MI BARCO (XVII) Motonave "Camilo Cienfuegos"
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MI BARCO (XVII) Motonave "Camilo Cienfuegos"
MI BUQUE (XVII) Motonave “Comandante Camilo Cienfuegos”
INSTRUCCIÓN 15
Dormía en un catre que colocaba encima del portalón y a la altura de la cubierta 01 por la banda de babor, allí se encontraba mi camarote, resultaba imposible dormir en su interior. Todas las noches y después que arribaba la última lancha que distribuía a los marinos de los barcos fondeados en la bahía, el maquinista de guardia tenía la orden de apagar los generadores. Era la primera vez que encontraba mi camarote situado en la banda de babor, los comunistas eran enemigos de los capitalistas hasta en este detalle tan ridículo. Si la pasta de dientes del oeste era dulce, ellos la fabricaban salada. En la casi totalidad de los barcos del mundo, los camarotes de la oficialidad de cubierta se encuentran por estribor y los maquinistas en la banda contraria.
Yo era feliz, extremadamente dichoso, radiante en todo momento con el presente que me habían otorgado, solo en apariencias. No dormía mucho tampoco, me despertaba con frecuencia por las picadas de los mosquitos, no sé si en todos los países son igual a los nuestros, pero los mosquitos cubanos son insistentes, voraces, caprichosos. Volaban los cientos de metros que los separaban desde la orilla más cercana en la bahía para jodernos. Si no era por culpa de ellos, bien temprano en la mañana y antes de salir el sol por encima de la refinería, se escuchaba con algo de eco el canto de los gallos que tenía la gente de Casablanca en sus patios. Esa misma sensación la experimenté en el año 94 cuando dormí por primera vez en Hialeah, todo parece indicar que es un vicio crónico de los cubano ese de estar criando gallinas, y por supuesto, gallos incluidos para obtener huevos y pollitos. Los gallos siempre cantaban, eran más puntuales que nosotros. Los mosquitos veían afectadas sus malas intenciones cuando reinaba un poco de viento y los desviaba hacia otros lugares, posiblemente a los infernales solares de La Habana Vieja. Ese día, se escuchaba el canto de aquellos cabrones un poco más lejanos y se podía continuar durmiendo. Si no eran los gallos y los mosquitos, te despertaba el pito de cualquier remolcador maniobrando en el puerto o la campanita del tren Hersey cuando salía temprano de Casablanca con destino a Matanzas. Algunas veces nos llegaba el humo o los gases de la refinería Ñico López, en esas circunstancias había que recoger el catre y soportar el calor del camarote. Siempre había algo que provocara unas oscuras ojeras y sirvieran de motivo a tu mujer para recibirte peleando cuando llegabas a casa. -¿Te pasaste toda la noche templando, eh? La tirabas a mierda y la dejabas en medio de sus injustificadas protestas, buscabas urgentemente tu cama.
A pesar de todos los inconvenientes era feliz, no puedo negarlo. Hacía veinticuatro horas de guardia y descansaba cuarenta y ocho. ¿Qué hacía en las guardias? Nada, comer un poco de lo que pica el pollo y llamar cada hora a Mambicuba por VHF para ver si tenía algún mensaje para nosotros. ¡Ni eso! ¿Quién carajo le va a enviar un mensaje a un barco que lleva roto varios meses frente al dique de Casablanca? ¡Nadie! Yo cumplía con mis guardias sagradamente, y no crean, el motivo de mi felicidad era otro. Habían implantado en la flota, eso ocurrió cuando me encontraba trabajando en las “microbrigadas”, un sistema de pago novedoso, le llamaban “vinculación”. ¡Olvídense del nombre! Como Segundo Oficial, yo ganaba más plata que dos ingenieros de cualquier especialidad en tierra. Consideraban en ese salario la lejanía, antigüedad, transportación de carga peligrosa, enrolo, salario base y hasta las masturbaciones en cada viaje, todo era perfecto. En la flota no se pagaban horas de trabajo extraordinarias, todas aquellas contempladas fuera de las cuarenta y cuatro contempladas por la ley que aceptaron los capitalistas, eran consideradas como “voluntarias”. La gente les llamaba “voluntarias” como el chino, ignoro su origen, sencillamente no las pagaban. Pues bien, todo el mundo debe imaginar que el régimen de trabajo en un barco deba ser continuo, eso se cae de la mata, el barco no va a detener su movimiento u operaciones para que los marinos duerman. Se trabaja ininterrumpidamente durante el tiempo que te encuentres enrolado, eso incluye sábados y domingos. Te pagaban también esos fines de semana trabajados, pero después estabas obligado a descansarlos sin cobrar, realmente ya los habías cobrado. Si sumas los sábados y domingos comprendidos en un año, encontrarás que existen en ese período de tiempo unas cincuenta y dos semanas. Cincuenta y dos domingos, más la mitad de esa cifra en sábados, hacen un total aproximado de dos meses y dieciocho días. Sumado al mes de vacaciones estipulado por la ley cada once meses, dan como resultado tres meses y medio de vacaciones con el pago de un solo mes. Ese descanso obligado de los sábados y domingos sin pago, fue identificado como “Instrucción 15”, los marinos se referían a él como “Destrucción 15”. ¿Por qué? La generalidad de los cubanos ha carecido de una cultura de ahorro a partir del 59, los salarios tan bajos no lo permitieron. En el caso de los marinos se agravaba por la simple razón de que esa gente estaba acostumbrada a vivir el presente. Mientras existiera dinero en la bolsa, se vivía con una intensidad de fiestas casi diarias, ¿después?, ya vendrían tiempos de lamentaciones o ventas de algunas pertenencias. Nunca se puso la mirada fija en el futuro, sencillamente no existió ante los ojos del hombre de mar. Yo no sufrí mucho esos efectos de la “Destrucción 15” porque jamás me faltaron barcos, y entre otras cosas, no existía la prontitud y exactitud de información suministrada por los servicios de Internet, todo se perdía en el camino y fui afortunado.
Yo era feliz por varias razones, descontando la lejanía y carga peligrosa, era beneficiado por los puntos restantes de la nueva ley, salario base, enrolo y antigüedad, ofrecían un resultado envidiado por miles de profesionales en la isla. Ganaba un salario superior a los quinientos pesos por ir a comer y dormir en un buque.¿Por qué me sentía tan feliz? Entre otras cosas o la más importante, yo estaba reparando la casa de Manolito Balsa junto a Luís Valdés Arnaiz. Un día se apareció en Alamar y nos llevó a comer a la playa de Guanabo, bebimos también todo lo que nos dio la gana. Manolito era una persona muy habilidosa cuando trataba de persuadir a alguien y mucho más cuando conocía sus debilidades.
-Los otros días llevé a dos viejos albañiles para que vieran la casa y me pidieron $2 700 pesos por la reparación, pero no regresaron nunca más. El mensaje estaba claro, podíamos tomar como base esa cifra a la hora de pedir. Arnaiz se encontraba también de Instrucción 15, pero sufriéndolo de verdad en su casa, yo estaba escapando.
-¡Vamos a ver la casa! Dijo Arnaiz muy entusiasmado y tomamos nuevamente la Monumental con rumbo a La Habana.
-¡Ño, no es fácil! Fue todo lo que dije al entrar en su inmenso apartamento, había que desmantelarlo todo, construir dos baños y dos cocinas, además de pasarle la mano a cinco cuartos, sala y comedor. Fue tan amable que nos llevó nuevamente para Alamar, comenzamos a trabajar en muy pocos días. Con lo que me pagaba Manolito y lo que yo ganaba en el barco, mi salario neto era superior al de cualquier Capitán navegando, no digo yo si existían razones para ser feliz.
El elevador del edificio era antiquísimo, se trataba de aquellos operados por una palanca parecida a los telégrafos de los barcos. No tuve la menor duda de que era bueno, soportó el peso de aquella bañadera antigua que sacamos de uno de los baños. Era de hierro fundido y debió servir para asear al Padre Bartolomé de las Casas antes que incineraran al indio Hatuey. No solo el peso de ella, había que sumar el mío, que no era tanto y el de Arnaiz. Manos a la obra, avanzábamos mientras los materiales eran conseguidos en la bolsa negra, cerámica, cemento, arena, lozas, pintura, etc. Manolito sacaba todo lo que necesitábamos desde el fondo de la tierra, pero un día, de repente, se lo llevaron preso junto a los tripulantes del barco “30 de Noviembre”, Arnaiz se cagó.
Durdú El Loco, como le decíamos en la microbrigada, había sido combatiente en Angola. Dicen que andaba en una batería de cañones que fue eliminada totalmente por los sudafricanos, ¿cómo se salvó?, era una intriga permanente entre todos sus conocidos. ¡Ahhhh! Ese dí le dio diarreas, no cuando se llevaron a Manolito preso, la mierda llegó licuada varios días después. Le dije que habían estado investigando por nosotros en Alamar y que la luz me la había dado una del Comité de Defensa. ¡Pa’qué fue aquello! Le dio un ataque y la emprendió contra mí, estaba loco, yo también era investigado. Del tiro nos eliminaron de la lista para el curso de Primer Oficial y aquello le provocó otras cagaleras más. Se fue de casa de Manolito sin reclamar pago alguno y me dejó embarcado, tuve que terminar las reparaciones solo, mejor regreso al barco en cuestión.
El día que me enrolaron y arribé en la lancha a entregar los documentos, observé que el barco había sido fondeado a “barbas de gato”. Era una práctica muy usual cuando el período de fondeadero sería largo. Ambas cadenas se encontraban trenzadas entre ellas por la cantidad de vueltas que el buque había dado, muy normal también dentro de aquella bahía con muy débiles cambios de marea, pero muy afectada por el ciclo diario de las brisas marinas y terrales. Para desenredar aquel rollo necesitarían estar dándole vueltas al buque por lo menos una semana, pensé. Ese mismo día me engancharon de guardia, siempre ocurre cuando llega carne fresca a cualquier nave. No recuerdo exactamente quienes eran los oficiales restantes ni su Capitán, los relevos los realizábamos prácticamente en el portalón para no perder la lancha, razones suficientes para no establecer muchos vínculos amistosos.
Ese día dieron el almuerzo acostumbrado para las naves surtas en puerto, arroz, frijoles y sardinas enlatadas. Otro día sería una ruedita de spam, ají relleno, carne rusa, etc., todo enlatado. Normalmente a las cuatro de la tarde se quedaba la brigada que se encontraba de guardia en el barco, era una norma en toda la flota. La gente pasaba por la nave y después de almuerzo partían a la calle para construir el futuro de la nación. Ese día, el sobrecargo del barco me entregó las llaves de la gambuza y neveras, las dejé guardada en mi camarote. Cuando sonaron la campana para la comida a las cinco y media de la tarde, el menú era el mismo del almuerzo y los miembros de la brigada se negaban a comerlo. Me invitaron también a que no lo hiciera y aparté mi plato, el cocinero abandonó la nave en la lancha de las seis de la tarde y fue cuando comenzó la función. Había en la brigada un engrasador jovencito de ojos verdes, muy flaco él y demasiado sonriente que me invitó a bajar a la gambuza. De los bolsillos de su overall sacó una llave ajustable y con mucha ecuanimidad se dispuso a sacar los tornillos de las bisagras de la puerta de la nevera. Cuando terminó su operación, me pidió ayuda para abrirla en la dirección del candado, era bien gruesa y pesada. Penetró en la nevera y luego apareció con un boliche de carne de res en las manos.
-¡Te lo dije, mi socio, no te comas esas sardinas de mierda! Ahora vamos a comer como Dios Manda. Colocamos la puerta nuevamente sin ponerle los tornillos, suponía que sería para guardar la carne restante, era un ladrón muy decente. Ya lo estaba esperando la brigada de guardia en la cocina con el fogón encendido.
-¡Qué bolá! ¿No nos vamos a tomar un lagarto? ¿Tienen miedo porque el Second es nuevo? ¡Sin lucha, muchachos! Los socios me pusieron la buena y dicen que el Second es hombre y no entra en chivaterías! Me dio algo de risa, solo que no me explicaba de dónde sacarían la cerveza. Era un negro fuerte pelado al estilo de Angela Davis o los Jackson Five, una gruesa capa de “pasa” tomaban la imagen de un casco con una redondez perfecta.
Dentro de la cocina había un pañol con la puerta de acero, se encontraba cerrada por una gruesa cadena y un enorme candado. Solo que la cadena estaba algo floja y permitía que la puerta se abriera unos quince centímetros. Todos me observaron esperando la aprobación de aquella iniciativa y como yo era amante de la cerveza no se hizo esperar.
-¿Dónde está el lagarto? Entró un marinero con un alargado alambrón jorobado en la punta como si fuera un garfio, el negro sostuvo separada la puerta mientras el marino penetraba el alambrón por la hendidura, yo me asomé por curiosidad para disfrutar la maniobra. La cerveza se encontraba estibada en columnas de cajas plásticas a unos tres metros de distancia y el marino trataba de enganchar a la caja que se encontraba pegada al piso con mucha maestría y habilidad. Fue acercando lentamente la columna de cajas hasta colocarla junto a la puerta, después y con mucha serenidad, vaciaría la primera caja extrayendo una a una las cervezas. Otro de los integrantes de la brigada había subido de la nevera un cubo con hielo que iba partiendo en pedazos dentro del fregadero, mientras el engrasador de los ojos verdes fileteaba el boliche de carne aún congelado, cada integrante de aquella pandilla, mi brigada, tenía asignada sus obligaciones. En la medida que las botellas de cerveza eran vaciadas, uno de ellos se encargaba de rellenarlas con agua y le colocaba nuevamente su tapa. Cuando sumaban veinticuatro, eran puestas otra vez dentro de su caja, pero esa operación requería el concurso de un hombre bien fuerte para bajar esa caja, llenarla de nuevo con las botellas y luego colocarla en el tope cuando terminaba la fiesta. Normalmente se consumían dos cajas de veinticuatro cervezas por guardia y antes de finalizar la rumba, la columna de cajas era empujada suavemente hacia su posición original con la ayuda del alambrón.
-¡Mira que querer meternos sardinas por partida doble! ¡Esto es pa’que nos respeten, coño! Todos reíamos mientras comíamos. A partir de esa guardia y todas las posteriores hasta mi desenrolo, me negué a aceptar las llaves de la gambuza y neveras cuando el sobrecargo abandonaba el barco.
-¡Lo siento, man! Yo no tengo nada que ver con gambuzas y neveras. Evadía de esa manera cualquier candela que estaba convencido se produciría algún momento.
Durante varias semanas continué realizando mi trabajo de albañil y oficial, gozaba de buena situación económica y no estaba apurado por volver a salir a navegar. Pocas semanas antes de mi desenrolo, se produce un cambio de capitanes a bordo del Camilo y se nos aguó la fiesta. El nuevo Capitán era de Santiago de Cuba y dormía a bordo del barco, realmente apenas salía y se pasaba el día entero jodiendo la pita. Como era de nueva graduación, se propuso una serie de metas estúpidas como si estuviera navegando, otra de las mil maneras de botar el dinero en la isla.
El trabajo en casa de Manolito había llegado a su fin, uno de esos días antes de despedirme, pasé por el hospital de Emergencias de Carlos III para verlo. Se encontraba ingresado con un policía de escolta y eran muy pocos los que se arriesgaban a pasar por allí por temor a ser marcados. Mi esposa me había pedido con insistencia que abandonara aquel trabajo y yo le respondí que de hacerlo, estaba dando a entender que me encontraba envuelto en sus negocios y huía. Era medio loco, pero indudablemente muy buen socio y hombre a todo dar. Conversando una vez, mucho antes de ser detenido, Manolito me dijo algo que puso a trabajar todas y cada una de mis neuronas: ¡Hasta el millón, no paro! No sé si fue alarde suyo, le creí a medias, sabía perfectamente que manejaba buenas sumas de dinero y podía ser considerado lo que en la isla era identificado como “Maceta”. Sentí pena verlo en aquella condición y nunca imaginé que pudiera regresar a sus andadas, lo logró.
Se me escapaba buena entrada de plata y en el buque las cosas iban de mal en peor con el nuevo capitancito, solo un año después volví a chocar de frente con Juan Carlos Martínez Llamo. Comandaba en ese tiempo al buque “Moncada” y tuve la desgracia de ser enrolado como Primer Oficial con él, pero esto pertenece a otra historia.
Nos mantuvo sometidos al mismo menú en el almuerzo y la comida, la llave ajustable se le oxidó al divertido engrasador y para paliar la situación, llevábamos algo de comida de nuestras casas.
La bomba explotó un mediodía, el Comité del Partido Comunista de la Marina Mercante, acordó utilizar aquel barco como sede de una de sus asambleas de balance. Ellos podían realizarla en el espacioso teatro de nuestra Empresa, pero al trasladarla para cualquiera de nuestras naves, eso se traducía en el consumo de una opípara comida, bebidas, pinchitos y algo que se les pegara a los dirigentes. Cuando se encontraban en uno de esos intermedios meticulosamente estudiados y planificados como las escenas de cualquier película. El secretario del partido ordenó al Sobrecargo traer la cerveza que tenían en las neveras y estaban comprendidas entre las ofertas a la militancia allí reunida. Cuál no sería la sorpresa cuando comenzaron a abrir y repartir la bebida, la desilusión y sentimientos de burla fue general después de beber el primer sorbo, no encontraron una sola botella que no fuera rellenada con agua. Los canallas se reían y disfrutaban por cubierta, un rato después me mandaron a buscar.
-Yo no sé nada de eso, nunca quise tener la llave de la gambuza y nevera. Me observaron de pie a cabeza y me retiré, siempre queda la duda, no tengo cara de santo.
Pasaron las semanas y aquellas contemplaciones del canal de entrada a la bahía a contraluz durante mis guardias, lograron despertar esa nostalgia por el mar que solo conoce el marino. Ya habían transcurrido varios meses y comenzaba a obstinarme el cruce lento de las lanchitas desde el muelle de Caballería hasta Casablanca. Las miradas que dirigí intencionalmente hacia el mirador de Triscornia, solo me devolvían un pedacito de aquella infancia escondida detrás de aquella loma. Viajé con mi abuelo hasta el Observatorio para contemplar cuando soltaban el globo sonda, él gastaba esos minutos de inocente adoración por una bola que se perdería entre las nubes, conversando animadamente con Millás, aparentemente eran viejos amigos. Aquel hombre cuyo rostro no recuerdo, era el meteorólogo principal de la isla, mi abuelo era el principal peleón de La Habana. Estaban construyendo el Cristo, lo unían en pedazos, como aquellos rompecabezas que yo armaba con mis primos. Hoy veía al sol esconderse después de pasearse a su lado, pocos minutos después encenderían el faro. Sentía unos deseos inmensos por volver a salir por aquel canal.
Lo he contado varias veces, pero me divierte repetirlo. Una mañana y mientras me disponía a tomar la lancha que me conduciría hasta el barco, soy abordado en el muelle por un entrañable amigo. Sapiche es medio tartamudo y algo ronco, se requiere un poco de esfuerzo para comprenderlo si no tienes adaptado el oído a su voz. Caso llora implorándome que lo sustituyera en el buque “Topaz Islands”, me pintó un cuadro tan dramático que ni el mismísimo Miguel Ángel sería capaz de llevarlo a un lienzo. La abuela, la tía, sus primos y hasta los vecinos estaban a punto de morir. Unos minutos después y conmovido en lo más profundo de mi corazón, viajaba yo en una moto con sidecar rumbo a la Empresa y luego a mi casa en busca de ropa. Llegué al barco varias horas después, las autoridades y el Práctico se encontraban a bordo.
Una larga pitada, niños corriendo por el malecón le gritaban a sus padres, manos y pañuelos que se agitaban. Guaguas que reducían la marcha para contemplar nuestra salida, una mirada hacia el Cristo que nos saludaba, siempre conservando la misma postura. Millás soltaba el globo y viajaba colgado de él, mi abuelo trataba de colgarse de sus piernas, yo descansaba un poco de aquel infierno. La ventana del apartamento de Manolito se encontraba abierta, tal vez nos observaban con los binoculares que un día pidió prestado en un barco. ¡Dios es grande! Oyó mis reclamos, eso pensé cuando caímos a estribor una vez vencido El Morro. El buque se estremeció cuando pusieron toda avante, una densa humareda escapada de la chimenea, ocultó de pronto lo que quedaba de mi ciudad por la aleta de estribor.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2010-05-17
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