¡ESTOY CAMPANA! *** Por Esteban Fernández
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¡ESTOY CAMPANA! *** Por Esteban Fernández
Una de las cosas que debemos aprender los seres humanos es que sólo le debemos contar las verdaderas dificultades que nos aquejan, la desgracia que padecemos, la enfermedad que nos agobia a un reducido grupo de buenos y comprensivos amigos y de familiares muy cercanos.
Es decir, explayarnos solamente con las personas que queremos, que nos profesan cariño, que confiamos en ellas, que se compadecerán de nosotros y quizás nos tiren un cabo. Al resto hay que decirles, por muy mal que nos vaya, aunque la vida nos lleve como al carrito de helados Guarina “a empujones y campanazos”, que “Todo marcha viento en popa y a toda vela”. O como respondía mi padre invariablemente a todo el que le preguntara: “¿Cómo estás, Esteban?”: “¡Estoy campana!”.
Pero la gente hasta cuando se machaca un dedo con un martillo quiere salir a pregonarlo, sin darse cuenta que existen quienes no les interesa el mal ajeno, algunos hasta se alegran, otros que los comparan con el pesado padecimiento que ellos tienen y rápidamente llegan a dos disímiles conclusiones. Una: “Bueno, me siento mejor porque lo que tengo no tiene tanta importancia como yo creía, este tipo está mil veces más desmejorado que yo”.
Y la segunda es que tiran a mondongo nuestro dilema porque piensan: “¡Ay, por favor, lo que tiene el comebolas este no es nada al lado de lo mío!”
Si no hablamos y le confesamos nuestro lío a un padre, una madre, un hijo, o un íntimo amigo, el 90 por ciento de las personas lo escuchará por compromiso, le prestará muy poca atención y cinco minutos después ni se acordará de todo problema ajeno. Hasta los médicos después que le decimos lo que tenemos, nos auscultan, nos recetan, les pagamos, salen disparados a ocuparse de otros pacientes. Nuestro achaque queda en la nebulosa del pasado.
El individuo está tirado en una cama, con tremenda influenza, ardiendo en fiebre, tosiendo constantemente, se siente con ganas de morirse, enciende el televisor y ve un programa sobre enfermos de Sida o de leprosos e inmediatamente se sonríe y dice: “¡Ñooo, la verdad es que yo estoy entero!”
La carretera está estancada, hace una hora que los carros no se mueven, estamos desesperados, sudando, sufriendo, llamamos a todo el mundo para quejarnos y para decir que llegaremos tarde. Y de pronto notamos que lo que estaba paralizando el tráfico era un enorme accidente donde hay muertos y heridos. Claro que lo sentimos muchísimo pero nos alegra darnos cuenta que lo del “tranque” fue una bobería momentánea que ya se resolvió. Nuestra frustración desaparece al compararla con la sangre que vemos en el pavimento. La masiva desgracia ajena no hace sentir mejor y más tranquilos. ¡Oh, qué alegría nos produce ver el camino despejado y que los paramédicos se están ocupando de los accidentados!
Nunca olvidaré que un día me llamó una amiga contemporánea mía para informarme que su madre había fallecido y yo en lugar de darle el pésame la comparé conmigo y le dije estúpidamente: ¡Ay, chica, eso no es nada, tu tuviste a tu mamá por toda una vida, fíjate que yo salí de Cuba a los 17 años y no volví a ver la mía, no estuve allí cuando ella falleció y ni he podido visitar su tumba” La ex compañera de clases me dijo: “Lo siento mucho, tienes toda la razón” y me colgó el teléfono. Creo que ese día perdí una buena amiga por indolente y por empequeñecer su gran tristeza comparándola con la mía. Pero así es la vida. Nuestra desgracia es mayor que todas las demás, y si no lo es nos alegramos que así sea.
Eso funciona hasta con los niños. Una mañana de mucho frío en North Hollywood eran como las ocho, y mi hija se encaprichó en salir a montar su bicicleta por la acera. Yo no se lo permití y ella tenía una perreta llorando a lágrima viva. De pronto pasó un muchachito en una silla de ruedas que su mamá iba empujándola. Ana me miró, dejó de llorar mucho más tranquila y me dijo: “Okay, dad, discúlpame, yo la montaré en el verano o cuando sea, hay otros que están peores que yo”.
Y ojalá a los ancianitos cubanos que me leen les sirva este escrito para entender que cuando las preguntas que escuchan a diario: “¿Cómo estás, viejo?” no provienen de quienes los quieren entrañablemente sino que entonces se trata de un simple saludo de cortesía y que no deben lanzar un rosario de afecciones, dolencias perturbaciones, padecimientos, molestias, achaques, decaimientos físicos, trastornos estomacales, temblor en las manos y corazón acelerado.
Sepan que todos los que indagan por amabilidad -a no ser los familiares y amigos que los adoran- sólo quieren recibir una sonrisa y escuchar un “Bien, gracias” y seguir sus caminos. Y que desgraciadamente existen algunos indiferentes al dolor ajeno que 10 minutos más tarde sonrientes comentarán con todo el mundo: “Oye, me acabo de encontrar con el viejo Emeterio ¡que demacrado está, creo que le quedan tres afeitadas!”
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