo. La tierra va echando capas conforme van pasando siglos: la tierra es como un pastel de hojaldres, que tiene muchas capas una sobre otra, capas de piedra dura, y a veces viene de adentro, de lo hondo del mundo, una masa de roca que rompe las capas acostadas, y sale al aire libre, y se queda por encima de la tierra, como un gigante regañón, o como una fiera enojada, echando por el cráter humo y fuego: así se hacen los montes y los volcanes. Por esas capas de la tierra es por donde se sabe como ha vivido el hombre, porque en cada una hay enterrados huesos de él, y restos de los animales y árboles de aquella edad, y vasos y hachas; y comparando las capas de un lugar con las de otro se ve que los hombres viven en todas partes casi del mismo modo en cada edad de la tierra; sólo que la tierra tarda mucho en pasar de una edad a otra, y en echarse una capa nueva, y así sucede lo de los romanos y los bretones de Inglaterra en tiempo de Julio Cesar, que cuando los romanos tenían palacios de mármol con estatuas de oro, y usaban trajes de lana muy fina, la gente de Bretaña vivía en cuevas, y se vestía con las pieles salvajes, y peleaba con mazas hechas de los troncos duros.


En esos pueblos viejos sí se puede ver como fue adelantando el hombre, porque después de las capas de la edad de piedra, donde todo lo que se encuentra es de pedernal, vienen las otras capas de la edad de bronce, con muchas cosas hechas de la mezcla del cobre y estaño, y luego vienen las capas de arriba, las de los últimos tiempos, que llaman la edad de hierro, cuando el hombre aprendió que el hierro se ablandaba al fuego fuerte, y que con el hierro blando podía hacer martillos para romper la roca, y lanzas para pelear, y picos y cuchillas para trabajar la tierra; entonces es cuando ya se ven casas de piedra y de madera con patios y cuartos, imitando siempre los casucos de rocas puestas unas sobre otras sin mezcla ninguna, o las tiendas de pieles de sus desiertos y llanos: lo que sí se ve es que desde que vino al mundo le gustó al hombre copiar en dibujo las cosas que veía, porque hasta las cavernas más oscuras donde habitaron las familias salvajes están llenas de figuras talladas o pintadas en la roca, y por los montes y las orillas de los ríos se ven manos, y signos raros, y pinturas de animales, que ya estaban allí desde hacía muchos siglos cuando vinieron a vivir en el país los pueblos de ahora. Y se ve también que todos los pueblos han cuidado mucho de enterrar a los muertos con gran respeto, y han fabricado monumentos altos, como para estar más cerca del cielo, como nosotros hacemos ahora con las torres. Los terrapleneros hacían montañas de tierra, donde sepultaban los cadáveres; los mexicanos ponían sus templos en la cumbre de unas pirámides muy altas; los peruanos tenían su chulpa de piedra, que era una torre ancha por arriba, como un puño de bastón; en la isla de Cerdeña hay unos torreones que llaman nurhag, que nadie sabe de qué pueblo eran; y los egipcios levantaron con las piedras enormes sus pirámides, y con el pórfido más duro hicieron sus obeliscos famosos, donde escribían su historia con los signos que llaman jeroglíficos.

LA EDAD DE ORO Casas110

Ya los tiempos de los egipcios empiezan a llamarse "tiempos históricos", porque se puede escribir su historia con lo que se sabe de ellos; esos otros pueblos de las primeras edades se llaman pueblos "prehistóricos", de antes de la historia, o pueblos primitivos. Pero la verdad es que en esos mismos pueblos históricos hay todavía mucho prehistórico, porque se tiene que ir adivinando para ver dónde y cómo vivieron. ¿Quien sabe cuando fabricaron los quichuas sus acueductos y sus caminos y sus calzadas en el Perú; ni cuando los chibchas de Colombia empezaron a hacer sus dijes y sus jarros de oro; ni qué pueblo vivió en Yucatán antes que los mayas que encontraron allí los españoles; ni de dónde vino la raza desconocida que levantó los terraplenes y las casas-pueblos en la América del Norte? Casi lo mismo sucede con los pueblos de Europa; aunque allí se ve que los hombres aparecieron a la vez, como nacidos de la tierra, en muchos lugares diferentes; pero que donde había menos frío, y era más alto el país fue donde vivió primero el hombre; y como que allí empezó a vivir, allí fue donde llegó más pronto a saber, y a descubrir los metales, y a fabricar, y de allí, con las guerras, y las inundaciones, y el deseo de ver el mundo, fueron bajando los hombres por la tierra y el mar. En lo más elevado y fértil del continente es donde se civilizó el hombre transatlántico primero. En nuestra América sucede lo mismo; en las alplanicies de México y del Perú, en los valles altos y de buena tierra, fue donde tuvo sus mejores pueblos el indio americano. En el continente transatlántico parece que Egipto fue el pueblo más viejo, y de allí fueron entrando los hombres por lo que se llama ahora Persia y Asia Menor, y vinieron a Grecia, buscando la libertad y la novedad, y en Grecia levantaron los edificios más perfectos del mundo, y escribieron los libros más bien compuestos y hermosos. Había pueblos nacidos en todos estos países pero los que venían de los pueblos viejos sabían más, y los derrotaban en la guerra, o les enseñaban lo que sabían, y se juntaban con ellos. Del norte de Europa venían otros hombres más fuertes, hechos a pelear con las fieras y a vivir en el frío; y de lo que se llama ahora Indostán salió huyendo, después de una gran guerra, la gente de la montaña, y se juntó con los europeos de las tierras frías, que bajaron luego del norte a pelear con los romanos, porque los romanos habían ido a quitarles su libertad, y porque era gente pobre y feroz, que le tenía envidia a Roma, porque era sabia y rica, y como hija de Grecia. Así han ido viajando los pueblos en el mundo, como las corrientes van por la mar, y por el aire los vientos.


Egipto es como el pueblo padre del continente transatlántico: el pueblo más antiguo de todos aquellos países clásicos. Y la casa del egipcio es como su pueblo fue, gracioso y elegante. Era riquísimo el Egipto, como que el gran río Nilo crecía todos los años, y con el barro que dejaba al secarse nacían muy bien las siembras; así que las casas estaban como en alto, por miedo a las inundaciones. Como allá hay muchas palmeras, las columnas de las casas eran finas y altas, como las palmas; y encima del segundo piso tenían otro sin paredes, con un techo chato, donde pasaban la tarde al aire fresco, viendo el Nilo lleno de barcos que iban y venían con sus viajeros y sus cargas, y el cielo de la tarde, que es de color de oro y azafrán. Las paredes y los techos están llenos de pinturas de su historia y religión; y les gustaba el color tanto, que hasta la estera con que cubrían el piso era de hebras de colores diferentes.


Los hebreos vivieron como esclavos en el Egipto mucho tiempo, y eran los que mejor sabían hacer ladrillos. Luego, cuando su libertad, hicieron sus casas con ladrillos crudos, como nuestros adobes, y el techo era de vigas de sicomoro, que es su árbol querido. El techo tenía un borde, como las azoteas, porque con el calor subía la gente allí a dormir, y la ley mandaba que fabricasen los techos con muro, para que no cayese la gente a tierra. Solían hacer sus casas como el templo que fabricó su gran rey Salomón, que era cuadrado, con las puertas anchas de abajo y estrechas por la cornisa, y dos columnas al lado de la puerta.


Por aquellas tierras vivían los asirios, que fueron pueblo guerreador que les ponía a sus casas torres, como para ver más de lejos al enemigo, y las torres eran de almenas, como para disparar el arco desde seguro. No tenían ventanas, sino que les venía la luz del techo. Sobre las puertas ponían a veces piedras talladas con alguna figura misteriosa, como un toro con cabeza de hombre, o una cabeza con alas.


Los fenicios fabricaron sus casas y monumentos con piedras sin labrar, que ponían unas sobre otras como los etruscos; pero- como eran gente navegante, que vivía del comercio, empezaron pronto a imitar las casas de los pueblos que veían más, que eran los hebreos y los egipcios, y luego las de los persas, que conquistaron en guerra el país de Fenicia. Y así fueron sus casas, con la entrada hebrea, y la parte alta como las casas de Egipto, o como las de Persia.


Los persas fueron pueblo de mucho poder, como que hubo tiempo en que todos esos pueblos de los alrededores vivían como esclavos suyos. Persia es tierra de joyas; los vestidos de los hombres, las mantas de los caballos, los puños de los sables, todo está allí lleno de joyas. Usan mucho del verde, del rojo y del amarillo. Todo les gusta de mucho color, y muy brillante y esmaltado. Les gustan las fuentes, los jardines, los velos de hilo de plata, la pedrería fina. Todavía hoy son así los persas; y ya en aquellos tiempos eran sus casas de ladrillos de colores, pero no de techo chato como las de los egipcios y hebreos, sino con una cúpula redonda, como imitando la bóveda del cielo. En un patio estaba el baño, en que echaban olores muy finos; y en las casas ricas había patios cuadrados, con muchas columnas alrededor, y en medio una fuente, entre jarrones de colores, con fajas y canales, y el capitel hecho con cuerpos de animales de pecho verde y collar de oro.


Junto a Persia está el Indostán, que es de los pueblos más viejos del mundo, y tiene templos de oro, trabajados como trabajan en las platerías la filigrana, y otros templos cavados en la roca, y figuras de su dios Buddha cortadas a pico en la montaña. Sus templos, sus sepulcros, sus palacios, sus casas son como su poesía, que parece escrita con colores sobre marfil, y dice las cosas como entre hojas y flores. Hay templo en el Indostán que tiene catorce pisos, como la pagoda de Tanjore, y está todo labrado, desde los cimientos hasta la cúpula. Y la casa de los hindúes de antes era como las pagodas de Lahore o las de Cachemira, con los techos y balcones muy adornados y con muchas vueltas, y a la entrada la escalinata sin baranda. Otras casas tenían torreones en la esquina, y el terrado como los egipcios, corrido y sin las torres. Pero lo hermoso de las casas hindúes era la fantasía de los adornos, que son como un trenzado que nunca se acaba de flores y de plumas.


En Grecia no era así, sino todo blanco y sencillo, sin lujos de colorines. En la casa de los griegos no había ventanas, porque para el griego fue siempre la casa un lugar sagrado, donde no debía mirar el extranjero. Eran las casas pequeñas, como sus monumentos, pero muy lindas y alegres, con su rosal y su estatua a la puerta, y dentro el corredor de columnas, donde pasaba los días la familia, que sólo en la noche iba a los cuartos, reducidos y oscuros. El comedor y el corredor era lo que amueblaban, y eso con pocos muebles; en las paredes ponían en nichos sus jarros preciosos; las sillas tenían filetes tallados, como los que solían ponerles a las puertas, que eran anchas de abajo y con la cornisa adornada de dibujos de palmas y madreselvas. Dicen que en el mundo no hay edificio más bello que el Partenón, como que allí no están los adornos por el gusto de adornar, que es lo que hace la gente ignorante con sus casas y vestidos, sino que la hermosura viene de una especie de música que se siente y no se oye, porque el tamaño está calculado de manera que venga bien con el color, y no hay cosa que no sea precisa, ni adorno sino donde no pueda estorbar. Parece que tienen alma las piedras de Grecia. Son modestas, y como amigas del que las ve. Se entran como amigas por el corazón. Parece que hablan.


Los etruscos vivieron al norte de Italia, en sus doce ciudades famosas, y fueron un pueblo original, que tuvo su gobierno y su religión y un arte parecido al de los griegos, aunque les gustaba más la burla y la extravagancia, y usaban mucho color. Todo lo pintaban, como los persas y en las paredes de sus sepulturas hay caballos con la cabeza amarilla y la cola azul. Mientras fueron república libre, los etruscos vivían dichosos, con maestros muy buenos de medicina y astronomía, y hombres que hablaban bien de los deberes de la vida y de la composición del mundo. Era célebre Etruria por sus sabios, y por sus jarros de barro negro, con figuras de relieve, y por sus estatuas y sarcófagos de tierra cocida, y por sus pinturas en los muros, y sus trabajos en metal. Pero con la esclavitud se hicieron viciosos y ricos, como sus dueños los romanos. Vivían en palacios, y no en sus casas de antes; y su gusto mayor era comer horas enteras acostados. La casa etrusca de antes era de un piso, con un terrado de baranda, y el techo de aleros caídos. Pintaban en las paredes sus fiestas y sus ceremonias, con retratos y caricaturas, y sabían dibujar sus figuras como si se las viera en movimiento.


La casa de los romanos fue primero como la de los etruscos, pero luego conocieron a Grecia, y la imitaron en sus casas, como en todo. El atrio al principio fue la casa entera, y después no era más que el portal, de donde se iba por un pasadizo al patio interior, rodeado de columnas, a donde daban los cuartos ricos del señor, que para cada cosa tenía un cuarto diferente; el cuarto de comer daba al corredor, lo mismo que la sala y el cuarto de la familia, que por el otro lado abría sobre un jardín. Adornaban las paredes con dibujos y figuras de colores brillantes, y en los recodos había muchos nichos con jarras y estatuas. Si la casa estaba en calle de mucha gente, hacían cuartos con puerta a la calle, y los alquilaban para tienda. Cuando la puerta estaba abierta se podía ver hasta el fondo del jardín. El jardín patio y el atrio tenían alrededor en muchas casas una arquería. Luego Roma fue dueña de todos los países que tenía alrededor, hasta que tuvo tantos pueblos que no los pudo gobernar, y cada pueblo se fue haciendo libre y nombrando su rey, que era el guerrero más poderoso de todos los del país, y vivía en su castillo de piedra, con torres y portalones, como todos los que llamaban "señores" en aquel tiempo de pelear; y la gente de trabajo vivía alrededor de los castillos, en casuchos infelices. Pero el poder de Roma había sido muy grande, y en todas partes había puentes y arcos y acueductos y templos como los de los romanos; sólo que por el lado de Francia, donde había muchos castillos, iban haciendo las fábricas nuevas, y las iglesias sobre todo, como si fueran a la vez fortalezas y templos, que es lo que llaman "arquitectura romántica", y del lado de los persas y de los árabes, por donde está ahora Turquía, les ponían a los monumentos tanta riqueza y color que parecían las iglesias cuevas de oro, por lo grande y lo resplandeciente; de modo que cuando los pueblos nuevos del lado de Francia empezaron a tener ciudades, las casas fueron de portales oscuros y de muchos techos de picos, como las iglesias románticas; y del lado de Turquía eran las casas como palacios, con las columnas de piedras ricas, y el suelo de muchas piedrecitas de color, y las pinturas de la pared con el fondo de oro, y los cristales dorados; había barandas en las casas bizantinas hechas con una mezcla de todos los metales, que lucía como fuego; era feo y pesado tanto adorno en las casas, que parecen sepulturas de hombre vanidoso, ahora que están vacías.


En España habían mandado también los romanos; pero los moros vinieron luego a conquistar, y fabricaron aquellos templos suyos que llaman mezquitas, y aquellos palacios que parecen cosa de sueño, como si ya no se viviese en el mundo, sino en otro mundo de encaje y de flores; las puertas eran pequeñas, pero con tantos arcos que parecían grandes; las columnas delgadas sostenían los arcos de herradura, que acaban en pico, como abriéndose para ir al cielo; el techo era de madera fina, pero todo tallado, con sus letras moras y sus cabezas de caballos; las paredes estaban cubiertas de dibujos, lo mismo que una alfombra; en los patios de mármol había laureles y fuentes; parecían como el tejido de un velo aquellos balcones.


Con las guerras y las amistades se fueron juntando aquellos pueblos diferentes, y cuando ya el rey pudo más que los señores de los castillos, y todos los hombres creían en el cielo nuevo de los cristianos, empezaron a hacer las iglesias "góticas" con sus arcos de pico, y sus torres como agujas que llegaban a las nubes, y sus pórticos bordados, y sus ventanas de colores. Y las torres cada vez más altas; porque cada iglesia quería tener su torre más alta que las otras; y las casas las hacían así también, y los muebles. Pero los adornos llegaron a ser muchos, y los cristianos empezaron a no creer en el cielo tanto como antes. Hablaban mucho de lo grande que fue Roma; celebraban el arte griego por sencillo; decían que ya eran muchas las iglesias; buscaban modos nuevos de hacer los palacios, y de todo eso vino una manera de fabricar parecida a la griega que es lo que llaman arquitectura del Renacimiento; pero como en el arte gótico de la ojiva había mucha beldad, ya no volvieron a ser las casas de tanta sencillez, sino que las adornaron con las esquinas graciosas, las ventanas altas, y los balcones elegantes de la arquitectura gótica. Eran tiempos de arte y riqueza, y de grandes conquistas, así que había muchos señores y comerciantes con palacio. Nunca habían vivido los hombres, ni han vuelto a vivir, en casas tan hermosas. Los pueblos de otras razas, donde se sabe poco de los europeos, peleaban por su cuenta o se hacían amigos, y se aprendían su arte especial unos de otros, de modo que se ve algo de pagoda hindú en todo lo de Asia, y hay picos como los de los palacios de Lahore en las casas japonesas, que parecen cosa de aire y de encanto, o casitas de jugar, con sus corredores de barandas finas y sus paredes de mimbre o de estera. Hasta en la casa del eslavo y del ruso se ven las curvas revueltas y los techos de punta de los pueblos hindúes. En nuestra América las casas tienen algo de romano y de moro, porque moro y romano era el pueblo español que mandó en América, y echó abajo las casas de los indios. Las echó abajo de raíz; echó abajo sus templos, sus observatorios, sus torres de señales, sus casas de vivir, todo lo indio lo quemaron los conquistadores españoles y lo echaron abajo menos las calzadas, porque no sabían llevar las piedras que supieron traer los indios, y los acueductos, porque les traían el agua de beber.

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Ahora todos los pueblos del mundo se conocen mejor y se visitan; y en cada pueblo hay su modo de fabricar, según haya frío o calor, o sean de una raza o de otra; pero lo que parece nuevo en las ciudades no es su manera de hacer casas, sino que en cada ciudad hay casas moras, griegas, góticas, bizantinas, y japonesas, como si empezara el tiempo feliz en que los hombres se tratan como amigos y se van juntando.
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Mensaje por Admin Vie Feb 12, 2010 9:05 am


LOS DOS PRINCIPES


Idea de la poetisa norteamericana
Helen Hunt Jackson


I

El palacio está de luto
y en el trono llora el rey,
y la reina está llorando
donde no la pueden ver:
en pañuelos de olán fino
lloran la reina y el rey:
los señores del palacio,
están llorando también.
Los caballos llevan negro
el penacho y el arnés:
los caballos no han comido,
porque no quieren comer:
el laurel del patio grande
quedó sin hoja esta vez:
todo el mundo fué al entierro
con coronas de laurel:
-¡El hijo del rey se ha muerto!
¡Se le ha muerto el hijo al rey!



II

En los álamos del monte
tiene su casa el pastor:
la pastora está diciendo
«¿por qué tiene luz el Sol?»
Las ovejas, cabizbajas,
vienen todas al portón:
¡una caja larga y honda
está forrando el pastor!
Entra y sale un perro triste:
canta allá dentro una voz:
«¡Pajarito, yo estoy loca,
llevadme donde él voló!»
El pastor coge llorando
la pala y el azadón:
abre en la tierra una fosa;
echa en la fosa una flor.
-¡Se quedó el pastor sin hijo!
¡Murió el hijo del pastor!



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Nené traviesa

¡Quién sabe si hay una niña que se parezca a Nené! Un viejito que sabe mucho dice que todas las niñas son como Nene. A Nené le gusta más jugar a "mamá", o "a tiendas", o "a hacer dulces" con sus muñecas, que dar la lección de "treses y de cuatros" con la maestra que le viene a enseñar. Porque Nené no tiene mamá; su mamá se ha muerto y por eso tiene Nené maestra. A hacer dulces es a lo que le gusta más a Nené jugar; ¿y por que será? ¡quién sabe! Será porque para jugar a los dulces le dan azúcar de veras, por cierto que los dulces nunca le salen bien de la primera vez, ¡son unos dulces más difíciles!: siempre tiene que pedir azúcar dos veces. Y se conoce que Nené no le quiere dar trabajo a sus amigas; porque cuando juega a paseo, o a comprar, o a visitar, siempre llama a sus amiguitas; pero cuando va a hacer dulces, nunca. Y una vez le sucedió a Nené una cosa muy rara: le pidió a su papá dos centavos para comprar un lápiz nuevo, y se le olvidó en el camino, se le olvidó como si no hubiera pensado nunca en comprar el lápiz; lo que compró fue un merengue de fresa. Eso se supo, por supuesto; y desde entonces sus amiguitas no le dicen Nené, sino "Merengue de Fresa".


El padre de Nené la quería mucho. Dicen que no trabajaba bien cuando no había visto por la mañana a "la hijita". El no le decía Nené, sino "la hijita". Cuando su papá venía del trabajo, siempre salía ella a recibirlo con los brazos abiertos, como un pajarito que abre las alas para volar, y su papá la alzaba del suelo, como quien coge de un rosal una rosa. Ella lo miraba con mucho cariño, como si le preguntase cosas; y él la miraba con los ojos tristes, como si quisiese echarse a llorar. Pero en seguida se ponía contento, se montaba a Nené en el hombro, y entraban juntos en la casa, cantando el himno nacional. Siempre traía el papá de Nené algún libro nuevo, y se lo dejaba ver cuando tenía figuras; y a ella le gustaban mucho unos libros que el traía, donde estaban pintadas las estrellas, que tiene cada una su nombre y su color; y allí decía el nombre de la estrella colorada, y el de la amarilla, y el de la azul, y que la luz tiene siete colores, y que las estrellas pasean por el cielo, lo mismo que las niñas por un jardín. Pero no, lo mismo no; porque las niñas andan en los jardines de aquí para allá, como una hoja de flor que va empujando el viento, mientras que las estrellas van siempre en el cielo por un mismo camino, y no por donde quieren; ¿quién sabe?, puede ser que haya por allá arriba quien cuide a las estrellas, como los papás cuidan acá en la tierra a las niñas. Sólo que las estrellas no son niñas, por supuesto, ni flores de luz, como parece de aquí abajo, sino grandes como este mundo, y dicen que en las estrellas hay árboles, y agua, y gente como acá; y su papá dice que en un libro hablan de que uno se va a vivir a una estrella cuando se muere.


Y dime, papá -le preguntó Nené-, ¿por qué ponen las casas de los muertos tan tristes? Si yo me muero yo no quiero ver a nadie llorar, sino que me toquen la música, porque me voy a ir a vivir en la estrella azul". "¿Pero, sola, tú sola, sin tu pobre papá?" Y Nené le dijo a su papá: -"¡Malo, que crees eso!" Esa noche no se quiso ir a dormir temprano, sino que se durmió en los brazos de su papá; ¡los papás se quedan muy tristes, cuando se muere en la casa la madre! Las niñitas deben querer mucho, mucho a los papás cuando se les muere la madre!

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Esa noche que hablaron de las estrellas trajo el papá de Nene un libro muy grande; ¡oh, como pesaba el libro! Nené lo quiso cargar, y se cayó con el libro encima; no se le veía más que la cabecita rubia de un lado, y los zapaticos negros de otro. Su papá vino corriendo y la sacó de debajo del libro, y se rió mucho de Nené, que no tenía seis años todavía y quería cargar un libro de cien años. ¡Cien años tenía el libro, y no le habían salido barbas! Nené había visto un viejito de cien años, pero el viejito tenía una barba muy larga, que le daba por la cintura. Y lo que dice la muestra de escribir, que los libros buenos son como los viejos: "Un libro bueno es lo mismo que un amigo viejo," eso dice la muestra de escribir. Nené se acostó muy callada, pensando en el libro. ¿Qué libro era aquel, que su papá no quiso que ella lo tocase? Cuando se despertó, en eso no más pensaba Nené. Ella quiere, saber que libro es aquel. Ella quiere saber cómo está hecho por dentro un libro de cien años que no tiene barbas.


Su papá está lejos, lejos de la casa, trabajando para ella, para que la niña tenga casa linda y coma dulces finos los domingos, para comprarle a la niña vestiditos blancos y cintas azules, para guardar un poco de dinero, no vaya a ser que se muera el papá, y se quede sin nada en el mundo "la hijita". Lejos de la casa está el pobre papá, trabajando para "la hijita". La criada está allá adentro, preparando el baño. Nadie oye a Nené; no la está viendo nadie. Su papá deja siempre abierto el cuarto de los libros. Allí está la sillita de Nene, que se sienta de noche en la mesa de escribir, a ver trabajar a su papá. Cinco pasitos, seis, siete... ya está Nené en la puerta; ya la empujó; ya entró. ¡Las cosas que suceden! Como si la estuviera esperando estaba abierto en su silla el libro viejo, abierto de medio a medio. Pasito a pasito se le acercó Nené, muy seria, y como cuando uno piensa mucho, que camina con las manos a la espalda. Por nada en el mundo hubiera tocado Nene el libro; verlo no más, no más que verlo. Su papá le dijo que no lo tocase.


El libro no tiene barbas; le salen muchas cintas y marcas por entre las hojas, pero esas son barbas; ¡el que sí es barbudo es el gigante que está pintado en el libro! y es de colores la pintura, unos colores de esmalte que lucen, como el brazalete que le regaló su papá. ¡Ahora no pintan los libros así! El gigante está sentado en el pico de un monte, con una cosa revuelta, como las nubes del cielo, encima de la cabeza; no tiene más que un ojo, encima de la nariz; está vestido con un blusón, como los pastores, un blusón verde, lo mismo que el campo, con estrellas pintadas de plata y de oro; y la barba es muy larga, muy larga, que llega al pie del monte; y por cada mechón de la barba va subiendo un hombre, como sube la cuerda para ir al trapecio el hombre del circo. ¡Oh, eso no se puede ver de lejos! Nené tiene que bajar el libro de la silla, ¡cómo pesa este pícaro libro! Ahora sí que se puede ver bien todo. Ya está el libro en el suelo.


Son cinco los hombres que suben; uno es un blanco, con casaca y con botas y de barba también; le gustan mucho a este pintor las barbas!; otro es como indio, sí, como indio, con una corona de plumas, y la flecha a la espalda, el otro es chino, lo mismo que el cocinero, pero va con un traje como de señora, todo lleno de flores; el otro se parece al chino, y lleva un sombrero de pico, así como una pera; el otro es negro, un negro muy bonito, pero está sin vestir; ¡eso no está bien, sin vestir! ¡por eso no quería su papá que ella tocase el libro! No: esa hoja no se ve más, para que no se enoje papá. ¡Muy bonito que es este libro viejo! Y Nené está ya casi acostada sobre el libro, y como si quisiera hablarle con los ojos.


¡Por poco se rompe la hoja! Pero no, no se rompió. Hasta la mitad no más se rompió. El papá de Nené no ve bien. Eso no lo va a ver nadie. ¡Ahora sí que está bueno el libro este! Es mejor, mucho mejor que el arca de Noé. Aquí están pintados todos los animales del mundo. ¡Y con colores, come el gigante! Si esta es, esta es la jirafa, comiéndose la luna; este es el elefante, el elefante, con ese sillón lleno de niñitos. ¡Oh, los perros, cómo corre cómo corre este perro! ¡ven acá, perro! ¡te voy pegar, perro, porque no quieres venir! Y Nené por supuesto, arranca la hoja. ¿Y qué ve mi señor Nené? Un mundo de monos es la otra pintura. Las dos hojas del libro están llenas de monos; un mono colorado juega con un monito verde; un monazo de barba le muerde la cola a un mono tremendo, que anda como un hombre, con un palo en la mano: un mono negro está jugando en la yerba con otro amarillo; ¡aquellos, aquellos de los árboles son los monos niños! ¡qué graciosos! ¡cómo juegan! ¡se mecen por la cola, como el columpio! ¡qué bien, qué bien saltan! ¡uno, dos, tres, cinco, ocho, dieciséis, cuarenta y nueve monos agarrados por la cola! ¡se van a tirar al río! ¡se van a tirar al río! ¡visst! ¡allá van todos! Y Nené, entusiasmada, arranca al libro las dos hojas. ¿Quien llama a Nené, quién la llama?

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Su papá, su papá, que está mirándola desde la puerta.


Nené no ve. Nené no oye. Le parece que su papá crece, que crece mucho, que llega hasta el techo, que es más grande que el gigante del monte, que su papá es un monte, que se le viene encima. Está callada, callada, con la cabeza baja, con los ojos cerrados, con las hojas rotas en las manos caídas. Y su papá le está hablando: "¿Nené, no te dije que no tocaras ese libro? ¿Nené, tú no sabes que ese libro no es mío, y que vale mucho dinero, mucho? ¿Nené, tú no sabes que para pagar ese libro voy a tener que trabajar un año?" Nene, blanca como el papel, se alzó del suelo con la cabecita caída, y se abrazó a las rodillas de su papá: "¡Mi papá -dijo Nené, -mi papá de mi corazón! ¡Enojé a mi papá bueno! ¡Soy mala niña! ¡Ya no voy a poder ir cuando me muera a la estrella azul!"


LA PERLA DE LA MORA


Una mora de Trípoli tenía
Una perla rosada, una gran perla,
Y la echó con desdén al mar un día:
-«¡Siempre la misma! ¡Ya me cansa verla!»

Pocos años después, junto a la roca
de Trípoli... ¡la gente llora al verla!
Así le dice al mar la mora loca:
-«¡Oh mar! ¡Oh mar! ¡Devuélveme mi perla!»

LA EDAD DE ORO Mora10


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Las Ruinas Indias

No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana. No se puede leer sin ternura, y sin ver como flores y plumas por el aire, uno de esos buenos libros viejos forrados de pergamino, que hablan de la América de los indios, de sus ciudades y de sus fiestas, del mérito de sus artes y de la gracia de sus costumbres. Unos vivían aislados y sencillos, sin vestidos y sin necesidades, como pueblos acabados de nacer; y empezaban a pintar sus figuras extrañas en las rocas docas de la orilla de los ríos, donde es más solo el bosque, y el hombre piensa más en las maravillas del mundo. Otros eran pueblos de más edad, y vivían en tribus, en aldeas de cañas o de adobes, comiendo lo que cazaban y pescaban y peleando con sus vecinos. Otros eran ya pueblos hechos, con ciudades de ciento cuarenta mil casas, y palacios adornados de pinturas de oro, y gran comercio en las calles y en las plazas, y templos de mármol con estatuas gigantescas de sus dioses. Sus obras no se parecen a las de los demás pueblos, sino como se parece un hombre a otro. Ellos fueron inocentes, supersticiosos y terribles. Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía. Todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Fue una raza artística, inteligente y limpia. Se leen como una novela las historias de los Nahuales y Mayas de México, de los Chibchas de Colombia, de los Cumanagotos de Venezuela, de los Quichuas del Perú, de los Aymaráes de Bolivia, de los Charrúas del Uruguay, de los Araucanos de Chile.


El quetzal es el pájaro hermoso de Guatemala, el pájaro de verde brillante con la larga pluma, que se muere de dolor cuando cae cautivo, o cuando se le rompe o lastima la pluma de la cola. Es un pájaro que brilla a la luz, como las cabezas de los colibríes, que parecen piedras preciosas, o joyas de tornasol, que de un lado fueran topacios, y de otro ópalo, y de otro amatista. Y cuando se lee en los viajes de Le Plongeon los cuentos de los amores de la princesa maya Ara, que no quiso querer al príncipe Aak porque por el amor de Ara mató a su hermano Chaak; cuando en la historia del indio lxtlilxochitl se ve vivir, elegantes y ricas, a las ciudades reales de México, a Tenochtitlán y a Texcuco; cuando en la "Recordación Florida" del capitán Fuentes, o en las crónicas de Juarros, o en la Historia del conquistador Bernal Díaz del Castillo, o en los viajes del inglés Tomás Gage, andan como si los tuviésemos delante, en sus vestidos blancos y con sus hijos de la mano, recitando versos y levantando edificios, aquellos gentíos de las ciudades de entonces, aquellos sabios de Chitchen, aquellos potentados de Uxmal, aquellos comerciantes de Tulan, aquellos artífices de Tenochtitlán, aquellos sacerdotes de Cholula, aquellos maestros amorosos y niños mansos de Utatlan, aquella raza fina que vivía al sol y no cerraba sus casas de piedra, no parece que se lee un libro de hojas amarillas, donde las eses son como efes y se usan con mucha ceremonia las palabras, sino que se ve morir a un quetzal, que lanza el último grito al ver su cola rota. Con la imaginación se ven cosas que no se pueden ver con los ojos.


Se hace uno de amigos leyendo aquellos libros viejos. Allí hay héroes, y santos, y enamorados, y poetas, y apóstoles. Allí se describen pirámides más grandes que las de Egipto; y hazañas de aquellos gigantes que vencieron a las fieras; y batallas de gigantes y hombres; y dioses que pasan por el viento echando semillas de pueblos sobre el mundo; y robos de princesas que pusieron a los pueblos a pelear hasta morir, y peleas de pecho a pecho, con bravura que no parece de hombres, y la defensa de las ciudades viciosas contra los hombres fuertes que venían de las tierras del norte; y la vida variada, simpática y trabajadora de sus circos, y templos, de sus canales y talleres, de sus tribunales y mercados. Hay reyes, como el chichimeca Netzahualpili, que matan a sus hijos porque faltaron a la ley, lo mismo que dejó matar al suyo el romano Bruto; hay oradores que se levantan llorando como el tlascalteca Xicotencal, a rogar a su pueblo que no dejen entrar al español, como se levantó Demóstenes a rogar a los griegos que no dejasen entrar a Filipo; hay monarcas justos como Netzahualcoyotl, el gran poeta-rey de los chichimecas, que sabe, como el hebreo Salomón, levantar templos magníficos al Creador del mundo, y hacer con alma de padre justicia entre los hombres. Hay sacrificios de jóvenes hermosas a los dioses invisibles del cielo, lo mismo que los hubo en Grecia, donde eran tantos a veces los sacrificios que no fue necesario hacer altar para la nueva ceremonia, porque el montón de cenizas de la última quema era tan alto que podían tender allí a las víctimas los sacrificadores; hubo sacrificios de hombres, como el del hebreo Abraham, que ató sobre los leños a Isaac, su hijo, para matarlo con sus mismas manos, porque creyó oír voces del cielo que le mandaban clavar el cuchillo al hijo, cosa de tener satisfecho con esta sangre a su Dios; hubo sacrificios en masa, como los había en la Plaza Mayor, delante de los obispos y del rey, cuando la Inquisición de España quemaba a los hombres vivos, con mucho de leña y de procesión, y veían la quema las señoras madrileñas desde los balcones. La superstición y la ignorancia hacen bárbaros a los hombres en todos los pueblos. Y de los indios han dicho más de lo justo en estas cosas los españoles vencedores, que exageraban o inventaban los defectos de la raza vencida, para que la crueldad con que la trataron pareciese justa y conveniente al mundo. Hay que leer a la vez lo que dice de los sacrificios de los indios el soldado español Bernal Díaz, y lo que dice el sacerdote Bartolomé de las Casas. Ese es un nombre que se ha de llevar en el corazón, como el de un hermano. Bartolomé de las Casas era feo y flaco, de hablar confuso y precipitado, y de mucha nariz; pero se le veía en el fuego limpio de los ojos el alma sublime.


De México trataremos hoy, porque las láminas son de México. A México lo poblaron primero los toltecas bravos, que seguían con los escudos de cañas en alto al capitán que llevaba el escudo con rondelas de oro, luego los toltecas se dieron al lujo; y vinieron del norte con fuerza terrible, vestidos de pieles, los chichimecas bárbaros, que se quedaron en el país, y tuvieron reyes de gran sabiduría. Los pueblos libres de los alrededores se juntaron después, con los aztecas astutos a la cabeza, y le ganaron el gobierno a los chichimecas, que vivían ya descuidados y viciosos. Los aztecas gobernaron como comerciantes, juntando riquezas y oprimiendo al país; y cuando llegó Cortés con sus españoles, venció a los aztecas con la ayuda de los cien mil guerreros indios que se le fueron uniendo, a su paso por entre los pueblos oprimidos.


Las armas de fuego y las armaduras de hierro de los españoles no amedrentaron a los héroes indios; pero ya no quería obedecer a sus héroes el pueblo fanático, que creyó que aquellos eran los soldados del dios Quetzacoatl que los sacerdotes les anunciaban que volverían del cielo a libertarlos de la tiranía. Cortés conoció las rivalidades de los indios, puso en mal a los que se tenían celos, fue separando de sus pueblos acobardados a los jefes, se ganó con regalos o aterró con amenazas a los débiles, encarceló o asesinó a los juiciosos y a los bravos; y los sacerdotes que vinieron de España después de los soldados echaron abajo el templo del dios indio y pusieron encima el templo de su dios.

LA EDAD DE ORO Ruinas11

Y ¡qué hermosa era Tenochtitlán, la ciudad capital de los aztecas, cuando llegó a México Cortés! Era como una mañana todo el día, y la ciudad parecía siempre como en feria. Las calles eran de agua unas, y de tierra otras; y las plazas espaciosas y muchas; y los alrededores sembrados de una gran arboleda. Por los canales andaban las canoas, tan veloces y diestras como si tuviesen entendimiento; y había tantas a veces que se podía andar sobre ellas como sobre la tierra firme. En unas venían frutas, y en otras flores, y en otras jarros y tazas, y demás cosas de la alfarería. En los mercados hervía la gente, saludándose con amor, yendo de puesto en puesto, celebrando al rey o diciendo mal de él, curioseando y vendiendo. Las casas eran de adobe, que es el ladrillo sin cocer, o de calicanto, si el dueño era rico. Y en su pirámide de cinco terrazas se levantaba por sobre toda la ciudad, con sus cuarenta templos menores a los pies, el templo magno de Hutzilopochtli, de ébano y jaspes, con mármol como nubes y con cedros de olor, sin apagar jamás, allá en el tope, las llamas sagradas de sus seiscientos braseros. En las calles, abajo, la gente iba y venía, en sus túnicas cortas y sin mangas, blancas o de colores, o blancas y bordadas, y unos zapatos flojos, que eran como sandalias de botín. Por una esquina salía un grupo de niños disparando con la cerbatana semillas de fruta, o tocando a compás en sus pitos de barro, de camino para la escuela, donde aprendían oficios de mano, baile y canto, con sus lecciones de lanza y flecha, y sus horas para la siembra y el cultivo; porque todo hombre ha de aprender a trabajar en el campo, a hacer las cosas con sus propias manos, y a defenderse. Pasaba un señorón con un manto largo adornado de plumas, y su secretario al lado, que le iba desdoblando el libro acabado de pintar, con todas las figuras y signos del lado de adentro, para que al cerrarse no quedara lo escrito de la parte de los dobleces. Detrás del señorón venían tres guerreros con cascos de madera, uno con forma de cabeza de serpiente, y otro de lobo, y otro de tigre, y por afuera la piel, pero con el casco de modo que se les viese encima de la oreja las tres rayas que eran entonces la señal del valor. Un criado llevaba en un jaulón de carrizos un pájaro de amarillo de oro, para la pajarera del rey, que tenía muchas aves, y muchos peces de plata y carmín en peceras de mármol, escondidos en los laberintos de sus jardines. Otro venía calle arriba dando voces, para que abrieran paso a los embajadores que salían con el escudo atado al brazo izquierdo, y la flecha de punta a la tierra a pedir cautivos a los pueblos tributarios. En el quicio de su casa cantaba un carpintero, remendando con mucha habilidad una silla en figura de águila, que tenía caída la guarnición de oro y seda de la piel de venado del asiento. Iban otros cargados de pieles pintadas, parándose a cada puerta, por si les querían comprar la colorada o la azul, que ponían entonces como los cuadros de ahora, de adorno en las salas. Venía la viuda de vuelta del mercado con el sirviente detrás, sin manos para sujetar toda la compra de jarros de Cholula y de Guatemala; de un cuchillo de obsidiana verde, fino como una hoja de papel; de un espejo de piedra bruñida, donde se veía la cara con más suavidad que en el cristal: de una tela de grano muy junto, que no perdía nunca el color; de un pez de escamas de plata y de oro que estaban como sueltas; de una cotorra de cobre esmaltado, a la que se le iban moviendo el pico y las alas. O se paraban en la calle las gentes, a ver pasar a los dos recién casados, con la túnica del novio cosida a la de la novia, como para pregonar que estaban juntos en el mundo hasta la muerte; y detrás les corría un chiquitín arrastrando su carro de juguete. Otros hacían grupos para oír al viajero que contaba lo que venia de ver en la tierra brava de los zapotecas, donde había otro rey que mandaba en los templos y en el mismo palacio real, y no salía nunca a pie, sino en hombros de los sacerdotes, oyendo las súplicas del pueblo, que pedía por su medio los favores al que manda al mundo desde el cielo, y a los reyes en el palacio, y a los otros reyes que andan en hombros de sacerdotes. Otros, en el grupo de al lado, decían que era bueno el discurso en que contó el sacerdote la historia del guerrero que se enterró ayer, y que fue rico el funeral, con la bandera que decía las batallas que ganó, y los criados que llevaban en bandejas de ocho metales diferentes las cosas de comer que eran del gusto del guerrero muerto. Se oía entre las conversaciones de la calle el rumor de los árboles de los patios y el ruido de las limas y el martillo. ¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo unos cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado! Tenochitlan no existe. No existe Tulan, la ciudad de la gran feria. No existe Texcuco, el pueblo de los palacios. Los indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza, mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan atrás, no se ponen el sombrero. De ese lado de México, donde vivieron todos esos pueblos de una misma lengua y familia que se fueron ganando el poder por todo el centro de la costa del Pacífico en que estaban los nahuales, no quedó después de la conquista una ciudad entera, ni un templo entero.


De Cholula, de aquella Cholula de los templos, que dejó asombrado a Cortés, no quedan más que los restos de la pirámide de cuatro terrazas, dos veces más grande que la famosa pirámide de Cheops. En Xochicalco sólo está en pie, en la cumbre de su eminencia llena de túneles y arcos, el templo de granito cincelado, con las piezas enormes tan juntas que no se ve la unión, y la piedra tan dura que no se sabe ni con qué instrumento la pudieron cortar, ni con que máquina la subieron tan arriba. En Centla, revueltas por la tierra, se ven las antiguas fortificaciones. El francés Charnay acaba de desenterrar en Tula una casa de veinticuatro cuartos, con quince escaleras tan bellas y caprichosas, que dice que son "obra de arrebatador interés". En la Quemada cubren el Cerro de los Edificios las ruinas de los bastimentos y cortinas de la fortaleza, los pedazos de las colosales columnas de pórfido. Mitla era la ciudad de los zapotecas; en Mitla están aún en toda su beldad las paredes del palacio donde el príncipe que iba siempre en hombros venía a decir al rey lo que mandaba hacer desde el cielo el dios que se creó a sí mismo, el Pítao-Cozaana. Sostenían el techo las columnas de vigas talladas, sin base ni capitel, que no se han caído todavía, y que parecen en aquella soledad más imponentes que las montañas que rodean el valle frondoso en que se levanta Mitla. De entre la maleza, alta como los árboles, salen aquellas paredes tan hermosas, todas cubiertas de las más finas grecas y dibujos, sin curva ninguna, sino con rectas y ángulos compuestos con mucha gracia y majestad.


Pero las ruinas más bellas de México no están allí, sino por donde vinieron los mayas, que eran gente guerrera y de mucho poder, y recibían de los pueblos del mar visitas y embajadores. De los mayas de Oaxaca es la ciudad celebre de Palenque, con su palacio de muros fuertes cubiertos de piedras talladas, figuran hombres de cabeza de pico con la boca muy hacia afuera, vestidos de trajes de gran ornamento, y la cabeza con penachos de plumas. Es grandiosa la entrada del palacio con las catorce puertas y aquellos gigantes de piedra que hay entre una puerta y otra. Por dentro y fuera está el estuco que cubre la pared lleno de pinturas rojas, azules, negras y blancas. En el interior está el patio, rodeado de columnas. Y hay un templo de la Cruz, que se llama así, porque en una de las piedras están dos que parecen sacerdotes a los lados de una como cruz, tan alta como ellos; sólo que no es cruz cristiana, sino como la de los que creen en la religión de Buddha, que también tiene su cruz. Pero ni el Palenque se puede comparar a las ruinas de los mayas yucatecos, que son más extrañas y hermosas.


Por Yucatán estuvo el imperio de aquellos príncipes mayas, que eran de pómulos anchos, y frente como la del hombre blanco de ahora. En Yucatán están las ruinas de Zayi, con su Casa Grande, de tres pisos, y con su escalera de diez varas de ancho. Está Labna, con aquel edificio curioso que tiene por cerca del techo una hilera de cráneos de piedra, y aquella otra ruina donde cargan dos hombres una gran esfera, de pie uno, y el otro arrodillado. En Yucatán está Izamal, donde se encontró aquella Cara Gigantesca, una cara de piedra de dos varas y más. Y Kabah está allí también, la Kabah que conserva un arco, roto por arriba, que no se puede ver sin sentirse como lleno de gracia y nobleza. Pero las ciudades que celebran los libros del americano Stephens, de Brasseur de Bourbourg y de Charnay, de Le Plongeon y su atrevida mujer, del francés Nadaillac, son Uxmal y Chitchen Ytza, las ciudades de los palacios pintados, de las casas trabajadas lo mismo que el encaje, de los pozos profundos y los magníficos conventos. Uxmal está como a dos leguas de Mérida, que es la ciudad de ahora, celebrada por su lindo campo de henequén, y porque su gente es tan buena que recibe a los extranjeros como hermanos. En Uxmal son muchas las ruinas notables, y todas, como por todo México, están en las cumbres de las pirámides, como si fueran los edificios de más valor, que quedaron en pie cuando cayeron por tierra las habitaciones de fábrica más ligera. La casa más notable es la que llaman en los libros "del Gobernador", que es toda de piedra ruda, con más de cien varas de frente y trece de ancho, y con las puertas ceñidas de un marco de madera trabajada con muy rica labor. A otra casa le dicen de las Tortugas, y es muy curiosa por cierto, porque la piedra imita una como empalizada, con una tortuga en relieve de trecho en trecho. La Casa de las Monjas sí es bella de veras; no es una casa sola, sino cuatro, que están en lo alto de la pirámide. A una de las casas le dicen de la Culebra, porque por fuera tiene cortada en la piedra viva una serpiente enorme, que le da vuelta sobre vuelta a la casa entera; otra tiene cerca del tope de la pared una corona hecha de cabezas de ídolos, pero todas diferentes y de mucha expresión, y arregladas en grupos que son de arte verdadero, por lo mismo que parecen como puestas allí por la casualidad; y otro de los edificios tiene todavía cuatro de las diez y siete torres que en otro tiempo tuvo, y de las que se ven los arranques junto al techo, como la cáscara de una muela careada. Y todavía tiene Uxmal la Casa del Adivino, pintada de colores diferentes, y la Casa del Enano, tan pequeña y bien tallada que es como una caja de China, de esas que tienen labradas en la madera centenares de figuras, y tan graciosa que un viajero le llama "obra maestra de arte y elegancia", y otro dice que "la Casa del Enano es bonita como una joya".

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La ciudad del Chitchen-ltzá es toda como la Casa del Enano. Es como un libro de piedra. Un libro roto, con las hojas por el suelo, hundidas en la maraña del monte, manchadas de fango, despedazadas. Están por tierra las quinientas columnas; las estatuas sin cabeza, al pie de las paredes a medio caer; las calles, de la yerba que ha ido creciendo en tantos siglos, están tapiadas. Pero de lo que queda en pie, de cuanto se ve o se toca, nada hay que no tenga una pintura finísima de curvas bellas, o una escultura noble, de nariz recta y barba larga. En las pinturas de los muros está el cuento famoso de la guerra de los dos hermanos locos, que se pelearon por ver quien se quedaba con la princesa Ara; hay procesiones de sacerdotes, de guerreros, de animales que parece que miran y conocen, de barcos con dos proas, de hombres de barba negra, de negros de pelo rizado; y todo con el perfil firme, y el color tan fresco y brillante como si aun corriera sangre por las venas de los artistas que dejaron escritas en jeroglíficos y en pinturas la historia del pueblo que echó sus barcos por las costas y ríos de todo Centro América, y supo de Asia por el Pacífico y de Africa por el Atlántico. Hay piedra en que un hombre en pie envía un rayo desde sus labios entreabiertos a otro hombre sentado. Hay grupos y símbolos que parecen contar en una lengua que no se puede leer con el alfabeto incompleto del obispo Landa, los secretos del pueblo que construyó el Circo, el Castillo, el Palacio de las Monjas, el Caracol, el pozo de los sacrificios, lleno en lo hondo de una como piedra blanca, que acaso es la ceniza endurecida de los cuerpos de las vírgenes hermosas, que morían en ofrenda a su dios sonriendo y cantando, como morían por el dios hebreo en el circo de Roma las vírgenes cristianas. como moría por el dios egipcio, coronada de flores y seguida del pueblo, la virgen más bella, sacrificada al agua del río Nilo. ¿Quién trabajó como el encaje las estatuas de Chitchen-Itzá? ¿A dónde ha ido, a dónde, el pueblo fuerte y gracioso que ideó la casa redonda del Caracol, la casita tallada del Enano, la Culebra grandiosa de la Casa de las Monjas en Uxmal? ¡Qué novela tan linda la historia de América!


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Músicos, poetas y pintores

El mundo tiene más jóvenes que viejos. La mayoría de la humanidad es de jóvenes y niños. La juventud es la edad del crecimiento y del desarrollo, de la actividad y la viveza, de la imaginación y el ímpetu. Cuando no se ha cuidado del corazón y la mente en los años jóvenes, bien se puede temer que la ancianidad sea desolada y triste. Bien dijo el poeta Southey, que los primeros veinte años de la vida son los que tienen más poder en el carácter del hombre. Cada ser humano lleva en sí un hombre Ideal, lo mismo que cada trozo de mármol contiene en bruto una estatua tan bella como la que el griego Praxiteles hizo del dios Apolo. La educación empieza con la vida, y no acaba sino con la muerte. El cuerpo es siempre el mismo, y decae con la edad; la mente cambia sin cesar, y se enriquece y perfecciona con los años. Pero las cualidades esenciales del carácter, lo original y enérgico de cada hombre, se deja ver desde la infancia en un acto, en una Idea, en una mirada.


En el mismo hombre suelen ir unidos un corazón pequeño y un talento grande. Pero todo hombre tiene el deber de cultivar su inteligencia con respeto a si propio y al mundo. Lo general es que el hombre no logre en la vida un bienestar permanente sino después de muchos años de esperar con paciencia y de ser bueno, sin cansarse nunca. El ser bueno da gusto, y lo hace a uno fuerte y feliz. "La verdad es dice el norteamericano Emerson-que la verdadera novela del mundo está en la vida del hombre, y no hay fábula ni romance que recrea más la imaginación que la historia de un hombre bravo que ha cumplido con su deber".


Es notable la diferencia de edades en que llegan los hombres a la fuerza del talento. "Hay algunos -dice el inglés Bacon- que maduran mucho antes de la edad y se van como vienen", que es lo mismo que dice en su latín elegante el retórico Quintiliano. Eso se ve en muchos niños precoces, que parecen prodigios de sabiduría en sus primeros años, y quedan oscurecidos en cuanto entran en los años mayores.


Heinerken, el niño de la antigua ciudad de Lubeck, aprendió de memoria casi toda la Biblia cuando tenía dos años; a los tres años, hablaba latín y francés; a los cuatro ya lo tenían estudiando la historia de la iglesia cristiana, y murió a los cinco. De esa pobre criatura puede decirse lo de Bacon: "El carro de Faetón no anduvo más que un día".


Hay niños que logran salvar la inteligencia de estas exaltaciones de la precocidad, y aumentan en la edad mayor las glorias de su infancia. En los músicos se ve esto con frecuencia, porque la agitación de arte es natural y sana, y el alma que la siente padece más de contenerla que de darle salida. Handel a los diez años había compuesto un libro de sonatas. Su padre lo quería hacer abogado, y le prohibió tocar un instrumento; pero el niño se procuró a escondidas un clavicordio mudo, y pasaba las noches tocando a oscuras en las teclas sin sonido. El duque de Sajonia Weissenfels logró, a fuerza de ruegos, que el padre permitiera aprender la música a aquel genio perseverante, y a los dieciséis años Handel había puesto en música el Almería. En veintitrés días compuso su gran obra El Mesías, a los cincuenta y siete años, y cuando murió, a los sesenta y siete, todavía estaba escribiendo óperas y oratorios.


Haydn fue casi tan precoz como Handel, y a los trece años ya había compuesto una misa; pero lo mejor de el, que es la Creación, lo escribió cuando tenía setenta y cinco. A Sebastián Bach le fue casi tan difícil como a Handel aprender la primera música, por que su hermano mayor, el organista Cristóbal, tenía celos de el, y le escondió el libro donde estaban las mejores piezas de los maestros del clavicordio. Pero Sebastián encontró el libro en una alacena, se lo llevó a su cuarto, y empezó a copiarlo a deshoras de la noche, a la luz del cielo, que en verano es muy claro, o a la luz de la luna. Su hermano lo descubrió, y tuvo la crueldad de llevarse el libro y la copia, lo que de nada le valió, porque a los dieciocho años ya estaba Sebastián de músico en la corte famosa de Weímar, y no tenía como organista más rival que Handel.


Pero de todos los niños prodigiosos en el arte de la música, el más célebre es Mozart. No parecía que necesitaba de maestros para aprender. A los cuatro años, cuando aun no sabía escribir, ya componía tonadas; a los seis arregló un concierto para piano, y a los doce ya no tenía igual como pianista, y compuso la Finta Semplice, que fue su primera ópera. Aquellos maestros serios no sabían como entender a un niño que improvisaba fugas dificilísimas sobre un tema desconocido, y se ponía en seguida a jugar a caballito con el bastón de su padre. El padre anduvo enseñándolo por las principales ciudades de Europa, vestido como un príncipe, con su casaquita color de pulga, sus polainas de terciopelo, sus zapatos de hebilla, y el pelo largo y rizado, atado por detrás como las pelucas. El padre no se cuidaba de la salud del pianista pigmeo, que no era buena, sino de sacar de él cuanto dinero podía. Pero a Mozart lo salvaba su carácter alegre; porque era un maestro en música, pero un niño en todo lo demás. A los catorce años, compuso su ópera de Mitridates, que se representó veinte noches seguidas; a los treinta y seis, en su cama de moribundo, consumido por la agitación de su vida y el trabajo desordenado, compuso el Requiem, que es una de sus obras más perfectas.


El padre de Beethoven quería hacer de el una maravilla, y le enseñó a fuerza de porrazos y penitencias tanta música, que a los trece años el niño tocaba en público y había compuesto tres sonatas. Pero hasta los veintiuno no empezó a producir sus obras sublimes. Weber, que era un muchacho muy travieso, publicó a los doce sus seis primeras fugas y a los catorce compuso su ópera Las Ninfas del Bosque; la famosísima del Cazador la compuso a los treinta y seis. Mendelssohn aprendió a tocar antes que a hablar, y a los doce años ya había escrito tres cuartetos para piano, violines y contrabajo; diez y seis años cumplía cuando acabó su primera ópera Las Bodas de Camacho; a los diez y ocho escribió su sonata en sí bemol; antes de los veinte compuso su Sueño de una Noche de Verano; a los veintidós su Sinfonía de Reforma, y no cesó de escribir obras profundas y dificilísimas hasta los treinta y ocho, que murió. Meyerbeer era a los nueve pianista excelente, y a los diez y ocho puso en el teatro de Munich su primera pieza La Hija de Jepthé; pero hasta los treinta y siete no ganó fama con su Roberto el Diablo.


El inglés Carlyle habla en su Vida del poeta Schiller de un Daniel Shubart, que era poeta, músico y predicador, y a derechas no era nada. Todo lo hacía por espasmos y se cansaba de todo, de sus estudios, de su pereza y de sus desórdenes. Era hombre de mucha capacidad, notable como músico; como predicador, muy elocuente; y hábil periodista. A los cincuenta y dos años murió, y su mujer e hijos quedaron en la miseria. Pero Franz Schubert, el niño maravilloso de Viena, vivió de otro modo, aunque no fue mucho más feliz. Tocaba el violín cuando no era más alto que el, lo mismo que el piano y el órgano. Con leer una vez una canción, tenía bastante para ponerla en música exquisita, que parece de sueño y de capricho, y como si fuera un aire de colores. Escribió más de quinientas melodías, a más de óperas, misas, sonatas, sinfonías y cuartetos. Murió pobre a los treinta y un años.


Entre los músicos de Italia se ha visto la misma precocidad. Cimarosa, hijo de un zapatero remendón, era autor a los diez y nueve de La Baronesa de Stramba. A los ocho tocaba Paganini en el violín una sonata suya. El padre de Rossini tocaba el trombón en una compañía de cómicos ambulantes, en que la madre iba de cantatriz. A los diez años Rossini iba con su padre de segundo; luego canto en los coros hasta que se quedo sin voz; y a los veintiún años era el autor famoso de la opera Tancredo.


Entre los pintores y escultores han sido muchos los que se han revelado en la niñez. El más glorioso de todos es Miguel Angel. Cuando nació lo mandaron al campo a criarse con la mujer de un picapedrero, por lo que decía el después que había bebido el amor de la escultura con la leche de la madre. En cuanto pudo manejar un lápiz le llenó las paredes al picapedrero de dibujos, y cuando volvió a Florencia, cubría de gigantes y leones el suelo de la casa de su padre. En la escuela no adelantaba mucho con los libros, ni dejaba el lápiz de la mano; y había que ir a sacarlo por fuerza de casa de los pintores. La pintura y la escultura, eran entonces oficios bajos, y el padre, que venia de familia noble, gasto en vano razones y golpes para convencer a su hijo de que no debía ser un miserable cortapiedras. Pero cortapiedras quería ser el hijo, y nada más. Cedió el padre al fin, y lo puso de alumno en el taller del pintor Ghirlandaio, quien hallo tan adelantado al aprendiz que convino en pagarle un tanto por mes. Al poco tiempo el aprendiz pintaba mejor que el maestro; pero vio las estatuas de los jardines celebres de Lorenzo de Medicis, y cambio entusiasmado los colores por el cincel. Adelanto con tanta rapidez en la escultura, que a los diez y ocho años admiraba Florencia su bajorrelieve de la Batalla de los Centauros; a los veinte hizo el Amor dormido, y poco después su colosal estatua de David. Pintó luego, uno tras otro, sus cuadros terribles y magníficos. Benvenuto Cellini, aquel genio creador en el arte de ornamentar, dice que ningún cuadro de Miguel Angel vale tanto como el que pinto a los veintinueve años, en que unos soldados de Pisa, sorprendidos en el baño por sus enemigos, salen del agua a arremeter contra ellos.


La precocidad de Rafael fue también asombrosa, aunque su padre no se le oponía, sino le celebraba su pasión por el arte. A los diez y siete años ya era pintor eminente. Cuentan que se lleno de admiración al ver las obras grandiosas de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, y que dio en voz alta gracias a Dios por haber nacido en el mismo siglo de aquel genio extraordinario. Rafael pinto su Escuela de Atenas a los veinticinco años y su Transfiguración a los treinta y siete. Estaba acabándola cuando murió, y el pueblo romano llevo la pintura al panteón, el día de los funerales. Hay quien piensa que La Transfiguración de Rafael, incompleta como está, es el cuadro más bello del mundo.

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Leonardo de Vinci sobresalió desde la niñez en las matemáticas, la música y el dibujo. En un cuadro de su maestro Verrochio pinto un ángel de tanta hermosura que el maestro, desconsolado de verse inferior al discípulo, dejo para siempre su arte. Cuando Leonardo llego a los años mayores era la admiración del mundo, por su poder como arquitecto e ingeniero, y como músico y pintor. Guercino a los diez años adorno con una virgen de fino dibujo la fachada de su casa. Tintoretto era un discípulo tan aventajado que su maestro Tiziano se encelo de el y lo despidió de su servicio. El desaire le dio ánimo en vez de acobardarlo, y siguió pintando tan de prisa que le decían "el furioso". Canova, el escultor, hizo a los cuatro años un león de un pan de mantequilla. El dinamarqués Thornwaldsen tallaba, a los trece, mascarones para los barcos en el taller de su padre, que era escultor en madera; y a los quince gano la medalla en Copenhague por su bajorrelieve del Amor en Reposo.


Los poetas también suelen dar pronto muestras de de su vocación, sobre todo los de alma inquieta, sensible y apasionada. Dante a los nueve años escribía versos a la niña de ocho años de que habla en su Vida Nueva. A los diez años lamento Tasso en verso su separación de su madre y hermana, y se comparó al triste Ascanio cuando huía de Troya con su padre Eneas a cuestas; a los treinta y un años puso las últimas octavas a su poema de la Jerusalén, que empezó a los veinticinco.


De diez años andaba Metatasio improvisando por las calles de Roma; y Goldoni, que era muy revoltoso, compuso a los ocho su primera comedia. Muchas veces se escapó Goldoni de la escuela para irse detrás de los cómicos ambulantes. Su familia logró que estudiase leyes, y en pocos años ganó fama de excelente abogado, pero la vocación natural pudo más en él, y dejó la curia para hacerse el poeta famoso de los comediantes.


Alfieri demostró cualidades extraordinarias desde la juventud. De niño era muy endeble, como muchos poetas precoces, y en extremo meditabundo y sensible. A los ocho años se quiso envenenar, en un arrebato de tristeza, con unas yerbas que le parecían de cicuta; pero las yerbas solo le sirvieron de purgante. Lo encerraron en su cuarto y lo hicieron ir a la iglesia en penitencia, con su gorro de dormir. Cuando vio el mar por primera vez, tuvo deseos misteriosos, y conoció que era poeta. Sus padres ricos no se habían cuidado de educarlo bien, y no pudo poner en palabras las ideas que le hervían en la mente. Estudio, viajo, vivió sin orden, se enamoro con frenesí. Su amada no lo quiso y el resolvió morir, pero un criado le salvo la vida. Se curo, se volvió a enamorar, volvió la novia a desdeñarlo, se encerró en su cuarto, se cortó el pelo de raíz, y en su soledad forzosa empezó a escribir versos. Tenía veintiséis años cuando se represento su tragedia Cleopatra; en siete años compuso catorce tragedias.


Cervantes empezó a escribir en verso, y no tenía todo el bigote cuando ya había escrito sus pastorales y canciones a la moda italiana. Wieland, el poeta alemán, leía de corrido a los tres años, a los siete traducía del latín a Cornelio Nepote, y a los dieciséis escribió su primer poema didáctico de El Mundo Perfecto. Klopstock, que desde niño fue impetuoso y apasionado, comenzó a escribir su poema de la Mesiada a los veinte años.


Schiller nació con la pasión por la poesía. Cuentan que un día de tempestad lo encontraron encaramado en un árbol a donde se había subido "para ver de dónde venía el rayo, ¡porque era tan hermoso!" Schiller leyó la Mesiada a los catorce años, y se puso a componer un poema sacro sobre Moisés. De Goethe se dice que antes de cumplir los ocho años escribía en alemán, en francés, en italiano, en latín y en griego, y pensaba tanto en las cosas de la religión que imaginó un gran "Dios de la Naturaleza", y le encendía hogueras en señal de adoración. Con el mismo afán estudiaba la música y el dibujo, y toda especie de ciencias. El bravo poeta Kórner murió a los veinte años como quería él morir, defendiendo a su patria. Era enfermizo de niño, pero nada contuvo su amor por las ideas nobles que se celebran en los versos. Dos horas antes de morir escribió El Canto de la Espada.


Tomás Moore, el poeta de las Melodías Irlandesas, dice que casi todas las comedias buenas y muchas de las tragedias famosas han sido obras de la juventud. Lope de Vega y Calderón, que son los que más han escrito para el teatro, empezaron muy temprano, uno a los doce años y otro a los trece. Lope cambiaba sus versos con sus condiscípulos por juguetes y láminas, y a los doce años ya había compuesto dramas y comedias. A los dieciocho publicó su poema de la Arcadia, con pastores por héroes. A los veintiséis iba en un barco de la armada española, cuando el asalto a Inglaterra, y en el viaje escribió varios poemas. Pero los centenares de comedias que lo han hecho célebre los escribió después de su vuelta a España, siendo ya sacerdote. Calderón no escribió menos de cuatrocientos dramas. A los trece años compuso su primera obra El Carro del Cielo. A los cincuenta se hizo sacerdote, como Lope, y ya no escribió más que piezas sagradas.


Estos poetas españoles escribieron sus obras principales antes de llegar a los años de la madurez. Entre los poetas de las tierras del Norte la inteligencia anda mucho más despacio. Moliére tuvo que educarse por sí mismo; pero a los treinta y un años ya había escrito El Atolondrado. Voltaire a los doce escribía sátiras contra los padres jesuitas del colegio en que se estaba educando; su padre quería que estudiase leyes, y se desesperó cuando supo que el hijo andaba recitando versos entre la gente alegre de París; a los veinte años estaba Voltaire preso en la Bastilla por sus versos burlescos contra el rey vicioso que gobernaba en Francia; en la prisión corrigió su tragedia de Edipo, y comenzó su poema La Henriada.


El alemán Kotzebue fue otro genio dramático precoz. A los siete años escribió una comedia en verso, de una página. Entraba como podía en el teatro de Weímar, y cuando no tenía con que pagar se escondía detrás del bombo hasta que empezaba la representación. Su mayor gusto era andar con teatros de juguete y mover a los muñecos en la escena. A los diez y ocho años se representó su primera tragedia en un teatro de amigos.


Víctor Hugo no tenía más que quince años cuando escribió su tragedia Irtamene. Ganó tres premios seguidos en los juegos florales: a los veinte escribió Bug Jargal, y un año después su novela Han de Islandia, y sus primeras Odas y Baladas. Casi todos los poetas franceses de su tiempo eran muy jóvenes. "En Francia -decía en burla el crítico Moreau-, ya no hay quien respete a un escritor si tiene más de dieciocho años".


El inglés Congreve escribió a los diecinueve su novela Incógnita, y todas sus comedias antes de los veinticinco. A Sheridan lo llamaba su maestro "burro incorregible"; pero a los veintiséis años había escrito su Escuela del Escándalo. Entre los poetas ingleses de la antigüedad hubo muy pocos precoces. Se sabe poco de Chaucer, Shakespeare y Spencer. El mismo Shakespeare llama "primogénito de su invención" al poema Venus y Adonis, que compuso a los veintiocho años. Milton tendría veintiséis años cuando escribió su Comus. Pero Cowley escribía versos mitológicos a los doce años. Pope "empezó a hablar en verso"; su salud era mísera y su cuerpo deforme, pero por más que le doliera la cabeza, los versos le salían muchos y buenos. El que había de idear La Borricada volvió un día a su casa echado de la escuela por una sátira que escribió contra el maestro. Samuel Johnson dice que Pope escribió su oda A la Soledad a los doce años, y sus Pastorales a los dieciséis; de los veinticinco a los treinta tradujo La Ilíada. El infeliz Chatterton logró engañar con una maravillosa falsificación literaria a los eruditos más famosos de su tiempo; rebosan genio la oda de Chatterton A la Libertad y su Canto de Bardo. Pero era fiero y arrogante, de carácter descompuesto y defectuoso, y rebelde contra las leyes de la vida. Murió antes de haber comenzado a vivir.


Robert Burns, el poeta escocés, escribía ya a los dieciséis años sus encantadoras canciones montañesas. El irlandés Moore componía a los trece, versos buenos a su Celia famosa, y a los catorce había empezado a traducir del griego a Anacreonte. En su casa no sabían que significaban aquellas ninfas, aquellos placeres alados, y aquellas canciones al vino. Moore se libró pronto de estos modelos peligrosos, y alcanzó fama mejor con los versos ricos de su Lalla Rookh y la prosa ejemplar de su Vida de Byron.


Keats, el más grande de los poetas jóvenes de Inglaterra, murió a los veinticuatro años, ya célebre. Pero nadie hubiera podido decir en su niñez que había de ser ilustre por su genio poético aquel estudiantuelo feroz que andaba siempre de peleas y puñetazos. Es verdad que leía sin cesar; aunque no pareció revelársele la vocación hasta que leyó a los dieciséis años la Reina Encantada de Spencer; desde entonces sólo vivió para los versos.


Shelley sí fue precocísimo. Cuando estudiaba en Eaton, a los quince años, publicó una novela y dio un banquete a sus amigos con la ganancia de la venta. Era tan original y rebelde que todos le decían "el ateo Shelley" o "el loco Shelley". A los dieciocho publicó su poema de la Reina Mab, y a los diecinueve lo echaron del colegio por el atrevimiento con que defendió sus doctrinas religiosas; a los treinta años murió ahogado, con un tomo de versos de Keats en el bolsillo. Maravillosa es la poesía de Shelley por la música del verso, la elegancia de la construcción y la profundidad de las ideas. Era un manojo de nervios siempre vibrantes, y tenía tales ilusiones y rarezas que sus condiscípulos lo tenían por destornillado; pero su inteligencia fue vivísima y sutil, su cuerpo frágil se estremecía con las más delicadas emociones, y sus versos son de incomparable hermosura.


Byron fue otro genio extraordinario y errante de la misma época de Shelley y de Keats. Desde la escuela se le conoció el carácter turbulento y arrebatado. De los libros se cuidaba poco; pero antes de los ocho años ya sufría de penas de hombre. Tenía una pierna más corta que la otra, aunque eso no le quitaba los bríos, y se hizo el dueño de la escuela a fuerza de puños, como Keats; él mismo cuenta que de siete batallas perdía una. Cuando estaba en Cambridge de estudiante, tenía en su casa un oso y varios perros de presa, y cada día contaban de él una historia escandalosa; aquel era sin embargo el niño sensible que a los doce años había celebrado en versos sentidos a una prima suya. Leía con afán todos los libros de literatura, y a los dieciocho años publicó para sus amigos su primer libro de versos, Horas de Ocio. La Revista de Edimburgo hablo del libro con desdén, y Byron contesto con su celebre sátira sobre los Poetas ingleses y los Críticos de Escocia. Cumplía los veinticuatro cuando salió al público el primer canto de su poema Childe Harold. "A los veinticinco años -dice Macaulay-, se vio Byron en la cima de la gloria literaria, con todos los ingleses famosos de la época a sus pies. Byron era ya más celebre que Scott, Wordsworth, y Southey. Apenas hay ejemplo de un ascenso tan rápido a tan vertiginosa eminencia". Murió a los treinta y siete años, edad fatal para tantos hombres de genio.


Coleridge escribió a los veinticinco su himno del Amanecer, donde se ven en unión completa la sublimidad y la energía. Bulwer Lytton tenía hecho a los quince su Ismael. A los diecisiete había publicado su primer tomo la poetisa Barrett Browning, que desde los diez escribía en verso y prosa. Robert Browning, su marido publicó el Paracelso a los veintitrés. A los veinte había escrito Tennyson algunas de las poesías melodiosas que han hecho ilustre su nombre. Se ve, pues, que en el fuego tumultuoso de la juventud han nacido muchas de las obras más nobles de la música, la pintura y la poesía. Suele el genio poético decaer con los años, aunque Goethe dice que con la edad se va haciendo mejor el poeta. Es seguro que si no hubieran muerto tan temprano los poetas precoces, habrían imaginado después obras más perfectas que las de su juventud. La fuerza del genio no se acaba con la juventud.


Pero las dotes especiales que hacen más tarde ilustres a los hombres se revelan casi siempre entre los diecisiete y veintitrés años. Puede irse desarrollando poco a poco el talento poético; pero el que es poeta de veras, siempre lo mostrará de algún modo. Crabbe y Wordsworth, que descubrieron el genio tarde, escribían versos desde la niñez. Crabbe llenó de versos toda una gaveta, cuando estaba de aprendiz de cirujano; y Wordsworth, que era agrio y melancólico de niño, empezó a hacer cuartetas heroicas a los catorce. Shelley dice de Wordsworth que "no tenía más imaginación que un cacharro", lo que no quita que sea Wordsworth un poeta inmortal. No fue precoz como Shelley; pero creció despacio y con firmeza, como un roble, hasta que llego a su majestuosa altura.

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Walter Scott tampoco fue precoz de niño. Su maestro dijo que no tenía cabeza para el griego, y él mismo cuenta que fue de muchacho muy travieso y holgazán; pero gozaba de mucha salud y era gran amigo de los juegos de su edad. En lo primero en que se le vio el genio fue en su gusto por las baladas antiguas, y en su facilidad extraordinaria para inventar historias. Cuando su padre supo que había estado vagando por el país con su camarada Clark, metiéndose por todas partes, y posando en las casas de los campesinos, le dijo: "Dudo mucho, señor, de que sirva Vd. más que para cola de caballo". De su facilidad para los cuentos, el mismo Scott dice que en las horas de ocio de los inviernos, cuando no tenían modo de estar al aire libre, mantenía muchas horas maravillados con sus narraciones a sus compañeros de escuela, que se peleaban por sentarse cerca del que les decía aquellas historias lindas que no acababan nunca.


Dice Carlyle que en una clase de la escuela de gramática de Edimburgo había dos muchachos. "John, siempre hecho un brinquillo, correcto y ducal; Walter, siempre desarreglado, borrico y tartamudo. Con el correr de los años, John llego a ser el regidor John, de un barrio infeliz, y Walter fue Sir Walter Scott, de todo el universo". Dice Carlyle, con mucho seso, que la legumbre más precoz y completa es la col. A los treinta años no se podía decir de seguro que Scott tuviera genio para la literatura. A los treinta y uno publicó su primer tomo del Cancionero de Escocia, y no imprimió su novela Waverle y hasta los cuarenta y tres, aunque la tenía escrita nueve años antes.



La última página

Hay un cuento muy lindo de una niña que estaba enamorada de la luna, y no la podían sacar al jardín cuando había luna en el cielo, porque le tendía los bracitos como si la quisiera coger, y se desma­yaba de la desesperación porque la luna no venía; hasta que un día, de tanto llorar, la niña se murió, en una noche de luna llena.


La Edad de Oro no se quiere morir, porque na­die debe morirse mientras puede servir para algo, y la vida es como todas las cosas, que no debe des­hacerlas sino el que puede volverlas a hacer. Es como robar, deshacer lo que no se puede volver a hacer. El que se mata, es un ladrón. Pero La Edad de Oro se parece a la niñita del cuento, por­que siempre quiere escribir para sus amigos los ni­ños más de lo que cabe en el papel, que es como querer coger la luna. ¿No les ofreció la Historia de la Cuchara, el Tenedor y el Cuchillo para este nú­mero? Pues no cupo. Ni otras muchas cosas más que les tenía escritas. Así es la vida, que no cabe en ella todo el bien que pudiera uno hacer. Los niños debían juntarse una vez por lo menos a la semana, para ver a quien podían hacerle algún bien, todos juntos.


Y ahora nos juntaremos, el hombre de La Edad de Oro y sus amiguitos, y todos en coro, cogidos de mano, les daremos gracias con el corazón, gracias como de hermano, a las hermosas señoras y nobles caballeros que han tenido el cariño de decir que La Edad de Oro es buena.
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LA EDAD DE ORO Empty Re: LA EDAD DE ORO

Mensaje por urir Lun Mar 15, 2010 5:18 pm

ese humilde hombre de "la edad de oro",fue,es,y sera mi gran amigo.saludos.

urir
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