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Mensaje por Admin Dom Mayo 19, 2013 3:48 pm



La futura esclavitud
(1884)



Tendencia al socialismo de los
gobiernos actuales. –La acción excesiva del Estado. –Habitaciones
para los pobres. –La nacionalización de la tierra. –El funcionarismo.


La Futura Esclavitud
se llama este tratado de Herbert Spencer. Esa futura esclavitud, que a
manera de ciudadano griego que contaba para poco con la gente baja,
estudia Spencer, es el socialismo. Todavía se conserva empinada y como en
ropas de lord la literatura inglesa; y este desdén y señorío, que le
dan originalidad y carácter, la privan, en cambio, de aquella más
deseable influencia universal a que por la profundidad de su pensamiento y
melodiosa forma tuviera derecho. Quien no comulga en el altar de los
hombres, es justamente desconocido por ellos.


¿Cómo vendrá a
ser el socialismo, ni cómo éste ha de ser una nueva esclavitud? Juzga
Spencer como victorias crecientes de la idea socialista, y concesiones
débiles de los buscadores de popularidad, esa nobilísima tendencia,
precisamente para hacer innecesario el socialismo, nacida de todos los
pensadores generosos que ven como el justo descontento de las clases
llanas les lleva a desear mejoras radicales y violentas, y no hallan más
modo natural de curar el daño de raíz que quitar motivo al descontento.
Pero esto ha de hacerse de manera que no se trueque el alivio de los
pobres en fomento de los holgazanes; y a esto sí hay que encaminar las
leyes que tratan del alivio, y no a dejar a la gente humilde con todas sus
razones de revuelta.


So pretexto de
socorrer a los pobres –dice Spencer– sácanse tantos tributos, que se
convierte en pobres a los que no lo son. La ley que estableció el socorro
de los pobres por parroquias hizo mayor el número de pobres. La ley que
creó cierta prima a las madres de hijos ilegítimos, fue causa de que los
hombres prefiriesen para esposas estas mujeres a las jóvenes honestas,
porque aquellas les traían la prima en dote. Si los pobres se habitúan a
pedirlo todo al Estado, cesarán a poco de hacer esfuerzo alguno por su
subsistencia, a menos que no se los allane proporcionándoles labores el
Estado. Ya se auxilia a los pobres en mil formas. Ahora se quiere que el
gobierno les construya edificios. Se pide que así como el gobierno posee
el telégrafo y el correo, posea los ferrocarriles. El día en que el
Estado se haga constructor, cree Spencer que, como que los edificadores
sacarán menos provecho de las casas, no fabricarán, y vendrá a ser el
fabricante único el Estado; el cual argumento, aunque viene de arguyente
formidable, no se tiene bien sobre sus pies. Y el día en que se convierta
el Estado en dueño de los ferrocarriles, usurpará todas las industrias
relacionadas con estos, y se entrará a rivalizar con toda la muchedumbre
diversa de industriales; el cual raciocinio, no menos que el otro,
tambalea, porque las empresas de ferrocarriles son pocas y muy contadas,
que por sí mismas elaboran los materiales que usan. Y todas esas
intervenciones del Estado las juzga Herbert Spencer como causadas por la
marea que sube, e impuestas por la gentualla que las pide, como si el
loabilísimo y sensato deseo de dar a los pobres casa limpia, que sanea a
la par el cuerpo y la mente, no hubiera nacido en los rangos mismos de la
gente culta, sin la idea indigna de cortejar voluntades populares; y como
si esa otra tentativa de dar los ferrocarriles al Estado no tuviera, con
varios inconvenientes, altos fines moralizadores; tales como el de ir
dando de baja los juegos corruptores de la bolsa, y no fuese alimentada en
diversos países, a un mismo tiempo, entre gentes que no andan por cierto
en tabernas ni tugurios.


Teme Spencer, no sin
fundamento, que al llegar a ser tan varia, activa y dominante la acción
del Estado, habría este de imponer considerables cargas a la parte de la
nación trabajadora en provecho de la parte páupera. Y es verdad que si
llegare la benevolencia a tal punto que los páuperos no necesitasen
trabajar para vivir —a lo cual jamás podrán llegar—, se iría
debilitando la acción individual, y gravando la condición de los
tenedores de alguna riqueza, sin bastar por eso a acallar las necesidades
y apetitos de los que no la tienen. Teme además el cúmulo de leyes
adicionales, y cada vez más extensas, que la regulación de las leyes
anteriores de páuperos causa; pero esto viene de que se quieren legislar
las formas del mal, y curarlo en sus manifestaciones; cuando en lo que hay
que curarlo es en su base, la cual está en el enlodamiento, agusanamiento
y podredumbre en que viven las gentes bajas de las grandes poblaciones, y
de cuya miseria —con costo que no alejaría por cierto del mercado a
constructores de casas de más rico estilo, y sin los riesgos que Spencer
exagera— pueden sin duda ayudar mucho a sacarles las casas limpias,
artísticas, luminosas y aireadas que con razón se trata de dar a los
trabajadores, por cuanto el espíritu humano tiene tendencia natural a la
bondad y a la cultura, y en presencia de lo alto, se alza, y en la de lo
limpio, se limpia. A más que, con dar casas baratas a los pobres,
trátase sólo de darles habitaciones buenas por el mismo precio que hoy
pagan por infectas casucas.


Puesto sobre estas
bases fijas, a que dan en la política inglesa cierta mayor solidez las
demandas exageradas de los radicales y de la Federación Democrática,
construye Spencer el edificio venidero, de veras tenebroso, y semejante al
de los peruanos antes de la conquista y al de la Galia cuando la
decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo recibía el ciudadano del
Estado, en compensación del trabajo que para el Estado hacía el
ciudadano.


Henry George anda
predicando la justicia de que la tierra pase a ser propiedad de la
nación; y la Federación Democrática anhela la formación de “ejércitos
industriales y agrícolas conducidos por el Estado”. Gravando con más
cargas, para atender a las nuevas demandas, las tierras de poco
rendimiento, vendrá a ser nulo el de estas, y a tener menos frutos la
nación, a quien en definitiva todo viene de la tierra, y a necesitarse
que el Estado organice el cultivo forzoso. Semejantes empresas
aumentarían de terrible manera la cantidad de empleados públicos, ya
excesiva. Con cada nueva función, vendría una casta nueva de
funcionarios. Ya en Inglaterra, como en casi todas partes, se gusta
demasiado de ocupar puestos públicos, tenidos como más distinguidos que
cualesquiera otros, y en los cuales se logra remuneración amplia y cierta
por un trabajo relativamente escaso; con lo cual claro está que el nervio
nacional se pierde. ¡Mal va un pueblo de gente oficinista!


Todo el poder que
iría adquiriendo la casta de funcionarios, ligados por la necesidad de
mantenerse en una ocupación privilegiada y pingüe, lo iría perdiendo el
pueblo, que no tiene las mismas razones de complicidad en esperanzas y
provechos, para hacer frente a los funcionarios enlazados por intereses
comunes. Como todas las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas
por el Estado, adquirirían los funcionarios entonces la influencia enorme
que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio.
El hombre que quiere ahora que el Estado cuide de él para no tener que
cuidar él de sí, tendría que trabajar entonces en la medida, por el
tiempo y en la labor que pluguiese al Estado asignarle, puesto que a este,
sobre quien caerían todos los deberes, se darían naturalmente todas las
facultades necesarias para recabar los medios de cumplir aquellos. De ser
siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser
esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de
los funcionarios. Esclavo es todo aquel que trabaja para otro que tiene
dominio sobre él; y en ese sistema socialista dominaría la comunidad al
hombre, que a la comunidad entregaría todo su trabajo. Y como los
funcionarios son seres humanos, y por tanto abusadores, soberbios y
ambiciosos, y en esa organización tendrían gran poder, apoyados por
todos los que aprovechasen o esperasen aprovechar de los abusos, y por
aquellas fuerzas viles que siempre compra entre los oprimidos el terror,
prestigio o habilidad de los que mandan, este sistema de distribución
oficial del trabajo común llegaría a sufrir en poco tiempo de los
quebrantos, violencias, hurtos y tergiversaciones que el espíritu de
individualidad, la autoridad y osadía del genio, y las astucias del vicio
originan pronta y fatalmente en toda organización humana. “De mala
humanidad —dice Spencer— no pueden hacerse buenas instituciones.” La
miseria pública será, pues, con semejante socialismo a que todo parece
tender en Inglaterra, palpable y grande. El funcionarismo autocrático
abusará de la plebe cansada y trabajadora. Lamentable será, y general,
la servidumbre.


Y en todo este
estudio apunta Herbert Spencer las consecuencias posibles de la
acumulación de funciones en el Estado, que vendrían a dar en esa
dolorosa y menguada esclavitud; pero no señala con igual energía, al
echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia, los modos naturales
de equilibrar la riqueza pública dividida con tal inhumanidad en
Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira, desconsuelo y
desesperación a seres humanos que se roen los puños de hambre en las
mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros seres humanos que
con las rentas de un año de sus propiedades pueden cubrir a toda
Inglaterra de guineas.


Nosotros diríamos a
la política: ¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra.


La América, Nueva York, abril de 1884.



Tomado
de las Obras Completas, tomo 15, Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana 1975, páginas 388-392.
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