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Mensaje por Amma Sáb Ago 01, 2009 7:39 pm

ESCARAMUJO

ESCARAMUJO - PARTE I PROPELLER



-¡Atención, señores pasajeros! Les habla el capitán. Muchas gracias por preferirnos y haber viajado con nosotros. La temperatura exterior es de 37 grados Celsius con una humedad relativa del 90 %, el cielo se encuentra parcialmente nublado. Ustedes deben adelantar sus relojes por cincuenta años. Un fuerte aplauso se sintió a lo largo de la nave mientras los pasajeros se disponían a zafarse los cinturones de seguridad.

Aurelio viajaba con su uniforme de alfabetizador y extrajo del portaequipaje la mochila y farol que le entregaran en el campo de entrenamiento de Varadero. Tenía su boina elegantemente inclinada hacia la izquierda y el pantalón verde olivo abombachado con unas ligas que le trancaban con molestia la circulación sanguínea una pulgada más arriba de las botas. Se inclinó en el pasillo y trató de mover la posición de aquellas ligas, una zanja amoratada amenazaba con penetrar hasta el hueso, se arrascó. Su camisa era gris y las mangas habían sido rematadas con una línea verde de unos tres cuartos de pulgada que entonaban con el color del pantalón y su boina. Sobre su pecho colgaban varios collares de Santa Juana y ojos de buey como los traídos por los combatientes de la Sierra. Su larga y lacia melena descansaba sobre sus hombros. Tuvo una muerte feliz durante la guerra de Nicaragua.

A su lado viajó todo el tiempo Armando, vestía pantalón verde olivo y pullover del mismo color, algo desteñido por el uso. Su boina era distinta a la de Aurelio, verde también, pero algo más clara que su pullover y pantalón. La llevaba con orgullo, una diminuta cintica de cuero o imitación de color carmelita, era el punto de contacto entre la boina y su cabeza. La había ganado subiendo cinco veces el Pico Turquino. Durante todo el vuelo, alardeó ante sus compañeros de viaje, haber permanecido mucho más tiempo en aquella campaña sin sentido fijo hasta lograr unos veinte ascensos al pico más elevado de la isla. No supo responder las preguntas de los demás, solo contestó que subía para cumplir un deber revolucionario. –Ni te imaginas la cantidad de rajados que pasaban a mi lado, eso sí, me di el gustazo de despojarlos de cuanta comida cargaban en sus mochilas. Murió a causa de una mina durante el conflicto de Angola.

Camilo iba sentado junto a la ventanilla del avión y se vio obligado a esperar que sus compañeros de viaje terminaran de sacar sus escasos equipajes. No hablaba mucho y se quejaba de tener los pies adoloridos por la extenuante caminata que acababa de concluir. No es fácil andar 62 kilómetros con estas botas rusas, protestó varias veces, tengo los pies llenos de ampollas. Olía mal, su camisa conservaba las marcas de todo el sudor producido durante aquella campaña, tampoco comprendió el objetivo de aquel sacrificio sobrehumano. Junto a sus pies llevaba un fusil checo M-52 y la pesada canana repleta de proyectiles que nunca serían disparados. Nunca terminó su carrera universitaria, la patria lo había llamado con urgencia a cumplir un deber. Murió dulcemente entre las olas formadas por un terrible frente frío en el Estrecho de La Florida.

-¡Por favor! No olviden cargar todo su equipaje. Fue la voz de la aeromoza, una tierna guajirita, vestía el uniforme de aquellas Makarenko que una vez fueran arrancadas de sus montañas y las obligaron a invadir la capital. Soñó volar como los ruiseñores y coser en una sola tela toda la sinfonía de aquellas aves que vuelan de pino a pino sobre los techos de guano de sus bohíos. Su hermosa figura era perseguida por los ojos de los viajeros cuando se desplazaba por el pasillo de la nave. Nunca se enteró de su muerte, nadie sabe cuales pensamientos cruzaron su mente aquellos escasos segundos transcurridos después de la explosión y caída al mar.

Antonio se encuentra en el ala derecha del pasillo, no se levanta aún, no está apurado. Su callosa mano derecha sostiene la vaina que guarda un afilado machete Collins de fabricación China. La otra, aprieta sudorosa y nerviosa una lima muy gastada que lo acompañara en todas las zafras azucareras. Su corta vida transcurrió entre guardarrayas y centrales, discursos y noticieros. Fue vanguardia nacional y rompió récords de cañas tumbadas como soldados que mueren en una guerra. Sus sueños de llegar a ser ingeniero fueron truncados por el llamado de una patria desesperada. Murió mientras conducía una moto MZ de fabricación checoslovaca que se había ganado a golpes de machete.

Ramón era uno de sus compañeros de viaje, no se conocían, tampoco era importante hacerlo. Era delgado como una espiga de trigo o un caguazo de caña. Alto y chupado, los efectos de la acné sufrida durante su juventud le multiplicaban la edad. Sus compañeros de escuela alegaban que era por su afición a las pajas, su madre para consolarlo le decía que era por culpa de la mantequilla. Nunca los comprendió, no se masturbaba y la mantequilla había desaparecido del mercado hacía varios años. Sus brazos no se correspondían con las dimensiones de la caja de su cuerpo, eran extremadamente fuertes, todo un lujo o envidia de cualquier levantador de pesas o boxeador. Junto a él y descansando al lado de su pierna izquierda, una pesada “coa”. Nunca supo donde la fabricaron, tampoco se exigía ser ingeniero para hacerlo. Un grueso y rústico tubo de unas dos pulgadas de diámetro rematada con un pedazo de plancha de acero en la punta de unas tres pulgadas, bien soldada al tubo. Con su inseparable “coa”, Ramón hirió durante horas, días y meses, parte del suelo que rodeaba la capital de aquella isla. Se dejó arrastrar por las palabras de un Dios que una vez prometió muchos sueños y le hablaba incansablemente de un tiempo por venir. Permaneció mudo durante todo el viaje, tuvo deseos de decir algo, pero nunca lo hizo, se adaptó a sus tiempos. De algo estaba muy convencido, jamás se tomó una taza de café con los granos de aquellas plantas que sembrara con tanto amor y convencimiento alrededor de La Habana. Murió sin comprenderlo en Etiopía, no se explica qué rayos hacía en aquel país.

Junto a la ventanilla viajaba Manolo, Manolito le decían los vecinos de su barrio. Un muchacho muy tranquilo, pausado al hablar, extremadamente educado, tanto, que para los bichos y jodedores, rayaba en la mariconería. Amaba la música extranjera y usaba el pelo largo, lacio y negro como el azabache, brilloso y muy cuidado. Un día, alguien lo convenció, vio en su figura la triste representación de un santo y él se lo creyó. Viajaba vistiendo la sotana de novicio, nunca llegó a terminar sus estudios. Se suicidó durante su cautiverio en las tristemente famosas UMAP (Unidad Militar de Ayuda a la Producción) Una versión tropical de lo que es un campo de concentración.

Delante de Aurelio viajaba Nicolás, calzaba sus zapatillas de bailarín mientras su mente navegaba por un lago donde no existían cisnes. Su infancia transcurrió en una escuela de huérfanos, su adultez se cumplió tratando de adivinar su origen y el camino que lo llevara hasta la cueva donde respiró por primera vez. La tristeza de su mirada ante la ausencia de otros hermanos, era vencida en cada salto sobre el escenario. Vivió muy preocupado por el legado que dejaba a su hijito, buscaba afanosamente la existencia de algún tío, primo, su abuela. Pas de deux, Pas de trois, Coda sin Oberture, esa fue su vida. Murió de cáncer y quizás olvidado, tal vez nunca pudo escapar de aquella oscura caverna situada en la calle 20 de Mayo, probablemente nadie recuerde su aporte a la gloria de aquel famoso ballet, todos mencionan solamente a su dictadora.

A Nicolás le molestaba el perfume escandaloso de Lucrecia y la vulgaridad de sus gustos para pintarse y vestirse. No era homosexual como muchos piensan de los bailarines, pero sus gustos son más refinados a la hora de realizar sus elecciones. Lucrecia era simplona, inculta, de un vocabulario limitado a pocas decenas de palabras, pero con un cuerpo y figura de espanto, espectacular. Viajó durmiendo, probablemente descansando después de los celestiales esfuerzos a los que el cuerpo es sometido cuando es castigado a orgasmos involuntarios. Las ojeras, fieles testigos de todo el agotamiento físico, y de las menstruaciones también, sobrepasaban las fronteras de sus pómulos y se confundían con una macabra sonrisa. Cualquier bruto podía adivinar que esas muecas de felicidad eran fingidas, así era ella, alegre por fuera y abrumadoramente triste por dentro. Durante el viaje se levantó de su asiento en dos ocasiones para orinar y cambiarse las almohadillas, mala fecha para viajar, protestó sin que nadie la escuchara. Cargaba consigo una pequeña grabadora de la que escuchaba insistentemente cintas con grabaciones de un programa llamado Nocturno. Lucrecia falleció en el policlínico de su pueblo de un ataque de asma, ausencia de oxigeno para auxiliarla y falta de gasolina para mover la ambulancia.

Pedro estaba al lado de Lucrecia y recostado a la ventanilla del ala izquierda, no se levantó de su puesto durante todo el viaje, le resultaba indiferente su escandaloso perfume y provocador vestir, era de los pocos pasajeros que no sentían atracción por las mujeres. Había dejado tres hijos en la isla, cada uno de diferentes matrimonios. Partió de la isla luego de haber penetrado en los recintos de la embajada del Perú y quedó varado en aquel país durante varios años, los primeros de los cuales los pasó viviendo en una pequeña tienda de campaña sembrada en un parque de Lima. Murió solo y olvidado en un Home de Miami.

Mauricio dormía frente a Pedro cuando el capitán de la nave anunciaba el final del viaje, apretaba entre sus dedos una libretica con direcciones y números de teléfono que nunca respondieron a sus llamadas cuando arribó a Montreal como polizonte en las bodegas de un avión cubano. Cuenta a todo el mundo en cada reunión de su reducido círculo de amistades, el frío lo obligó a abrir los equipajes de varios pasajeros para abrigarse y calentarse por dentro. Llegó borracho al aeropuerto y no supo qué decir ante las autoridades, esa parte del programa no la había planificado antes de salir. No se adaptó al frío y nevadas de este país, cruzó la frontera. Mauricio fue captado o chantajeado cuando solicitó viajar a su país para visitar a su anciana madre. Comenzó a colaborar con la inteligencia cubana como un simple informante, luego, rendido ante las presiones de sus reclutadores, se convirtió en un furibundo defensor del mismo régimen que había provocado su salida del país. Murió en un extraño accidente de tránsito ocurrido en Hialeah.


Última edición por Amma el Sáb Ago 01, 2009 7:41 pm, editado 1 vez
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ESCARAMUJO - PARTE I Empty ESCARAMUJO - PARTE II

Mensaje por Amma Sáb Ago 01, 2009 7:40 pm

Carlucho, así lo llamaban con cariño en el seno de su familia y nadie le conoció otro nombre que ese. Iba al lado de Pedro, muy nervioso, inseguro, apretando en el bolsillo de su camisa aquel carné del partido ganado con tanto sacrificio en múltiples campañas internacionalistas, siempre pensó que conservarlo le otorgaría algún día ese perdón tan necesario para regresar a su tierra. Su exilio fue una triste prisión, evadía todo tipo de contacto con los suyos, se refugiaba entre santos y oraciones, practicaba con devoción y frecuencia un extravagante retiro espiritual que traicionaba su verdadero sentir y pensar. No deseaba hablar con nadie temiendo aquella pregunta tan común entre los de su tierra, ¿cuándo y por qué saliste de Cuba? Tuvo una muerte afortunada, el ticket para el viaje sin regreso le llegó mientras tenía sexo con su querida en Santa Isabel de Las Lajas. Su familia se encargó de perdonarlo o quizás temieron al peso de la vergüenza y lo beatificaron con una versión muy diferente. Dijeron, Carlucho encontró la muerte cuando sacaba los restos de su madre en el cementerio de Colón. Las causas fueron las mismas, un infarto, pero cambiaron el camastro de una vieja posada sobreviviente por una fría tumba.

-¡Por favor! Traten de no olvidar nada de lo que guardaron en los portaequipajes. Fue la voz simpática de Amarilis, una hermosa rubia con cejas y monte de Venus trigueña. Cada uno de los viajeros le dedicaba un tierno piropo, nadie condenaba su pasado prostituido por las necesidades, una compatriota más. Amarilis era graduada de la escuela de medicina y durante el día trabajaba como doctora de familia hasta una fecha, cuando descubrió las efímeras riquezas que ofrecían el malecón y clubes nocturnos habaneros por las bondades de su hermoso cuerpo. Viajaba por todo el pasillo de la nave rozando a los viajeros que ocupaban los asientos centrales con pedazos de sus nalgas, todos se sintieron homenajeados con aquel gesto desprendido de su parte y excitaban sus morbosos pensamientos, solo eso. Amarilis había dejado tres hijos en la isla antes de partir casada con un español, la nostalgia y dolor no la dejó vivir en paz. Las cuentas telefónicas sobrepasaban mensualmente los mil dólares y la condujo irremediablemente al divorcio. Unos años más tarde, murió de sida en Madrid y como nadie la reclamó, su cuerpo fue base material de estudio para universitarios que estudiaban la carrera de medicina. Ironías de su destino, pensaba mientras era descuartizada ante la risa burlona de los que se iniciaban, ella era diferente, trataba con solemnidad aquellos cadáveres que le sirvieron para estudiar.

-¡Atención, señores pasajeros! La gente detuvo todas las acciones y prestaron atención a una voz que ya les resultaba familiar. ¡No olviden llenar el formulario exigido por la aduana de la república! Todos volvieron a sentarse nuevamente y revisaron lo escrito en aquel pedazo de papel. Hacía muchos años que no regresaban a su tierra natal y sintieron el mismo escalofrío que experimentaron durante los infinitos minutos de sus diferentes partidas. Miraron sus relojes y los adelantaron cincuenta años, medio siglo había transcurrido desde sus partidas, el tiempo necesario que provocara un cambio, físico y espiritual. Un frío temor recorrió cada cuerpo de aquellos fantasmas, pasajeros y tripulantes sintieron pánico a la hora de abrir la puerta de la nave. ¿Qué existirá más allá de la escalerilla? ¡Medio siglo! -¡Hemos llegado al futuro! Gritó alguien desde el fondo del pasillo. ¡Nuestros sueños ya deben estar realizados!

La muchacha Makarenko, accionó una palanca interior y la puerta de la nave comenzó a separarse de su cuerpo. Un desagradable ruido daba paso a la luz exterior que cegaba a todos los viajeros, mientras el aire viciado era invadido por aquella atmósfera húmeda y pegajosa de los trópicos. Todos respiraron al mismo tiempo tratando de nutrir sus pulmones con aquel aire de esperanza que una vez les prometieron. Caracolillos se desparramaban como llovizna sobre los operarios de aquella terminal, ellos tampoco comprendían. ¡Es escaramujo! Gritó un negro vestido de overall color naranja, gafas oscuras, casco y protectores de orejas. En sus manos tenía un walky-talky que aproximó con urgencia hasta su boca.
-Su atención, puesto de mando. Aquí punto de control número tres.
-Vamos a ver, punto de control tres, este es el puesto de mando.
-Su atención, puesto de mando, es para informarles que la nave se encuentra infestada de escaramujo.
-Vamos a ver, punto de control número tres. ¿Qué tiempo de viaje tuvo esa nave?
-De acuerdo a las declaraciones han tomado cincuenta años.
-¡Peligroso, muy peligroso! ¡Que no baje ningún pasajero! ¡Conduzcan a esa nave hasta el área de cuarentenas!
-¡Recibido! Nave con escaramujo debe ser conducida hasta el área de cuarentenas. El negro retira el walky-talky de su oreja izquierda y le hace una señal a la mujer que se encuentra junto a la puerta de la nave. Ella acciona nuevamente la palanca y la puerta comienza a cerrarse, otra andanada de caracolillos cae junto al negro con overall color naranja.
Un profundo silencio invade la nave, y sin nadie ordenarlo, cada uno de los pasajeros ocupa nuevamente su asiento, lo hacen disciplinadamente, con la misma mansedumbre que vivieron un siglo ya pasado.
-¡No puede ser! Se escuchó desde el asiento ocupado por Aurelio y todos giraron el rostro hacia ese punto. -¡Yo he muerto por razones internacionalistas! Hubo silencio durante unos segundos que se extendieron por siglos.
-¡Y yo también!
-¡Y yo también!
-¡Y yo también!
-¡Y yo también! Aquel grito desesperado fue repitiéndose como un eco hasta el final de la nave.
-¿Y qué? Les respondió Amarilis. –De nada les sirve ahora esos lloriqueos, sus tiempos ya pasaron. Se impuso un silencio sepulcral nuevamente.
El capitán de la nave conectó los televisores del área de pasajeros y todos desviaron sus miradas hacia las pequeñas pantallas. Lo hicieron tranquilos, mansos, dóciles, domesticados, obedientes, como fueran en tiempos pasados, solo que habían extraviado la noción del transcurrido hasta ese momento. Reconocieron la figura de un hombre que aparecía en esos instantes en las pequeñas pantallas. Se encontraba encaramado en una tribuna, una igual a la que habían visto frecuentemente durante el tiempo transcurrido y olvidado, escucharon aquella voz de timbre bajo.
-¿A qué co-provinciano se le ocurrió ponernos el sol aquí detrás? (Risas.) A mí no me molesta pero estoy seguro de que ninguno de ustedes me puede ver. Verán si acaso una sombra: ése soy yo.… Vienen tiempos muy difíciles y hay que apretarse un poco más el cinturón.

Como si hubiera sido una orden, cada uno de los fantasmas que viajaban en aquella nave, mansamente, servilmente, disciplinadamente, obedientemente, sumisamente, apaciblemente, como hicieran cuando se encontraban vivos, tomaron sus cinturones y lo apretaron un huequito más.




Esteban Casañas Lostal.
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