Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
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Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
9: Un nuevo reto, nueva misión
Con el cambio de gobierno en Venezuela, renuncié a mi posición en la DISIP, sabedor de que no era grato a la vista del Presidente Carlos Andrés Pérez, quien por ese entonces estaba entusiasmado por una onda populista que lo acercaba a las posiciones de Castro, al menos en algunos aspectos de la política exterior.
De todas formas, estaba un poco cansado y deseoso de alguna independencia personal, de otra manera, quizás habría hecho algún intento por retener el cargo o, cuando menos, seguir siendo parte de la organización oficial. Examiné mi situación personal y encontré que tenía mis relaciones intactas y mi prestigio bien ganado como investigador y combatiente. Había ahorrado algún dinero y decidí viajar a los Estados Unidos para descansar un poco y rehacer mis planes de vida.
En el vuelo de Viasa a -Miami, me encontré casualmente con Joaquín Chaffadert, que también iba para Estados Unidos. Nos sentamos en asientos contiguos y empezamos a conversar en torno a mi renuncia de la DISIP y mis planes para mi retorno a Venezuela. Le expliqué que mi viaje a Estados Unidos obedecía a mi interés de comprar algún equipo que utilizaría en mi nuevo proyecto: una agencia de investigaciones privadas. La confié que Ray Velásquez, un gran amigo y hábil investigador, me había conseguido un cupo en un curso intensivo en el que se demostraría el uso del Dektor, un nuevo aparato, similar al detector de mentiras, pero que detecta el stress de la persona sometida a análisis cuando miente, según las modulaciones de su voz al pasar por la laringe y el diafragma. Sin duda, impresionado por mi larga experiencia y la novedad de mis planes, Joaquín se ofreció asociarse conmigo en la empresa y yo accedí gustoso. En efecto, al día siguiente de mi llegada a Miami, volé a Washington, donde adquirí gran parte del equipo necesario.
Una vez organizada la agencia en Caracas, se asoció a nosotros el cubano Diego Argüello Lastre, recién llegado de Miami, recomendado y cuñado de Ray Velásquez. El comisario Hernán Reyes sería nuestro primer investigador y Celsa Toledo nuestra secretaria ejecutiva. Los clientes aparecieron aún antes de que completáramos nuestras instalaciones. Los primeros casos los investigué solo, casi sin ayuda. Al primer mes de operaciones ya ganábamos lo suficiente como para cubrir gastos y, al siguiente, contabilizábamos ganancias. A fines del primer trimestre fue necesario cambiarnos de local a otro más amplio, donde pudimos alojar a los varios empleados que tuvimos que contratar, además de los vehículos y otro equipo. Nuestro proyecto, Investigaciones Comerciales e Industriales, Compañía Anónima (ICICA), muy pronto fue un próspero y rentable negocio. Diego Argüello tenía el encargo de organizar las ventas,— luego de su fallido intento por convertirse en comerciante en Santa Elena de Guirén.
Por la misma fecha de nuestra entrada triunfa¡ en el negocio de la investigación privada, vino a enriquecer nuestro equipo técnico el ex-director de la Policía Técnica Judicial de la DISIP, José Gabriel Lugo, quien además tenía una escuela de capacitación para guardianes privados. Con el ingreso de Lugo, la empresa adquirió nuevos y más importantes contratos. Numerosas corporaciones, de las más grandes y conocidas de Venezuela, nos encargaron investigaciones sobre conflictos de
competencia, robos y fraudes; investigaciones para pre-empleo de ejecutivos importantes, especialmente de empresas multinacionales, etc. Prácticamente no teníamos tiempo para ocuparnos en trabajos de personas particulares y, en los pocos casos que aceptamos, jamás nos hicimos cargo de asuntos relacionados con adulterios ni problemas entre políticos, rama que nos parecía de importancia mínima, en comparación con lo más rentable y atractivo de la investigación comercial e industrial, particularmente en el campo del espionaje de tecnología, comercio y finanzas de empresas nacionales y extranjeras. Varias motos, una red de equipos móviles de comunicaciones con su repetidora, cámaras operativas, micrófonos sofisticados, etc., auxiliaban en sus pesquisas a nuestros investigadores que, en su mayoría, eran ex-policías egresados de la PTJ y la DISIP. La seriedad y la eficiencia nos convirtieron en una de las mejores agencias del ramo.
Mi vida transcurre así, como se dice, sin pena ni gloria. Trabajaba descansadamente en mi empresa. Después de haber estado tanto tiempo en la policía y de haber dirigido y participado en tanta acción, trabajar en investigaciones privadas era para mí como "pegarle a un niño". Almuerzo casi todos los días con mi amigo, el ex-director de la DISIP, Remberto Uzcátegui. Nos reunimos en el Caney, donde tomamos un trago y comemos carne asada al carbón. Nada en realidad que tense los nervios. Por primera vez, en muchos años de luchas y sobresaltos, duermo todas las noches en mi casa, compartiendo mi vida con mi esposa Nieves y mis hijos Jorge y Janet, nacida en Venezuela tres años atrás. En la temporada cazo patos y venados con Hermes Rojas y Rolando Santander. Vamos frecuentemente a una finca llamada El Cedral, en el avión de mi amigo Tony Blázquez. El Cedral queda en San Fernando de Apure, cerca de la frontera con Colombia. La caza es abundante y volamos allá casi todos los fines de semana. Son tiempos de paz y tranquilidad, en los que los días transcurren suavemente, sin mayores problemas.
10: Orlando Bosh llega a Venezuela
Desde la División 54 (Contraespionaje) de la DISIP se hace una llamada de larga distancia a Managua, Nicaragua. Se establece comunicación con el Dr. Orlando Bosh y se le instruye para que se presente en la Embajada de Venezuela, donde el cónsul tiene instrucciones para que le extienda una visapara entrar al país, portando un pasaporte con el nombre de Carlos Luis Paniagua. Ese mismo día se presenta en mi oficina un exiliado cubano de nombre Frank Castro, y me dice que viene de parte de Orlando para comunicarme que ha sido invitado por el gobierno de Venezuela para venir al país. La invitación se la hace Orlando García, que es quien ha girado instrucciones para que se le extienda visa.
-Luis -dice F. Castro-, Orlando me pidió que le dieras una opinión sobre este ofrecimiento. Quiere saber qué piensas tú sobre la posibilidad de venirse a establecer en Venezuela, sobre todo con referencia a su seguridad personal.
-Mira, Frankle respondo-, yo personalmente creo que aquí en Venezuela no corre gran peligro; sin embargo, no sé si ustedes saben que por aquí se encuentra El Mono Morales, que es su enemigo.
El Mono, increíblemente, dirige una división de la DISIP, posición que le consiguió su amigo Orlando García e, induda blemente, tiene poder para hacerle daño a Bosh.
-Orlando lo sabe -replica el mensajero-. Pero Orlando García le ha asegurado que tiene controlado a El Mono, y sobre ese particular no habrá ningún problema.
-Si es así-le dije yo, a manera de conclusión- no veo por qué no aceptar el ofrecimiento.
¿Cuál era el origen de esa enemistad entre el Dr. Orlando Bosh, una figura tan conocida como polémica del exilio cubano, y este personaje, El Mono, enigmático, resuelto, del que hablaremos extensamente? Veamos.
La primera vez que vi a El Mono fue en abril de 1961. Feliciano Foyo, Syla Cuervo, Gustavo y Raúl Lora, Sergio Méndez Aponte, Alfredo Cepero y otros que pertenecíamos a la resistencia armada contra Fidel Castro, vestidos de uniforme y con nuestros sacos de campaña estábamos en Opa Loka esperando un avión que nos conduciría a los campos de entrenamiento de Guatemala. Formábamos parte de la Brigada 2506 que, posteriormente, desembarcaría en Bahía Cochinos.
En la fila que habíamos formado para embarcarnos estaba un individuo de mediana estatura, joven, bien parecido y de contextura atlética. Era Ricardo Morales Navarrete, alias El Mono. Dos americanos llegaron y llamaron por su nombre a Morales, a quien sacaron de la fila y se lo llevaron impidiéndole tomar el avión con el resto del personal. Posteriormente supimos que lo habían considerado sospechoso de ser agente de Castro.
El Mono había abandonado Cuba recientemente, donde había sido miembro de los servicios de inteligencia cubanos (G2) y trabajaba en el aeropuerto internacional de Rancho Boyeros, en La Habana. Posteriormente El Mono fue agente de la CIA y participó en una operación en África, donde un grupo de cubanos reclutados por la Agencia defendieron al entonces gobernante del Congo, Moisse Chombe.
El Mono, sumamente hábil e inteligente, se las agenció para trabajar con la mayoría de los cuerpos de seguridad que funcionaban en la convulsionada área de Miami. La policía local y el FBI utilizaron sus servicios, permitiéndole exhibir, en ciertas ocasiones, una patente de corso de la que El Mono hacía gala. También la mafia judía y la mafia italiana lo utilizaron.
Fue protagonista de varios hechos de violencia entre los que se destaca el atentado a tiros contra un cubano llamado Atón Constanza Palao, que recibió 21 balazos de 45 de manos de El Mono y dos cómplices. Constanza, agonizando, culpó a El Mono del atentado. Sin embargo, durante el juicio no sostuvo su acusación y El Mono salió libre.
La muerte a tiros de un cubano llamado German Lamasares y el intento de asesinato de un gángster residente en Miami Beach, de nombre Fatty Gordon, fueron hechos que se le achacaron a El Mono y en los que la policía nunca pudo encontrar pruebas en su contra.
Su simpatía innata, su buen porte y su gran habilidad para comunicarse con otros, le abrían muchas puertas y oportunidades que, desde luego, El Mono aprovechaba. Muchas fueron las personas honradas que cayeron en las garras de su seducción, dándose cuenta de su error hasta cuando fue muy tarde.
El Mono era Jefe de la División 54 en la DISIP, una pequeña división que se ocupaba del contraespionaje, con un número muy limitado de personal. Esta ocupación le daba a El Mono bastante tiempo libre para desarrollar sus asuntos personales. El cargo también le daba poder e inmunidad, privilegios que utilizaba genialmente.
Entre las muchas actividades anteriormente desarrolladas, había sido testigo del Estado en un juicio que se le siguió en Estados Unidos al Dr. Orlando Bosh, en 1968. En el juicio que se le siguió a Bosh se la acusó de haber atacado un barco polaco con una bazuca 3.5, en territorio americano; fue condenado a 10 años de prisión, de los que cumplió 5, siendo libertado bajo palabra. Las declaraciones de El Mono hicieron posible la condena de O. Bosh.
El Dr. Orlando Bosh es un hombre alto, fuerte, de complexión robusta, de hablar fluido y expresión vehemente. Inteligente, tozudo, con un solo camino en su vida: la liberación de Cuba. Es un líder anticastrista respetado como hombre de acción; admirado por muchos y criticado por otros; exhibe en su haber todo un largo historial de acciones, algunas violentas, contra el gobierno de Castro y sus seguidores.
El Dr. Bosh es un médico pediatra, graduado en la Universidad de La Habana, donde fue dirigente estudiantil.
Cuando la Revolución tomó el poder, Castro lo nombró Gobernador de la Provincia de Las Villas. Sin embargo, al darse cuenta del camino hacia el comunismo por el que iba la Revolución, comenzó a conspirar para derrocar el régimen. Sus primeros intentos fueron dirigidos a ayudar un frente guerrillero que se desarrollaba en las montañas de El Escambray. Bosh, aprovechando que se podía mover libremente por su condición de médico, trasladó armas y equipos a los guerrilleros. Este intento, es el primer asomo de los muchos esfuerzos que harían los patriotas cubanos en su lucha contra la tiranía. Bosh se va al exilio e inmediatamente denuncia el abandono y la falta de ayuda por parte de los norteamericanos a las guerrillas de El Escambray y se niega a participar en la operación de Bahía de Cochinos.
A partir de entonces, la vida del Dr. Orlando Bosh toma un rumbo fijo. Invariable. La acción, muchas veces violenta, marca su conducta. Abandona su carrera, su familia y todas las comodidades que el exilio ofrece a un profesional, en la persecución de su objetivo. Sus aecractores e enemigos políticos, así como los no simpatizantes de sus métodos de lucha, nunca podrán negarle su inmenso sacrificio, ni su conducta siempre recta y honorable. Orlando sufre prisiones y persecuciones. Viaja por los países de Sur y Centroamérica, llevando su lucha a todos ellos, de diferentes formas.
Llegó a Venezuela procedente de la República Dominicana, con escala en Managua, Nicaragua. El Dr. Ramón Ignacio Velásquez, Director de Extranjería de Venezuela, y a quien profeso una gran amistad, recibió la petición de la División 54 de la DISIP, para que extendiera a través del consulado venezolano en Managua, visa de transeúnte a un tal Carlos Luis Paniagua, que no era otro que el Dr. Bosh, con pasaporte extendido en La Dominicana.
El día 7 de septiembre de 1976, a las nueve de la mañana, recibo en mi oficina una llamada de El Mono Morales:
Jefe -siempre me decía "Jefe", para halagar mi ego- te tengo una sorpresa: esta noche llega al país el médico. Conseguí que se le hiciera una invitación para que se quede un tiempo por aquí. Quiero limar asperezas con él y ayudarlo un poco mientras esté por Venezuela. Te agradecería mucho si me acompañaras al aeropuerto de Maiquetía, para recibirlo.
-Mono, ¿sabe Orlando que lo irás a recibir? -le observé.
-No. Será una sorpresa. Tampoco sabe de las gestiones que hice por él. Y le tengo algunas sorpresas más que le ayudarán mucho.
-No tengo inconveniente en acompañarte a Maiquetía, pero no te garantizo nada sobre la reacción de Orlando cuando te vea.
-OK, jefe, paso a las 7:30 p. m. por tu oficina, para recogerte.
A la hora acordada llegó El Mono, conduciendo su propio vehículo, sin chofer ni escolta. Entré al carro y observé que en el asiento del conductor, entre él y yo, había una subametralladora Beretta y un radio portátil. En el camino hacia Maiquetía El Mono lucía jovial y extrovertido; yo traté de captar en su expresión una doble intención, porque con El Mono uno nunca sabía.
Al llegara Maiquetía nos dirigimos a las oficinas de la DISIP, donde nos estaba esperando el Comisario Jefe de la Delegación del Aeropuerto, El¡ Saúl Camargo. Atento y campechano nos saludó efusivamente y nos dijo que la dirección le había ordenado recibir a un viajero con pasaporte dominicano de nombre Carlos Luis Paniagua y prestarle atención especial.
Fuimos a la pista a esperar la llegada de los pasajeros; uno de los primeros en bajar fue Orlando, quien lucía un traje nuevo, ancho V mal cortado, comprado en Nicaragua para esa ocasión singular. Orlando me abrazó cordialmente. El Mono pennaneció atrás, respetuosamente. Cuando terminamos de saludarnos, El Mono se acercó y le dijo:
-Hola, Orlando, bienvenido a Venezuela.
-¡Qiubo, Morales! -respondió fríamente y extendió su mano para evitar que El Mono lo abrazara.
El Mono, tímidamente, le dijo:
-Olvidemos el pasado.
Orlando replicó:
-Perdón sí, olvido no.
El Comisario Camargo tomó el pasaporte del viajero e hizo que le pusieran los sellos de entrada en Migración. Luego, ordenó a un agente de DISIP que se ocupara de su equipaje. Rápidamente abandonamos el aeropuerto rumbo a Caracas. En el trayecto, poca conversación. Orlando es alojado en el Hotel Caracas Hilton, donde ya se le había hecho una reservación. El Mono se retiró a su apartamento, ubicado en un edificio contiguo llamado Anauca Hilton.
Al día siguiente, Orlando hizo contacto conmigo y yo lo visité en su hotel. Bosh me preguntó:
-Luis, ¿qué crees tú de la invitación queme hizo el Presidente Pérez para que visite el país y me quede por un tiempo?
-Orlando, ¿de parte de quién vino esa invitación?
-Frank Castro me dijo que Orlando García había contactado a El Mono para que te enviara el mensaje.
-¿Quieres decirme que todo ha sido extraoficial? le dije, sorprendido.
-Efectivamente -confiruió Bosh.
-En ese caso -le sugerí- hay que estar alerta, pues conociendo a El Mono, es de esperar cualquier cosa. Sin embargo, bien pudiera, ser-agregué-que El Mono convenció a Orlando García para que garantizara tu estancia en el país y así tratar de favorecerte y limpiarse contigo por los años de prisión que te causó. La especie de la invitación del presidente la puede haber inventado él. El tiempo lo dirá; esperemos, pero esperemos alertas.
Al poco rato de estar conversando con Orlando, llegaron dos agentes de DISIP con órdenes de darle protección. Eran enviados por el comisario Morales, de la División 54.
El Mono no pierde tiempo, es un ejecutivo. Al siguiente día, Orlando es trasladado a las oficinas de DISIP, donde lo espera El Mono. Lo pasan al Departamento de Identificación, lo retratan y le extienden un carnet de funcionario de DISIP, con el nombre de Carlos Sucre. Desde ese momento, el Dr. Bosh está investido de una autoridad que le permite portar toda clase de armas y ejercer lo correspondiente al cargo. ¿Quién dio la orden para que se le acredite el carnet? Oficialmente, El Mono Morales. Sin embargo, éste dice que sigue las órdenes de Orlando García, tanto en la cuestión del carnet como en darle a Bosh protección adecuada.
El Dr. Bosh comenzó a visitar amigos y a recolectar fondos para la causa cubana. Los agentes que le acompañaban para darle seguridad, conspicuos y mudos, provocaban recelo a las personas visitadas. Orlando resiente esto y me consulta.
-Necesito que me ayudes -me dice en mi oficina-. Me trae mucho problema andar por todos lados cuidado y tal vez espiado por agentes de la DISIP. Yo no conozco la ciudad y, por lo tanto, no puedo conducir automóvil y encontrar direcciones. ¿Podrías proporcionarme alguna persona que me pudiera trasladar y a la vez me sirviera de protección? Ah, también -recuerda Bosh- necesito un carro y armamento corto, pues en la DISIP sólo me dieron una subametralladora Beretta, que es muy difícil de ocultar cuando me bajo de carro.
Yo accedo a las peticiones de Bosh y le asigno a Hernán Ricardo, quien trabaja regularmente conmigo en la Agencia de Investigaciones Privadas. También le proporciono una pistola Colt .45 con cuatro cargadores y un revólver Python 3.57 Magnum. Eximo a Hernán Ricardo de sus deberes en la Agencia, mientras dure su nueva misión.
Hernán Ricardo, de unos 20 años, gozaba de toda mi confianza. Trabajaba conmigo desde hacía unos cinco años, cuando era muy joven (unos 15 años). Se aumentaba la edad y hacía trabajos ocasionales con mi División de DISIP. Era fotógrafo profesional, trabajaba para el vespertino El Mundo y era utilizado para que, en su condición de periodista, tomara fotografías en-los disturbios que frecuentemente ocurrían en Caracas. La comparación de las fotos obtenidas en distintos eventos, nos permitía identificar a los revoltosos habituales y a los profesionales que aparecían siempre organizando las revueltas. También Ricardo era utilizado cuando había recepciones y reuniones que cubría la prensa. Así podíamos establecer relaciones entre personas de nuestro interés. Hernán Ricardo, alto, bien parecido y de modales discretos, era estimado por todos. Su afición a la investigación y la agudeza de su mente hicieron que pronto se convirtiera en un verdadero y útil profesional. Además de la cámara, era un buen conductor (-motorizado" como le llamábamos) que conocía el difícil arte del seguimiento y vigilancia utilizando métodos increíbles para obtener buenas tomas. De esta forma, obtuvo un puesto fijo en la División, sin cargo policial porque, al intentar ponerlo en nómina, por su partida de nacimiento nos dimos cuenta de su corta edad. Se le pagaban sus emolumentos de una partida secreta. Cuando formé la Agencia de Investigaciones Privadas, él formó parte del personal operativo. Sin ocultarme nada, me dijo que también hacía trabajos ocasionales para la DISIP.
Habían transcurrido tres semanas desde la llegada de Orlando Bosh a Caracas y Hernán Ricardo era su guardaespalda y chofer. Bosh vivía en un apartamento del edificio Anauca Hilton. En dos ocasiones fue visitado por Orlando García y por El Mono Morales, oportunidad en la que Bosh le manifestó a O. García su deseo de entrevistarse con el Presidente Pérez. García le informó que ya le tenía una cita arreglada para el día 10 de octubre. En esos momentos no dudo de que O. García le ha comunicado al Presidente Pérez la presencia del Dr. Bosh y ha conseguido su autorización.
En un esfuerzo por captar mi simpatía, El Mono Morales me llamaba frecuentemente, siempre contándome de las gestiones que realizaba en favor de Bosh y de su labor. Bosh también me visitaba constantemente. A mí me agradaba su visita. Su conversación era siempre amena y cargada de patriotismo. Su meta era llevar la guerra, como él decía, por todos los caminos del mundo, hasta que desembocara en la plena liberación de Cuba. La primera fase, y para la cual se encontraba en Venezuela, era la de recolectar fondos para su proyecto. En el país había cubanos acomodados, que estaban en condiciones de contribuir generosamente para desarrollar el Plan Bosh. El Dr. Hildo Folgar, médico muy adinerado y de muchas relaciones políticas, era amigo de Bosh y se ofreció para celebrar reuniones sociales en su propia casa, para colectar fondos.
He entretenido al lector con todos estos antecedentes, para ubicarlo en el escenario y con algunos de los personajes que tendrán algún tipo de relación con lo que relato a continuación.
11: La voladura del avión cubano
Los sucesos que relataré en seguida están basados, primero, en las declaraciones hechas por Ricardo Morales Navarrete a mi amigo y abogado Raymond Aguiar, que viajó a Miami para entrevistarlo. En conversaciones posteriores que sostuvo el periodista cubano y amigo de El Mono, Francisco Chao Hermida, relatándole minuciosamente los pormenores del hecho y, posteriormente, Chao me las comunicó.
Segundo, en entrevistas que sostuve después de mi libertad con un funcionario del gobierno cubano, que estuvo muy ligado a los acontecimientos. Por razones de seguridad y porque esta persona se encuentra todavía trabajando para el gobierno de Castro, actuando como doble agente, no puedo revelar su nombre.
Tercero, por pesquisas e investigaciones realizadas por nuestros abogados, contratando a detectives privados que se trasladaron al lugar de los hechos y realizaron encuestas, pagaron información confidencial y secreta y efectuaron investigaciones en líneas aéreas, compañías telefónicas, hoteles, etc.
Por la conformación y consulta de todas estas cuentes de información, he llegado a conclusiones que me han ayudado a ver con más claridad en este intrincado laberinto.
La conspiración
Marzo de 1976
Recibí en mi casa una llamada de El Mono Morales diciéndome que en una hora vendría a visitarme. Diferí la visita y le propuse entrevistarnos en el restaurante El Caney. Hicimos la cita para las ocho de la noche.
El restaurante El Caney, tan bullicioso y concurrido durante las horas del mediodía, es tranquilo y con pocos clientes a esas horas de la noche. Por eso escogí el lugar.
Llegué albar a las 7:50y pedí "un etiqueta negra" con agua. Mientras saboreaba el trago me pregunté: ¿Qué hará El Mono en Venezuela? ¿Qué querrá de mí? En todo encuentro con El Mono había que estar siempre alerta, sospechando una segunda intención.
A las 8:00 entró El Mono por la puerta principal del restaurante, elegantemente vestido con un traje caro, demasiado deportivo para mi gusto, de color claro, casi blanco, con una llamativa corbata. Efusivamente me saludó y, al saludarme, me palpó para saber en qué posición llevaba mi arma. Nada personal, es una vieja costumbre de El Mono que, quienes lo conocieron, podrán corroborar. "Por si las moscas", como decía...
Después de saludarme pidió un trago y abordó el problema:
-Luis -me dice-, vengo a instalarme definitivamente en Venezuela. En Miami, Orlando García me ofreció un trabajo en la DISIP, que yo he aceptado. Estoy liquidando todo en Miami para venirme acá.
A continuación me dijo que García le había prometido nombrarlo Comisario y darle una posición dentro del Cuerpo. Yo no podía creer lo que estaba escuchando. Para llegar a Comisario en los tiempos en que yo estaba en la DISIP, había que tener muchos años de servicio y haber pasado por grados y cursos. Sin embargo, a El Mono lo traían de Miami y lo instalaban en esa posición. Por otro lado, El Mono no era ni siquiera ciudadano venezolano, requisito indispensable para ocupar puestos de importancia en la policía. Este aspecto se solucionó tres meses después de nuestra conversación. El Ministro de Relaciones Interiores, Octavio Lepage instruyó de su puño y letra al Director de Extranjeria, Dr. Ramón Ignacio Velásquez, para que nacionalizara venezolano a Morales, quien sólo llevaba tres o cuatro meses en el país. Así lo atestigua un memorándum o, mejor dicho, una solicitud de nacionalización hecha por El Mono que llevaba al margen una anotación firmada por el ministro para que se procediera a su ejecución. Si un individuo normal y corriente quiere hacerse ciudadano del país, primero debe ser transeúnte por dos años y, posteriormente, residente por otro período similar, para considerar su aplicación para ciudadanía.
Pues bien. El Mono llegó, se le nombró Comisario y Jefe de la División 54 (Contraespionaje), y luego se le nacionalizó venezolano.
Dos meses antes de su instalación definitiva en Venezuela, Morales viajó a la ciudad de México. Su viaje, hecho desde Venezuela, no está registrado en su pasaporte americano (Rentry permit). Utilizó para este viaje un pasaporte venezolano con el nombre de Moisés Gutiérrez Cedeño. El Mono se hospedó en el Hotel María Isabel, ubicado en la Zona Rosa de la capital mexicana. Allí fue visitado por dos funcionarios de la DGI cubana.
Según relató El Mono posteriormente al periodista Chao He¡ mida, es allí donde, por primera vez, se le pide que sabotee el avión de la Compañía Cubana de Aviación que regresa a La Habana pasando por Guyana, Trinidad y Tobago, Barbados y Jamaica. Morales recibe $18.000.00 de los cubanos y regresa de nuevo a Venezuela. De aquí, con su pasaporte americano, vuela a Miami.
Ya El Mono es Comisario y Jefe Encargado de la División 54 de la DISIP: ya es venezolano nacionalizado; tiene escolta, carro asignado y equipado con planta móvil de transmisión. Tiene buen sueldo, subalternos, armas, acceso a los aeropuertos y a dependencias gubernamentales. Puede detener, interrogar, mandar a vigilar, perseguir y fotografiar personas; consultar archivos confidenciales y secretos y mandar a intervenir teléfonos. Tiene viáticos para sus movimientos, pasajes nacionales e internacionales gratis.
Con la astucia, habilidad, seducción, simpatía y relaciones políticas, El Mono se transforma y adquiere real poder. Miles de compatriotas y personas de todo el mundo: agentes de cuerpos de seguridad de los Estados Unidos, como el FBI y la CIA y todo aquel que de alguna forma u otra se haya relacionado con él, les parece imposible -como a mí- que este hombre haya sido nombrado en un cargo tan relevante dentro de la policía política venezolana. Hasta su promotor Orlando García estará de acuerdo en el grave error que cometió al dejarse engañar por El Mono Morales.
En dos ocasiones diferentes, El Mono fue detectado entre vistándose con un cubano de nombre Cuenca Montoto, que era el Oficial de Inteligencia de la embajada cubana en Caracas, y con otro oficial de nombre Eduardo Fuentes, que fungía como Consejero Político de dicha representación diplomática. Poste riormente, dos agentes de la DGI cubana llegaron a Caracas procedentes de México. Venían acreditados como correo diplomático y traían instrucciones concretas para Morales.
La embajada cubana en Caracas estaba ubicada en una amplia y hermosa residencia, rodeada de una alta cerca que le daba protección. La delegación cubana tenía acreditados a más de treinta funcionarios. Sin embargo, en ocasiones, ese número llegaba a cien. Los "correos diplomáticos" -que no son emplea dos fijosaumentaban considerablemente la cantidad. Entra ban y salían continuamente del país hacia distintas partes del mundo, sin que les registraran su equipaje.
El Embajador de Cuba en aquel tiempo, Norberto Hernán dez Curbelo, almorzaba casi diariamente con invitados en el lujoso restaurante "Henry IV". Una escolta de la DISIP, que constaba de cinco agentes, le prestaba seguridad y... vigilaba sus pasos. Copias de los informes que redactaban sobre las actividades del ambajador (personas que lo frecuentaban, placas de automóviles, etc.) llegaban periódicamente a mis manos por un complicado sistema.
El Embajador hizo relaciones públicas con políticos venezolanos y celebró costosas fiestas, entre las que se recuerda una ofrecida en el Hotel Tamanaco, con asistencia de tres mil personas. Si se considera la siempre precaria situación económica cubana y los gastos exorbitantes de la Embajada, podremos darnos una idea del interés de Cuba en Venezuela.
El día 2 de octubre de 1976 ocurre una entrevista en el departamento de El Mono, en el edificio Anauca Hilton: a ésta asiste el oficial de inteligencia de la embajada cubana, Cuenca Mototo y el señor Lázaro Otero, representante en Guyana de la Cubana de Aviación. Lo que se habló en esta reunión no se ha determinado.
Hernán Ricardo me pidió permiso para ausentarse unos días de su trabajo cíe custodia del Dr. Bosh. Había sido llamado por El Mono Morales para que le realizara un trabajo de fotografía operativa en un vuelo de Cubana de Aviación. En el vuelo venía una delegación de Corea del Norte, compuesta por cinco personas que tomarían el avión en Guyana, rumbo a Cuba.
Con los limitados recursos a mi alance en la Agencia de Investigaciones Privadas, habíamos logrado obtener información sobre la actividad de los cubanos en Venezuela. Mucha información nos la había suministrado el Cornisario llené, quien trabajaba en la División 54 de la DISIP antes de que El Mono se hiciera cargo. Por René conseguíamos los reportes diarios de los guardaespaldas del Embajador Hernández Curbelo; también nos informaba de las visitas de los políticos de izquierda a la sede diplomática y, a veces, de algunos contactos entre diplomáticos cubanos con naturales del país o con visitantes. Cuando teníamos oportunidad y estábamos alertados, "fijábamos" fotográficamente las entrevistas y se las paseábamos a un periodista que escribía en el vespertino El Mundo. El periodista elaboraba artículos documentados con ese material que le proporcionábamos, denunciando las actividades de los cubanos en el país, sobre todo las clandestinas. Este periodista sufrió un atentado a su salida del Hotel Caracas Hilton, del que salió milagrosamente ileso. Inmediatamente abandonó el país y se radicó en los Estados Unidos. Los cubanos, por su parte, se quejaron a la Cancillería y la DISIP; por órdenes de Carlos Andrés Pérez, se nos pidió que cesáramos la campaña.
El pasaporte
El Mono llamó a Hernán Ricardo y le dijo que pasara por la Sección de Identificación y Extranjería para que le extendieran un pasaporte con el que haría una serie de viajes destinados a tomar varias fotografías operativas. Hernán recibió un pasaporte con el nombre de José Vásquez García. Su primera misión sería la de fotografiar a una delegación de cinco norcoreanos que estaban en Guyana y que viajarían a Cuba en el vuelo CU455 de Cubana de Aviación, el día 6 de octubre. El 5 de octubre Hernán Ricardo se despidió del Dr. Orlando Bosh, diciéndole que tenía que hacer unas diligencias personales.
No era el primer trabajo de esta índole para Hernán Ricardo: anteriormente había realizado encargos similares bajo la fachada de reportero gráfico, para la DISIP, comenzando estos trabajos por encargo del Comisario René y después por El Mono, ambos en labores de contraespionaje para la División 54. Para este trabajo, así como para otros posteriores, Hernán llevo de acompañante al también fotógrafo Freddy Lugo, al que estaba entrenando y enseñándole fotografía operativa, que es una especialidad para la que se requieren muchas habilidades en el uso de la cámara.
Origen y destino del vuelo CU-455
De acuerdo con lo declarado por el representante de Cubana de Aviación en Guyana (señor Santos) el CU-455 llegó al aeropuerto de Timehri (Guyana) el martes 5. a las 8:35. Estacionó en el puesto N° 1, bajo vigilancia del servicio de seguridad cubano, así como de personal de seguridad del aeropuerto. Limpiaron la aeronave la misma noche y sacaron la basura, dejándola en óptimas condiciones para el vuelo de regreso al día siguiente, miércoles, a primeras horas de la mañana. Todo esto fue hecho bajo la supervisión del señor Santos y de otro colega, el señor Lázaro Otero, quien murió en el accidente y quien se entrevistó con El Mono, en Caracas, semanas antes.
Al día siguiente, es decir, el 6 de julio de 1976, el aprovisionamiento para el vuelo fue recibido media hora antes de la hora fijada para la partida, por el señor Martí, quien también murió en el siniestro.
La tripulación abordó el avión aproximadamente a las 9:35 a. m. A partir de ese momento nadie, aparte de la tripulación, pasajeros y oficiales de la Cubana de Aviación, subieron al avión, a excepción del oficial de aduana que rompió los sellos de los licores libres de impuesto, en presencia del jefe de compras.
12: Los pasos de la muerte
El mundo, la comunidad internacional, nosotros en Caracas estábamos lejos de saber que, en un punto de El Caribe se daban pasos de muerte contra el avión cubano y que la tragedia que allí se desataría nos envolvería injustamente, cambiando nuestra vida en forma dramática y definitiva.
El avión partió de Guyana a las 10:57 a. m., es decir, con 27 minutos de retraso, debido a una solicitud oficial del Gobierno de Guyana en el sentido de que esperaran a una delegación diplomática de Nor-Corea que deseaba tomar el CU-455.
El señor Santos declaró en Barbados, que en Guyana todo se desarrolló normalmente y que todas las medidas de seguridad fueron tomadas en la oportunidad en que los pasajeros abordaron el avión, incluyendo la identificación del equipaje de cada pasajero, tanto en la pista del aeropuerto como al abordar el avión. Sin embargo, esa afirmación quedó en abierta contradicción con el testimonio de Glyne Clarke, empleado de la British West Indian, en Barbados, quien se encontraba de vacaciones en Guyana y regresó en el CU-455. Contradijo igualmente a los señores Arnold Quick y Feona Stalla, también pasajeros, (Pieza 8, folios 20, 29 y 32 del expediente jurídico), quienes afirmaron que les llamó la atención que el citado procedimiento no se efectuó en el Aeropuerto Timehri de Guyana.
El CU-455 llegó a Trinidad a las 11:03 a. m. Sólo dos pasajeros desembarcaron y, debido a que el personal de la British West Indian se había declarado en huelga, no se permitió a los pasajeros en tránsito bajar del avión. Por estas mismas razones no limpiaron el avión ni removieron la basura. Con la ayuda de la tripulación y de algunos pasajeros, se procedió al chequeo normal para subir al avión. Es decir, identificación de los equipajes por parte de los pasajeros y registro personal de los mismos. Hernán Ricardo y Freddy tomaron el fatídico vuelo.
En efecto, Hernán Ricardo y Freddy Lugo, después de dormir algunas horas en el Hotel Holiday Inn, llegan al Aeropuerto de Piarco (Puerto España, Trinidad), en horas de la mañana; registraron el equipaje y los boletos en el mostrador de la British West Indian, sin ningún incidente; Hernán Ricardo entregó su maleta y recibió su contraseña por la misma. Freddy Lugo sólo llevaba un maletín de mano.
Para que el lector comprenda toda esta trama fatídica que conduce a la voladura del avión cubano, es necesario que siga con paciencia estos pasos fatales que relatamos. Note el lector que se destaca un hecho concreto: en Trinidad sí se tomaron las medidas de seguridad, tanto sobre el equipaje como en la revisión fisica de todos y cada uno de los pasajeros que abordaron el avión. Por lo tanto, los equipajes y personas de Hernán y Lugo fueron revisados por los funcionarios de seguridad cubanos, encargados de los registros de rigor.
En el vuelo de Trinidad a Barbados- que era la próxima parada- Hernán fija fotográficamente a los norcoreanos, sin que lo adviertan. Los coreanos eran: Juan Ne Ik, Kim Do Yen, Pak Je Chin, Kl Bong y Jan Sang Kyu. Ni la película revelada, ni la cámara fotográfica, una costosa Nikon con varios lentes, les fueron jamás devueltos.
Este trayecto de Trinidad a Barbados transcurrió normalmente, a excepción de que Hernán Ricardo se quedó encerrado en el baño al atrancarse la puerta y el capitán de vuelo tuvo que acudir a rescatarlo.
Al llegar el avión a Barbados, 18 pasajeros, entre los que se encuentran Hernán y Lugo, bajan de la nave y 13 pasajeros abordan con destino a Jamaica y Cuba. Eran las 12:25 p. m.
El avión, un DC-8, tipo Mc Donnel Douglas, modelo DCS43, de la empresa Consolidada Cubana de Aviación, hace el viaje Timehri (Guyana) a La Habana con escalas en Trinidad, Barbados y Kingston (Jamaica).
Al desembarcar los 18 pasajeros en Barbados, el avión fue preparado para continuar su itinerario. Los equipajes de los pasajeros que ingresaron a la nave fueron colocados en el compartimiento de carga delantero.
La tragedia
El avión despegó a las 13:15 p. m. y comenzó a subir; nueve minutos más tarde, la torre de control recibió un mensaje del piloto que reportaba: "tenemos una explosión a bordo", señalando su intención de regresar al aeropuerto para un aterrizaje de emergencia.
El radar indicó que la nave hizo un "banqueo" por la derecha hacia el aeropuerto, comenzó a perder altura y, según declaraciones de tripulantes de barcos pesqueros y de recreo que se encontraban en el área, observaron que la nave emitió humo negro y luego, intentando iniciar una subida, volvió a perder altura y se precipitó en el mar. El tren de aterrizaje estaba fuera cuando se produjo el desastre.
El avión se hundió rápidamente en el mar, pero al recibir el impacto se quebró. En la superficie quedaron flotando 15 cadáveres, 14 maletas y parte del cuerpo de la nave, así como cojines, asientos y pedazos de baño. De las 14 maletas rescatadas, solamente 3 exhibían daños que no podían atribuirse a la explosión. Estas tres maletas fueron identificadas como propiedad del equipo de esgrima que viajaba en este trágico vuelo, las cuales fueron cargadas y colocadas por los propios miembros del equipo en el departamento de carga trasero, en el aeropuerto de Piarco, Trinidad. Eran los únicos artículos de equipaje que iban en ese compartimiento. Por lo menos 23 personas presenciaron los últimos movimientos del CU-455, algunas de ellas se encontraban en botes, otras en la casa, pero todas vieron salir humo negro del avión, detalle que, como se verá más adelante, es de importancia capital en la determinación de las causas de la tragedia.
Los recaudos que se encontraron flotando fueron rescatados por embarcaciones y entregados a las autoridades de Barbados, que los guardaron en un almacén. Los cadáveres fueron trasladados a la morgue. El avión se hundió a una profundidad de unos 600 metros.
Los agentes de la muerte. Primeras pesquisas
Mientras tanto, antes de que el avión cubano encontrara su destino fatal, ¿qué había pasado con el fotógrafo-policía Hernán Ricardo y su ayudante Lugo?
Ambos personajes hicieron el trayecto de Trinidad a Barbados, donde llegaron a las 12:50 de la tarde. Ricardo, como se ha dicho, fue el único de los dos en reclamar equipaje contra la presentación de su contraseña, porque Lugo sólo cargaba un maletín de mano. Ambos tomaron un taxi que los condujo al Hotel Holiday Inn, donde se alojaron. Aquí se enteraron de que el avión del que acababan de ser pasajeros se había precipitado al mar, envuelto en una explosión. Hernán Ricardo, que se sabe viajando con un pasaporte falso que le proporcionó la DISIP a nombre de José Vásquez García, se puso nervioso y decidieron cambiarse de hotel. Es así como a las 4:30 de la tarde, se mudaron al Hotel Beach Village. Antes de cambiar de hotel, Ricardo pidió desde el Holiday Inn una llamada de persona a persona con Luis Posada, de la Agencia de Investigaciones Privadas, en Caracas. Por no encontrarse Posada en su oficina, no pudo producirse la comunicación. Llamó, entonces, a una amiga de nombre Marinés Vega, pidiéndole que tratara de localizar a Posada y le diera un mensaje, para lo cual le facilitó el número telefónico de la Agencia.
Bajo una gran tensión nerviosa, Ricardo y Lugo siguen una conducta irregular que posteriormente los haría lucir cospechosos. Después de hacer otras llamadas desde la calle, iniciaron una peregrinación por las calles de Barbados. Pero los nervios consumían a Ricardo y por ello decidieron viajar nuevamente a Trinidad en el vuelo de las 8:30 de la noche, en la línea BWI: con la enorme prisa por el regreso, dejaron su equipaje en el Hotel Beach Village.
Una vez en Trinidad, tomaron un taxi que los condujo al Hotel Holiday Inn. El taxista Kenneth Dennis, posteriormente declaró haber oído hablar a Ricardo y Lugo, en español, sobre el atentado que sufrió el avión cubano.
Después se comprobó que el taxista no hablaba ni entendía el idioma español.
Ricardo se registró en el hotel con el nombre de Alfredo Gutiérrez y, desde allí, volvió a llamar a Caracas, a Marinés Vega, siempre tratando de hacer contacto con Posada, sin lograrlo.
Entre tanto, la policía de Trinidad recibió una llamada anónima desde Venezuela, en la que le comunicaban que en el Hotel Holiday Inn se encontraban los saboteadores del avión accidentado. La policía se dirigió como un bólido hacia el hotel y detuvo a Ricardo y a Lugo.
Allí, bajo la supervisión de Dennis Eliott Randward, Comisionado Delegado de la Policía de Trinidad y Tobago, los detenidos se declararon culpables, bajo fuerte presión y con la amenaza de enviarlos a Cuba.
A Trinidad llegó una delegación cubana encabezada por Carlos Rafael Rodríguez (comunista de la vieja guardia y hombre importante del gobierno en aquella época) quien se reunió con otra delegación de Venezuela: allí participaron el abogado David Morales Bello y el subdirector de la DISIP, Rafael Rivas Vásquez. Cuba sostiene que el avión saboteado es cubano y, por lo tanto, exige la jurisdicción del caso y pide que los sospechosos sean enviados a la Isla. Los venezolanos explican que los presuntos indiciados son de nacionalidad venezolana, por lo que deben ser trasladados a los juzgados de su país. El grupo que representa a Barbados pide también la jurisdicción.
alegando que el sabotaje había ocurrido en aguas nacionales de Barbados, a menos de cinco millas de sus costas. Estas deliberaciones y exposición de argumentos de las partes duran varios días. Barbados se retira, Cuba llega a un arreglo con Venezuela, en el que ésta da seguridad a los cubanos de que los sospechosos serán juzgados y condenados en el país. La detención de Orlando Bosh y Luis Posada en Venezuela, una semana después, logra que la delegación cubana acepte las promesas de Venezuela y desista de llevar el caso a su jurisdicción.
Mi camino hacia el túnel
La noticia de la voladura del avión cubano dio la vuelta al mundo, sacudiéndolo, especialmente porque entre las víctimas se encontraba el equipo de esgrima cubano. La tragedia enlutaba solidariamente, por su connotación, al conglomerado deportivo en particular y a la juventud en general de todos los países. El repudio tenía el tamaño del crimen cometido.
Yo estoy en Caracas cuando me entero por la radio del sabotaje del avión cubano, a pocas horas de haber ocurrido. Paso por mi oficina y mi secretaria, Celsa Toledo, me dice que Hernán Ricardo ha estado localizándome desde larga distancia. Al principio no le presto mucha atención, pero luego recuerdo que Hernán se encuentra por las islas caribeñas haciendo un trabajo de la DISIP. Como a las cinco y media de la tarde me llamó a mi oficina El Mono Morales y me dijo:
-Jefe, ¿te enteraste de lo del avión cubano?
-Sí -le contesto- ¿qué sabes tú que yo no sepa?
-No mucho -me responde-; pero Hernán Ricardo viajaba en ese vuelo y se bajó en Barbados y puede estar metido en un gran rollo.
A continuación El Mono me dice:
-¿Tú sabes que Hernán estaba haciendo un trabajo para mí?
Yo le replico, mintiéndole:
-Yo no sé nada de eso, ni siquiera sabía que Hernán trabajaba para la DISIP.
A continuación recibí una llamada de Rafael Rivas Vásquez, que me invita a tomarme un trago en El Solar de la Abuela, lujoso restaurante de la avenida Casanova. Rivas Vásquez lo frecuentaba y era recibido con mucha consideración.
Llegué al restaurante como a la media hora de la llamada y ya Rivas Vásquez me esperaba. Se encontraba en un lugar apartado y sus guardaespaldas también estaban en el sitio, ubicados estratégica y disimuladamente. Cuando llego, me saluda y me dice:
-Basilio (apodo cariñoso con que me trataba) ¿en qué lío están ustedes metidos con El Mono?
-¿Yo? En ninguno, comisario ¿Por qué?
-Tú sabes que El Mono ha estado usando a Hernán en trabajos de su División y yo no sé en qué problemas andan. Hernán viajaba en el avión cubano que parece que volaron y me preocupa mucho que tú y Orlando Bosh estén en algún asunto con ese tipo.
Con la más absoluta convicción le respondí al comisario:
-Para tu tranquilidad, Rafael, yo no estoy en ningún asunto con El Mono, y Bosh, muchísimo menos; tú sabes que El Mono es su enemigo y no confiaría nunca en él.
-Bueno, cualquier cosa que yo sepa te la comunicaré para que estés alerta -me dijo al despedirnos, con un evidente tono de alivio en la voz.
Dos días después. Rivas Vásquez era enviado a Trinidad donde se comunicaría con la policía trinitaria, para interesarse por la investigación y los interrogatorios que estaban practicando a los sospechosos. La policía, según me dijo después, no estaba siendo muy cooperadora, pues temía que hubieran funcionarios de la DISIP envueltos en el hecho.
Los siguientes días, Rivas Vásquez viajó diariamente a Trinidad. Cada vez que regresaba, yo trataba de que me diera alguna información. En una de esas ocasiones me dijo:
-La maleta de Ricardo y las cámaras fotográficas de ambos fueron recogidas en el Hotel Beach Village de, Barbados y enviados a Trinidad para anexarlas al expediente. El equipaje, las cámaras, así como las ropas y los mismos Ricardo y Lugo fueron sometidos a una serie de análisis para determinar si habían vestigios de explosivo.
-¿... Y?
-Los resultados fueron negativos.
Las discusiones entre la delegación cubana y la venezolana en Barbados se prolongaron por varios días, a fin de ultimar los detalles del compromiso. La delegación venezolana estaba compuesta por David Morales Bello; el fiscal encargado Víctor Ortega Mendoza: por Rafael Rivas Vásquez y por el doctor Gómez Mantellín. Los cubanos reclamaban, para presionar y lograr ventajas, que el Presidente Pérez había permitido y auspiciado la entrada al país de un "terrorista" como Orlando Bosh. Conocían los cubanos todos los pormenores de la entrada de Bosh a Venezuela, de la protección policíaca y las consideraciones especiales que se le brindaron. Por ello dejan entender que ellos creen que el Presidente Pérez está de acuerdo con los cubanos anticastristas y, por ende, mezclado indirectamente con la voladura del avión. El Presidente Pérez envió nota de condolencia al gobierno cubano y, como prueba de buena fe, mandó detener a Orlando Bosh. Mientras tanto, yo voy diariamente a las oficinas de la DISIP y me entrevisto con Rivas Vásquez.
El día 13 de octubre, una semana después de la voladura del avión, El Mono me cita a una reunión con Rivas Vásquez, como a las once de la noche. El primero en llegar a la cita fue El Mono Morales. Media hora después lo hizo el comisario Rivas Vásquez, quien de inmediato, dirigiéndose a mí y sin preámbulos, me dijo:
-Basilio (todos me conocían y trataban como El Comisario Basilio) vengo de ver al Presidente Pérez y me ha pedido que mientras se refrescan las cosas, debes permanecer en la DISIP; hay un grupo de esbirros cubanos que quieren matarte y es necesario que estés protegido. Te voy a enviar a tu casa para que traigas ropa y lo necesario para que estés aquí unos días, hasta que pase la tormenta. Mi pistola permanece en mi cintura y no me la pide. Le pregunto:
-¿Quiere decir que estoy detenido?
-No. Estarás aquí sólo unos días, protegido.
La situación de Rivas Vásquez con respecto a mí era muy difícil, pues siempre había sido mi amigo y compañero, además de ser también mi compatriota.
Esa noche en la que, sin saberlo yo, se acabaría mi libertad por muchos años, me instalaron en la oficina del consultor jurídico de la DISIP, donde ya habían llevado una cama. La oficina era amplia y agradable, con aire acondicionado. A mi disposición tenía un teléfono.
Muy temprano del día siguiente llegó Rivas Vásquez y me trajo a un agente que había trabajado en mis Divisiones. Me dice que me servirá en cualquier cosa que necesite, que puedo pedir cualquier comida al restaurante de mi elección y todo lo que me haga falta. Me guiña un ojo y me dice amigablemente:
-Puedes hacer las llamadas que quieras ahora; dentro de cuatro horas estará intervenido... como tú sabrás...
Le agradezco la gentileza y confío en lo que me dice. Rivas Vásquez siempre había sido un buen amigo y un hombre sin dobleces. Sin embargo, no dejé de expresarle mis temores por encontrarme en aquella situación y le dije:
-Rafael, prefiero salir de aquí y darme mi propia protección; tú sabes que yo me las sé arreglar por mí mismo. Estar un tiempo fuera de Caracas...
-Lo siento: son órdenes expresas del Presidente; debes permanecer aquí. Agrega:
-I won't let you down.
Estas palabras aún resuenan en mis oídos, al calor de los recuerdos. No digo que Rivas Vásquez me traicionó; pienso que hizo lo que pudo para resolver mi situación, pero estaba con las manos atadas. Poderosos intereses a los que estaba supeditado lo mantuvieron bajo control. Sin embargo -como se verá adelante- cuando esas presiones cesaron, años después, en sus declaraciones durante el juicio, relató toda la verdad, exponiendo su propia seguridad y teniendo que dañar a antiguos jefes. Se ciñó a la verdad y eso ayudó grandemente a aclarar muchas cosas y a exponer a las personas que planearon y ejecutaron la confabulación. Ahora le reitero a Rivas Vásquez mi estima, respeto y amistad. Entre nosotros existen secretos que nunca han sido violados porque, de hacerlo, causaríamos daño a terceras personas.
Ese mismo día, como a las cinco de la tarde, vino Orlando Bosh conducido por Orlando García y trajeron otra cama. Lo alojan en la misma oficina donde estoy yo. Bosh viene jovial y me saluda efusivamente.
Los seres humanos cometemos muchos, muchos errores. En esos momentos yo cometí uno que me costó largos años de prisión: Orlando García me pidió el carnet de la DISIP que yo le tenía guardado a Bosh. Yo lo había metido en un sobre y se lo había dado a guardar al ex jefe de la PTJ y la DISIP y socio mío en la Agencia de Investigaciones Privadas, el Dr. José Gabriel Lugo Lugo. Éste no sabía lo que contenía el mencionado sobre. Me dejé llevar por la confianza, tal vez por las promesas de O. García de la pronta solución al problema. Así, cometiendo un acto impulsivo, mandé a buscar el sobre con el carnet y se lo entregué. El carnet, con el nombre de Carlos Sucre y con la fotografia de Orlando Bosh, extendido oficialmente y firmado por El Mono Morales, estaba asentado en el libro del departamento donde elaboraban y extendían las credenciales del Cuerpo. Mostrar ese carnet a la opinión pública hubiera sido un descrédito tal para el gobierno y para la DISIP, que con él hubiéramos podido fácilmente negociar la libertad... Pero el destino o mi ingenuidad nos tenía reservado otro camino que, inexorablemente, recorreríamos.
Mientras tanto, la prensa, implacable, nos atacaba con toda violencia. Fidel Castro vociferabá y mandaba mensajes secretos al gobierno venezolano, presionando más y más al Presidente Pérez. La prensa internacional también se encargó de hacer su parte. "Castro el bueno, había sido atacado alevosamente por un grupo de terroristas que le habían volado un avión, asesinando a los deportistas del equipo de esgrima que viajaban en él".
Dos días después de nuestra detención llegó Rivas Vásquez a visitarnos. Todavía todo es lujo: la comida a la carta acompañada de whisky etiqueta negra y todo lo necesario para hacer lo más placentero posible nuestro obligado retiro. Rivas Vásquez nos dice:
-Vengo de Trinidad. Hemos ganado una batalla: los cubanos ceden su jurisdicción y Hernán y Lugo vendrán a Venezuela, evitando así que se los lleven para Cuba y los fusilen.
-Y con nosotros, ¿qué va a pasar? -le preguntamos.
-Orlando García trae noticias.
Por la tarde, mandan a buscar a Bosh. Lo llevan a la oficina de El Mono, en donde entran éste y Orlando García.
Le dicen a Bosh:
-Aquí hay un dinero para que abandone el país.
Bosh se sorprende y pregunta qué pasará con Posada. -Posada se queda, no hay otra alternativa -responde García.
Bosh les replica airado:
-Si Posada se queda, yo no me voy. El Mono comienza a argumentar:
-Mira, Orlando, mejor tú te vas primero, después veremos qué hacemos con Posada.
Bosh, sin embargo, insiste:
-Ya lo dije: o nos vamos los dos o me quedo yo con él. Orlando García tira la puerta y se marcha. Terminó la entrevista. Jamás sabré por qué Orlando García me odiaba tanto, nunca tuve relaciones con él, ni buenas ni malas, ni creo conscientemente haberle causado ningún mal.
Bosh regresó a nuestra lujosa celda y me contó todo lo que había sucedido. No nos habían dejado ver la prensa, ni la televisión, desconocíamos lo que sucedía en el exterior. Yo percibía que algo andaba mal. Las visitas de Rivas Vásquez cesaron. Ya habían transcurrido siete días desde la "invitación" que se nos hizo a un retiro forzado. Nada se resolvía en concreto y nosotros seguíamos allí.
El 26 de octubre, veinte días después de haber sido detenidos en Trinidad, Hernán Ricardo y Lugo, fueron puestos en un avión aeropostal que los condujo a Maturín, población ubicada a unos 200 kilómetros de Caracas. Allí los esperaba una avioneta del Ministerio de Relaciones Interiores que los llevó al aeropuerto de La Carlota, en Caracas. Y de aquí a la sede de la DISIP. Venían sucios, flacos, barbudos, con las huellas de los seis interrogatorios "duros" a que habían sido sometidos a manos de la policía de Barbados. Se sienten felices de volver a Venezuela, porque al menos aquí no pesaría sobre ellos el paredón de fusilamiento cubano, ni el garrote o la horca trinitaria, con que tanto fueron amenazados para lograr sus confesiones.
Llegaron los detenidos a la DISIP y así nos lo comunica Rivas Vásquez. También nos dice que se nos va a procesar por la voladura del avión, como cómplices o autores intelectuales. Esa noticia, aunque ya la esperaba, me chocó profundamente.
Esa misma noche veo a Hernán; lo está interrogando un grupo de fiscales y lo ponen en un breve careo conmigo. Como a las dos de la mañana nos trasladan a una celda de detenidos comunes. Se acabó la luna de miel. Yo, aturdido por tantos acontecimientos que se me habían echado encima de una vez, puse mi cabeza en la dura almohada y, a pesar de lo iluminado de mi celda, el cansancio y la tensión, el sueño llegó y, con éste, unas horas de olvido. Comenzaba para mí una terrible lucha, un negro camino por el que tendría que avanzar durante largos y crueles años.
Última edición por Admin el Lun Ene 17, 2011 12:40 am, editado 2 veces
Re: Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
13: El Proceso Judicial
Junto con Ricardo y Lugo vino un expediente que le entregaron en Trinidad al comisario Orlando Jiménez. El expediente constaba de 1.807 folios, escritos en idioma inglés.
La imagen internacional de Carlos Andrés Pérez quedaba de esta forma (creía él) salvada. Claro que nunca podría explicar el Presidente Pérez cómo Ricardo Morales Navarrete (a) El Mono, con sus siniestros antecedentes, fue nombrado Jefe de la División 54 de Contrainteligencia. Tampoco podría explicar cómo su Ministro del Interior, Octavio Lepage, ordenó al Director de Extranjería, Dr. Ramón Ignacio Velásquez, mediante un memorándum de su puño y letra, que se le extendiera la nacionalidad venezolana a El Mono, obviando todos los requisitos de la Ley de Extranjería. Tampoco podría explicar nunca cómo se llamó desde la DISIP a Orlando Bosh, en Nicaragua, invitándolo a venir a Venezuela y recibiéndole como VIP* al llegar ¿Cómo se podría explicar la extensión de un carnet de funcionario de la DISIP a Bosh, con el nombre de Carlos Sucre, lo cual le permitía andar armado? ¿Cómo se explica la protección policial que le proporcionó la DISIP? ¿Quién pagaba su estadía en el Hotel Anauca Hilton?
El proceso judicial, amañado y controlado, en el que se llegó al colmo de esconder el expediente más importante del proceso, la experticia realizada en Inglaterra por los técnicos de Newton y Carlos Fabbri, traería desprestigio y grandes dudas sobre la persona de Carlos Andrés Pérez.
El 14 de octubre, El Mono Morales, en su calidad de funcionario de la DISIP, firmó las órdenes de detención contra Luis Posada y Orlando Bosh (folio 38 del expediente). Sin embargo, no es sino hasta el 18 de octubre (folio 96-98) que se nos comunica y rinde declaración informativa.
Al día siguiente, El Mono me llamó a su despacho. Me trasladó el comisario Debona. Son las nueve de la mañana, pero El Mono se ve desarreglado, sin afeitar y con grandes ojeras por la falta de sueño. Nunca había visto a El Mono tan abandonado y poco aseado. Me dice que me siente y saca un aparato detector de micrófonos y con él rastrea toda la oficina.
-Todo en orden -me dice-.
A continuación comienza a hablar muy despacio y recalcando las palabras. Me doy cuenta de que se encuentra bajo una gran tensión: también noto que el efecto de los excesos de la noche anterior, los tragos y tal vez drogas, no le han pasado totalmente. Me mira fijamente por un rato y, ¡cosa increíble!,' veo por primera vez en mi vida brotar lágrimas de sus ojos, me abraza y me dice:
-Hermano, he tenido que firmar tu auto de detención bajo una presión enorme, pero no te preocupes -miente- pronto estarás libre de este rollo.
Llorando copiosamente me dice:
-Tengo que confesarte algo: yo volé el avión cubano, pronto lo sabrás todo. Se hará en una forma que pronto estarás libre. Bosh se pudrirá en la cárcel y Lugo y Ricardo cargarán con el pato.
Aunque en aquel momento no creí ni una palabra de lo que decía, le contesté:
-Mono, ¿cómo puedes ser tan hijo de (moderese)? Si tú fuiste, ¿cómo puedes permitir que otras personas inocentes carguen con la culpa?
-¿Inocentes? ¡Al carajo! Bosh es un hijo de (moderese) que siempre ha usado la violencia y por todo lo que ha hecho merece eso y mucho más. Ricardo es otro hijo de (moderese), que me hizo una y se salvó de milagro, pues todo estaba planificado para que muriera en el atentado.
-¿Y Lugo? -le pregunto.
-A ese mulato yo no lo conozco. Cuando avance el tiempo yo lo declararé todo: mientras tanto, haré lo posible para que salgas.
Yo estaba mentalmente preso de una gran agitación y le dije:
-¿Por qué no me das los detalles?
La emoción que El Mono sintió había pasado. Volvió a ser dueño de sus actos, estaba otra vez frío y calculador. Sonriendo me respondió:
-¿Los detalles? ¡Qué va, Comisario! ¡Formarás una cagada que no la brinca un chivo!
Como yo no creía una palabra de lo que me decía, no insistí y di por terminada la entrevista. Cuando le relaté todo lo sucedido a O. Bosh, éste, riendo, me comentó:
-¿Tú vas a creer lo que dice ese hijo de (moderese)?
Sonreí también, un poco abochornado de mi ingenuidad. Otro grave error. La información, por muy increíble y desatinada que parezca, puede ser cierta. En "inteligencia" hay un dicho que dice: "Lo cierto no necesariamente tiene que ser lógico; y lo lógico no necesariamente tiene que ser cierto". Debí haber procesado la información que me suministró El Mono y haberla mandado a investigar.
Posteriormente, y después de las declaraciones públicas que hizo El Mono en dos ocasiones, adjudicándose la autoría de la voladura del avión, y de datos que obtuve por fuentes confiables, me pude dar cuenta de mi grave error.
Los preparativos del juicio prosiguen. Una serie de irregularidades procesales y judiciales se suceden; son tantas, que harían tedioso este relato. Entre las más relevantes figura a violación del Derecho de Hábeas Corpus, al no ser puestos en libertad los indiciados después de haber transcurrido los ocho días reglamentarios que marca la ley.
El abogado Francisco Leandro Moras se presenta en la DISIP y conversa con Orlando Bosh, quien lo nombra su abogado. Yo mando a buscar a mis amigos Raymond Aguiar y Oswaldo Domínguez, ex-consultor jurídico de la DISIP. Ambos aceptan inmediatamente mi petición de servirme de abogados.
El Auto de Detención
El Fiscal General encargado, Víctor Ortega Mendoza, el día 10 de noviembre presenta formal denuncia contra los encausados para dar cumplimiento al Artículo 4 del Código Penal, que requiere de esa formalidad para que pueda procederse al enjuiciamiento de un delito cometido en el exterior. Por lo tanto, si hasta en esta fecha cumplió con el requisito señalado, todas las actuaciones anteriores eran nulas. Faltaba, hasta ese momento, una de las condiciones procesales. Junto con la referida denuncia, el Fiscal envió a la jueza, Delia Estaba Moreno, un legajo de documentos emanados de la Comisaría de Policía de San Vicente, Puerto España, Trinidad y Barbados, relacionados con el acto de sabotaje contra el avión de la Cubana de Aviación, ocurrido en Barbados. También el Fiscal remitió las actuaciones de la DISIP que le fueron enviadas por el Ministro del Interior, Dr. Octavio Lepage. El Fiscal General encargado, nombró como instructor especial a la jueza Delia Estaba Moreno y como Fiscal Auxiliar al Dr. Víctor Hoyer, Fiscal 18 del Ministerio Público.
La injusticia de la justicia" comenzará a manifestarse desde los primeros procedimientos incorrectos, inexplicables y torpes. El 2 de noviembre de 1976, la jueza Delta Estaba acordó el auto de detención sin haber leído el expediente por ser simplemente imposible. Aparenta haber hecho en 24 horas lo que demandaba por lo menos 170 horas de lectura, un trabajo continuo sin dormir, sin comer y sin hacer absolutamente nada más. Era materialmente imposible leer y analizar un expediente de 1.807 folios, que además estaba en inglés (idioma que no conocía la Dra. Estaba).
Aún suponiendo que leyera y analizara cada folio en 5 minutos, hubiera necesitado 170 horas de lectura para enterarse del contenido del expediente y tomar la decisión sobre el auto de detención, más el tiempo adicional para la elaboración del mismo.
Cuando un juez instructor va a emitir un auto de detención preventiva, es decir, ordenar que el procesado permanezca en prisión hasta la celebración del juicio, debe ser muy cuidadoso en el estudio de los recaudos a su alcance, pues la toma de una decisión precipitada o mal intencionada, hará que el reo, aunque sea inocente, permanezca largos años en prisión. En Venezuela no hay fianza para la mayoría de los delitos y, por ello, el acusado debe permanecer en prisión mientras se desarrolla y culmina el proceso judicial. Los procesos judiciales son sumamente lentos, generalmente duran años. No hay ley que obligue a los jueces a un término de tiempo. Conozco infinidad de casos en los que los procesados, después de haber estado presos por cuatro, cinco o más años, son declarados inocentes. Cuando un juez dicta auto de detención, tiene un acto judicial llamado de Indagatoria, en el que los abogados defensores apelan del auto de detención dictado. Si otro juez ratifica la decisión emitida primeramente ya se sabe que, aunque el juicio se decida finalmente a su favor, le esperan largos años de cárcel. Los jueces trabajan poco y lentamente, de lunes a viernes y solamente en horas de la mañana. Los secretarios que copian las actuaciones judiciales son igualmente lentos. Todas las actuaciones, tanto fiscales como las de la defensa, tienen que ser presentadas por escrito y, si es un juicio como el que padecimos, pueden llegar a tener tantos folios como el nuestro, que tenían que ser llevados en carretillas. En nuestro caso se procesaron más de diez mil folios.
La Jueza Delia Estaba Moreno, en menos de 24 horas de haber recibido los recaudos de la fiscalía, sin haber leído el expediente, emitió el auto de detención que, a través de los años, nos haría navegar por ese turbio mar de dilaciones, peloteos de un juez a otro, de un juzgado a otro y de la jurisdicción civil a la militar y viceversa.
La cárcel modelo
Después del auto de detención, dispusieron enviarnos a una prisión ubicada en la periferia de Caracas, llamada la Cárcel Modelo. Es una vieja y ruinosa instalación contra la que se ha decretado su demolición. Es una prisión preventiva; es decir, que aquí permanecen los procesados que esperan juicio. Su número es impresionante y el hacinamiento es el principal problema. La delincuencia interna, las drogas y las muertes casi a diario entre los reclusos, mantienen en un estado deplorable e inseguro a la población penal.
Las instalaciones que albergan a los reclusos están divididas por sectores o núcleos a los que llaman "letras", por estar señalados con letras del alfabeto. A Bosh y a mí nos instalaron en la letra C. Este sector, cerrado y protegido, donde se le niega el acceso a los demás procesados, está formado por unos cincuenta reclusos, en su mayoría ex-agentes y funcionarios de policía, delincuentes acomodados, susceptibles de ser extorsionados por otros reclusos para obtener dinero, etc. Esta heterogénea población tiene un "jefe de letra", un ex-funcionario de DIGEPOL llamado Isidro, de apariencia tranquila, de buenos modales y muy respetado por todos. Su gran defecto, y por el cual estaba preso, era no poder controlar su increíble y patológica ira, que lo había hecho cometer tres homicidios.
Son las once de la noche. Varios carros de la DISIP nos conducen y nos introducen en las oficinas de la Cárcel Modelo. El director nos espera y nos da "la bienvenida". Los funcionarios de la DISIP que nos acompañan han sido policías que uabajaron bajo mi mando. Se despiden de nosotros (Bosh y yo) con cariño y respeto.
El director nos guía personalmente a la letra C. Allí nos recibe un ex-agente de la DISIP que está procesado junto con otros dos agentes, acusados de haber dado muerte a un prisionero en un interrogatorio. También me saludan Guedes y Pacheco, ex-funcionarios del DIM (Dirección de Inteligencia Militar), acusados de haber dado muerte a un abogado de apellido Aguilar Serrada. Estos dos ex-funcionarios, después de haber sido encarcelados durante seis años, fueron declarados inocentes del delito que se les atribuía.
La letra C está formada por un gran patio por el que caminan, sin hacer nada, unos 60 reclusos. Rodeando el patio que tiene piso de concreto, se encuentran unos 15 cubículos de 1.70 por 3 metros, con camas literas, sin baño y sin espacio para guardar la ropa o las pertenencias. Lo poco que poseen los reclusos se encuentra colgado en las paredes o guardado en cajas o maletas, siempre cerradas con candado para evitar que las roben sus compañeros.
Un baño común con tres duchas y tres servicios sanitarios, servían a toda la población penal de la letra C. Las duchas no tenían regadera y se recibe el chorro directo de agua fría. Los servicios "sanitarios" eran agujeros en el piso, en donde había que defecar parado.
Después de los saludos de los presos, penetramos en nuestra celda. Había en ella una cama litera sucia, con dos colchonetas sin almohadas. Bosh dormiría en la litera de abajo y yo en la de arriba. Nos dieron un candado para que cerráramos la puerta por dentro. La fuerte iluminación de las lámparas que rodeaban el patio penetraba por la única y pequeña ventana, alumbrando la celda. Las instalaciones de la letra C estaban cerradas por arriba con una fuerte malla de alambre de hierro. Un guardia armado con fusil Fal vigilaba el sector durante toda la noche. Sus pasos se oían cuando caminaba, también sus ronquidos cuando lo vencía el sueño y dormía un poco.
Sentado en el borde de mi cama, llegó el silencio y, con él, mis sombríos pensamientos; también me llegó el hedor que me acompañaría mientras estuve en esa prisión, el fuerte hedor de orines y excrementos. A esa hora de la media noche, cuando se había ido el agua, el mal olor era más fuerte y penetrante. Yo medité, desconcertado. ¿Qué había pasado con mi vida? ¿Cuánto tiempo pasaría en estas horribles y denigrantes condiciones? ¿Qué daño había causado yo a los que ahora eran mis enemigos, para someterme a esta injusta y tremenda situación? La tensión de aquel aciago día dominó todos mis sentidos. Los ojos se me cerraban de cansancio y me envolvió un sueño, más bien un sopor que me duró hasta el amanecer.
Después la luz del día y con ella el bullicio que formaban los presos en el patio. Las 7:00 a. m. Desde mi celda oigo que ha llegado el desayuno. En una enorme paila caldero de aluminio viene un líquido aguado, que dicen que es café. Los presos se ponen en fila, cada uno con su jarro o lata que sirve de taza para recibir una ración del humeante liquido y uno o dos pedazos de pan. El pan, como la comida, se distribuye por categorías: es decir, que los amigos de los jefes de galera o de los repartidores de comida, reciben más y mejor.
Con el día llega la música; muchos presos poseen enormes y potentes radios portátiles y, con ellos a todo volumen, pasean por el patio sintonizando la estación de su preferencia.
Salgo al patio y me encuentro con un cubano que en seguida me lo presentan: gordo, como de unos 60 años, jovial y extrovertido, espera juicio desde hace cuatro años por un supuesto delito de tráfico de drogas. Un año después saldría absuelto del delito que se le imputaba. El cubano, de nombre Rolando González, había ganado mucho dinero en el negocio de venta de terminales, pero cuatro años de prisión lo tenían al borde de la quiebra. Vivía en el piso de arriba, donde vivían los privilegiados. Me invitó a tomar café, acepté y subí a su habitación; allí tenía una cocina eléctrica, que encendió. Puso buen café en una cafetera italiana; el olor es delicioso e insiste en que me coma un par de huevos fritos; antes de que acepte ya me los está preparando e inmediatamente, como es natural, me cuenta su vida. También me instruye en cómo permanecer alerta, no confiar ni ofrecer amistad a nadie, no prestar dinero, no guardarle ningún paquete a nadie, esperar siempre la traición de los demás, etc. Me explica que con un poco de dinero es posible conseguir muchas cosas. Después de tomar el café y de comer los huevos, me puso en contacto con un recluso que, por unos veinte dólares, nos proveyó de dos camas grandes, viejas y cómodas. Por cinco dólares más nos trajo dos colchones. Ya entramos en la élite de los privilegiados. El día transcurre ruidoso, aburrido y muy caluroso. Guedes y Pacheco tienen una cocina en el patio y han hecho suficiente comida para que Bosh y yo comamos: espagueti con carne muy condimentado y preparado magistralmente por Guedes, que es un gran cocinero. Después de almuerzo hay limpieza general y el siguiente día será de visita. Siempre que hay visita, el día anterior se hace un aseo general, supervisado y organizado por Isidro, quien también es el que más trabaja. Traen como ocho baldes que los llenan de agua, también una caja de polvo detergente y cuatro escobas. Un grupo carga los baldes de agua, otro restriega el piso con las escobas y el detergente. En una hora el patio y los baños quedan limpios y relucientes. ¿El olor a orina y excremento? Permanecerá siempre; no hay forma de eliminarlo.
Por la noche los privilegiados, entre ellos yo, nos reunimos en la celda de Pacheco. Tiene un televisor a colores con imágenes en blanco y negro: increíble pero cierto. Por una razón que casi nadie conoce, entre ellos yo, el Presidente Pérez ha prohibido la televisión a colores en Venezuela. Pacheco ve las novelas de las ocho de la noche y eso será lo que los demás verán. Alas nueve tocan silencio, se acaba el bullicio, los presos apagan sus enormes y potentes radios y comienza la quietud. En el patio permanecen pequeños grupos hablando en voz baja.
Al siguiente día, muy de mañana, vienen los guardias a pasar lista o, mejor dicho, a hacer conteo. Se forma una larga fila de presos en calzoncillos quienes, con cara y voz soñolienta, van diciendo: uno, dos, tres... cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta. Los vigilantes quedan conformes con el conteo y se retiran. Corren todos hacia el baño: afuera, una cola de reclusos esperan con una toalla o un trapo y un pedazo de jabón. Muchos tienen un rollo de papel sanitario pues, mientras unos se bañan, otros defecan. La administración de la prisión no provee al recluso de ninguna de sus necesidades; no les da papel sanitario, ni jabón, ni cepillo de dientes, ni pasta dental. Sus familiares y visitas se los traen, así como traen los alimentos crudos y cocinados que comerán hasta la próxima visita, a no ser que coman la asquerosa comida del penal.
Cuando un preso no recibe visitas y, por consiguiente, no tiene recursos económicos, tiene que mendigar las cosas más elementales, como un pedazo de jabón o un poco de pasta dental; de otra forma, tiene que robar a sus compañeros, vender drogas, o ejercer cualquier otro tipo de delincuencia. A los presos desamparados les llaman "fritos", y los ven como limosneros y pedigüeños, vistiendo harapos, deambulando por el penal.
El primer día de visita llegó mi esposa Nieves con mi abogado y amigo Raymond Aguiar, un hombre joven, de unos 37 años, brillante y agresivo, que me defenderá con tenacidad y valentía durante todo o casi todo el proceso, arriesgando su situación, al enfrentar a poderosos enemigos, abiertamente y sin temor. Raymond me trae unos tabacos que comparto con Bosh, y Nieves un libro religioso del predicador Vicent Pale. Aprovecho y les doy una lista de cosas que, con las influencias de Raymond, me traerán al penal. Una cocina eléctrica de dos hornillas, una cafetera, un sartén, dos ollas, cubiertos, aceite, arroz, latas y sobres de sopa, café, frijoles, espaguetis, papel sanitario, cepillo dental, pasta de dientes, toallas, etc. Al rato llegan mis amigos-hermanos Paco Pimentel y Joaquín Chaffardet. Joaquín viene cargando un pequeño televisor a colores de 5 pulgadas, que le dejaron pasar y me lo entrega: Paquito ofrece regalarme una nevera pequeña. Con tristeza veo que llegan las 2:00 p. m. y me tocan el silbato indicando que terminó la visita.
Al siguiente día me llaman de la administración para entregar me todas las cosas que me enviaron. Al entrar las cajas a la letra C, nos convertimos en potentados.
Hacemos una cooperativa con Guedes: nosotros traemos la carne y la mayor parte de la comida, él cocina y un preso que hace labores de aseo, nos lavará las ollas a cambio de que le demos la comida. También lo contrato para que barra diariamente mi celda y sacuda el polvo.
En las cajas vienen libros que me ha enviado Chaffardet.
Ese primer encuentro con la cárcel marcó en mí huellas indelebles, que aún conforman mi vida e influyen en mi carácter. Leí muchos libros, que me inclinaron al análisis y la investigación de mi conducta y la de los demás. Los radios estridentes y la música bulliciosa que estaba obligado a padecer me han hecho aborrecer la música a alto volumen y de tonos agudos y repetitivos como la música moderna.
Al siguiente día me llaman para decirme que tengo una visita importante que recibiré en una habitación especial de la dirección. Un hombre alto, canoso, de porte distinguido, vestido elegantemente, me espera de pie: es mi amigo, el Dr. Remberto Uzcátegui. que ha conseguido que le permitan visitarme. Me trae un libro cuyo título recuerdo muy bien: Y la Biblia tenía razón. También me trae un juego de ajedrez con su tablero. Me aconseja que nunca deje de hacer cosas, que me mantenga
ocupado. Me consuela y reconforta. También me dice que hablará con mis socios en la Agencia de Investigaciones. Argüello y Lugo, para arreglar mis asuntos financieros. Estará en contacto con mi abogado y conseguirá el dinero necesario para mi defensa. Le agradezco profundamente su visita y observo con nostalgia el gran abismo que nos separa. Son las 12:30 p. m. Uzcátegui va para el restaurante El Caney, donde después de tomar un etiqueta negra con agua, almorzará en un ambiente elegante y con personas agradables. Yo regreso a la letra C, a las radios estridentes, al calor, a las moscas, al hedor de orines y excrementos.
A pesar de las evidencias a mi alrededor, de procesados que llevaban años encarcelados sin celebrárseles juicio y con sentencias pendientes, yo me engañaba y me decía: pronto saldré de aquí, a mí no me puede pasar esto, es sólo una pesadilla... y mil pensamientos infantiles acudían a mi mente y me ayudaban a enfrentar mi difícil situación y mi futuro incierto.
Los días pasan, pasan las semanas pasan los meses. Ya es Navidad. El día 24, Nieves me trae un pequeño lechón asado, turrones y dulces. Lo pongo en la mesa del patio y dura "menos que un merengue en la puerta de un colegio". En menos de media hora no quedan ni los huesos; cuando iba a sacar un poco de carne para hacerme un emparedado, veo que al lechón le falta la cabeza y la pierna trasera derecha; cómo y en qué momento se la cortaron, es algo que nunca sabré. Los familiares de los presos, de acuerdo a su capacidad económica, llevaban regalos en esta época del año. De vez en cuando olía a licor; alguien, sobornando a no sé quién, ha logrado introducir una botella de bebida alcohólica.
Droga siempre entra. Por la noche huele a mariguana; alguien siempre anda fumando, alguien siempre anda vendiendo. Los guardias siempre son sobornables. Recuerdo una noche que un guardia, desde su posta, tiró un paquete que cayó en medio del patio; nadie fue a recogerlo y el paquete quedó allí toda la noche.
En el penal hay dos días de visita: los miércoles, visita conyugal, en la que no se permite la entrada a los niños: y los sábados, visita familiar. Los miércoles llegan las prostitutas más feas y destartaladas del mundo; van de letra en letra, vendiendo sus favores. Siempre son las mismas, mujeres deshechas que ya no pueden ejercer la prostitución y van a las cárceles donde, por una pequeña cantidad de dinero, se acuestan con los reclusos.
El día después de las visitas es día de problemas. El índice de muertos y heridos en las peleas de los reclusos aumenta considerablemente. ¿A qué se debe? Desde luego a la droga que fue introducida el día de la visita y a los regalos que trajeron sus familiares y amigos. La droga, casi siempre en forma de pastillas, aumenta la agresividad de los reclusos. Los ladrones, enervados por la droga, tratan de robar o extorsionar y de ahí se generan las peleas. Después de las visitas casi siempre hay requisa. La guardia registra las celdas, los techos, los colchones, los televisores y radios, las neveras, la comida y todo lugar o cosa que pueda esconder droga o un arma. Al final, siempre hay decomisos de armas y droga. Pero por la noche, siempre se oirá el inconfundible sonido de un preso afilando un pedazo de metal contra el cemento del piso para hacer un "chuzo". El chuzo es una especie de cuchillo, hecho de pedazos de metal, sacados a veces de los laterales de las camas de hierro y de cualquier otra cosa. Después de afilar bien lo que será la hoja, que a veces mide 12 ó 14 pulgadas de largo, se forra la parte de atrás con tela o madera para hacerle un mango. Con estos temibles cuchillos los reclusos pelean entre sí. Las graves heridas y la falta de asistencia médica producen la muerte de muchos. En mis meses de encierro en esa penitenciaría, la más peligrosa del país, vi muchos casos de homicidio. Más tarde, cuando me trasladaron a otro sector de esa misma cárcel, que lindaba con la enfermería, veía y oía a diario las quejas y lamentos de los heridos y enfermos graves que se desangraban sin asistencia médica, sin medicamentos y sin nada que se les ofreciera para mitigar sus dolores.
El presupuesto diario por recluso, que incluía desayuno, almuerzo y cena, era de unos 60 centavos de dólar por persona. Si a ese presupuesto se grava lo que se roban los ecónomos (empleados civiles a cargo de los almacenes) y la compra a bajos precios de productos en mal estado, al recluso que tiene que comerse lo que ofrece el penal, le llega pura basura.
Mientras luchaba por sobrevivir anímicamente en ese mundo tenebroso y nuevo para mí, otra lucha se desarrollaba fuera para obtener mi libertad. El Dr. Uzcátegui había formado un pull de amigos pudientes que sufragaban los gastos de mi defensa. Raymond Aguiar recibe $ 10,000.00 de manos de Uzcátegui, y le dice que no quiere más dinero; que de ahora en adelante su defensa será gratis. También el Dr. Francisco Leandro Mora, abogado defensor de Bosh, se rehusa a recibir más dinero de los grupos de exiliados que sufragan la defensa. Tampoco cobrará.
En el auto de detención dictado contra mi persona se me acusaba de "uso y fabricación de armas de guerra y traición a la patria". En los recaudos que se le presentaron a la jueza instructora Delia Estaba Moreno, no había absolutamente nada que pudiera constituir un indicio de que yo hubiera fabricado o transportado alguna clase de explosivo o artefacto explosivo que pudiera considerarse como arma de guerra.
La "traición a la patria" se sustentaba en que el sabotaje al avión cubano había puesto en peligro de guerra o de ruptura de relaciones a Venezuela con Cuba.
Obviamente tampoco pudieron encontrar pruebas ni indicios de responsabilidad en el hecho. Durante diez meses nuestros abogados denuncian públicamente las irregularidades procesales que se han sucedido. También atacan con violencia a la jueza Estaba.
A continuación relato el hecho más importante del proceso y del que ni siquiera tuvieron conocimiento nuestros abogados defensores, porque se mantuvo oculto. El resultado del peritaje, increíblemente no fue presentado al tribunal y se escondió para que no formara parte del expediente.
A raíz del sabotaje al avión cubano, el gobierno de Barbados solicitó a Gran Bretaña la asistencia de peritos para investigar el atentado. Inglaterra envía a Eric Newton, un técnico de 60 años de edad, de gran experiencia por haber trabajado en varios casos de siniestros aéreos. La jueza Estaba comisiona al técnico en explosivos, también muy calificado, de nombre Carlos Fabbri, funcionario de la DISIP, para que junto con Newton, investigue y someta a experticia los recaudos recuperados de] avión.
Los expertos se encuentran en Barbados e inmediatamente se ponen a trabajar en conjunto. Del 10 al 16 de octubre estuvieron en la escena del desastre, seleccionaron muestras recuperadas del avión siniestrado y en valija diplomática las llevaron a Inglaterra. En los laboratorios del Royal Armament Research & Development Establishment RARDE de Gran Bretaña, desarrollaron una experticia e investigación, apoyados por técnicos del laboratorio, donde llegaron a conclusiones precisas y específicas. Redactaron un informe científico y minucioso de todos los peritajes, exámenes e investigaciones, así como de las conclusiones emanadas de los mismos. El informe llegó a Caracas el 2 de diciembre de 1976. Una copia se entregó a Barbados, otra a la DISIP, otra al tribunal a manos de la jueza instructora Delia Estaba y otra a la Embajada de Inglaterra en Venezuela. Cada una de las copias fue firmada por los peritos Newton y Fabbri, autenticadas por el Laboratorio RARDE.
Este peritaje, como se explicará, constituyó una prueba contundente y decisiva para las futuras actuaciones procesales: sin embargo, el expediente, maliciosamente, no fue incorporado a los autos y, en consecuencia, tampoco estuvo en manos de los abogados defensores para sustentar la defensa. Esta maliciosa jugada hizo que en la indagatoria o recurso presentado contra el auto de detención, los abogados no pudieran presentar este informe que, sin lugar a duda, hubiera destruido las supuestas evidencias que constituían y sustentaban el mencionado auto de detención.
Al trasladamos de sector en la cárcel, pueden controlar nuestras visitas y evitar que suceda lo que pasó cuando un periodista norteamericano se infiltró en una visita y entrevistó a Bosh, quien valientemente denunció todo lo que estaba aconteciendo; esto provocó un gran escándalo.
Ahora estamos los cuatro juntos; vivimos en la celda que se le construyó al dictador Pérez Jiménez, cuando fue enjuiciado y condenado en Venezuela. El sector, cerrado y aislado de los demás presos, colinda con la enfermería. Tiene un pequeño patio, cerrado con alambre hasta arriba. Son dos habitaciones con un baño común: en una vivimos O. Bosh y yo, y en la otra, Ricardo y Lugo. Leo mucho, pinto cuadros al óleo. Aprendí un poco a pintar observando a un pintor llamado Jan. Este estaba asociado con un cubano de nombre Blanquito. El pintaba y el cubano vendía los cuadros por cualquier cosa, con el producto compraban mariguana. Jan es un pintor excepcional y no dudo que sus cuadros tengan valor en la calle, Blanquito pasa el día vestido de blanco, zapatos blancos, medias blancas, y todo blanco. Su religión de santería así se lo exige. Frecuentemente realiza sesiones de oración y santería con la esposa del indio Andrade, en un lugar apartado del penal. El Indio Andrade, jefe de prisiones, es respetado y temido por los reclusos. Alto, fornido, de piel muy oscura y pelo lacio, habla poco. Tiene fama de ser un hombre justo pero implacable.
Cuando Jan pintaba, yo lo observaba. Le preguntaba y él me explicaba la mezcla de colores, el uso del pincel y de la espátula. Jan estaba preso por haber robado una avioneta de recreo. ¿Para qué? Para nada, para dar un paseo, pues es piloto deportivo y tenía ganas de volar. Lleva ya tres años preso esperando juicio. A veces recibe una invitación a almorzar de nuestra cooperativa. Bosh se anima y empieza a pintar; tiene experiencia, pinta bien y pasa largas horas enseñándome. Puedo decir que él me enseñó y, observando a Jan, me perfeccioné.
En el segundo piso de la letra C viven los corsos: dos franceses acusados de haber tratado de introducir drogas en el país. Uno es alto, bien parecido y dice abiertamente que es culpable. También dice que el cubano Rolando González y otro corso que se encuentra procesado por la misma causa, son inocentes. El otro corso, pequeño, muy callado y cortés, siente el paso de la injusticia y de los cuatro largos años de cautiverio esperando un juicio que nunca llega.
Los corsos, no sé por qué, son respetados y temidos en el penal. Tienen buenos libros que intercambiamos. El corso grande, el que trajo la droga, siempre vivió una vida de delincuencia en Francia, aprendió a hablar español y se comunica perfectamente; tiene una conversación agradable, muy interesante y, como ha leído mucho, tiene cultura. La amistad con los corsos nos ha beneficiado. Somos intocables para los ladrones, extorsionadores, etc. También recibimos raciones de comida seca, arroz, frijoles, quesos, jugos y hasta jamones, por sus influencias en el economato. Los demás presos no tienen, como es natural, acceso a esos privilegios. Ven con envidia cuando nos traen la comida. Esta situación alivia a nuestra familia de venir a las visitas cargadas de bolsas y paquetes. Es tanta la comida, que la compartimos con otros reclusos. La amistad con los corsos nos otorga el estatus de privilegiados e intocables.
Donde nos han ubicado estamos aislados de la población penal y de las visitas que ellos no puedan controlar. Pasamos el día aburridos, mirándonos las caras. Leo y estudio religiones y filosofía. Mahoma, Mahatma Gandhi, Jesucristo, Buda, Confucio, en fin, los grandes precursores que, al ser estudiados y meditados, dejan grandes enseñanzas que modifican el carácter que me trastornaba: el odio hacia mis enemigos que me habían colocado en esta terrible situación. En el silencio de la noche meditaba y me decía a mí mismo: "tú aquí, odiando y sufriendo, mientras tus enemigos se encuentran tranquilos y felices, tal vez en un restaurante de lujo o en los brazos de la persona amada. Tu odio y rencor no les llega ni los perturba. El odio te daña a ti y no a ellos".
Así aprendí a practicar la imperturbabilidad. También por las enseñanzas de Buda, aprendí el gran secreto de no desear nada material: la ropa, los autos, mis armas y escopetas deportiva, que habían formado parte de mi vida, iban poco a poco desvaneciéndose de mis deseos. Este control mental, esta imperturbabilidad ante los avatares de mi vida me ayudaron, me ayudan y me ayudarán mientras dure mi existencia.
Los abogados defensores coordinan sus actuaciones. A mí me defienden los doctores Raymond Aguiar y Oswaldo Domínguez: al doctor Orlando Bosh lo defiende el abogado Francisco Leandro Mora: a Hernán Ricardo lo representa la doctora Carla del Solar y a Freddy Lugo el doctor Pío González Alvarez.
El proceso, plagado de irregularidades procesales, tiene dos hechos que merece la pena citar:
El 23 de octubre la jueza nos cita al tribunal para tomarnos declaración a Orlando Bosh y a mí. El traslado se hace de forma clandestina, sin avisar a nuestros abogados y así privarnos de su asistencia. Este hecho, inconstitucional y violatorio de la Ley del Ministerio Público al no permitir a los procesados hablar con sus abogados antes de rendir declaración, fue reseñado por todos los diarios locales y por todas las plantas de televisión. Raymond Aguiar arma un gran escándalo y ataca con violencia a la jueza.
Otra actuación realizada en forma clandestina y a espaldas de los abogados fue la de citar a ocho testigos de Trinidad y Barbados. Los testigos fueron alojados en el Hotel Anauco Hilton y mantenidos incomunicados hasta que fueron trasladados al tribunal donde se les tomó declaración. A la defensa no se le permitió interrogar a los mencionados testigos, ni oficial ni extraoficialmente, pues fueron aislados hasta que abandonaron el país. El subterfugio que utilizó la jueza para cometer esta aberración procesal, está plasmado al inicio de la redacción de sus declaraciones. Textualmente, y con todo cinismo, dice así: "Por cuanto este tribunal se enteró que en el Hotel Anauco Hilton se encontraban..."
En estas oportunidades, como en otras tantas, se pasaron por alto todas las formalidades legales para la declaración de testigos que residen no sólo fuera de la jurisdicción del tribunal, sino fuera del país.
Ya es agosto de 1977, hace ya diez meses que permanezco encarcelado y nada se vislumbra. Siguen los ataques de los abogados defensores a la jueza Estaba y su arbitrarla forma de manejar el proceso. Un escrito publicado en la prensa por los abogados, es calificado por la Estaba como "injusto y difamatorio". Ordena una sanción disciplinaria que encarcela a los abogados (todos) privándolos de la libertad. Un grupo de abogados presenta una solicitud ante el Juzgado Cuarto de Primera Instancia, que decide a favor de los encarcelados y ordena su libertad.
Se arma un gran escándalo publicitario, la prensa local se hace eco de las protestas y denuncias de los abogados. La doctora Estaba ya no puede aguantar más la situación. ¿Qué hace? El 13 de agosto de 1977 decide que el caso no es de su competencia, es decir, de la jurisdicción civil, y lo remite a la jurisdicción militar, al Juzgado Primero Militar. El 15 de agosto el Ministro de la Defensa ordena al juez militar primero, coronel Néstor Murillo, abrir averiguación sumarial en la causa instruida por la jurisdicción ordinaria. Diez líneas de una hoja reseñan el cambio de jurisdicción. El juez militar dicta un nuevo auto de detención, esta vez por "traición a la patria" y envía el expediente al Consejo de Guerra Permanente de Caracas.
En Venezuela los expedientes de la jurisdicción militar son enviados al Presidente de la República para su consulta, siendo potestad del mismo la continuación o sobreseimiento de la causa. El Presidente Pérez no emitirá su decisión hasta un año después, manteniéndonos encarcelados y dilatando el proceso.
Junto con Ricardo y Lugo vino un expediente que le entregaron en Trinidad al comisario Orlando Jiménez. El expediente constaba de 1.807 folios, escritos en idioma inglés.
La imagen internacional de Carlos Andrés Pérez quedaba de esta forma (creía él) salvada. Claro que nunca podría explicar el Presidente Pérez cómo Ricardo Morales Navarrete (a) El Mono, con sus siniestros antecedentes, fue nombrado Jefe de la División 54 de Contrainteligencia. Tampoco podría explicar cómo su Ministro del Interior, Octavio Lepage, ordenó al Director de Extranjería, Dr. Ramón Ignacio Velásquez, mediante un memorándum de su puño y letra, que se le extendiera la nacionalidad venezolana a El Mono, obviando todos los requisitos de la Ley de Extranjería. Tampoco podría explicar nunca cómo se llamó desde la DISIP a Orlando Bosh, en Nicaragua, invitándolo a venir a Venezuela y recibiéndole como VIP* al llegar ¿Cómo se podría explicar la extensión de un carnet de funcionario de la DISIP a Bosh, con el nombre de Carlos Sucre, lo cual le permitía andar armado? ¿Cómo se explica la protección policial que le proporcionó la DISIP? ¿Quién pagaba su estadía en el Hotel Anauca Hilton?
El proceso judicial, amañado y controlado, en el que se llegó al colmo de esconder el expediente más importante del proceso, la experticia realizada en Inglaterra por los técnicos de Newton y Carlos Fabbri, traería desprestigio y grandes dudas sobre la persona de Carlos Andrés Pérez.
El 14 de octubre, El Mono Morales, en su calidad de funcionario de la DISIP, firmó las órdenes de detención contra Luis Posada y Orlando Bosh (folio 38 del expediente). Sin embargo, no es sino hasta el 18 de octubre (folio 96-98) que se nos comunica y rinde declaración informativa.
Al día siguiente, El Mono me llamó a su despacho. Me trasladó el comisario Debona. Son las nueve de la mañana, pero El Mono se ve desarreglado, sin afeitar y con grandes ojeras por la falta de sueño. Nunca había visto a El Mono tan abandonado y poco aseado. Me dice que me siente y saca un aparato detector de micrófonos y con él rastrea toda la oficina.
-Todo en orden -me dice-.
A continuación comienza a hablar muy despacio y recalcando las palabras. Me doy cuenta de que se encuentra bajo una gran tensión: también noto que el efecto de los excesos de la noche anterior, los tragos y tal vez drogas, no le han pasado totalmente. Me mira fijamente por un rato y, ¡cosa increíble!,' veo por primera vez en mi vida brotar lágrimas de sus ojos, me abraza y me dice:
-Hermano, he tenido que firmar tu auto de detención bajo una presión enorme, pero no te preocupes -miente- pronto estarás libre de este rollo.
Llorando copiosamente me dice:
-Tengo que confesarte algo: yo volé el avión cubano, pronto lo sabrás todo. Se hará en una forma que pronto estarás libre. Bosh se pudrirá en la cárcel y Lugo y Ricardo cargarán con el pato.
Aunque en aquel momento no creí ni una palabra de lo que decía, le contesté:
-Mono, ¿cómo puedes ser tan hijo de (moderese)? Si tú fuiste, ¿cómo puedes permitir que otras personas inocentes carguen con la culpa?
-¿Inocentes? ¡Al carajo! Bosh es un hijo de (moderese) que siempre ha usado la violencia y por todo lo que ha hecho merece eso y mucho más. Ricardo es otro hijo de (moderese), que me hizo una y se salvó de milagro, pues todo estaba planificado para que muriera en el atentado.
-¿Y Lugo? -le pregunto.
-A ese mulato yo no lo conozco. Cuando avance el tiempo yo lo declararé todo: mientras tanto, haré lo posible para que salgas.
Yo estaba mentalmente preso de una gran agitación y le dije:
-¿Por qué no me das los detalles?
La emoción que El Mono sintió había pasado. Volvió a ser dueño de sus actos, estaba otra vez frío y calculador. Sonriendo me respondió:
-¿Los detalles? ¡Qué va, Comisario! ¡Formarás una cagada que no la brinca un chivo!
Como yo no creía una palabra de lo que me decía, no insistí y di por terminada la entrevista. Cuando le relaté todo lo sucedido a O. Bosh, éste, riendo, me comentó:
-¿Tú vas a creer lo que dice ese hijo de (moderese)?
Sonreí también, un poco abochornado de mi ingenuidad. Otro grave error. La información, por muy increíble y desatinada que parezca, puede ser cierta. En "inteligencia" hay un dicho que dice: "Lo cierto no necesariamente tiene que ser lógico; y lo lógico no necesariamente tiene que ser cierto". Debí haber procesado la información que me suministró El Mono y haberla mandado a investigar.
Posteriormente, y después de las declaraciones públicas que hizo El Mono en dos ocasiones, adjudicándose la autoría de la voladura del avión, y de datos que obtuve por fuentes confiables, me pude dar cuenta de mi grave error.
Los preparativos del juicio prosiguen. Una serie de irregularidades procesales y judiciales se suceden; son tantas, que harían tedioso este relato. Entre las más relevantes figura a violación del Derecho de Hábeas Corpus, al no ser puestos en libertad los indiciados después de haber transcurrido los ocho días reglamentarios que marca la ley.
El abogado Francisco Leandro Moras se presenta en la DISIP y conversa con Orlando Bosh, quien lo nombra su abogado. Yo mando a buscar a mis amigos Raymond Aguiar y Oswaldo Domínguez, ex-consultor jurídico de la DISIP. Ambos aceptan inmediatamente mi petición de servirme de abogados.
El Auto de Detención
El Fiscal General encargado, Víctor Ortega Mendoza, el día 10 de noviembre presenta formal denuncia contra los encausados para dar cumplimiento al Artículo 4 del Código Penal, que requiere de esa formalidad para que pueda procederse al enjuiciamiento de un delito cometido en el exterior. Por lo tanto, si hasta en esta fecha cumplió con el requisito señalado, todas las actuaciones anteriores eran nulas. Faltaba, hasta ese momento, una de las condiciones procesales. Junto con la referida denuncia, el Fiscal envió a la jueza, Delia Estaba Moreno, un legajo de documentos emanados de la Comisaría de Policía de San Vicente, Puerto España, Trinidad y Barbados, relacionados con el acto de sabotaje contra el avión de la Cubana de Aviación, ocurrido en Barbados. También el Fiscal remitió las actuaciones de la DISIP que le fueron enviadas por el Ministro del Interior, Dr. Octavio Lepage. El Fiscal General encargado, nombró como instructor especial a la jueza Delia Estaba Moreno y como Fiscal Auxiliar al Dr. Víctor Hoyer, Fiscal 18 del Ministerio Público.
La injusticia de la justicia" comenzará a manifestarse desde los primeros procedimientos incorrectos, inexplicables y torpes. El 2 de noviembre de 1976, la jueza Delta Estaba acordó el auto de detención sin haber leído el expediente por ser simplemente imposible. Aparenta haber hecho en 24 horas lo que demandaba por lo menos 170 horas de lectura, un trabajo continuo sin dormir, sin comer y sin hacer absolutamente nada más. Era materialmente imposible leer y analizar un expediente de 1.807 folios, que además estaba en inglés (idioma que no conocía la Dra. Estaba).
Aún suponiendo que leyera y analizara cada folio en 5 minutos, hubiera necesitado 170 horas de lectura para enterarse del contenido del expediente y tomar la decisión sobre el auto de detención, más el tiempo adicional para la elaboración del mismo.
Cuando un juez instructor va a emitir un auto de detención preventiva, es decir, ordenar que el procesado permanezca en prisión hasta la celebración del juicio, debe ser muy cuidadoso en el estudio de los recaudos a su alcance, pues la toma de una decisión precipitada o mal intencionada, hará que el reo, aunque sea inocente, permanezca largos años en prisión. En Venezuela no hay fianza para la mayoría de los delitos y, por ello, el acusado debe permanecer en prisión mientras se desarrolla y culmina el proceso judicial. Los procesos judiciales son sumamente lentos, generalmente duran años. No hay ley que obligue a los jueces a un término de tiempo. Conozco infinidad de casos en los que los procesados, después de haber estado presos por cuatro, cinco o más años, son declarados inocentes. Cuando un juez dicta auto de detención, tiene un acto judicial llamado de Indagatoria, en el que los abogados defensores apelan del auto de detención dictado. Si otro juez ratifica la decisión emitida primeramente ya se sabe que, aunque el juicio se decida finalmente a su favor, le esperan largos años de cárcel. Los jueces trabajan poco y lentamente, de lunes a viernes y solamente en horas de la mañana. Los secretarios que copian las actuaciones judiciales son igualmente lentos. Todas las actuaciones, tanto fiscales como las de la defensa, tienen que ser presentadas por escrito y, si es un juicio como el que padecimos, pueden llegar a tener tantos folios como el nuestro, que tenían que ser llevados en carretillas. En nuestro caso se procesaron más de diez mil folios.
La Jueza Delia Estaba Moreno, en menos de 24 horas de haber recibido los recaudos de la fiscalía, sin haber leído el expediente, emitió el auto de detención que, a través de los años, nos haría navegar por ese turbio mar de dilaciones, peloteos de un juez a otro, de un juzgado a otro y de la jurisdicción civil a la militar y viceversa.
La cárcel modelo
Después del auto de detención, dispusieron enviarnos a una prisión ubicada en la periferia de Caracas, llamada la Cárcel Modelo. Es una vieja y ruinosa instalación contra la que se ha decretado su demolición. Es una prisión preventiva; es decir, que aquí permanecen los procesados que esperan juicio. Su número es impresionante y el hacinamiento es el principal problema. La delincuencia interna, las drogas y las muertes casi a diario entre los reclusos, mantienen en un estado deplorable e inseguro a la población penal.
Las instalaciones que albergan a los reclusos están divididas por sectores o núcleos a los que llaman "letras", por estar señalados con letras del alfabeto. A Bosh y a mí nos instalaron en la letra C. Este sector, cerrado y protegido, donde se le niega el acceso a los demás procesados, está formado por unos cincuenta reclusos, en su mayoría ex-agentes y funcionarios de policía, delincuentes acomodados, susceptibles de ser extorsionados por otros reclusos para obtener dinero, etc. Esta heterogénea población tiene un "jefe de letra", un ex-funcionario de DIGEPOL llamado Isidro, de apariencia tranquila, de buenos modales y muy respetado por todos. Su gran defecto, y por el cual estaba preso, era no poder controlar su increíble y patológica ira, que lo había hecho cometer tres homicidios.
Son las once de la noche. Varios carros de la DISIP nos conducen y nos introducen en las oficinas de la Cárcel Modelo. El director nos espera y nos da "la bienvenida". Los funcionarios de la DISIP que nos acompañan han sido policías que uabajaron bajo mi mando. Se despiden de nosotros (Bosh y yo) con cariño y respeto.
El director nos guía personalmente a la letra C. Allí nos recibe un ex-agente de la DISIP que está procesado junto con otros dos agentes, acusados de haber dado muerte a un prisionero en un interrogatorio. También me saludan Guedes y Pacheco, ex-funcionarios del DIM (Dirección de Inteligencia Militar), acusados de haber dado muerte a un abogado de apellido Aguilar Serrada. Estos dos ex-funcionarios, después de haber sido encarcelados durante seis años, fueron declarados inocentes del delito que se les atribuía.
La letra C está formada por un gran patio por el que caminan, sin hacer nada, unos 60 reclusos. Rodeando el patio que tiene piso de concreto, se encuentran unos 15 cubículos de 1.70 por 3 metros, con camas literas, sin baño y sin espacio para guardar la ropa o las pertenencias. Lo poco que poseen los reclusos se encuentra colgado en las paredes o guardado en cajas o maletas, siempre cerradas con candado para evitar que las roben sus compañeros.
Un baño común con tres duchas y tres servicios sanitarios, servían a toda la población penal de la letra C. Las duchas no tenían regadera y se recibe el chorro directo de agua fría. Los servicios "sanitarios" eran agujeros en el piso, en donde había que defecar parado.
Después de los saludos de los presos, penetramos en nuestra celda. Había en ella una cama litera sucia, con dos colchonetas sin almohadas. Bosh dormiría en la litera de abajo y yo en la de arriba. Nos dieron un candado para que cerráramos la puerta por dentro. La fuerte iluminación de las lámparas que rodeaban el patio penetraba por la única y pequeña ventana, alumbrando la celda. Las instalaciones de la letra C estaban cerradas por arriba con una fuerte malla de alambre de hierro. Un guardia armado con fusil Fal vigilaba el sector durante toda la noche. Sus pasos se oían cuando caminaba, también sus ronquidos cuando lo vencía el sueño y dormía un poco.
Sentado en el borde de mi cama, llegó el silencio y, con él, mis sombríos pensamientos; también me llegó el hedor que me acompañaría mientras estuve en esa prisión, el fuerte hedor de orines y excrementos. A esa hora de la media noche, cuando se había ido el agua, el mal olor era más fuerte y penetrante. Yo medité, desconcertado. ¿Qué había pasado con mi vida? ¿Cuánto tiempo pasaría en estas horribles y denigrantes condiciones? ¿Qué daño había causado yo a los que ahora eran mis enemigos, para someterme a esta injusta y tremenda situación? La tensión de aquel aciago día dominó todos mis sentidos. Los ojos se me cerraban de cansancio y me envolvió un sueño, más bien un sopor que me duró hasta el amanecer.
Después la luz del día y con ella el bullicio que formaban los presos en el patio. Las 7:00 a. m. Desde mi celda oigo que ha llegado el desayuno. En una enorme paila caldero de aluminio viene un líquido aguado, que dicen que es café. Los presos se ponen en fila, cada uno con su jarro o lata que sirve de taza para recibir una ración del humeante liquido y uno o dos pedazos de pan. El pan, como la comida, se distribuye por categorías: es decir, que los amigos de los jefes de galera o de los repartidores de comida, reciben más y mejor.
Con el día llega la música; muchos presos poseen enormes y potentes radios portátiles y, con ellos a todo volumen, pasean por el patio sintonizando la estación de su preferencia.
Salgo al patio y me encuentro con un cubano que en seguida me lo presentan: gordo, como de unos 60 años, jovial y extrovertido, espera juicio desde hace cuatro años por un supuesto delito de tráfico de drogas. Un año después saldría absuelto del delito que se le imputaba. El cubano, de nombre Rolando González, había ganado mucho dinero en el negocio de venta de terminales, pero cuatro años de prisión lo tenían al borde de la quiebra. Vivía en el piso de arriba, donde vivían los privilegiados. Me invitó a tomar café, acepté y subí a su habitación; allí tenía una cocina eléctrica, que encendió. Puso buen café en una cafetera italiana; el olor es delicioso e insiste en que me coma un par de huevos fritos; antes de que acepte ya me los está preparando e inmediatamente, como es natural, me cuenta su vida. También me instruye en cómo permanecer alerta, no confiar ni ofrecer amistad a nadie, no prestar dinero, no guardarle ningún paquete a nadie, esperar siempre la traición de los demás, etc. Me explica que con un poco de dinero es posible conseguir muchas cosas. Después de tomar el café y de comer los huevos, me puso en contacto con un recluso que, por unos veinte dólares, nos proveyó de dos camas grandes, viejas y cómodas. Por cinco dólares más nos trajo dos colchones. Ya entramos en la élite de los privilegiados. El día transcurre ruidoso, aburrido y muy caluroso. Guedes y Pacheco tienen una cocina en el patio y han hecho suficiente comida para que Bosh y yo comamos: espagueti con carne muy condimentado y preparado magistralmente por Guedes, que es un gran cocinero. Después de almuerzo hay limpieza general y el siguiente día será de visita. Siempre que hay visita, el día anterior se hace un aseo general, supervisado y organizado por Isidro, quien también es el que más trabaja. Traen como ocho baldes que los llenan de agua, también una caja de polvo detergente y cuatro escobas. Un grupo carga los baldes de agua, otro restriega el piso con las escobas y el detergente. En una hora el patio y los baños quedan limpios y relucientes. ¿El olor a orina y excremento? Permanecerá siempre; no hay forma de eliminarlo.
Por la noche los privilegiados, entre ellos yo, nos reunimos en la celda de Pacheco. Tiene un televisor a colores con imágenes en blanco y negro: increíble pero cierto. Por una razón que casi nadie conoce, entre ellos yo, el Presidente Pérez ha prohibido la televisión a colores en Venezuela. Pacheco ve las novelas de las ocho de la noche y eso será lo que los demás verán. Alas nueve tocan silencio, se acaba el bullicio, los presos apagan sus enormes y potentes radios y comienza la quietud. En el patio permanecen pequeños grupos hablando en voz baja.
Al siguiente día, muy de mañana, vienen los guardias a pasar lista o, mejor dicho, a hacer conteo. Se forma una larga fila de presos en calzoncillos quienes, con cara y voz soñolienta, van diciendo: uno, dos, tres... cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta. Los vigilantes quedan conformes con el conteo y se retiran. Corren todos hacia el baño: afuera, una cola de reclusos esperan con una toalla o un trapo y un pedazo de jabón. Muchos tienen un rollo de papel sanitario pues, mientras unos se bañan, otros defecan. La administración de la prisión no provee al recluso de ninguna de sus necesidades; no les da papel sanitario, ni jabón, ni cepillo de dientes, ni pasta dental. Sus familiares y visitas se los traen, así como traen los alimentos crudos y cocinados que comerán hasta la próxima visita, a no ser que coman la asquerosa comida del penal.
Cuando un preso no recibe visitas y, por consiguiente, no tiene recursos económicos, tiene que mendigar las cosas más elementales, como un pedazo de jabón o un poco de pasta dental; de otra forma, tiene que robar a sus compañeros, vender drogas, o ejercer cualquier otro tipo de delincuencia. A los presos desamparados les llaman "fritos", y los ven como limosneros y pedigüeños, vistiendo harapos, deambulando por el penal.
El primer día de visita llegó mi esposa Nieves con mi abogado y amigo Raymond Aguiar, un hombre joven, de unos 37 años, brillante y agresivo, que me defenderá con tenacidad y valentía durante todo o casi todo el proceso, arriesgando su situación, al enfrentar a poderosos enemigos, abiertamente y sin temor. Raymond me trae unos tabacos que comparto con Bosh, y Nieves un libro religioso del predicador Vicent Pale. Aprovecho y les doy una lista de cosas que, con las influencias de Raymond, me traerán al penal. Una cocina eléctrica de dos hornillas, una cafetera, un sartén, dos ollas, cubiertos, aceite, arroz, latas y sobres de sopa, café, frijoles, espaguetis, papel sanitario, cepillo dental, pasta de dientes, toallas, etc. Al rato llegan mis amigos-hermanos Paco Pimentel y Joaquín Chaffardet. Joaquín viene cargando un pequeño televisor a colores de 5 pulgadas, que le dejaron pasar y me lo entrega: Paquito ofrece regalarme una nevera pequeña. Con tristeza veo que llegan las 2:00 p. m. y me tocan el silbato indicando que terminó la visita.
Al siguiente día me llaman de la administración para entregar me todas las cosas que me enviaron. Al entrar las cajas a la letra C, nos convertimos en potentados.
Hacemos una cooperativa con Guedes: nosotros traemos la carne y la mayor parte de la comida, él cocina y un preso que hace labores de aseo, nos lavará las ollas a cambio de que le demos la comida. También lo contrato para que barra diariamente mi celda y sacuda el polvo.
En las cajas vienen libros que me ha enviado Chaffardet.
Ese primer encuentro con la cárcel marcó en mí huellas indelebles, que aún conforman mi vida e influyen en mi carácter. Leí muchos libros, que me inclinaron al análisis y la investigación de mi conducta y la de los demás. Los radios estridentes y la música bulliciosa que estaba obligado a padecer me han hecho aborrecer la música a alto volumen y de tonos agudos y repetitivos como la música moderna.
Al siguiente día me llaman para decirme que tengo una visita importante que recibiré en una habitación especial de la dirección. Un hombre alto, canoso, de porte distinguido, vestido elegantemente, me espera de pie: es mi amigo, el Dr. Remberto Uzcátegui. que ha conseguido que le permitan visitarme. Me trae un libro cuyo título recuerdo muy bien: Y la Biblia tenía razón. También me trae un juego de ajedrez con su tablero. Me aconseja que nunca deje de hacer cosas, que me mantenga
ocupado. Me consuela y reconforta. También me dice que hablará con mis socios en la Agencia de Investigaciones. Argüello y Lugo, para arreglar mis asuntos financieros. Estará en contacto con mi abogado y conseguirá el dinero necesario para mi defensa. Le agradezco profundamente su visita y observo con nostalgia el gran abismo que nos separa. Son las 12:30 p. m. Uzcátegui va para el restaurante El Caney, donde después de tomar un etiqueta negra con agua, almorzará en un ambiente elegante y con personas agradables. Yo regreso a la letra C, a las radios estridentes, al calor, a las moscas, al hedor de orines y excrementos.
A pesar de las evidencias a mi alrededor, de procesados que llevaban años encarcelados sin celebrárseles juicio y con sentencias pendientes, yo me engañaba y me decía: pronto saldré de aquí, a mí no me puede pasar esto, es sólo una pesadilla... y mil pensamientos infantiles acudían a mi mente y me ayudaban a enfrentar mi difícil situación y mi futuro incierto.
Los días pasan, pasan las semanas pasan los meses. Ya es Navidad. El día 24, Nieves me trae un pequeño lechón asado, turrones y dulces. Lo pongo en la mesa del patio y dura "menos que un merengue en la puerta de un colegio". En menos de media hora no quedan ni los huesos; cuando iba a sacar un poco de carne para hacerme un emparedado, veo que al lechón le falta la cabeza y la pierna trasera derecha; cómo y en qué momento se la cortaron, es algo que nunca sabré. Los familiares de los presos, de acuerdo a su capacidad económica, llevaban regalos en esta época del año. De vez en cuando olía a licor; alguien, sobornando a no sé quién, ha logrado introducir una botella de bebida alcohólica.
Droga siempre entra. Por la noche huele a mariguana; alguien siempre anda fumando, alguien siempre anda vendiendo. Los guardias siempre son sobornables. Recuerdo una noche que un guardia, desde su posta, tiró un paquete que cayó en medio del patio; nadie fue a recogerlo y el paquete quedó allí toda la noche.
En el penal hay dos días de visita: los miércoles, visita conyugal, en la que no se permite la entrada a los niños: y los sábados, visita familiar. Los miércoles llegan las prostitutas más feas y destartaladas del mundo; van de letra en letra, vendiendo sus favores. Siempre son las mismas, mujeres deshechas que ya no pueden ejercer la prostitución y van a las cárceles donde, por una pequeña cantidad de dinero, se acuestan con los reclusos.
El día después de las visitas es día de problemas. El índice de muertos y heridos en las peleas de los reclusos aumenta considerablemente. ¿A qué se debe? Desde luego a la droga que fue introducida el día de la visita y a los regalos que trajeron sus familiares y amigos. La droga, casi siempre en forma de pastillas, aumenta la agresividad de los reclusos. Los ladrones, enervados por la droga, tratan de robar o extorsionar y de ahí se generan las peleas. Después de las visitas casi siempre hay requisa. La guardia registra las celdas, los techos, los colchones, los televisores y radios, las neveras, la comida y todo lugar o cosa que pueda esconder droga o un arma. Al final, siempre hay decomisos de armas y droga. Pero por la noche, siempre se oirá el inconfundible sonido de un preso afilando un pedazo de metal contra el cemento del piso para hacer un "chuzo". El chuzo es una especie de cuchillo, hecho de pedazos de metal, sacados a veces de los laterales de las camas de hierro y de cualquier otra cosa. Después de afilar bien lo que será la hoja, que a veces mide 12 ó 14 pulgadas de largo, se forra la parte de atrás con tela o madera para hacerle un mango. Con estos temibles cuchillos los reclusos pelean entre sí. Las graves heridas y la falta de asistencia médica producen la muerte de muchos. En mis meses de encierro en esa penitenciaría, la más peligrosa del país, vi muchos casos de homicidio. Más tarde, cuando me trasladaron a otro sector de esa misma cárcel, que lindaba con la enfermería, veía y oía a diario las quejas y lamentos de los heridos y enfermos graves que se desangraban sin asistencia médica, sin medicamentos y sin nada que se les ofreciera para mitigar sus dolores.
El presupuesto diario por recluso, que incluía desayuno, almuerzo y cena, era de unos 60 centavos de dólar por persona. Si a ese presupuesto se grava lo que se roban los ecónomos (empleados civiles a cargo de los almacenes) y la compra a bajos precios de productos en mal estado, al recluso que tiene que comerse lo que ofrece el penal, le llega pura basura.
Mientras luchaba por sobrevivir anímicamente en ese mundo tenebroso y nuevo para mí, otra lucha se desarrollaba fuera para obtener mi libertad. El Dr. Uzcátegui había formado un pull de amigos pudientes que sufragaban los gastos de mi defensa. Raymond Aguiar recibe $ 10,000.00 de manos de Uzcátegui, y le dice que no quiere más dinero; que de ahora en adelante su defensa será gratis. También el Dr. Francisco Leandro Mora, abogado defensor de Bosh, se rehusa a recibir más dinero de los grupos de exiliados que sufragan la defensa. Tampoco cobrará.
En el auto de detención dictado contra mi persona se me acusaba de "uso y fabricación de armas de guerra y traición a la patria". En los recaudos que se le presentaron a la jueza instructora Delia Estaba Moreno, no había absolutamente nada que pudiera constituir un indicio de que yo hubiera fabricado o transportado alguna clase de explosivo o artefacto explosivo que pudiera considerarse como arma de guerra.
La "traición a la patria" se sustentaba en que el sabotaje al avión cubano había puesto en peligro de guerra o de ruptura de relaciones a Venezuela con Cuba.
Obviamente tampoco pudieron encontrar pruebas ni indicios de responsabilidad en el hecho. Durante diez meses nuestros abogados denuncian públicamente las irregularidades procesales que se han sucedido. También atacan con violencia a la jueza Estaba.
A continuación relato el hecho más importante del proceso y del que ni siquiera tuvieron conocimiento nuestros abogados defensores, porque se mantuvo oculto. El resultado del peritaje, increíblemente no fue presentado al tribunal y se escondió para que no formara parte del expediente.
A raíz del sabotaje al avión cubano, el gobierno de Barbados solicitó a Gran Bretaña la asistencia de peritos para investigar el atentado. Inglaterra envía a Eric Newton, un técnico de 60 años de edad, de gran experiencia por haber trabajado en varios casos de siniestros aéreos. La jueza Estaba comisiona al técnico en explosivos, también muy calificado, de nombre Carlos Fabbri, funcionario de la DISIP, para que junto con Newton, investigue y someta a experticia los recaudos recuperados de] avión.
Los expertos se encuentran en Barbados e inmediatamente se ponen a trabajar en conjunto. Del 10 al 16 de octubre estuvieron en la escena del desastre, seleccionaron muestras recuperadas del avión siniestrado y en valija diplomática las llevaron a Inglaterra. En los laboratorios del Royal Armament Research & Development Establishment RARDE de Gran Bretaña, desarrollaron una experticia e investigación, apoyados por técnicos del laboratorio, donde llegaron a conclusiones precisas y específicas. Redactaron un informe científico y minucioso de todos los peritajes, exámenes e investigaciones, así como de las conclusiones emanadas de los mismos. El informe llegó a Caracas el 2 de diciembre de 1976. Una copia se entregó a Barbados, otra a la DISIP, otra al tribunal a manos de la jueza instructora Delia Estaba y otra a la Embajada de Inglaterra en Venezuela. Cada una de las copias fue firmada por los peritos Newton y Fabbri, autenticadas por el Laboratorio RARDE.
Este peritaje, como se explicará, constituyó una prueba contundente y decisiva para las futuras actuaciones procesales: sin embargo, el expediente, maliciosamente, no fue incorporado a los autos y, en consecuencia, tampoco estuvo en manos de los abogados defensores para sustentar la defensa. Esta maliciosa jugada hizo que en la indagatoria o recurso presentado contra el auto de detención, los abogados no pudieran presentar este informe que, sin lugar a duda, hubiera destruido las supuestas evidencias que constituían y sustentaban el mencionado auto de detención.
Al trasladamos de sector en la cárcel, pueden controlar nuestras visitas y evitar que suceda lo que pasó cuando un periodista norteamericano se infiltró en una visita y entrevistó a Bosh, quien valientemente denunció todo lo que estaba aconteciendo; esto provocó un gran escándalo.
Ahora estamos los cuatro juntos; vivimos en la celda que se le construyó al dictador Pérez Jiménez, cuando fue enjuiciado y condenado en Venezuela. El sector, cerrado y aislado de los demás presos, colinda con la enfermería. Tiene un pequeño patio, cerrado con alambre hasta arriba. Son dos habitaciones con un baño común: en una vivimos O. Bosh y yo, y en la otra, Ricardo y Lugo. Leo mucho, pinto cuadros al óleo. Aprendí un poco a pintar observando a un pintor llamado Jan. Este estaba asociado con un cubano de nombre Blanquito. El pintaba y el cubano vendía los cuadros por cualquier cosa, con el producto compraban mariguana. Jan es un pintor excepcional y no dudo que sus cuadros tengan valor en la calle, Blanquito pasa el día vestido de blanco, zapatos blancos, medias blancas, y todo blanco. Su religión de santería así se lo exige. Frecuentemente realiza sesiones de oración y santería con la esposa del indio Andrade, en un lugar apartado del penal. El Indio Andrade, jefe de prisiones, es respetado y temido por los reclusos. Alto, fornido, de piel muy oscura y pelo lacio, habla poco. Tiene fama de ser un hombre justo pero implacable.
Cuando Jan pintaba, yo lo observaba. Le preguntaba y él me explicaba la mezcla de colores, el uso del pincel y de la espátula. Jan estaba preso por haber robado una avioneta de recreo. ¿Para qué? Para nada, para dar un paseo, pues es piloto deportivo y tenía ganas de volar. Lleva ya tres años preso esperando juicio. A veces recibe una invitación a almorzar de nuestra cooperativa. Bosh se anima y empieza a pintar; tiene experiencia, pinta bien y pasa largas horas enseñándome. Puedo decir que él me enseñó y, observando a Jan, me perfeccioné.
En el segundo piso de la letra C viven los corsos: dos franceses acusados de haber tratado de introducir drogas en el país. Uno es alto, bien parecido y dice abiertamente que es culpable. También dice que el cubano Rolando González y otro corso que se encuentra procesado por la misma causa, son inocentes. El otro corso, pequeño, muy callado y cortés, siente el paso de la injusticia y de los cuatro largos años de cautiverio esperando un juicio que nunca llega.
Los corsos, no sé por qué, son respetados y temidos en el penal. Tienen buenos libros que intercambiamos. El corso grande, el que trajo la droga, siempre vivió una vida de delincuencia en Francia, aprendió a hablar español y se comunica perfectamente; tiene una conversación agradable, muy interesante y, como ha leído mucho, tiene cultura. La amistad con los corsos nos ha beneficiado. Somos intocables para los ladrones, extorsionadores, etc. También recibimos raciones de comida seca, arroz, frijoles, quesos, jugos y hasta jamones, por sus influencias en el economato. Los demás presos no tienen, como es natural, acceso a esos privilegios. Ven con envidia cuando nos traen la comida. Esta situación alivia a nuestra familia de venir a las visitas cargadas de bolsas y paquetes. Es tanta la comida, que la compartimos con otros reclusos. La amistad con los corsos nos otorga el estatus de privilegiados e intocables.
Donde nos han ubicado estamos aislados de la población penal y de las visitas que ellos no puedan controlar. Pasamos el día aburridos, mirándonos las caras. Leo y estudio religiones y filosofía. Mahoma, Mahatma Gandhi, Jesucristo, Buda, Confucio, en fin, los grandes precursores que, al ser estudiados y meditados, dejan grandes enseñanzas que modifican el carácter que me trastornaba: el odio hacia mis enemigos que me habían colocado en esta terrible situación. En el silencio de la noche meditaba y me decía a mí mismo: "tú aquí, odiando y sufriendo, mientras tus enemigos se encuentran tranquilos y felices, tal vez en un restaurante de lujo o en los brazos de la persona amada. Tu odio y rencor no les llega ni los perturba. El odio te daña a ti y no a ellos".
Así aprendí a practicar la imperturbabilidad. También por las enseñanzas de Buda, aprendí el gran secreto de no desear nada material: la ropa, los autos, mis armas y escopetas deportiva, que habían formado parte de mi vida, iban poco a poco desvaneciéndose de mis deseos. Este control mental, esta imperturbabilidad ante los avatares de mi vida me ayudaron, me ayudan y me ayudarán mientras dure mi existencia.
Los abogados defensores coordinan sus actuaciones. A mí me defienden los doctores Raymond Aguiar y Oswaldo Domínguez: al doctor Orlando Bosh lo defiende el abogado Francisco Leandro Mora: a Hernán Ricardo lo representa la doctora Carla del Solar y a Freddy Lugo el doctor Pío González Alvarez.
El proceso, plagado de irregularidades procesales, tiene dos hechos que merece la pena citar:
El 23 de octubre la jueza nos cita al tribunal para tomarnos declaración a Orlando Bosh y a mí. El traslado se hace de forma clandestina, sin avisar a nuestros abogados y así privarnos de su asistencia. Este hecho, inconstitucional y violatorio de la Ley del Ministerio Público al no permitir a los procesados hablar con sus abogados antes de rendir declaración, fue reseñado por todos los diarios locales y por todas las plantas de televisión. Raymond Aguiar arma un gran escándalo y ataca con violencia a la jueza.
Otra actuación realizada en forma clandestina y a espaldas de los abogados fue la de citar a ocho testigos de Trinidad y Barbados. Los testigos fueron alojados en el Hotel Anauco Hilton y mantenidos incomunicados hasta que fueron trasladados al tribunal donde se les tomó declaración. A la defensa no se le permitió interrogar a los mencionados testigos, ni oficial ni extraoficialmente, pues fueron aislados hasta que abandonaron el país. El subterfugio que utilizó la jueza para cometer esta aberración procesal, está plasmado al inicio de la redacción de sus declaraciones. Textualmente, y con todo cinismo, dice así: "Por cuanto este tribunal se enteró que en el Hotel Anauco Hilton se encontraban..."
En estas oportunidades, como en otras tantas, se pasaron por alto todas las formalidades legales para la declaración de testigos que residen no sólo fuera de la jurisdicción del tribunal, sino fuera del país.
Ya es agosto de 1977, hace ya diez meses que permanezco encarcelado y nada se vislumbra. Siguen los ataques de los abogados defensores a la jueza Estaba y su arbitrarla forma de manejar el proceso. Un escrito publicado en la prensa por los abogados, es calificado por la Estaba como "injusto y difamatorio". Ordena una sanción disciplinaria que encarcela a los abogados (todos) privándolos de la libertad. Un grupo de abogados presenta una solicitud ante el Juzgado Cuarto de Primera Instancia, que decide a favor de los encarcelados y ordena su libertad.
Se arma un gran escándalo publicitario, la prensa local se hace eco de las protestas y denuncias de los abogados. La doctora Estaba ya no puede aguantar más la situación. ¿Qué hace? El 13 de agosto de 1977 decide que el caso no es de su competencia, es decir, de la jurisdicción civil, y lo remite a la jurisdicción militar, al Juzgado Primero Militar. El 15 de agosto el Ministro de la Defensa ordena al juez militar primero, coronel Néstor Murillo, abrir averiguación sumarial en la causa instruida por la jurisdicción ordinaria. Diez líneas de una hoja reseñan el cambio de jurisdicción. El juez militar dicta un nuevo auto de detención, esta vez por "traición a la patria" y envía el expediente al Consejo de Guerra Permanente de Caracas.
En Venezuela los expedientes de la jurisdicción militar son enviados al Presidente de la República para su consulta, siendo potestad del mismo la continuación o sobreseimiento de la causa. El Presidente Pérez no emitirá su decisión hasta un año después, manteniéndonos encarcelados y dilatando el proceso.
Re: Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
La prisión militar
Ya estamos en la prisión militar. Vivo en un pequeñísimo y muy oscuro enrejado. Mi compañero de celda es Hernán Ricardo. En otro sector están ubicados Bosh y Lugo. Al sector donde está mi celda le llaman la "Cueva del Humo"; está en los sótanos del viejo edificio del Cuartel San Carlos. El Cuartel San Carlos es una fortificación española que data del tiempo de la colonia y tiene alrededor de 400 años. Sus instalaciones han sido acomodadas para albergar prisioneros políticos, en su mayoría guerrilleros acusados de rebelión militar. Junto a nuestra celda está un grupo de guerrilleros que fueron capturados por los hombres bajo mi mando hace pocos años, cuando me desempeñaba como Jefe de la División General de Seguridad de la DISIP. Guerrilleros de Punto 0, como Palma (a) El Maute y del FALN como (a) El Policía, (a) Napoleón y Larry Espinosa llevan largos años aguardando juicio. Napoleón lleva más de ocho años sin haber recibido sentencia.
Me dejan salir a un patio que comparto con Bosh, Ricardo y Lugo. tres veces a la semana. El teniente Berroeta, único oficial que entabla amistad con nosotros, se acerca a nuestra reja y nos grita: ¡sol!; esa es la voz que nos avisa que pronto nos sacarán para nuestro recreo de dos horas en el patio.
Los cargos
Al año de estar estudiando el expediente y, por lo tanto, de estar paralizado el proceso, el Presidente Pérez ordenó la continuación del mismo. El 28 de julio de 1978, un año y nueve meses después de haberse iniciado el proceso, el fiscal militar primero del Ministerio Público, Teniente de Fragata José Moros González, recibe los recaudos provenientes de la jurisdicción civil, en lo que no va incluida la experticia hecha en Inglaterra por los técnicos Erick Newton y Carlos Fabbri. El expediente que entregaron los técnicos había sido escamoteado y escondido por la jueza Estaba y sus asociados.
El Teniente Moros no tiene los elementos de juicio necesarios. Le falta la prueba más relevante: la experticia de los técnicos. Formula cargos a los detenidos Luis Posada, Hernán Ricardo y Freddy Lugo por el delito de traición a la patria; a Orlando Bosh, que no es ciudadano venezolano, por el delito de homicidio calificado y porte de armas de guerra, así como por los delitos de vilipendio y uso de pasaporte falsificado. Los cargos de vilipendio estaban basados en unas declaraciones fuertes que emitió el doctor Bosh, en las que acusaba al Presidente Pérez de haberlo traicionado. La carta fuerte y valiente fue publicada en la prensa local.
Otra navidad
En esta situación llega Navidad, se acaba el año 1978. De manos de un buen amigo, oficial del ejército, me ha llegado una botella de whisky Chivas Regal: también, clandestinamente, por el mismo oficial le he hecho llegar otra a Bosh. La madre de Ricardo ha traído unas inmensas y deliciosas ayacas (tamales de maíz forrados en hoja de plátano, rellenos de carne y pollo), que compartimos. El 24 de diciembre hay visitas especiales para todos los presos, menos para nosotros; estamos castigados y se nos prohiben las visitas por haber hecho declaraciones en contra del Presidente de la República, que publicó la prensa. El jefe del penal nos visita, trae unas ayacas y la media botella de vino barato que le toca a cada recluso por Navidad. Me da pena despreciar su gesto de confraternidad, acepto el vino y rechazo las incomibles ayacas. Se toma un vino con nosotros, los presos castigados, y nos desea "Felices Navidades". La época de Navidad en prisión es la peor. Sensibiliza y cuesta más dominar los sentimientos. Tarde, en la noche, escucho las voces a coro de los prisioneros subversivos que ocupan la celda que colinda con la mía. Han conseguido una guitarra y cantan una canción protesta llamada "Guerrillero". La canción, no sé por qué, me estremece el alma. En mi casa, Nieves, como siempre, ha instalado el árbol de Navidad. Cuando yo era comisario de la DISIP, mi casa estaba llena de regalos navideños; generalmente tanto licor que duraba todo el año. Recuerdo una caja entera de champaña Dom Perignon, que me envió el doctor Palazzi, mi amigo y, en aquel tiempo, Viceministro del Interior. Hoy, en mi casa no se ha recibido un solo regalo.
El proceso demorado
Llevo ya tres años preso; las actuaciones judiciales se han paralizado. Mi vida transcurre lenta y penosamente; nadie, a excepción de mi familia y unos pocos amigos que se reducen a Gustavo López y Paco Pimentel, se atreven a visitarme. No los culpo, mi situación los puede contaminar. Un día recibo la visita de mi amigo Tony Arango. La última vez que lo vi habíamos ido de cacería a los llanos de Apura. Maté un enorme venado del que Tony guarda su cabeza embalsamada. Tony viene de Miami y me trae de regalo $3.000.00, así como su cariño de hermano, que lo expresa efusivamente. Después de unas horas en que recordamos los tiempos vividos en Miami, se retira. Con él, no sé por qué, se va una parte de mi vida.
Hay un lugar en la prisión donde entra el sol, hay claridad y se escuchan los ruidos de la calle. Es una celda amplia, situada en un piso alto, a la que llaman "la pajarera", pues los pájaros anidan en su techo. Pido una cita con el coronel, me la concede y le digo:
-Mire, coronel, llevo ya más de dos años viviendo en ese sótano inmundo y oscuro, como si fuera un murciélago. Quiero agradecerle se me traslade para la pajarera, que ha quedado desocupada.
Se niega, aduciendo que no es un lugar seguro. Reclamo, amenazo y entablo un batalla verbal en la que le exijo mi traslado. Al fin venzo y soy trasladado con todos mis bártulos. Aquí puedo leer durante el día sin necesidad de luz eléctrica que daña mis ojos.
Llega la Navidad de 1979; celebramos la llegada de un nuevo presidente. Carlos Andrés Pérez, en dos meses, dejará el poder y con él la presión sobre jueces y fiscales, las dilaciones procesales, las decisiones injustas, los ocultamientos de expedientes, el peloteo de enviarnos de la justicia ordinaria a la justicia militar, la paralización del proceso. Luis Herrera Campins, un hombre honrado, tomaba el poder el próximo mes de marzo. Con él renacía la esperanza de un proceso rápido y justo.
En un caso como el del avión cubano, con repercusiones internacionales, los jueces antes de actuar miran hacia el presidente. Los magistrados de la Corte, el Fiscal General y el Contralor, son escogidos por la cúpula de los partidos y después, si tienen mayoría en el Congreso, son nombrados por éste.
Los jueces también son conocidos por sus inclinaciones partidistas. Esto no quiere decir que no existan jueces honestos y apolíticos en sus decisiones, pero es preocupante la influencia política existente entre ellos.
Al asumir la presidencia el doctor Luis Herrera Campins, cesan las presiones y el juicio promete desarrollarse normalmente.
Evacuación de pruebas
En marzo de 1980 comienza la etapa más relevante del proceso: "la promoción y evacuación de pruebas". En esta etapa, tanto el fiscal como la defensa presentan todas las pruebas e indicios que ellos consideran de interés para probar la culpabilidad o inocencia de los procesados. Aquí son promovidos e interrogados por ambas partes todos los testigos que tengan relación con el hecho.
Los abogados defensores citan a declarar a los técnicos que realizaron las experticias y exámenes de los restos recuperados del avión siniestrado. Erick Newton, el perito inglés, es traído desde Inglaterra y junto con el técnico venezolano Carlos Fabbri, que también tomó parte en el peritaje, es citado en el tribunal.
Cuando comienzan a ser interrogados, piden como referencia el informe pericial que habían elaborado y entregado al tribunal de la doctora Estaba. ¡Sorpresa! El informe pericial no había sido incluido en el expediente: había sido escamoteado y escondido. El tribunal militar no lo tenía. El fiscal militar no lo había leído ni analizado. Se forma un gran revuelo. Los técnicos dicen que había una copia en la Embajada de Inglaterra y otra en la DISIP. El tribunal requiere las copias. La copia autenticada de la DISIP llega primero y sobre ella se comienza a trabajar.
El informe, con detalles técnicos y científicos, con fotografías y resultados de evaluaciones químicas y de microscopio electrónico realizados en el Instituto BARDE, que pertenece al Ministerio de la Defensa de Gran Bretaña, de reconocida fama internacional, contiene más de 200 páginas.
Una vez que el fiscal y la defensa, por turnos, leen y analizan todo el compendio, interrogan a Newton y a Fabbri. El fiscal Moros pregunta:
-Sr. Carlos Fabbri, después de las pruebas y experticias por ustedes realizadas sobre las partes recuperadas del avión siniestrado, a su juicio, ¿qué causó la caída del avión?
-Sin lugar a dudas la caída del avión se produjo por la explosión de un artefacto explosivo.
-¿Dónde se produjo la explosión? ¿Qué tipo de sustancia explosiva tenía el artefacto?
-La explosión se produjo a bordo, por un artefacto cuya sustancia explosiva es comercial, y la explosión ocurrió en el departamento de carga y equipaje del DC-8 de Cubana de Aviación, el cual está ubicado en la parte inferior del fuselaje.
-Si esto es cierto -preguntó el fiscal militar- ¿cuáles son los hechos o evidencias que les permitieron tanto a ustedes, como al Instituto RARDE llegar a esta conclusión?
-Para llegar a esta conclusión nos basamos en varios hechos. El primero de ellos es que los daños ocurridos a las maletas ubicadas en el compartimiento trasero de equipajes, son consistentes con la ocurrencia de una explosión. Se realizaron varias pruebas químicas y de otra índole sobre las maletas y los residuos químicos existentes en ella y se logró detectar nitroglicerina.
Segundo: fragmentos del cojín de uno de los asientos de pasajeros (forro del cojín) se encontró incrustado en una de las balsas de goma ubicada en el techo del avión.
El material incrustrado se halló que estaba generalmente esparcido entre los equipajes y el compartimiento trasero de equipajes.
Tercero: por el número del serial se determinó que la balsa de goma estaba ubicada en la parte trasera del avión, por encima del compartimiento de equipajes.
Cuarto: incrustado en la parte inferior de uno de los forros de los cojines, se encontró material fibroso, amarillo, que estaba ubicado por debajo del piso del avión y concretamente todo alrededor del departamento de equipajes.
Quinto: el forro blanco que reviste el material de aislamiento amarillo, mostró señales de explosión y del calor producido por la explosión (fogonazo).
Sexto: los experimentos llevados a cabo en laboratorios demuestran que es necesario que la explosión ocurra muy cercanamente para que pueda ocurrir esta circunstancia cíe fusión de fibras, si la explosión se produce a más de medio metro de distancia, no se presentará este tipo específico de fusión de las fibras.
Séptimo: algunas fibras de vidrio (fiberglass) se encontraron incrustadas en la bolsa y en uno de los cuerpos. Esta fibra de vidrio reviste el compartimiento trasero de equipajes. Todos los hechos mencionados, examinados en forma colectiva, demuestran que ocurrió una explosión en el compartimiento de equipajes, debajo del piso con dirección hacia arriba. El compartimiento de equipajes a que ha hecho referencia es el que se encuentra en la parte trasera del avión.
A una nueva pregunta del fiscal militar, sobre algún tipo de explosivo militar, éste respondió:
-Se realizaron varias experticias con el objeto de determinar si se habían utilizado otros tipos de explosivos militares y comerciales y no se halló ninguno: y en relación al explosivo C4 que contiene alrededor del 92% de RDX. no contiene nitroglicerina, por lo tanto no se encontró explosivo C4. Los fiscales militares, después de aceptar el hecho de que se usé nitroglicerina y en ningún momento el mencionado explosivo C4, preguntaron si las pruebas practicadas podían determinar de manera definitiva y concluyente que la explosión no se produjo en el baño trasero del avión.
-Una explosión ocurrida en el baño trasero no habría producido los daños ocasionados a las maletas, a los cojines y a los otros restos de materiales y la dirección de la explosión no se hubiera producido hacia arriba como de hecho se produjo en este caso. La distancia entre el baño trasero y el comportamiento de equipajes es de cuatro metros aproximadamente del compartimiento de cargas.
El extremo posterior del compartimiento de equipajes está ubicado debajo del asiento N° 27 y la balsa de goma se encontraba situada encima de dicho asiento.
-Diga el testigo ¿por qué no pudo haber estallado el artefacto explosivo que se supone estalló en el avión, en los baños traseros del mismo, en lugar de el compartimiento de carga, como aseguran los peritos?
Respuesta: Sin suposiciones, el artefacto explosivo que causó la pérdida de la aeronave que nos concierne de haber explotado en cualquiera de los baños traseros del avión, jamás hubiera podido lanzar evidencias al compartimiento de carga trasero, que está aproximadamente a unos cuatro metros y separados con varios paneles.
Fiscal mílítar: Diga el testigo si las evidencias que pudieron observarse a las partes del avión concuerdan con la hipótesis de que el artefacto explosivo explotó en el compartimiento de carga y no en el baño trasero del avión?
Respuesta: Considerando que quedaron a flote 15 cadáveres, se deja constancia que solamente a unos pocos de ellos se les hizo autopsia en Barbados, aunque no se les hizo estudios balísticos, a la fragmentación que presentaban sus cuerpos, los fragmentos de diferente índole encontrados en algunos de dichos cadáveres, muestran entradas básicamente laterales.
Considerando la posición del cuerpo del pasajero sentado en el avión, que como se sabe es básicamente en fila india, de haber ocurrido la explosión por debajo de un asiento de pasajeros, aparte de tener que presentar los materiales circundan tes, las evidencias de las cuales se hizo referencia anteriormente, es lógico de que los orificios de entrada de los fragmentos en los cueros, debieran ser básicamente por su parte posterior o inferior posterior, pero nunca laterales, a menos que la explosión venga de la parte de abajo y entonces sí podemos por línea lógica de ubicación encontrar los fragmentos con líneas de orificios de entradas laterales en los cuerpos. Lo que acabo de afirmar descarta por lo tanto, cualquier colocación de artefacto explosivo en la zona de los baños y la coloca en el compartimiento de carga posterior del avión. Una carga con fuerza suficiente para mandar sus fragmentos en cualquier parte de los cuerpos de los pasajeros desde los baños posteriores del avión, hubiera tenido la fuerza suficiente para destrozar la aeronave en pleno vuelo, cosa que como sabemos no ocurrió, ya que se calcula que para efectos del peso de la carga explosiva utilizada juzgamos a un peso inferior a "la libra" y que el avión después de haber reportado la explosión voló varios minutos.
Fiscal militar: Tengo entendido que en el cuerpo de una de las víctimas, aparentemente abotonado entre las ropas y la piel de las mismas, se encontró además de otras series de fragmentos, el botón o tornillo que gradúa el volumen de un radio portátil y ese botón o tornillo se encontraba en buen estado. Diga el testigo, si tiene conocimiento de tal hecho y si es posible que un cartucho de dinamita hubiese podido estar en el radio transistor al cual pertenecía ese botón o tornillo de
control del radio.
Respuesta: En efecto, fue localizada una perilla del tipo que suelen tener los controles de un radio de transistores portátil. Es imposible ubicar de dónde vino, estaba en perfectas condiciones cuando fue extraído de uno de los cadáveres, si bien es cierto que en un radio de transistores se puede fácilmente ocultar una bomba, en base a mi experiencia creo imposible que dicha perilla de haber pertenecido a un radio lleno de explosivos se haya podido localizar intacta y en estado reconocible.
Fiscal mílítar: Suponiendo que en el día de ayer yo haya llevado oculto en el bolsillo izquierdo de mi pantalón nitroglicerina similar a la encontrada en el avión en referencia y en el bolsillo derecho y en mi bolso, hubiese llevado también además del mismo explosivo el componente plástico llamado C4, diga el testigo ¿si es posible en el día de mañana determinar, primero que yo llevaba explosivos y segundo, si es posible e identificar los mismos?
Respuesta: Recordando que el componente explosivo básico de las dinamitas de origen comercial es la nitroglicerina y que el componente explosivo plástico norteamericano denominado "composición 4 C4", es la sustancia denominada RDX, cualquiera de estos dos explosivos pudiera haber sido detectado mediante una prueba de reconocimiento que existe para tal efecto.
Fiscal militar: Diga el testigo el tamaño, en pulgadas y centímetros, y el diámetro de un cartucho de dinamita y si es posible llevarlo en el bolsillo sin que sea detectado en el momento de ser requisado.
Testigo: Existen diferentes tamaños que conforman las dinamitas de tipo comercial, el más adecuado es probablemente el de una pulgada por ocho pulgadas (diámetro y alto). Un cartucho de este tamaño para poder atravesar el control anteriormente sugerido, el que lo portaba debiera tener unos pantalones muy especiales y evidentemente la colaboración o el consentimiento de la persona que lo cachea o revisa.
El abogado defensor Francisco Leandro Mora agregó a esta disposición: las reglas de valoración cualitativa y la prueba de experticia, de acuerdo a nuestras normas procesales, dan valor probatorio intrínseco en el dictamen de los expertos en el código penal. Si éstos declaran y expresan con seguridad, como lo han hecho los señores Newton y Fabbri, como ya es consecuencia del análisis de los hechos sujetos a los sentidos, de acuerdo con su arte, profesión y forma, tal dictamen forma una prueba de testigos y al ser practicada la experticia por dos peritos, como es el caso, constituye plena prueba.
(Texto original de la audiencia de evacuación de pruebas).
En la etapa de evacuación de pruebas, el Dr. Leandro Mora realizó este proceso en representación de los demás abogados, El Dr. Mora diariamente exigía mi comparecencia a los tribunales; decía que mi presencia influiría en que los testigos, sobre todo los funcionarios de DISIP, dijeran la verdad al testificar.
Recuerdo muy bien cuando llegó Rafael Rivas Vázquez, exDirector de la DISIP y subalterno mío. Hacía más de 3 años que no lo veía. Le dije:
-Rafael, ¿vienes a decir la verdad?
Me respondió:
-Ya lo verás, Basilio.
Posteriormente, al leer sus declaraciones, pude ver que había declarado toda la verdad aún en perjuicio de Orlando García y Ricardo Morales. Se portó como un verdadero hombre.
El interrogatorio a los testigos y expertos por parte del fiscal militar y los abogados defensores, se extendió por varias semanas.
Del extenso interrogatorio y de las pruebas aportadas por la defensa se sacaron conclusiones y hechos concretos que coastituyeron pruebas procesales. Los hechos demostrados en la etapa de evacuación y aportación de pruebas son los siguientes:
- Que el Dr. Orlando Bosh Avila llegó a Venezuela invitado por funcionarios de alta graduación del gobierno como Ricardo Morales Navarrete, Jefe de la División 54 (contraespionaje) de la DISIP y por el señor Orlando García, asesor de seguridad del Presidente de la República. Así queda demostrado por la visa ordenada por el Director de Extranjería, Dr. Ramón Ignacio Velásquez, a favor de Luis Paniagua (pasaporte que usaba Orlando Bosh), al Consulado de Venezuela en Managua. - Que por orden de O. García y Ricardo Navarrete se le esperó en el aeropuerto internacional de Maiquetía y se le ofreció trato preferencial por el comisario Elí Saúl Camargo, que así lo testificó.
- Que las declaraciones de Ricardo y Lugo ante la policía de Trinidad no tienen validez procesal porque fueron hechas bajo intimidación y coacción y bajo juramento. Los traductores de las declaraciones hechas en idioma inglés y traducidas al español no fueron hechas por intérpretes públicos designados por el Ministerio de Justicia.
- Que a Hernán Ricardo se le ordenó un trabajo de fotografía operativa de la delegación norcoreana que abordó el vuelo en Guyana. El trabajo fue ordenado por la División 54 de la DISIP y que para dicho trabajo se le entregó un pasaporte con el nombre de José Vázquez García. Las declaraciones del Dr. Rafael Rivas Vázquez, ex-director de DISIP, confirman tales hechos.
- Que tanto el equipaje como las ropas y el cuerpo físico de Hernán Ricardo y Freddy Lugo fueron sometidos a análisis químicos para determinar la presencia de sustancias explosivas por la policía de Trinidad, arrojando resultados negativos.
- La testigo María Inés Vega, amiga de Hernán Ricardo, no ratificó ninguna de sus declaraciones en las que decía había sido llamada por Ricardo para indicarle que diera mensajes a un tal Luis. Dijo que había sido indicada por la policía (DISIP) al rendir sus declaraciones.
- El avión no fue revisado en el aeropuerto de Timehri en Guyana. Ni se le hizo el procedimiento rutinario de seguridad de los aviones de Cubana de Aviación en que cada pasajero, antes de ingresar al avión, debe reconocer y señalar su equipaje para que éste sea puesto en carga a bordo. Así lo testificaron el señor Glyne Clarke, Arnold Oruick y Feona Stalla, pasajeros del avión.
- De la experticia de los laboratorios RARDE, de Inglaterra, efectuada por los técnicos Carlos Fabbri y Erick Newton, se concluyó que:
- El avión cayó por efecto de la detonación de un artefacto explosivo.
- Que el artefacto explosivo esta compuesto por nitro glicerina y no por composición C4.
- Que la bomba detonó en el compartimiento de carga trasero del avión.
- Que Luis Posada no estableció comunicación con Hernán Ricardo, como se deduce por las declaraciones de su secretaria Celsa Toledo.
- Que la DISIP, por instrucciones de Ricardo Morales Navarrete, le extendió un carnet de funcionario del cuerpo al Dr. Orlando Bosh, con autorización de porte de armas, bajo el nombre de Carlos Sucre.
- Que ni Hernán Ricardo ni Lugo tuvieron acceso al departamento de carga de quipajes del avión. La maleta que Hernán ingresó en Trinidad, bajo la supervisión de los funcionarios de seguridad de la línea aérea cubana, fue descargada y entregada a Hernán Ricardo en Barbados, cuando se bajó.
Durante mis comparecencias ante el tribunal militar observo la excelente labor que desarrolla el abogado Mora: inquisidor a veces, agresivo e irritante otras; cínico, adulador, encantador; su personalidad cambia según el momento y la persona interrogada. Hábilmente va poniendo las preguntas y obteniendo las respuestas favorables.
El fiscal Moros, delgado, muy sereno y agudo trataba, como él decía, de encontrar "la verdad verdadera" dentro de la "verdad procesal".
La actitud de los jueces que habían leído también la famosa documentación de la experticia "escondida" y que ya formaba parte del expediente, había cambiado favorablemente. No decían nada y rara vez entablaban conversaciones conmigo; pero yo también sabía que todas las pruebas presentadas, sobre todo las del mencionado documento, nos absolvían.
Todo parecía favorable en ese nuevo año. El comisario Bango y Hernán Reyes me visitan con frecuencia. Hermes Rojas, Pepe Vázquez, el Negro Gilberto, Franklin, Diego Argüello, Cadalso y otros comenzaron a venir a verme. Ya no estaban presionados, ni amenazados; el Dr. Uzcátegui había sido nombrado de nuevo director de la DISIP y todos volvían a "ser poder". Mi situación y por ende la de los demás procesados en el caso del avión había cambiado favorablemente. La actividad que había observado en el tribunal militar me llenaba de optimismo y me decía a mí mismo:
-Ahora sí van a arreglarse las cosas.
Mi carácter también había cambiado mucho, la angustia y el sufrimiento habían moldeado mi madurez. Mis emociones estaban controladas y algunos sentimientos reprimidos.
El Consejo de Guerra y la petición del fiscal
El Consejo de Guerra Permanente de Caracas y el Tribunal Militar que nos está juzgando está compuesto por un presidente, el coronel José Ramón Bastidas; por un relator, el capitán de navío Freddy Rivas Pacheco y por un canciller, el coronel Francisco López Carmona. Este tribunal decidirá, de acuerdo al expediente recopilado y a las pruebas y evidencias presentadas por el fiscal militar y por los abogados defensores.
El Consejo de Guerra señala fecha para el acto de informes. En este acto, previo a la sentencia que emitirá el tribunal, los abogados defensores hacen un recuento de todas las actuaciones, exponiendo las irregularidades a su juicio cometidas y presentando las pruebas y evidencias a favor de sus defendidos y refutando las pruebas y evidencias y argumentos de la fiscalía militar. La fecha fue señalada para el 17 de septiembre. Estamos en el año 1980 y ya han transcurrido tres años y once meses de haberse iniciado el proceso. Nos trasladan al tribunal, elegantemente vestidos. La vista es pública.
El traslado lo hacemos, como siempre, en un camión blindado y seguido de una camioneta con guardia armada. Vamos esposados como marca la ley. Al llegar al recinto, éste está lleno de periodistas que nos toman fotografías con cámaras provistas de flash.
Todos los miembros del tribunal se encuentran uniformados y sentados en una larga mesa construida para esta actividad. Como a tres metros, diez sillas que serán ocupadas por nosotros, los cuatro procesados y nuestros abogados defensores.
El relator comienza el acto
El primero en hablar es Francisco Leandro Mora; lee sin interrupción durante dos horas, exponiendo todos los argumentos que en conjunto han preparado todos los abogados. Elocuente, sereno, sin apurarse, frecuentemente deja la lectura para explicar con claridad sus argumentos. Son las 11:30 a. m.
Mora termina y con él, el informe de la defensa. Le toca su turno al fiscal militar, teniente José Moros González.
El fiscal, pausadamente, inicia su exposición. Después de un corto y contundente relato donde explica que en las pruebas presentadas por la defensa, en su interrogatorio a los testigos y expertos y por los documentos periciales que constituyen el expediente he quedado "fehacientemente demostrada la inocencia de los procesados", por lo que pide al tribunal nuestra absolución.
Se arma un gran revuelo, la prensa corre de un lado a otro tomando fotografias. Todo es un alboroto. Recibo felicitaciones de periodistas que antes me habían tratado duramente. En cualquier país del mundo cuando el fiscal, que es representante de la nación en un proceso judicial, retira los cargos y, además, pide la absolución, automáticamente termina el juicio y el procesado, libre de culpa, obtiene su libertad. Aquí la petición del fiscal no es obligante y el tribunal debe decidir sobre esa petición.
Todo es alegría y apretones de manos. El que menos siente esa emoción soy yo; mis largos años de encierro, mis esfuerzos para controlar el odio, el rencor, la angustia y reducirlos hasta permanecer imperturbable ante ellos también, sin quererlo, han afectado el sentimiento de la alegría. Raymond se acerca a mí y me dice:
-¿Qué pasa, Luis? ¿No te alegras? ya estás en la calle.
Sonrío y trato de parecer alegre, sin conseguirlo.
Salimos del tribunal envueltos en la euforia del momento. En esta ocasión y por primera vez, no nos esposan. Al llegar de nuevo al cuartel San Carlos, nos está esperando el coronel , que nos saluda y felicita efusivamente.
Los amigos vienen en grupos a visitarnos y felicitarnos. Todo es alegría. Nuestros familiares obtienen una vista,especial. Nieves viene con Jorge y Janet. Jorge, como siempre, serio y circunspecto me abraza y pregunta:
-¿Cuándo vas a salir, papá?
- Creo que muy pronto, hijo.
El 26 de septiembre a las 11:00 de la mañana, el tribunal militar, por unanimidad de criterio, accede a la petición fiscal formulada días antes y declara absueltos a los cuatro procesados. Solamente encuentra culpable de falsificación de documentos y de usar pasaporte falso a Hernán Ricardo.
Las conclusiones militares
Al dictar su sentencia, la cual contiene 875 folios, el Tribunal Militar llegó a las siguientes conclusiones con relación al establecimiento de responsabilidades de los acusados:
1. La documentación en idioma inglés emanada de cuerpos policiales de Barbados y Trinidad, no produce efecto legal alguno en el proceso por no haber sido traducida la misma por expertos designados, contra los cánones establecidos en la normativa adjetivamente.
2. La documentación recibida de la República de Trinidad y Tobago adolece de vicios de forma que hacen nula su entrada a los autos, por no encontrarse en actas procesales la forma cómo se le dio entrada para ser agregadas al expediente.
3. Asimismo el delito militar de traición a la patria, por el cual son juzgados los ciudadanos Hernán Ricardo Lozano, Freddy Lugo y Luis Posada Carriles, no se ha comprobado en autos, por aparecer desvirtuado ajuicio de este tribunal, en la etapa de evacuación de pruebas, de que Venezuela hubiera estado en algún momento de exposición a peligro de guerra, ruptura de relaciones diplomáticas, reclamo de retorsión por parte de países extranjeros, a consecuencia del accidente aéreo.
4. En relación a la comisión del delito de homicidio perpetrado en la persona de toda la tripulación y pasajeros del avión de la Línea Cubana de Aviación, no surgieron pruebas fehacientes de culpabilidad material ni intelectual en ninguno de los cuatro procesados.
5. La explosión causante de la caída del avión DC8-43 arrendado por la Línea Cubana de Aviación a la Línea "Air Canada", entre las escalas Barbados Jamaica, vuelo CU-455, en fecha 6 de octubre de 1976, se produjo por una bomba de nitroglicerina colocada en el compartimiento trasero de carga del avión, no habiéndose determinado la procedencia de la bomba, el país donde fue colocada en el avión, como tampoco las personas que pudieron haber intervenido en tal hecho.
6. El ciudadano Orlando Bosh Avila ingresó al país el 8 de septiembre de 1976, por el aeropuerto de Maiquetía, con documentación falsa, bajo la identidad de Carlos Luis Paniagua Méndez, la cual utilizaba con conocimiento de algunas autoridades oficiales venezolanas.
7. El ciudadano Hernán Ricardo Lozano, utilizando la falsa identidad de José Vásquez García, que le otorgaba un pasaporte expedido bajo ese nombre, salió del país en fecha 6 de octubre de 1976, por la Línea Pan American, hacia Puerto España, Trinidad, manteniendo esta identificación hasta el día siguiente cuando fue detenido.
8. Que Venezuela no tuvo injerencia alguna en el abominable hecho, a consecuencia del cual murieron los tripulantes y pasajeros del avión de la Cubana de Aviación, el 6 de octubre de 1976, luego de volar aproximadamente 8 minutos, después de haber despegado del aeropuerto Seawell en Bridgetown, Barbados, por lo que le corresponderá al territorio competente, conforme las normas vigentes de derechos internacionales determinar en realidad la autoría y consiguiente culpabilidad del o los autores del hecho en referencia atribuida hasta el presente a los ciudadanos venezolanos Hernán Ricardo Lozano, Freddy Lugo y Luis Posada
Carriles y al turista extranjero para la fecha presente en el país, Orlando Bosh Avila y no comprobada como se desprendió se esta decisión.
Los funcionarios de la Embajada cubana en Caracas son llamados por Cuba. Abandonan el país en masa. Una periodista de la revista venezolana Resumen, de nombre Lucy Gómez, lo relata de la siguiente manera:
El carro llegó a tiempo a la Embajada cubana en Chuao. Afuera estaban todavía los autos de los diplomáticos. Después de dejar la identificación de prensa en la caseta de la DISIP, tocamos el timbre. Pero nadie respondía. Una carrera a la otra puerta y se vio la causa. Todos los diplomáticos estaban en el jardín, con las maletas en la mano, los paquetes en el suelo, los carros listos.
Tras la reja a barrotes azules, la cara alargada de Manuel Basabe, el encargado de negocios, se veía aún más alargada. Dijo sólo que había "recibido instrucciones de mi gobierno" y que debían irse de la embajada: "No hay tiempo para hablar -dijo-. Nos vamos al aeropuerto".
Por los momentos no quiso decir más nada.
Sólo se sabe que se iban vía Panamá. Y que la embajada quedaba totalmente vacía.
Entonces empezó la carrera hacia Maiquetía, a las tres y treinta y ocho de la tarde. El camino estuvo aparentemente despejado hasta llegar a la autopista Caracas-La Guaira, pasando a todos los automóviles a una velocidad supersónica para llegar a tiempo de entrevistar a alguno de los diplomáticos cubanos que se retiraban de Caracas, en una respuesta inmediata del gobierno de Cuba a la absolución dictada por el Consejo de Guerra, anteayer.
El único vuelo que salía a Panamá era el 420 de Aeroméxico, pero aún se debió esperar más de media hora a que llegaran los cubanos.
Por fin entró al terminal, Basabe. Inmediatamente después, las maletas, y los evacuados de la sede diplomática, el consejero político Eduardo Fuentes, el consejero comercial Rafael López, el primer secretario Carlos Infante, el cónsul general Amado Soto, y el personal auxiliar. También venían dos venezolanos, Eduardo Gallegos Mancera y Lino Pérez Loyo, del Partido Comunista de Venezuela, a despedir a los representantes.
Los diplomáticos cubanos traían, por supuesto, gran cantidad de maletas, maletines, cajas y bolsas de todo tipo. Llamaba la atención entre los hombres una muchacha rubia, embarazada, del personal de la embajada.
Mientras esperaban la confirmación de los pasajes del vuelo previsto para las 6 y 10 de la tarde, el encargado de negocios, Basabe, fue más explícito. Ellos recibieron comunicación de La Habana para que dejaran la embajada vacía. Como la comunicación fue hecha por télex abierto, presumiblemente la Cancillería venezolana estaba al tanto, aunque "no nos hemos comunicado con ella", aseguró Basabe. La conversación general transcurría mientras tanto, en comentarios acerca de la sentencia absolutoria del Consejo de Guerra, mientras Eduardo Gallegos Mancera explicaba que había venido allí para despedir a "los hermanos cubanos". Después el tema pasó a la guerra entre Irán e Irak. Gallegos Mancera comentó que era "tan absurda como la sentencia absolutoria". Pasaporte diplomático en mano, todo se hizo más rápido.
Y antes de pasar a la zona internacional, se hicieron las despedidas. El jueves ya estarán en La Habana. Y se habrán roto las relaciones con Cuba.
Lucy Gómez
Después de la sentencia, ya en el Cuartel San Carlos, llegan todos los abogados y tenemos una alegre reunión. Le pregunto a Raymond:
-¿Y ahora, qué viene?
-En menos de un mes la Corte Marcial revisará el juicio y ratificará la decisión del Consejo de Guerra y, entonces, para la calle.
En Venezuela, cuando un fiscal pide la absolución y el tribunal que juzga emite la decisión de inocencia, increíblemente la libertad no procede para el acusado. Un tribunal superior debe revisar el juicio etapa por etapa y volver a pronunciar un veredicto de inocencia y la Corte Marcial, que es el Tribunal Superior, es el que debe revisar de nuevo el juicio y emitir la sentencia definitiva. Yo me pregunto: ¿para qué entonces sirve el primer tribunal, si su sentencia debe ser revisada? ¿por qué no juzga entonces el Tribunal Superior de una vez, si va a ser en definitiva el que dará la decisión válida?
Recibo la visita del Dr. Alberto Palazzi, ex-Ministro del Interior y, en aquel tiempo, Gobernador del Estado Bolívar. Me abraza y me expresa su entusiasmo y optimismo. También me dice que próximamente será nombrado Presidente de la Corte Marcial el general Elio García Barrios.
Al día siguiente de la decisión del Tribunal Militar, el diario Granma, portavoz del Partido Comunista Cubano, ofrece en su primera plana, con caracteres destacados, un editorial calificando de "farisaicas e hipócritas" a la "camarilla demócrata cristiana que gobierna Venezuela". Granma califica la decisión judicial de "una increíble muestra de irresponsabilidad y parcialidad manifiesta".
El Gobierno de Venezuela rechaza expresiones del dictador Fidel Castro
El Gobierno de Venezuela, a través de un comunicado entregado anoche por el canciller encargado, doctor Justo Oswaldo Páez Pumar, rechazó las expresiones del presidente cubano Fidel Castro en relación con la sentencia de un tribunal militar que absuelve a los enjuiciados por la voladura de un avión donde perdieron la vida 73 personas.
El texto del comunicado es el siguiente:
Comunicado
El Gobierno de Venezuela, ante las expresiones formula das por el doctor Fidel Castro, Presidente del Consejo de Estado de la República de Cuba, en relación con la sentencia dictada por el Consejo de Guerra Permanente, hace del conocimiento público las siguientes consideraciones:
1. El Gobierno de Venezuela ha rechazado siempre la violencia y condenado el recurso al terrorismo como método de lucha política. Es oportuno recordar que Venezuela ha sufrido la acción del terrorismo en sus múltiples facetas entre las cuales resaltó singularmente en el pasado la piratería aérea.
2. El Gobierno de Venezuela, por intermedio de sus órganos jurisdiccionales regulares ha procedido siempre a sancionar, sin distinción de ideología política, a los incursos en actos terroristas.
3. El Gobierno democrático de Venezuela, surgido de la voluntad popular libremente expresada en la oportunidad preestablecida por la ley, ha mantenido, mantiene y respeta la autonomía de las diversas ramas del poder público consagrada en la Constitución Nacional. Por consiguiente, acata las decisiones que dicta el Poder Judicial, en todas sus jurisdicciones, de acuerdo con sus atribuciones.
4. El Gobierno y Pueblo de Venezuela rechazan por falsas, irrespetuosas e inaceptables las expresiones formuladas por el doctor Fidel Castro, en el día de ayer, y no puede menos que manifestar su asombro ante la pretensión del mandatario cubano de que la justicia venezolana actúe conforme a los criterios del Presidente del Consejo de Estado de Cuba. El Gobierno de Cuba no puede entender que Venezuela se sienta orgullosa de su estado de derecho y que, por tanto, los procesados tengan garantizado su derecho a la defensa y sólo pueden ser condenados o absueltos conforme a lo alegado y probado en autos y no por lo que piensen u ordenen los gobiernos de turno. Por eso, las temerarias y maliciosas imputaciones lanzadas contra el Gobierno venezolano sobre una presunta injerencia en la decisión adoptada por el Consejo de Guerra Permanente, sólo se explican por venir de un régimen como el de Cuba, donde impera omnímoda la voluntad del Presidente del Consejo de Estado, que ahora recurre al expediente de atribuir a los demás sus propios procederes.
5. El Gobierno y el Pueblo de Venezuela rechazan categóricamente las insultantes e insidiosas referencias a las Fuerzas Armadas de la República, cuyo apego a la Constitución y a las leyes es motivo de orgullo para todos los venezolanos.
6. El Gobierno de Venezuela ha observado con serena responsabilidad la conducta agresiva y desafiante del gobierno cubano. El Gobierno de Venezuela ha limitado sus respuestas a las indispensables que la dignidad nacional exige, pero esta actitud no ha sido correspondida por el gobierno cubano.
7. El Gobierno de Venezuela reitera su inquebrantable línea de conducta en favor de la vigencia plena de los derechos humanos, entre los cuales está consagrado el derecho de los procesados a su defensa ante los tribunales, y ratifica su adhesión al derecho de asilo, tan vulnerado por otros países.
8. El Gobierno de Venezuela reafirma su inquebrantable apoyo a los principios de no intervención, libre determinación de los pueblos y solidaridad efectiva y permanente con los propósitos e ideales de paz y convivencia entre las naciones.
9. El Gobierno y el Pueblo de Venezuela ratifican su secular amistad fraterna con el pueblo de Cuba y manifiestan sus propósitos de inalterable fidelidad a la historia y al destino comunes de nuestras naciones.
Caracas, 28 de septiembre de 1980.
El General amigo de Castro
El general Elio García Barrios ha tomado posesión de su cargo de Presidente de la Corte Marcial y hace unas declaraciones en la revista política Doble 6; promete categóricamente dos cosas: primero, que no admitirá presiones de nadie y que pronunciará su decisión en un término no mayor de 45 días.
Sus declaraciones valientes, después de las amenazas de Fidel a las Fuerzas Armadas, son vistas con simpatía y publicadas en los medios de comunicación. Yo también me llené de esperanzas vislumbrando mi pronta libertad. ¡Cuán equivocado estaba! El general mentía descaradamente; cobarde y complacientemente dilataría la decisión por casi tres años, al cabo de los cuales no decidió. Así, Barrios nos mantendría en prisión complaciendo a su amigo Fidel Castro. En aquel momento desconocíamos su amistad, hoy bien comprobada; en mi poder tengo un retrato donde el general abraza efusivamente al tirano.
Días después, el 6 de octubre, el gobierno cubano produce otro virulento ataque a través de su vocero, el periódico Granma:
"La infamia no quedará impune", agrega un nuevo y
virulento editorial contra el gobierno venezolano
El gobierno de Cuba culpó al de Venezuela de ser "el único responsable de todas las consecuencias que se deriven", si se absuelve a los cuatro acusados del sabotaje al avión que estalló en pleno vuelo con 73 personas a bordo, hace hoy lunes, cuatro años.
A través del portavoz oficial "Granma", la administración de La Habana ataca duramente al gobierno socialcristiano que preside Luis Herrera Campins, al tocar nuevamente el tema del juicio por el avión siniestrado, cuyo fallo definitivo lo dará la Corte Marcial venezolana el próximo día 11.
Bajo el título "Crimen sobre crimen, infamia sobre infamia", el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba publica hoy un extenso editorial en su portada, destacado dentro de un cuadro rojo a tres columnas de arriba a abajo.
"Al gobierno venezolano le consta que el tribunal militar está absolviendo a los culpables", dice "Granma".
A este respecto, recuerda que uno de los encausados, Hernán Ricardo, "reconoció ante la policía de Trinidad y Tobago que él y Lugo habían colocado la bomba que hizo estallar en pleno vuelo el avión cubano".
Más adelante señala que "la decisión de absolver a los terroristas constituye un crimen aún mayor que el propio sabotaje".
"Si aquel hecho cobró 73 víctimas -argumenta- lo que hoy hace el gobierno venezolano puede costar cientos y miles de nuevas vidas inocentes", ya que "los asesinos sedientos de sangre volverán a la calle con las manos libres".
Pronostica que, de fallar la Corte Marcial a favor de los acusados, los cubanos Orlando Bosh y Luis Posada Carriles, y los venezolanos Freddy Lugo y Hernán Ricardo, "muchos otros asesinos semejantes a ellos se sentirán también alentados y estimulados para cometer los más bárbaros atentados".
"Ese es el nefasto papel que ha escogido para sí el gobierno de Venezuela", afirma "Granma".
"Los impúdicos depredadores del honor nacional y de la responsabilidad de Venezuela ante la comunidad mundial tendrán que enfrentar, como les está ocurriendo ya, la repulsa decidida de todos los venezolanos honestos y la condena más enérgica de la opinión pública internacional", añade.
"Por lo pronto, gel gobierno venezolano será el único y absoluto responsable de todas las consecuencias que se deriven de este hecho, para las relaciones oficiales entre Venezuela y Cuba", recalca el editorial.
Al hacer una comparación entre las administraciones de Herrera Campins y de su predecesor, Carlos Andrés Pérez, indicó que "todo cambió al instalarse en el Palacio de Miraflores la camarilla del partido Cope¡".
"Granma" explica que al gobierno de Carlos Andrés Pérez "no le fue en modo alguno fácil llevar adelante el encausamiento de los criminales", debido a que "tuvo que enfrentar maniobras dilatorias, presiones, amenazas, injurias e incluso intentos de sabotaje".
No obstante "sus conocidas divergencias políticas con Cuba -señala-, ese gobierno supo actuar con firmeza, decoro y sentido de responsabilidad".
"Mientras que el anterior gobierno supo mantener sus diferencias con Cuba en un marco respetuoso y digno -añade, los actuales mandatarios venezolanos están entregados a la más sucia componenda con otras fuerzas reaccionarias internacionales para fomentar provocaciones, revivir amenazas, recrudecer el bloqueo y tratar de aislar a Cuba de los pueblos del continente".
El portavoz de los comunistas cubanos opina que "mientras el anterior gobierno ejercitó una política de soberanía e incluso (le solidaridad internacional, el actual gobierno, por el contrario, está empapado con la heroica sangre del pueblo salvadoreño, a cuyos verdugos sostiene y asesora con absoluta impudicia".
"Mientras que el anterior gobierno, por último, no tenía nada qué ver con los asesinos, hay políticos en el poder en Venezuela que sí están comprometidos y sí tienen mucho que ver con los autores intelectuales y materiales del bárbaro sabotaje de Barbados", puntualiza el editorial.
"Granma" concluye el extenso comentario asegurando que "durante siglos", se "recordará y aborrecerá esta decisión del actual gobierno de Venezuela, que multiplica el crimen y multiplica la infamia cometidos hace cuatro años. Pero ni crimen ni infamia quedarán impunes".
La salida
Las visitas, el optimismo de los abogados, la euforia del momento, hicieron que me engañara y me autoconvenciera de que pronto sería libertado. Comienzo a preparar mi inminente salida. Paco Pimentel me ha traído de Italia varios trajes, camisas y corbatas. Ya he designado a quienes les dejaré mis pertenencias de prisión: mi pequeño televisor, mis ollas y cocinas; mis pinceles y pinturas: mis libros, ya tienen dueños. En la calle, mis amigos preparan mi salida. Hermes Rojas me dice que ya se ha preparado una oficina en la DISIP para mi regreso. Le pido que me organice un operativo de seguridad para cuando se produzca mi salida. Ya tiene un lugar en el litoral donde iré por unos días. También se ha ocupado de un carro para mi traslado, de los chalecos a prueba de bala y del armamento adecuado.
Los verdugos
Entre los oficiales del gobierno cubano tengo una fuente. Un funcionario cubano, en repetidas ocasiones, me ha proporcionado información valiosa. Hacía tiempo que no se comunicaba conmigo. Hoy lo hace a través del funcionario de la DISIP que, por orden mía, lo reclutó. El funcionario me visita y me dice:
-Traigo un mensaje urgente de Arturo, el de la Embajada. Dice que hace unos quince días entraron cuatro cubanos, con pasaportes nicaragüenses, y que están ubicados en una casa de seguridad en la Urbanización Los Rosales. Inmediatamente me extiende una lista con los nombres y números de pasaporte. También tiene apuntada la dirección. Mi primer impulso es pasar la información a la DISIP, seguro de que inmediatamente desmantelará el grupo. La DGI (Dirección General de Inteligencia) formará otro grupo de asesinos del cual quizá yo no tenga información. Pienso que es mejor pasarle la información cuando sólo falten uno o dos días para mi liberación. El 'funcionario cubano también me dice que por vía diplomática han llegado cuatro subametralladoras M3 con silenciador. Estoy advertido y alerta. Solamente discuto la información con Ricardo y le pido que guarde absoluto silencio.
El Mono comienza a hablar
Me visita mi amigo Francisco Chao Hermida. Ha llegado de Miami y me trae un mensaje de El Mono. El Mono ha caído en desgracia con el gobierno del Presidente Pérez. Orlando García le ha pedido cordialmente que abandone el país. Chao Hermida me cuenta que El Mono es prácticamente un alcohólico y que tal vez se ha hecho drogadicto. Que le ha contado cosas muy interesantes sobre la voladura del avión cubano y que está dispuesto a decírselas a nuestros abogados. Le cuenta que la bomba que voló el avión se plantó en el aeropuerto de Timehri, en Guyana. Que fueron dos cartuchos de dinamita comercial dentro de una maleta, que iba en el compartimiento trasero de carga. Que estaba destinada a estallar entre Trinidad y Barbados, con detonador de tiempo, matando también a Hernán
Ricardo. No explicó por qué querían la muerte de Ricardo. No quiso explicar los motivos que tuvo para llevar a cabo el sabotaje. Pero dijo que Orlando García estaba también involucrado en el plan. Se ofreció a testificar y ratificar lo que le había dicho a Chao, en presencia de los abogados.
Le relato la historia a Raymond Aguiar. Al siguiente día se traslada en su propio avión a Miami y hace contacto con El Mono. Raymond le pide que vaya a Venezuela a testificar. Este se niega, pero accede a hacer todas las declaraciones en un vídeo. Raymond alquila un aparato de vídeo con su operador y le toma una película, donde El Mono ratifica todo lo anteriormente dicho. También ataca violentamente al Presidente Pérez y lo acusa de haber invitado y permitido la estancia de Orlando Bosh en Venezuela, mientras por otro lado coqueteaba con Fidel. Sus declaraciones son duras y precisas. Raymond llega con el vídeo a Venezuela, le saca varias copias y las distribuye entre personalidades políticas. También lo ofrece para su publicación a las cadenas de televisión venezolanas. Estas, después de verlo y analizarlo, no se atreven a publicarlo. El vídeo en cuestión está en manos del Dr. Oswaldo Domínguez:
Posteriormente, en un juicio de narcóticos llamado "El caso tic tac", porque los micrófonos que instalaron los agentes federales americanos estaban cercanos a un reloj y se oía su tic tac y en el cual El Mono participó como testigo del Estado por el fiscal, El Mono, bajo juramento y habiéndosele concedido inmunidad, dijo que había sido el autor de la voladura del avión cubano y que ninguno de los procesados que se encontraban en prisión tenían nada que ver con el hecho. Estas declaraciones no fueron admitidas en el expediente por el Presidente de la Corte Marcial, general García Barrios.
La Corte Marcial
La Corte Marcial está formada por cinco Magistrados, un Fiscal y un Secretario. Los miembros que constituyen el Tribunal son: el Presidente, el Relator y los otros tres Magistrados. Todos con derecho a voto. Los expedientes de los casos que estudian son leídos por el Secretario en audiencias convocadas por el Presidente de la Corte. Las audiencias son públicas y asentadas en un libro. Como el Presidente tiene la facultad de convocar a las audiencias para la lectura de los expedientes tiene, por lo tanto, control sobre la celeridad de los procesos. Si se paraliza la lectura de un expediente o se hacen muy espaciadas las convocatorias a las audiencias, el proceso se dilata. Como veremos más adelante, hay muchas formas de retrasar el proceso y demorar la sentencia.
Las Navidades del año 80 todavía están llenas de esperanzas. El comisario Pepe Vásquez viene de la DISIP con el consultor jurídico, Dr. Manolín Sarda, y me traen una caja de vinos y media caja de champaña. Todavía se nos permite ingresar la bebida al cuartel. Voy a la calle con el coronel a sacar las cajas del maletero del carro de Pepe. Nadie se imagina que el general Barrios ya está en contacto con Castro y que demorará el proceso durante un tiempo interminable. En ese momento todos, incluido yo, pensamos que el que la decisión de la Corte Marcial se haya demorado un poco, no quiere decir nada. En Navidad mi familia tiene vistas especiales. Comemos lechón que trae Nieves, y ayacas que trae la madre de Ricardo, todo rociado con buen vino y champaña. Mis hijos Jorge y Janet disfrutan y se sienten también esperanzados de mi pronta libertad.
Pasan los días, las semanas, los meses y la decisión judicial no se produce; a pesar de estar absueltos, continuamos presos. El lugar donde vivo ahora es mucho mejor; gracias a mi situación privilegiada ahora vivo en el pabellón de oficiales. Los oficiales que han sido procesados por un supuesto delito son confinados en este pabellón mientras dura su proceso. Aquí hay oficiales sujetos a juicio por malversación, deserción y homicidio. El lugar es limpio, aseado y la vigilancia es discreta.
También para nuestros familiares y amigos es mucho más fácil visitarnos, los registros son más ligeros y no tienen que hacer las colas interminables. Ricardo y yo estamos ubicados en dos amplias habitaciones con baño. Bosh vive solo en una habita ción de otro sector del cuartel y Lugo vive separado, en otra habitación.
Pinto, leo, medito y converso con algunos oficiales. Recuerdo con cariño y admiración al comandante Godoy: pequeño, bien parecido, de penetrantes ojos verdes. ¿Por qué está preso? Por denunciar ante la prensa los robos e irregularidades administrativas de sus superiores. ¿Por qué a la prensa? Porque su denuncia no fue atendida por el Ministro de la Defensa. En dos ocasiones expuso al ministro sus quejas y denuncias. El ministro no le hizo caso. Continuaron los robos. Fue a ver de nuevo al ministro y éste no lo recibió. Godoy se fue a la prensa.
El teniente Chirinos desertó del ejército, no le gustaba la vida militar. Tocaba guitarra y cantaba. Tengo mucho que agradecerle por una actitud que tuvo hacia mí, que lo convirtió en mi hermano.
Poco a poco y a medida que pasan los días y los meses, a medida que veo la canallada jurídica que forja sin ningún pudor el general Barrios, voy perdiendo la fe en que se produzca mi libertad. Ya no creo en la justicia.
Me llegan noticias del oficial cubano de la Embajada; me asegura que el general Barrios es íntimo amigo de Fidel.
Mi visita también el negro Juan Ferrer, recién llegado de Cuba. Antes de salir de Cuba pasó por mi casa y me trae una carta de mi madre. Le pregunto que cómo está, me miente y me dice: bien.
Su rostro no puede disimular su mentira piadosa; mi madre está gravemente enferma y moriría pocos días después de la decisión de inocencia; murió creyendo que yo era libre. Pocas semanas después moriría mi padre. La pérdida de mis padres me causó profundo dolor. Mi tía Margot, a quien tanto quiero, llamó a Nieves desde Miami. Mi madre sufrió un cáncer pulmonar que duró un año.
Días largos y tristes, noches interminables. El sueño es mi gran amigo, cuando duermo no estoy preso, mi mente viaja por mis recuerdos. El nuevo día, implacable, se me aparece y me recuerda que estoy encarcelado.
Llevo ya dos mil días preso. Mi mente comienza a rebelarse contra la injusticia. Hoy de nuevo me hago un firme propósito: jamás me daré por vencido, lucharé hasta el final. Un nuevo pensamiento se va formando en mi mente que me ayuda a vivir, a soportar lo insoportable, pido a Dios que me ayude en mi nueva empresa: lucharé hasta obtener mi libertad, nadie puede apresar mi alma, mi alma es libre y mi cuerpo la seguirá en el empeño. Y ¿qué es la muerte sino una forma de libertad?
De frente a la injusticia, a la canallada y a la humillación a que pretenden someterme, está mi voluntad inquebrantable de lucha. No creo más en la injusta justicia, no espero más. Mi astucia y mi decisión me darán la libertad.
Pasados los 45 días que el general Barrios había dicho a la prensa que tardaría para pronunciarse sobre la decisión del Tribunal Militar, en adelante comienza una serie de ruleteos y manipulaciones del expediente, que hace que la decisión se prolongue, violando los derechos de todo procesado a ser juzgado con prontitud.
Durante este interminable proceso, citaremos los hechos más relevantes.
1. El general Barrios solicita Autos de Mejor Proveer. Pide información adicional a Cuba, Barbados y Guyana. Estos países tardan casi un año en contestar a sil requisitoria. Aunque la ley permite un lapso de seis meses para esta requisitoria, el expediente queda paralizado hasta no llegar los recaudos.
2. En abril de 1982, cuando el expediente ya lleva un año y ocho meses en el tribunal y se está terminando de leer la pieza N° 23 (el expediente consta de 24 piezas), se suscita un conflicto entre el relator coronel Alfredo Anzola Jiménez y el general Barrios. El relator se ve obligado a renunciar y es sustituido por el coronel Manuel Ruiz Siso. La sustitución del relator demora varios meses; mientras tanto, el expediente permanece paralizado.
3. Con la incorporación del nuevo relator a la Corte, la lectura del expediente debe comenzar desde la primera página, pues las audiencias de lectura deben realizarse ante la Corte en pleno y el nuevo miembro debe también conocer el expediente.
4. Las audiencias comienzan lentamente; pasan semanas sin que se efectúe lectura alguna.
5. Por problemas internos son sustituidos dos fiscales de la Corte.
6. Desde el inicio de este largo proceso, el general Barrios es acosado por los medios de comunicación que le solicitan fecha de sentencia. Promete durante diecinueve ocasiones, formular sentencia, engañando repetidamente a la opinión pública y sometiendo a los procesa dos a la tortura síquica de las promesas incumplidas.
Son las seis de la tarde; no enciendo las luces de mi habitación, la penumbra que la penetra me indica que termina el día y comienza la noche. Para mí es la hora en que tengo que sacar de mi interior toda la entereza para vencer la tristeza y angustia que siempre me trae esta hora. ¿Por qué será? Se asoman los espectros de la prisión, se me presentan los fracasos, quieren adueñarse de mi mente la desesperación y la impotencia. Firmemente voy derrotándolos uno a uno. Al fracaso le digo:
-Tú no existes.
A la desesperación:
-Siempre puedo aguantar más.
Al miedo:
-Jamás me daré por vencido.
Al pesimismo:
-Pronto alcanzaré mi libertad.
Después de vencer los espectros uno a uno, siempre llega la calma: me dedico a meditar y frecuentemente rezo una plegaria. Una sola idea me acompaña durante el día y la noche: la libertad, alcanzaré mi libertad, arriesgaré todo por obtenerla.
Los espías de Castro
De la DISIP recibo información de que una red de espías cubanos está operando en el país. Trato de obtener más información de el cubano de la Embajada de Cuba, que trabaja para mí. Este me responde que no sabe nada de una red, pero hay una venezolana, con el seudónimo de Lucy, que trabaja para los servicios de inteligencia cubana.
Paso la información a la DISIP y me contestan que me cuide de Alicia Herrera, que visita a Bosch. Frecuentemente, también me dicen que Alicia está sometida a investigación y vigilancia, así como un grupo de cubanos con los que Alicia mantiene relaciones de amistad.
Los equipos de vigilancia y seguimiento de la DISIP los siguen, intervienen sus teléfonos y toman fotografias de sus visitantes. En los momentos en que me pasaron la información, la DISIP ya estaba segura de las actividades de espionaje del grupo.
Aviso a Bosch, pero éste no me cree y dice sonriendo:
- Luis, estás viendo espías por todas partes. Yo insisto y le digo:
- Orlando, esto es en serio, por lo menos, si no lo crees, cuídate mucho.
- Yo siempre lo hago -responde Bosch.
Alicia Herrera era una periodista venezolana que trabajaba para la cadena Capriles; específicamente, fungía como la directora de la Revista Kena. Allí conoció a Freddy Lugo y a Hernán Ricardo. Por intermedio de Lugo, que tenía su celda en el mismo sector de Bosch, hizo contacto con éste y comenzó a visitarlo.
Alicia, una mujer pequeña y poco agraciada, se presenta con un flamante novio cubano, alto y bien paiecido, que dice ser un ingeniero electrónico de nombre Raymundo Arrechega (a) Titón. En las investigaciones realizadas sobre este personaje, no se averiguó mucho; ninguna de las fuentes de exiliados cubanos que se consultó lo conocía, ni sabía de donde había salido. Titón visitaba a Bosch junto con Alicia.
Por otro lado, un matrimonio cubano, también desconocido entre los exiliados, tenía una oficina de distribución de enciclopedias.
La pareja: Noel Betancourt, ingeniero electrónico también y Olga Raluy se encuentran hace tiempo bajo vigilancia de los servicios de inteligencia venezolanos.
El 23 de abril de 1982, Alicia sin avisar a sus familiares, desaparece con Titón. El matrimonio Betancourt-Raluy, como por arte de magia, tambien se "disuelven".
La pregunta que se hacen los servicios de inteligencia venezolanos es la siguiente: ¿Era Alicia un agente cubano "sembrado" desde hace tiempo por la inteligencia cubana, o fue ésta reclutada por Titón? Lo que si era un hecho, sin lugar a dudas, es que el caso del avión cubano, en ese tiempo, era un asunto de alta prioridad para el gobierno cubano.
Además de los cuatro pistoleros cubanos que entraron al país con pasaporte nicaragüense con la misión de eliminarnos fisicamente cuando obtuviéramos la libertad, a través de Alicia Herrera y los otros cubanos que formaban la red, había otros planes que no se han podido determinar. Al saberse detectados y sabiendo que no podrían seguir operando, "abortan la misión" y deciden escapar.
Los últimos días de los espías
A continuación una síntesis del resultado de las vigilancias y posterior investigación de la DISIP, sobre los cinco días previos a la desaparición de la red.
El 18 de abril, Alicia entregó a su hermana las llaves del apartamento donde vivía. Ese mismo día, por la tarde, Urrechega y Betancourt compraron ropa por unos $1,000 dólares en el Centro Comercial Chacaito (eso hace deducir, que su viaje sería para un país socialista, donde escasea la ropa). Urrechega compró también un costoso reloj Rólex en una joyería del mismo centro comercial.
El 19 de abril es sábado y, como de costumbre, Alicia visita a Bosch en la prisión. Esa misma tarde Noel y Olga visitan a la madre de ésta y le entregan ropa para que la regale.
El 20 de abril Noel y Olga, le entregan a la madre de ésta un documento para que pueda movilizar su cuenta bancaria. Ese mismo día, Urrechega baja al litoral y le entrega al conserje las llaves del apartamento que tienen alquilado, diciéndole que se ausentaría por un tiempo.
El 21 de abril, Raymundo Urrechega vende su automovil en la empresa Pineiro C.A. de la urbanización La Florida, a las 8:00 de la mañana. A las 8:50 alquila un carro en la Hertz de Chacaito; a las 9:40 cobra el cheque por la venta de su automóvil. Ese mismo día. Josefina, la madre de Olga Ruley, firma en un banco la autorización para movilizar la cuenta de su hija y yerno.
El 22 de abril, Noel Betancourt suspende todas las cuentas de periódicos y otras de su negocio "Datar 1000". Ese mismo día, Alicia se retira temprano de sus oficinas en la torre de la prensa, alegando que no se siente bien. También ése mismo día, Noel compra dos boletos en la agencia de viajes Febres Parra, de la avenida Libertador, con el destino Zurich-Amsterdam. Posteriormente se supo que tomó la vía Praga, para dirigirse a Cuba.
El 23 de abril, Alicia vende su Fiat azul en la compañia Aragua Motors y llama ala torre de La Prensa para comunicarse con la periodista Gloria Fuentes.
El 24 de abril los servicios de inteligencia no pudieron detectar en Venezuela a ninguno de los integrantes de la red. Posteriormente, Alicia apareció en Cuba, donde mantuvo su residencia por un tiempo.
Alicia visitaba frecuentemente a Bosch y a Lugo.
A trevés de mi esposa Nieves, pidió visitarme. Sin embargo, alertado por el agente infiltrado en la embajada cubana e
Re: Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
14: Y la libertad se hizo una obsesión
Cierro la puerta y observo el televisor que se encuentra frente a mí. Es un pequeño aparato "Hitachi" de 13 pulgadas; en su interior, ajustada con tornillos y pintada, se encuentra bien camuflada una pistola Colt 45. Aunque desarmaran el chasis del televisor para un registro minucioso, sería muy dificil encontrarla. Las piezas del arma están cuidadosamente mezcladas con las del televisor de tal forma que parecen parte del mismo. La semana pasada, en el día de visita a los oficiales militares presos, el comisario Rodríguez la pudo introducir pese al control de visita de la prisión, que se encuentra como a unos 100 metros de la puerta de entrada. Allí, una pareja de soldados y una mujer requisan a los visitantes, abren las bolsas en que traen la comida, buscando cualquier objeto que esté prohibido introducir en la prisión como son, desde luego, las armas, el licor y cualquier aparato que pueda servir para abrir una cerradura o cortar algún hierro. Después los soldados registran físicamente a los hombres que pasan a un pequeño espacio cerrado, mientras que una mujer registra a las damas visitantes. Hace dos semanas que no usan el aparato detector de metales que busca cualquier objeto de metal en el cuerpo de la persona sometida a registro; se ha roto y lo han echado a un lado, intensificando el registro personal. Los visitantes de los oficiales presos pasan el control con más facilidad que el resto de la población penal. Los oficiales de alta graduación no son registrados físicamente; tampoco los paquetes que traen. El comisario Rodríguez está al corriente de todo esto; tiene un amigo militar preso y en dos ocasiones lo ha visitado para examinar el sistema de control de la prisión. En las dos ocasiones en que ha visitado a su amigo se ha identificado como funcionario de la DISIP; ha dejado bajo la custodia su arma de reglamento y, sin ser revisado, ha entrado al sector donde los oficiales reciben sus visitas. Después de las observaciones que ha realizado considera que, con sangre fría, es posible realizar la operación con éxito. No lo comenta con nadie, a excepción de mi gran amigo el comisario Santos. Este le ayuda a evaluar las posibilidades y se ofrece a acompañarlo el día escogido; Rodríguez le dice que será la próxima visita, dentro de tres días. Llega el día escogido. En su casa, Rodríguez se afeita el muslo derecho y con un adhesivo se fija el arma. Se pone el pantalóny se ajusta con un cinturón; en la parte izquierda de su cintura, luciendo lo más ostentosamente posible, está su arma de reglamento. Desayuna rápidamente, toma el carro y pasa por casa del comisario Santos, que ya lo está, esperando. En el camino hacia la penitenciaría casi no intercambian palabras; los dos están decididos a arriesgar su seguridad por ayudarme a alcanzar la libertad. A las ocho y media se ponen en la cola de visitantes. Sin ningún nerviosismo, llegan al control. Primero se identifica Santos: entrega su arma de reglamento y pide visitar al militar amigo de Rodríguez. Posteriormente, éste hace lo mismo: deja su arma de reglamento y abre para revisión una bolsa que contiene un libro y unas frutas. El soldado casi no la mira y da la orden de que puede proseguir. El sitio de reclusión de los militares procesados está separado de las áreas abiertas del penal por una gran reja de hierro; a la derecha de la reja, sin entrar al espacio donde reciben las visitas los militares, hay una escalera que conduce al techo de la prisión. Ya han autorizado abrir la reja. Los cuartos de los oficiales están abiertos para recibir a sus visitas. Los que no tienen visita, también se en cuentran en sus habitaciones o por los corredores del sector; el área es pulcra y los pisos son encerados y pulidos dos veces a la semana. El sector, que tiene como unos treinta metros de largo, está separado por una reja que permanece siempre abierta hacia otro sector más pequeño, como de 10 metros de largo. Allí se encuentra nuestra habitación, en la parte de afuera hay una gran mesa donde están las cocinas para preparar nuestros alimentos y mesas pequeñas donde los visitantes se sientan con los detenidos a conversar.
El general Barrios miente sin recato ninguno a los medios de comunicación. Por diecinueve veces promete fechas para la emisión de sentencia definitiva. Por diecinueve veces miente. Está desprestigiado ante la opinión pública y ante la prensa que lo acosa. Ya no puede esgrimir más razones para dilatar la
sentencia.
El hijo del general
El general Barrios tiene un hijo. Joven, díscolo, como de unos veinte años, vive una vida libertina. Un día aparece muerto, tirado en una zanja con un balazo en la cabeza.
El general aparece en televisión con voz llorosa. Acusa abiertamente a la "mafia cubana" (refiriéndose a nosotros) de haberle causado la muerte. Dice que el hecho sucede para presionar por una decisión favorable en el caso del avión cubano. La prensa y la opinión pública se indignan, e injusta e irresponsablemente atacan a los exiliados cubanos. Dos semanas después, la policía detiene a un sospechoso, amigo del hijo de Barrios. Confiesa el crimen y entrega el revólver con que lo cometió. El revólver, un .38 Smith & Wesson, es sometido a pruebas de laboratorio y resulta ser el arma asesina. El asesinato cometido tiene como móvil el reparto de un botín de drogas. El asesino, convicto y confeso, se encuentra purgando la pena en prisión.
Los abogados protestan y exponen públicamente la enemistad pública y manifiesta de nuestro juzgador.
A mí esos incidentes no me producen ninguna emoción. Vivo indiferente a los comentarios de prensa, a las reacciones públicas, ya sean buenas o malas. Cuando algo sensacional o relevante sucede permanezco imperturbable, me pongo "mi piel de elefante" y le niego la entrada a mi mente a todo lo que no sea mi gran meta: la fuga.
Bosh en huelga de hambre
En marzo de 1983, cuando el proceso llevaseis añosy medio de iniciado y dos años y medio en consulta de la Corte Marcial, Orlando Bosh inicia una huelga de hambre en protesta por esta situación. Bosh, debido a su precaria salud y a lo prolongado de la huelga, se encuentra en peligro de muerte. El general es presionado por los justos reclamos y la opinión pública. De Estados Unidos vienen comisiones de exiliados cubanos y se organizan manifestaciones de protesta. El alcalde de Miami, Maurice Ferre, viene a mediados de marzo. Llega en avión particulary se entrevista con el Presidente de la República, Luis Herrera Campins, protestando por la situación.
Bosh lleva más de 30 días en huelga de hambre, reclamando el derecho a que se le haga justicia. Muchos compañeros me critican porque no lo acompaño en su inmenso sacrificio. (Yo estoy preparando mi plan de fuga. A excepción de Ricardo, nadie sabe lo adelantado que se encuentra). Su salud quebrantada lo pone al borde de la muerte. Sin embargo, su voluntad indomable lo hace resistir y mostrarle al mundo la indolencia y la canallada de los hombres en que se apoya el estado de derecho de la democracia venezolana; y vienen a mi mente estrofas de una publicación que hizo Orlando antes de exigir, con su sacrificio, que no se prolongue más su agonía y se emita de una vez por todas la esperada decisión judicial. Uno de los párrafos dice así:
Cuando el hombre que ha entregado su vicia a la lucha por la libertad y en fatal encrucijada se le negaren o postergaren injustificadamente los derechos y reclamos que pauten los códigos y la justicia en un estado de derecho, de aceptarlo y asirse a la resignación y conformismo se estaría suicidando cotidiana y moralmente, pues tal resignación va erosionando su voluntad de luchar, va disolviendo su compromiso histórico; va quebrantando el ineludible e irrenunciable deber ante el altar de su patria, va prostituyendo los ideales enclavados en sus propias entrañas, la luz se le convierte en tinieblas, porque el fuego que lo alimenta va extinguiendo en las
tenebrosas penumbras que asfixian su dignidad, el hombre apátrida resignado, es hasta cómplice del crimen que se comete contra los ideales que nacieron con respeto y después los contemplan impasibles morir atropellados. En consecuencia, en mi persona la fatal resignación a tener alma del traidor apocado por el miedo y la debilidad a la vera del pecado, de conocer mi verdad y mis derechos y ser canijo y cobarde para con ellos, yo he elastificado la paciencia y prudencia al máximo durante más de 5 largos y crueles años en la espera de justa e imparcial sentencia definitiva y después de haber sido vil y canallescamente trampeado y encarcelado, ofendido muchas veces y humillado demasiadas, pero hay un punto límite en que esa paciencia deja de ser una virtud para convertirse en complicidad a ese limite. Hace tiempo que estoy arrinconado frente al paredón de la injusticia. A un hombre honrado cualquier alternativa es válida, incluyendo el sacrificio hacia el riesgo de muerte. Su valor y grandeza está en el sacrificio.
Julio de 1982
El comisario Rodríguez deja a Santos conversando con el oficial visitado y se dirige a mi celda, me saluda efusivamente y entra en ella; sin apuro se introduce en el baño, baja sus pantalones y quita la cinta adhesiva que sostiene la pistola; abre la puerta del baño, me pide que entre y allí mismo me la entrega. Al recibir el arma, siento una profunda emoción; delante de mí se encuentra un hombre que acaba de correr un inmenso riesgo para ayudar a su amigo; nos fundimos en un fuerte abrazo. Ya tengo el lugar donde, provisionalmente, pondré la pistola hasta esconderla definitivamente dentro del televisor (después de las visitas frecuentemente hacen registros). La envuelvo en un pedazo de carne que inmediatamente pongo en el congelador de mi pequeña nevera. Pongo el control del refrigerador al máximo para que se congele rápidamente.
Llevamos varios días procurando un uniforme de militar y ya tenemos el plan para conseguirlo, los militares que están en nuestro piso andan vestidos de uniforme y frecuentemente envían su ropa a una tintorería cercana a la penitenciaría; dos o tres veces por semana traen la ropa limpia y recogen la sucia, generalmente como a las ocho de la mañana. Cualquiera de los oficiales que esté cerca de la puerta de hierro cuando viene la tintorería, recoge la ropa de todos; con ella van los boletos de pago por separado; también entrega la ropa sucia por varios días; Hernán y yo estuvimos alertas para que, al llegar la tintorería, no hubiera ningún oficial presente.
Una mañana, a mediados de julio, llegó la tintorería y no había ningún oficial en el pasillo; rápidamente me dirijo a la reja y tomé el paquete con la ropa lavada. Afortunadamente, no hay ningún paquete de ropa sucia. Rápidamente llevamos el paquete hacia nuestra habitación, allí lo abrimos y tomamos el uniforme que más se adapta a mi complexión y estatura. Envolvemos de nuevo el paquete y lo ponemos encima de la mesa con las cuentas. Penetramos de nuevo a nuestra habitación y desenvolvemos un rollo de tela como de unos cuarenta metros de largo. Ricardo y yo pintábamos cuadros al óleo, por lo que en una esquina de la habitación se encontraban las pinturas, los atriles, los marcos y el rollo de tela. Pusimos el uniforme al final de la tela y sobre él la enrollamos. Cuando estuvo toda, enrollada, nadie podía sospechar que en el interior de ese enorme rollo se encontraba un uniforme de militar.
Sin sospechar nada un oficial, compañero de celda, se ofreció a comprarme un par de zapatos negros número diez del tipo militar, en la proveeduría. Las insignias, los botones dorados y las condecoraciones del grado de coronel no fue muy difícil introducirlas al penal; tampoco fue difícil comprarlas o ad quirirlas en el exterior, ni esconderlas en tubos de pintura al óleo que se abrían por el fondo, se les introducían las insignias y se volvían a doblar. Sobre una mesa había letras de imprenta del tipo "letra-set", cera, unas tijeras y un radio; todo sería usado en nuestro plan de fuga. Ya Ricardo se había procurado su uniforme, iría vestido de oficial de la Marina, camisa y pantalón beige y corbata negra.
Generalmente los oficiales de la Marina, sobre todo cuando son conductores, dejan su chaqueta en el carro y circulan por el penal con ese atuendo. Sin embargo, faltaba lo más difícil: una gorra para ser equipada con las insignias de coronel; cuando ya había ensayado y pensado varias formas de introducir la gorra al penal se nos presentó la gran oportunidad. Un coronel del ejército llegó un día a visitar a un oficial procesado; el coronel, que había bebido bastante y se encontraba embriagado, puso su gorra en una silla y se separó para conversar con el oficial. Hablaba en voz alta, gesticulando y armando un gran alboroto. Ricardo y yo nos dimos cuenta inmediatamente de la situación y decidimos actuar con rapidez. Mientras yo le sacaba conversación al coronel y al oficial, Ricardo sustrajo la gorra y la echó rápidamente en un bote de basura, cubriéndola inmediatamente con desperdicios. Cuando terminó la visita, el coronel comenzó a buscar su gorra, pero yo le aseguré que había venido sin ella y que posiblemente la había dejado en su automóvil; medio convencido, abandonó el lugar sin protestar ya que él mismo no estaba seguro dónde la había puesto. Tampoco denunciaría la pérdida de la misma por la borrachera en que se encontraba.
Mientras nos procurábamos los implementos necesarios para la fuga, trabajábamos en el plan. Observábamos, sin que se dieran cuenta, todos los detalles del lugar: cuántos guardias había en el pasillo, hora en que cambiaban, y qué personal custodiaba las puertas. Mucha de esa información la conseguimos pidiendo que nos trasladaran a visitar al dentista del penal, o pidiendo bajo cualquier pretexto una entrevista con el director; en esas oportunidades bajábamos por el pasillo y veíamos cómo el personal militar que se encontraba en las instalaciones abría las puertas y nos daba paso siempre que íbamos acompañados de un oficial; discretamente, sin que se dieran cuenta, interrogábamos hábilmente a los militares que trabajaban en la penitenciaria; preparábamos comida y los invitábamos a comer o a tomar café y, en medio de esa camaradería, recabábamos información relevante.
De esa forma aprendimos que el teniente López, cuando estaba en su turno y debía permanecer en la puerta interior del penal de una a tres de la tarde, iba a dormir la siesta; así, la guardia de la puerta interna permanecía sin la supervisión de un oficial; y los soldados; sin la presencia del oficial, descuida ban sus deberes. También supimos que los carros de los oficiales eran conocidos por las postas que hacían vigilancia y seguridad en la puerta externa del penal. Los que generalmente conocían los carros y los oficiales los dejaban pasar libremente hacia dentro y hacia afuera, sin presentar ninguna identificación. Los oficiales, cuando venían a hacer su turno, entraban a un inmenso patio que separaba el penal de la DIM (Dirección de Inteligencia Militar). Ambos edificios estaban separados por unos ochenta metros en esa área, y más bien cerca del penal, estacionaban sus carros; adyacente a la DIM había un taller de mantenimiento de vehículos y muchos oficiales usaban las facilidades de los talleres para reparar sus vehículos. Después de haber observado y evaluado a todos los oficiales, acordamos que quien presentaba mejores características para ser dominado era el teniente Miranda. Éste era un oficial joven, como de unos 25 años; se había hecho muy amigo de nosotros y nos visitaba frecuentemente. Hábilmente fuimos evaluando su personalidad: tenía todo listo para casarse y amaba profundamente a su prometida; hablaba con frecuencia de ella. Era un muchacho honesto, pero sin ninguna aptitud para la carrera militar; podría haberse desempeñado con mucho éxito en cualquier otra carrera que no fuera la militar; confiado, trataba siempre de, agradar; jamás se le vio emitir una orden. En conversaciones que sostuvimos con él, sabíamos que tenía mucho miedo a los explosivos y un total desconocimiento sobre los mismos.
Evaluando y sopesando todo lo que poseíamos y podíamos adquirir, incluyendo los estudios de personalidad de los oficiales custodios, elaboramos con más precisión el plan de fuga. Estábamos seguros de que la hora seria entre la una y las tres de la tarde, mientras estaba de turno el oficial que dormía su siesta. También estábamos seguros de que el oficial a someter sería, sin lugar a dudas, Miranda; el día sería aquel en que coincidieran las guardias de Miranda y del oficial que dormía.
Hoy es sábado, día de visita, y todo está listo, me levanto entusiasmado; dentro de hora y media veré a mi esposa, a Jorge y a Janet. Jorge tiene 16 años y es todo un hombre. Se esfuerza para sacar buenas notas en el colegio. Pese a que he faltado en los años de formación, es un adolescente firme y honesto; jamás miente, pero también es un joven triste: no tiene amigos y sufre mucho mi prisión. Janet tiene 11, es una niña vivaracha, alegre y tiene muchas amistades; en la escuela es popular y saca muy buenas notas. Mi esposa, que ha soportado los largos y crueles años de la prisión, ha llevado la responsabilidad de ser padre y madre.
Les he preparado para el almuerzo una gallina hervida con verduras; con ellos viene mi hermano y amigo Paco Pimentel. Paquito siempre me visitó durante mis años de cautiverio y también carga paquetes: chocolates, libros. Y mi familia trae la comida que cocinaré durante la semana.
A ninguno de ellos le cuento mis planes (para qué preocuparlos), aunque todos adivinan que pronto, algo va a suceder. Son las diez y media de la mañana. Conversamos de todo, paseo a solas con mi hija y discuto sus problemas personales; después a solas con Jorge. No nos tenemos la confianza de un hijo para con un padre y viceversa; sin embargo, nos amamos mucho y nos respetamos. Antes de comer, reza: "El Señor es mi pastor". La comida siempre es triste, pocos comentarios. Paco sólo se toma el caldo del hervido y dice que está a dieta; desde que lo conozco, está a dieta.
Después de la comida, mi esposa siempre se acuesta en una cama y descansa. Llegan las dos de la tarde y comienzan de nuevo a cargar paquetes para la próxima visita. Las tres de la tarde: la tensión de las visitas me ha dejado exhausto. Salgo e intercambio algunas golosinas con los otros procesados que les han traído cosas de la calle. Me acuesto y trato de leer uno de los libros que me ha traído Paco, pero a los cinco minutos estoy profundamente dormido. Leo libros que nunca antes había leído: biografías, religiones, filosofía, todo lo que me cae en las manos. Continuamente tengo la vista cansada de tanto leer, ya no puedo leer más de quince minutos seguidos. Me he prohibido leer sobre cosas agradables e inalcanzables. No leo libros de deportes y cacería, que me trae mi hermano Rolando Santander cuando me visita. Rolando me visita muy frecuentemente y me hace cuentos de lo que yo no quiero oír: del rifle que le llegó, del venado que mató, cómo ha adaptado su carro para la cacería y de otras muchas cosas que, como no puedo alcanzarlas, no quiero oír hablar de ellas. No leo sobre automovilismo (no sé cómo son los últimos modelos) ni sobre trajes, corbatas, etc. A pesar de eso, cuando Paquito viaja, me trae ropa, camisas, trajes, corbatas, que se van amontonando en el closet de mi casa para cuando salga. No quiero que me traigan nada de la casa. Quiero vivir con lo mínimo posible; no quiero tener esperanza de posesión de lo que no puedo alcanzar; es como si a un esquimal le mostraran fotografías y revistas de yates en las playas de Hawaii.
Hablo un rato con el comandante Godoy; su conversación siempre es instructiva, siempre refrescante; no siempre se tiene la oportunidad de hablar con un hombre honesto, firme y franco, plantado en su postura de militar, denunciando la corrupción y la malversación de sus jefes y superiores: su actitud lo tiene preso; vive muy pobre y, pese a ser de los primeros en su promoción y de poseer una aguda inteligencia, nunca ascenderá ni siquiera a teniente coronel. Los hombres como él no son de este mundo, su gloria la llevan dentro. Regreso a mi camarote, como le llama a su celda un vicealmirante de la Marina que se encuentra preso. De nuevo son las seis de la tarde. Estoy profundamente triste: hoy también tendré que luchar contra la tristeza. Llega la hora de la penumbra y comienza la lucha contra los espectros. Llega el espectro del odio contra mis enemigos, razono y digo: cuando odio me hiero a mí mismo. En el momento que estoy odiando ninguna de las saetas del rencor llega hacia ellos, el único que sufre en su impotencia soy yo. Pido a Dios que me dé fuerzas para perdonarlos, y así lo hago. Ese sentimiento dañino está dominado. A las siete salgo de nuevo al pasillo y como, sin ganas, algunos alimentos. Paseo, no quiero hablar con nadie; a las ocho enciendo el televisor, me paso las horas frente al aparato viendo lo que me gusta y lo que no me gusta. Cambio de canales frecuentemente; a las diez y media llega la mejor hora: una película, que generalmente ya he visto dos o tres veces pues los canales que ponen películas a esas horas de la noche no tienen un gran repertorio y las repiten.
Con las películas no pasa como con los libros: no hay cosa más agradable que leer un libro de nuevo, después que han pasado unos meses desde su última lectura. Así, he vuelto a leer de El chacal, Los perros de la guerra, La alternativa del diablo, Médico de cuerpo y alma, El león de Judá, libros de Mahatma Gandhi, del cura francés Taharda Chardin: libros que ya no recuerdo los autores como Oh Jerusalén, Esta noche la libertad, y otros. Cuando caen por segunda vez en mis manos se aclaran los conceptos y se retienen mejor sus enseñanzas.
Llegan las doce de la noche y se acaban los programas: mis ojos, después de cuatro horas de televisión, adoloridos, se cierran. Llega la mejor hora del día que se acaba: dentro de dos o tres minutos estaré profundamente dormido y viajaré por sitios de libertad: qué bello es volver en sueños a mis seres queridos, estar de nuevo en la calle, en mi trabajo. El sueño es la liberación de mi espíritu. Gracias a Dios sólo tengo sueños de libertad, nunca estoy preso, jamás estoy humillado ni fracasado temporalmente.
Mi último pensamiento antes de dormir es: libertad, serás mía o moriré en el intento, pues morir también es ser libre; nadie ni nada puede aprisionar tu alma; así, con esa idea fija, mis párpados se cierran y mi espíritu se libera y regocija, anticipándose a la victoria.
Ricardo ha hecho contacto con una señora de avanzada edad que tiene un pequeño apartamento en un edificio cercano a la Plaza Venezuela. Vive sola y, por un mecanismo que no puedo explicar, ella visita a Ricardo sin que su nombre ni su dirección queden registrados.
Ricardo le explica la situación y le pide su cooperación para quedarse en su casa tres o cuatro semanas, si tiene éxito en la fuga que está preparando; la señora accede. Un amigo nos consigue dos pasaportes y dos cédulas colombianas, sin problema ninguno y a un precio razonable. Nuestro plan, después de fugamos,
será "enconcharnos" (quedarnos encerrados tres o cuatro semanas en casa de la señora, hasta que piensen que hemos abandonado el país y así, entraremos a Colombia por caminos verdes de la frontera de Cúcuta. Una vez allí, un amigo, el mismo que nos consiguió las cédulas y los pasaportes, nos movilizará hasta dentro de Colombia, donde usaremos nuestros papeles sin problema alguno. todo está preparado para el gran día.
Sábado 17 de agosto de 1982
Mañana nos fugaremos. Le toca el turno al teniente Miranda y al teniente que duerme; no habrá oportunidad igual hasta dentro de dos meses.
Todo está perfectamente preparado, Me pruebo la gorra con las insignias de coronel. Frente al espejo me pongo el bigote postizo canoso, los lentes de aro de carey, me introduzco dos pequeños rollitos de algodón a los lados de la boca, lo que hace parecer mi cara más cuadrada; me miro en el espejo y no me reconozco. El día anterior le he puesto todas las insignias al uniforme: lo único que no había podido conseguir era una barrita de varios colores que usan los oficiales encima del bolsillo izquierdo. Ésta la tuvimos que confeccionar Ricardo y yo con pequeños pedazos de tela y un trocito de madera; en Venezuela, los oficiales usan su apellido encima de todas las insignias, en el bolsillo izquierdo del uniforme. Yo había mandado hacer una plaquita negra con letras blancas, igual a la de los oficiales de las fuerzas armadas, con mi verdadero nombre, pues hubiera lucido muy sospechoso que la hubiera encargado con otro nombre. La plaquita decía: L. Posada; yo, con una navajita de afeitar, le había quitado cuidadosamente la parte superior de la "P" de Posada y le había hecho una rayita abajo, de forma que dijera L. Losada. El uniforme, con todas sus insignias, está en el rollo de tela. Guardo la gorra de nuevo en la parte de abajo del cesto de basura, le pongo un plástico por arriba y echo corteza de papa y otra basura en el cesto. La pistola .45 que me habían proporcionado días antes, con sus ocho proyectiles, estaba camuflada en el televisor. No la sacaría hasta el último momento. Paso el día completamente tranquilo, estoy pintando un cuadro: es una vista marina con un cielo claro; el mar me da sensación de libertad. La primera vez que llegué a Caracas, procedente de Miami, donde miraba el mar todos los días, me dio la impresión de falta de libertad, porque no podía ver el mar. Para verlo, hay que ir al litoral, que queda como a unos 25 ó 30 kilómetros de distancia. Sin embargo, poco a poco me acostumbré.
Pensaba que al salir, lo primero que haría sería ir al mar. Almorcé algo ligero: una sopa de sobre que yo mejoraba echándole un poco de verdura. Después del almuerzo me acosté un rato a leer, pero no podía concentrarme en la lectura ya que revisaba una y otra vez el plan; a las dos y media de la tarde tocaron a la puerta. Abro y es el teniente de guardia quien, cortésmente, me informa que están haciendo requisa. El registro en este sector de la prisión es ligero: abren la nevera, la revisan; revisan abajo de la cama, los closets y las gavetas. El registro lo efectúa un grupo de soldados y ni por la cabeza del oficial ni de los soldados pasa encontrar nada sospechoso. Sin embargo, aunque yo sé que todo está perfectamente escondido, mi corazón late fuertemente y hago el ejercicio de pensar en otra cosa que no sea en los lugares que están escondidas las cosas necesarias para nuestra fuga.
El registro rutinario nos ayuda, pues ya sabemos que no habrán otros registros en los próximos días. Por lo tanto podemos, cuando queramos, comenzar nuestros preparativos.
Desarmamos el radio viejo, fijamos en una tablita piezas de radio, ,unidas con tornillos tirafondos. Una pequeña batería de 1'/z voltio y unos muelles dan la idea de un complicado y funcional aparato; con el tubo de cartón de un papel sanitario preparamos un tubo un poco más angosto que el original. Desarmado, el tamaño del tubo es correcto, pero el grosor es mucho mayor que el de un cartucho de dinamita comercial; forramos el tubo con papel estraza y, sin olvidarnos de la distancia entre letras, vamos poniendo letras negras, tipo imprenta, con las "letras set". Letra por letra vamos formando las palabras Hi Explosive (alto explosivo).
Con letras similares a las que se usan en los cartuchos de dinamita, debajo, con letra más pequeña, ponemos unos cuantos números y algunas letras; encendemos una vela y recogemos la parafina que dejamos caer sobre el rollo de papel con las letras; con una capa muy ligera, parafinamos todo el tubo: así tenemos lo que parecen dos cartuchos de dinamita. Los fijamos también en la tablita. La tablita estaba recortada exactamente para que cupiera en una caja de Kleenex, que teníamos para tal efecto. La fijamos con goma, al fondo de la caja, y la cerramos. Es tanta la perfección del artefacto, que mi compañero Ricardo, inconscientemente, la trata con sumo cuidado. Los cartuchos de dinamita los pondremos hasta el momento de la fuga. No queremos correr riesgos.
Salimos a la mesa de afuera pues el comandante Godoy nos invitó a comer algo de lo que le trajeron sus familiares. Otros oficiales también nos ofrecieron alimentos; siempre que llegaba el día de visita, los familiares de los procesados traían revistas, libros y, tantos alimentos, que no podían comerlos. Nos seritamos a la mesa, comimos y charlamos. A las 9 de la noche regresamos a nuestra habitación. Teníamos proyectado hacer un minucioso registro de cada uno de los lugares de nuestra habitación para no dejar papeles, ni ningún efecto que pudiera comprometer a alguna de las personas que nos habían ayudado: así, registramos con minuciosidad hasta los bolsillos de las camisas. Ordenamos un poco la habitación y nos pusimos a ver televisión; no pudimos terminar de ver la película, a las diez, porque el agotamiento y la tensión nos rindieron, Me dormí inmediatamente. Mañana será el gran día.
8 de agosto de 1982
Domingo. Día de visita de los oficiales procesados, también día de nuestra fuga. Me faltan dos meses para cumplir 7 años de prisión. Llevo también más de dos años absuelto por el Consejo de Guerra Permanente de Caracas; no me siento nervioso, estoy decidido: dentro de unas horas comenzará mi operación fuga. Este día, como es de visita, no habrá requisas. Todo está listo: el uniforme planchado, con todas las insignias, se encuentra en una gaveta, la bomba simulada. Ricardo limpia sus zapatos y no dice nada.
A las 9 de la mañana llegan las visitas de los oficiales, casi todos son familiares y se oye el bullicio de los hijos de los procesados; el olor a comida preparada que traen de sus casas llega hasta nuestra habitación. El teniente Miranda está de guardia, y a las doce del día viene a hacer su acostumbrada visita. Entra y nos saluda cariñosamente. Se sienta en una cama y, en ese mismo instante, se desata nuestra operación.
Ricardo, que momentos antes se ha afeitado su copioso bigote negro, parece otra persona; también se ha quitado unos lentes obscuros que usa por prescripción médica; viste un pantalón beige y unos zapatos negros, de los que usan los oficiales militares. Yo tengo zapatos militares y pantalón verde olivo, del traje del coronel; una camiseta tipo franela a rayas, no me hace lucir sospechoso. Lo más importante es saber si Miranda tiene la llave de su vehículo en el bolsillo. Si no fuera así, toda la operación abortaría porque no podríamos ir con él hacia los gaveteros de los oficiales en busca de la llave. Así, le pregunté a Miranda:
-Teniente, Ricardo y yo tenemos una discusión: él dice que la llave del Ford es redonda y yo le digo que es cuadrada. El que pierda pagará un arroz chino que nos comeremos entre los tres y que mandaremos a buscar afuera.
-De acuerdo, dice Miranda -metiéndose la mano en el bolsillo y extrayendo una llave tipo cuadrada-, tú perdiste y tienes que pagar el arroz frito.
Se desata toda la operación. Inmediatamente abro la gaveta y saco la pistola .45: Ricardo, como ya lo hemos practicado cientos de veces, extrae la caja de la misma gaveta y se la muestra a Miranda, mientras yo lo encañono con la .45 que en ese momento monto: no hay bala en el directo, pero él no lo sabe. Bajo la amenaza del arma, observa la caja que le muestra Ricardo, quien pregunta:
-¿Tú sabes lo que es esto, teniente?
-Sí, eso es una bomba.
-Su voz comienza a temblar y pregunta qué haremos. Sin dejar de apuntarle, tomo la conversación:
-Teniente, nosotros vamos a salir de aquí o vamos a morir y tú con nosotros. ¿Ves esa luz que tiene la caja prendida? Ese bombillito es el seguro del artefacto explosivo que ahora mismo le vamos a quitar.
Ricardo saca la clavija y el bombillito se apaga: el artefacto está sin seguro, listo para detonar, según Miranda. Ricardo le explica:
-Este artefacto explosivo tiene un radio de acción de unos 20 metros, todo lo que se encuentra en ese radio quedará destruido: si tú nos ayudas a salir de aquí, nada pasará; si no, haremos estallar la bomba, de todas maneras, es mejor estar muertos que seguir en esta prisión, tú lo sabes.
Miranda pregunta:
-Pero, ¿por qué a mí? ¿por qué me han escogido a mí?
Ricardo le responde:
-Porque tú eres un hombre que amas la vida, que nos conoces bien a nosotros y que sabes que estamos determinados a salir o a morir.
Miranda, sin dejar de mirar la bomba, dice:
-Yo los voy a ayudar. ¿Qué quieren que haga?
Ricardo pone la bomba sobre una mesa, yo le paso la pistola y me voy inmediatamente al baño; allí, rápidamente, me pongo pega sobre mi labio superior y me instalo los bigotes grises, profesionales: me pongo unos lentes de carey con cristales sin prescripción, la chaqueta y mi gorra de oficial y salgo vestido completamente de coronel del ejército. Miranda se impresiona más y se me ocurre decirle, aunque no estaba planificado:
-Miranda, este uniforme me lo consiguió el director del penal, esta es una operación sin riesgos porque tiene que ser así.
Lo único que atina a decir es:
-Comprendo, comprendo.
Ricardo se pone una corbata negra con camisa kaki, pantalón beige, zapatos negros y corbata negra; parece el auxiliar de un oficial de alta graduación, posiblemente su chofer. Sobre la guerrera de militar me pongo un suéter rojo y lo abotono hasta arriba. Pongo la gorra en una bolsa de plástico, oscura. Ricardo también se pone un suéter para tapar la corbata, meto la mano con la pistola en el bolsillo y lo convido a salir de la habitación; delante va Ricardo con la bomba, en medio va Miranda, atrás voy yo con el arma. Pasamos primero frente a los oficiales procesados y nadie sospecha nada: están conversando con sus familiares y no nos dedican ni una mirada. Salimos del pabellón de los militares, tomamos una escalera hacia abajo y pasamos justamente frente a la dirección. Es costumbre que los procesados se muevan en el penal con un 1 oficial. De custodio el único que va uniformado abiertamente es Miranda: lleva la cartuchera de su arma, pero su pistola no va en ella, ya que a los oficiales les prohiben estar armados dentro del penal. Tomamos un pasillo que pasa frente a la enfermería y odontología y a cuarenta metros una puerta; en la puerta están dos soldados armados custodiando: atravesamos la puerta que los soldados abren al vemos con Miranda. Dobla- l mos un pasillo oscuro y allí, rápidamente, nos quitamos las chaquetas que van sobre los uniformes. Ya somos un coronel, un teniente y su ayudante. Saco la gorra de la bolsa plástica, me la pongo, continúo caminando, otra puerta, esta vez los soldados de la custodia no miran: simplemente se cuadran y abren la puerta. A unos 20 metros otra puerta custodiada por soldados que hacen lo mismo: sin mirar, se cuadran respetuosamente y abren la puerta. Salimos a un amplio patio como de unos 70 metros cuadrados y le pregunto a Miranda que dónde está su carro.
-Mi carro está en la DIM (Dirección de Inteligencia Militar).
La DIM es una dependencia de las Fuerzas Armadas, que ocupa un grande y viejo edificio que se encuentra como a unos 70 u 80 metros del penal; penetramos en la DIM, donde hay un mayor que nos pasa y me saluda respetuosamente; le contesto su saludo y sigo caminando. Allí está el carro de Miranda, un Ford viejo de dos puertas, bien conservado. Ricardo se pone al volante; a su derecha, Miranda, y en la parte de atrás, yo. Recorremos unos 50 metros en el carro y llegamos a la salida del penal: allí, seis soldados armados con ametralladoras, tres a cada lado, abren la puerta: un soldado se me acerca y me pregunta:
-¿A la izquierda o a la derecha, mi coronel? 1 Le contesto:
-A la derecha.
Tres soldados salen a la calle y paran el tránsito para que nuestro carro pueda doblar hacia la derecha. Avanzamos. Varias veces miro hacia atrás para mantener bajo control a Miranda; también le digo a Ricardo que mire por el espejo retrovisor si nos viene siguiendo nuestra custodia: un carro Chevrolet gris, con tres compañeros que, para tal efecto, han venido desde Miami. Ellos nos siguen, dándonos protección.
Una breve estadía en la Embajada de Chile
Son las tres de la tarde del domingo y circulamos libremente por la gran Caracas. Ricardo va al volante, al lado el teniente Miranda, atrás, yo. A cincuenta metros de distancia, nos sigue nuestro carro de protección. En el camino. Ricardo y yo sostenemos una conversación para que oiga el teniente Miranda. Mencionamos un avión que nos espera en La Carlota. También tranquilizamos a Miranda sobre su situación ya que está muy nervioso.
Le decimos que sus superiores comprenderán que él ha sido intimidado por nuestras armas y que no tuvo más salida que apoyamos. Miranda casi se convence. Vamos hacia el este de la ciudad. Paramos en una carretera muy poco transitada y ordenamos a Miranda que se baje: siempre seguidos por nuestro carro de protección regresamos, lo más rápidamente posible, pero sin ir muy veloces y llegamos al estacionamiento del hotel Holiday Inn y en la entrada tomamos una tarjeta para estacionar el carro; lo dejamos allí y salimos pasando por el lobby del hotel. En las afueras tomamos un taxi, que nos deja en la Avenida "Francisco Miranda", a la altura de Chacaíto. El carro de seguridad siempre nos sigue; penetramos en el edificio donde vive la señora que ha visitado en la cárcel a Ricardo y en cuya casa vamos a vivir. Tocamos el timbre de la puerta, nadie responde: insistimos, tocamos la puerta con los nudillos y tampoco hay respuesta alguna.
Más tarde nos enteramos de que la señora, sin saber que ese día nos fugaríamos, pues por medidas de seguridad acordamos no decirle día ni hora, había salido; cosa poco frecuente, porque casi nunca salía de su casa. Rápidamente acordamos seguir el plan alterno. Hacía más de treinta minutos que habíamos liberado a Miranda y era muy probable que nos anduvieran buscando. No fue difícil, en la avenida "Francisco Miranda", conseguir un taxi, al que le pedimos que nos condujera a la Embajada de Chile. ¿Por qué escogimos la Embajada de Chile?
Porque las relaciones entre Chile y Venezuela estaban muy deterioradas debido al hostigamiento que continuamente hacían los gobiernos demócrata-cristianos contra el general Augusto Pinochet. Unas semanas atrás, cuando la muerte del expresidente Frei, el representante de los demócratas cristianos, Rafael Caldera, se retiró de la funeraria cuando llegó el general Augusto Pinochet y, desairándolo, se negó a saludarlo.
Llegamos a la Embajada de Chile, pagamos al taxista y éste se retiró. Tocamos a la puerta y nos abrió un sirviente, a quien le decimos que estamos allí para solicitar asilo político, por lo que debe avisar de inmediato a su embajador, pero él no se encuentra en la sede; aprovechando el titubeo del sirviente, penetramos y nos sentamos a esperar la llegada del embajador.
Llegan dos funcionarios, muy jóvenes, quienes nos piden que nos retiremos pues no nos pueden conceder asilo político. Les contesto que esa decisión no la pueden tomar ellos, sino el propio embajador y que nosotros lo vamos a esperar. Al poco rato, como a las cinco de la tarde, llega el embajador y nos hace pasar a su despacho; nos trata con mucha amabilidad y dice que inmediatamente llamará a su gobierno para comunicarle nuestra solicitud. Nos informa también que él está seguro que nos concederán el asilo. En una conversación como de una hora, le explicamos nuestra situación; llevamos más de cinco años presos con un juicio interminabla, en el que hace dos años fuimos absueltos por el tribunal militar que nos juzgó, que desde hace casi dos años esperamos la confirmación de nuestra sentencia y que ésta no llega, por lo que optamos por alcanzar la libertad fugándonos de la prisión para pedir asilo político. El embajador habla mal del gobierno de Venezuela. Dice que es increíble que en un país democrático se violen los derechos humanos de unos procesados, alargando un juicio al infinito y negándoles su libertad después de que han sido absueltos. Sin embargo, nos explica que él no es quien decide, que la cancillería de su país debe decidir sobre este particular.
Nos preparan una habitación en el interior de la enorme casa. Por la ventana de la sala observamos cómo la embajada está siendo rodeada por soldados y por la policía uniformada.
La actividad en el exterior de la embajada es intensa. Además de las fuerzas de la policía y el ejército, hay un enjambre de periodistas y cadenas de televisión, tratando de tomarnos algunas fotografías. Alas ocho de esa noche nos sirven nuestra primera comida fuera de la prisión en muchos años: macarrones con carne y ensalada. Todavía no comprendo por qué, pero se nos prohibe el acceso al televisor; tampoco nos traen periódicos. Dormimos creyendo que estamos a un paso de la libertad, animados por las palabras firmes y amables del embajador. Al día siguiente, un muchacho de aproximadamente 30 años, oficial de la embajada, se nos acerca y entabla conversación. Amablemente nos asegura que a través de él, se hacen las comunicaciones entre la embajada de Chile en Venezuela y la cancillería chilena. Alas once de la mañana llega el embajador, nos manda llamar y nos comunica que ha tenido una entrevista con el canciller venezolano Zambrano Velasco. Que éste se ha expresado muy bien de mí, asegurándole que no soy un delincuente y que me considera una persona muy decente. Aprovecho la oportunidad para entregarle el arma que poseemos, una pistola cuarenta y cinco, y que nadie hasta ahora nos ha pedido. El embajador acepta el arma previamente descargada; además, le entregamos 100 bolívares al sirviente de la embajada para que nos compre algunos efectos de limpieza como jabones, pasta de dientes, cepillos, etc.; también le pedimos que nos compre periódicos.
Pedimos permiso para llamar por teléfono a nuestra familia y pedimos que nos traigan ropa. Como a las tres de la tarde tomamos un baño sin jabón, pues el sirviente no nos trajo nada, ni siquiera los cien bolívares que le dimos.
Por la tarde aparece de nuevo el funcionario joven de la embajada y nos dice que se ha comunicado con la cancillería en Chile; que el informe extendido por el embajador es muy favorable a nosotros, por lo que no tiene ninguna duda de que se nos concederá el asilo político. Nos dice también que nos acompañará a Chile y que ya está preparando el viaje. Pasa la tarde en medio de incertidumbres. Por la noche, a las ocho, llega el abogado Leandra Mora, que no reprocha nuestra acción y más bien asegura que fue correcta. Le preguntamos por nuestro amigo Orlando Bosh, que ya lleva 32 días en huelga de hambre. Nos cuenta que sostiene su huelga con un valor increíble. Con la salud deteriorada, se niega a tomar alimentos, pidiendo que se le haga justicia y que se decida nuestra situación. Mora promete que nos visitará al siguiente día y nos da ánimos y esperanzas. A las ocho y media llegan los otros dos abogados, Raymond Aguiar y Oswaldo Domínguez; también aplauden nuestra decisión y se ponen de nuestro lado. Raymond cree que, bajo las circunstancias, no se negará el asilo político. Oswaldo dice que traía ropa de nuestra casa, pero que tuvo que dejarla en el carro porque no se la dejaron pasar en la embajada. También nos dice que en la cuadra que pasa frente la sede, han suspendido la circulación, y que las fuerzas armadas han situado dos tanquetas para bloquear las avenidas que dan acceso a la calle. El despliegue de fuerzas es ridículo y no se justifica.
Estoy en manos del destino, de otras mentes y de otros hombres. En este tercer día de nuestra estancia en la embajada, sin saberlo yo, una serie de acontecimientos que influirán profundamente en mí, se suceden. Me asomo por la ventana y veo la movilización por las calles: reporteros, cámaras de televisión, soldados uniformados. Me lavo los dientes con un trápito y un poco de jabón que, por casualidad, hay en el baño. También ha aparecido una toalla. Me traen el desayuno: café con leche, tostadas con mantequilla y un cereal. Ricardo, mi compañero de fuga, está sereno y optimista, pero fuera de la embajada se trama la traición. Exonero de esa traición al Presidente de la República, Dr. Luis Herrera Campins, y al Jefe de los Servicios de Inteligencia, Dr. Remberto Uzcátegui. No hay noticias, no aparece por ningún lado nuestro informante de la embajada. El embajador ha salido muy temprano, ya son las tres de la tarde y no ha regresado. Rápidamente, sin saberlo nosotros, los acontecimientos se precipitan. El gobierno de Venezuela y el gobierno de Chile deciden mi vida. El Presidente Herrera Campins habla con el Ministro de Defensa, general Narváez Churión, para que a su vez hable con el general Helio García Barrios, Presidente de la Corte Marcial, a fin de que le prometa que el juicio se celebrará en un plazo máximo de dos meses. El ministro habla con el general Barrios y obtiene la promesa: después, el presidente habla con el canciller Zambrano Velasco y lo instruye para que llegue a un convenio con el gobierno de Chile, a través de su embajador.
El gobierno de Chile reclama al gobierno venezolano:
Primero, que cómo es posible que un juicio en el que los encausados han sido absueltos, se encuentren todavía detenidos en espera de una ratificación de sentencia, que no se ha producido en más de dos años.
Zambrano Velasco asegura al embajador que la decisión se producirá en menos de dos meses. Éste se lo comunica al gobierno de Chile, el cual, bajo la promesa de sentencia en un corto plazo, conviene con Venezuela en no concedernos el asilo.
El presidente llama a su j efe de policía política, Dr. Remberto Uzcátegui, un gran amigo y con quien pasé varios años trabajando, a quien tengo gran cariño y confianza sin límites.
A las 9 de la noche llega el Dr. Uzcátegui a la embajada. Solo. desarmado y pide hablar conmigo. Me da un abrazo y me dice que viene de parte del Presidente de la República, quien le aseguró que el presidente de la Corte Marcial había prometido que, en menos de dos meses, se celebrará el juicio. Como no existe ninguna prueba en mi contra, Remberto me aconseja que salga pacíficamente de la embajada y que regrese a la prisión en espera de la pronta sentencia y que convenza a Ricardo para que haga lo mismo. Recuerdo perfectamente mis palabras cuando le dije:
-Doctor, a usted lo pueden engañar.
También recuerdo claramente cuando él me contestó:
-Si me engañan, renuncio al cargo.
De nuevo a la prisión
Analizo mi situación: ¿qué puedo hacer? Si me niego a salir pacíficamente, el embajador, al no concederme asilo político, puede llamar a la fuerza pública y sacarme de allí por la fuerza. Me reúno con Ricardo y ambos decidimos salir y acogernos a la nueva promesa.
Salimos con el Dr. Uzcátegui, en su carro y no nos esposan. Llegamos de nuevo a la prisión del Cuartel San Carlos. Allí nos espera el director, a quien el Dr. Uzcátegui le dice:
-Señor director, vengo de parte del Presidente de la República para que a estos señores se les dé u n trato justo y humano, sin someterlos a ningún tipo de represalias.
De nuevo prisioneros. De nuevo en la cárcel. Nos recluyen en celdas distintas; no recuerdo haber pasado una noche más negra en mi vida.
Cambian de director de prisión y en su lugar ponen un coronel joven, que estaba encargado de un batallón en Mérida; él decide adoptar estrictas medidas de seguridad para evitar otra fuga. En el techo de las cuatro celdas que dan a un pequeño patio siempre habrán guardias armados, que rotarán turnos cada seis horas, durante las veinticuatro horas del día. En el centro del patio, un guardia armado hace turno también. Las puertas son reforzadas con planchas de acero, para impedirnos el acceso al candado.
Dos días después de mi regreso recibo la visita del general de división Efraín Vega Echesuria. Le gustan mis cuadros, ofrece comprarlos y le regalo dos. Días después recibo un presente suyo: un pequeño televisor a colores de 13 pulgadas.
Orlando Bosh sigue en huelga, se le comunica la promesa del presidente, pero él exige que se publique en la prensa. Está en muy malas condiciones de salud pues ya lleva 32 días sin comer.
Dos días después, el 14 de agosto del 82, suspende la huelga; en un mensaje a la prensa, Orlando Bosh dice:
-El señor Ministro de Defensa, general de división Vicente Luis Narváez Churión, me ha comunicado oficialmente a través del general de división Efraín Vega Echesuria, Jefe de la Guarnición Militar de Caracas, que la sentencia en el caso del avión cubano, se producirá en el mes de octubre del presente año, con carácter de sentencia definitiva; es mi única justa petición y reclamo que me obliga al cruel y angustioso sacrificio y protesta no violenta de ayuno total. a partir de hoy, 15 de octubre, doy por concluida mi huelga.
Bosh permanece varios días en el hospital y después es trasladado a la prisión del Cuartel San Carlos. El coronel director me visita frecuentemente y confiesa que su principal preocupación es que nosotros nos fuguemos de nuevo, por eso toma todas las medidas de seguridad. Por la madrugada se despierta y no puede seguir durmiendo; su preocupación es tal que se viste, toma su carro y viene al cuartel a vernos. Una vez que nos llama por las rejas y nosotros le contestamos, vuelve tranquilo a su casa y duerme de nuevo. Pasa agosto, septiembre, octubre y el general Barrios, Presidente de la Corte Marcial, no decide nada; posteriormente, se tomará una foto abrazando a Fidel Castro. En aquel momento creíamos que no decidía por cobardía: ahora conocemos exactamente la razón.
Una delegación de Miami, encabezada por el alcalde de Miami, Mauricio Ferrer, viene a ver al Presidente Herrera y a protestar por lo tardío de la decisión judicial.
Han pasado 9 meses desde nuestra fuga y ninguna decisión judicial se ha producido: el Dr. Uzcátegui, cumpliendo con su palabra, renuncia al cargo. Le escribo una carta exonerándolo de toda culpa y pidiéndole que reconsidere su posición de renuncia y accede a mi petición.
Ante la injusticia y la desfachatez del ministro de la defensa, Orlando Bosh, bajo el lema de justicia ,o muerte, inicia otra huelga de hambre el 16 de marzo del año 83. Lleva ya 25 días sin comer y su estado es aún más grave que la primera vez; se teme por su vida.
La cobarde decisión del general
Al general García Barrios, decidido a no decidir, ante el grave problema de un hombre en huelga de hambre por no recibir justicia, se le ocurre una idea maquiavélica. Envía el expediente a la Corte Suprema, diciendo que se ha dado cuenta, después de seis años en la justicia militar, que el juicio no es de su competencia. La Corte Suprema, que había decidido seis años atrás que el juicio pertenecía a la justicia militar, contradice ahora su primera decisión: el juicio pertenece a la jurisdicción civil.
Orlando deja la huelga de hambre. Todo es confusión entre mis compañeros de causa. ¿Cómo será la jurisdicción civil? ¿Habrá que empezar el juicio de nuevo, o iremos a un tribunal superior para que decida nuestra situación?
A mí, particularmente, todo me da igual, no tengo ninguna confianza en ]ajusticia, ni en sus trampas y artificios. ¿Quién puede tenerla después de siete años de estar encarcelado? Una sola idea ocupa mi mente: buscar la libertad o la muerte. Un hombre no puede sentirse tan engañado ni humillado sin reaccionar contra aquel terrorismo de Estado, contra aquel terrorismo judicial. Mis propósitos son cada día más firmes considerando que de aquí no me podría fugar jamás, me alegro de ir a otra prisión, donde pueda tener alguna posibilidad. Me mandan de nuevo a la Cárcel Modelo, cerca de Caracas. Es una cárcel construida por el dictador Pérez Jiménez, que alberga lo peor (le la sociedad venezolana. Con gran alivio, el director de la prisión del San Carlos nos escolta personalmente y nos entrega oficialmente a nuestros nuevos carceleros.
Otra vez en la cárcel modelo
Llegamos en un carro blindado, rodeado de soldados: como a las nueve y media de la noche, un fiscal del ministerio público nos afirma que viene de parte del Ministro de Justicia para asegurarse de que no nos falte nada y que estemos en un lugar adecuado. Nos dividen en dos grupos. A Ricardo y a mí nos conducen a la antigua celda que se preparó para alojar al dictador Pérez Jiménez, cuando fue deportado de los Estados Unidos y sometido ajuicio por malversación. La celda, que en otro tiempo fue adecuada y limpia, hoy es un desastre: un bombillo de 25 bujías alumbra la habitación; el baño está totalmente roto y pululan las ratas y las cucarachas. A Orlando Bosh y a Freddy Lugo los ubican en otro sector, aislados también de la población del penal.
Los funcionarios del ministerio de justicia aseguran que todo se solucionará. Claro que todo se solucionó con nuestro dinero: compramos pintura y pintarnos las paredes; reparamos los servicios sanitarios y fumigamos, matando millares de cucarachas. La instalación eléctrica que nos permitiría usar estufa para cocinar, usar un aparato de televisión y otras facilidades, nos la vendieron e instalaron reclusos de la misma prisión. El espacio, de unos 10 metros cuadrados, daba a dos pequeñas habitaciones de cuatro metros cuadrados cada una y a un patio. Por encima del patio, una malla ciclón de acero evitaría o se suponía que evitaría cualquier intento de fuga. La puerta de entrada daba a la enfermería del penal; por un lado, guardias armados patrullaban continuamente. Le peor de todo era que ese espacio no tenía acceso a la calle, sino que estaba dentro de las instalaciones penitenciarias.
Todas las noches se oían los quejidos y las protestas de los enfermos, sin ninguna atención médica. Por los agujeros de la puerta de acero de la entrada podíamos ver lo que pasaba en la enfermería. Observamos una mesa donde los dos enfermeros jugaban al dominó con dos reclusos, mientras un preso gritaba de dolor sin que ellos le dedicaran su atención. Esto sucedió muchas veces y algunos de los reclusos enfermos murieron por falta de atención médica. Desde nuestra puerta pudimos ver el deterioro gradual de un recluso sentado en el suelo, alimentado por su compañero, que agonizó durante treinta días, hasta que al fin murió.
Pasaron el juicio a un juez de un tribunal superior que tenía fama de ser muy honesto y así se lo hacía saber a todo el mundo. Los procesados civiles, porque esa era una cárcel de procesados sin sentencia definitiva, vivían en las más inhumanas condiciones. La droga estaba generalizada y los guardias la introducían y la vendían. En los pabellones estaban alojados hasta cien reclusos. Todas las mañanas ellos mismos conducían un carretón con café con leche y pan; esa era la mejor comida. En la hora del almuerzo el mismo carretón, que había sido medio lavado, traía unas enormes pailas con espaguetis hervidos y huesos con carne. También traían pan. Los reclusos se peleaban para coger el mejor pedazo de aquella inmundicia.
La cena era muy parecida. ¡Qué se podía esperar, si el presupuesto en Venezuela para sostener un recluso era de dos bolívares diarios! Es decir, de unos cuarenta centavos de dólar en aquel tiempo. Con eso se suponía que había que alimentarlo y proporcionarle sus necesidades básicas como papel sanitario, pasta de dientes y alguna aspirina; por supuesto, nada de eso le daban.
La población penal vivía de sus familiares y, los que no tenían, de las sobras que les daban los que sí tenían. Un preso sin familiares es un mendigo; en la cárcel no hay trabajo. No hay nada qué hacer, como no sea deambular por los pasillos de la prisión y vivir mendigando. Estos pobres seres no tienen zapatos, ni ropa, ni abrigo con qué cobijarse en las frías noches de invierno; ruegan por un poco de pasta de dientes, por un pedazo de trapo para cubrirse: son los llamados "fritos". Las peleas entre los reclusos son muy frecuentes: todas las semanas hay un muerto en el penal. Aquél que sostiene un duelo y mata a un compañero, generalmente no es procesado por esa muerte. Las heridas mortales se las producen con unos cuchillos que ellos mismos hacen, generalmente de barras de camas de hierro y a los que llaman chuzos. Semanalmente, la guardia hace requisas en todo el penal y decomisa numerosos chuzos. Sin embargo, a los dos o tres días han hecho de nuevo una gran cantidad. En el penal, por unos cinco bolívares (cerca de un dólar) se puede comprar un chuzo bastante bien confeccionado. Si durante la noche uno pone atención, puede oír a los presos haciendo sus chuzos y afilándolos contra el piso. Es un sonido peculiar que se puede distinguir fácilmente. En este mundo de corrupción, de drogas, bárbaro e inhumano, tendrá que haber para mí una posibilidad de escape. Una esperanza aguijonea mi cerebro y me digo: nunca me daré por vencido, alcanzaré la libertad.
Tenemos un trato preferencial en lo que a comida se refiere; una vez a la semana nos dejan entrar a los almacenes donde guardan los víveres. Allí llenamos nuestros canastos de cebollas, ajíes, verduras, arroz, café, etc. Nuestros familiares solamente tienen que traernos la carne; para mantenerla fría, tenemos el pequeño refrigerador que me regaló mi amigo y hermano, Paco Pimentel.
Paco me visita frecuentemente, me trae chocolates y me consuela. Me da esperanzas, viaja mucho y siempre que hace un viaje me compra ropa; me cuenta cómo son los trajes que me ha traído. En mi casa, desde hace años, reposan trajes franceses y trajes italianos de Nueva York, camisas y corbatas finísimas que, según la fe de Paco, algún día me pondré.
Comienzan a demoler la Cárcel Modelo. El ruido y el polvo son horribles. A medida que van destruyendo los pabellones, trasladan los reclusos a una nueva prisión que ha sido construida en las afueras de Caracas.
La nueva prisión se llama Combinado de Guarenas. Desde nuestras celdas oímos el derrumbe de los muros. Muchos de los reclusos ya están en el Combinado de Guarenas y sabemos de las quejas y los disturbios provocados por las condiciones infrahumanas de la nueva prisión. No hay agua y la luz eléctrica falta frecuentemente. No se les permite, por lo menos en aquel momento, llevar televisores, radios o cocinas eléctricas. Claro que eso se podría hacer en una prisión adecuada, con un régimen penitenciario eficaz, pero allí donde no hay comida, los presos tienen que cocinar sus alimentos; donde no hay trabajo, los presos tienen que distraerse aunque sea con un radio o un televisor.
Sin embargo, ahora que estoy escribiendo estas memorias, me atrevería a asegurar, sin temor a equivocarme, que ya se permitía de todo. Que había marihuana, que se podía comprar de todo y que el tráfico de influencias discriminaba a la población penal.
Nos negamos rotundamente a ir al Combinado de Guarena. Viene a vernos un oficial del Ministerio de Justicia, que después pasaría a ser director de otra cárcel que se encuentra en el centro de Caracas, llamada La Planta. Dicen que es la mejor del país.
El funcionario del ministerio de justicia simpatiza inmediatamente con nosotros y escribe un informe favorable para que nos trasladen a la cárcel de La Planta.
La Planta es más pequeña que las demás. Alberga solamente a unos 1.200 reclusos, aunque ha sido diseñada para 600; aún así, es la cárcel con menos población por metro cuadrado del país.
Llegamos allí e inmediatamente nos atiende el director. En todos lados somos presos importantes. Nos ponen en un enorme patio donde hay dos habitaciones y nos dicen: acomódense; otra vez a matar cucarachas y ratones, otra vez a hacer instalaciones eléctricas. Aquí nos permiten construir dos nuevas habitaciones, desde luego pagando nosotros. La mía la construyo dentro de un viejo almacén y Ricardo al lado de la iglesia. Orlando Bosh y Lugo ocupan las dos habitaciones que ya estaban construidas. Debo comprar inodoros, baños, hacer paredes y frisarlas, no le puedo poner techo porque no me lo permiten; tampoco le pongo mucho interés porque ya me está costando cerca de tres mil dólares.
El sábado llega mi primera visita: Nieves con mis hijos Jorge y Janet. Los acompaña Paco Pimentel; les he hecho un hervido de gallina, que todos comen y saborean sin hablar mucho.
La tristeza y la pena acompañan siempre estas visitas. A las doce del día, después del almuerzo, llega Hermes Rojas, quien ya es comisario de la DISIP. Sin embargo, me visita frecuentemente, sin importarle las consecuencias que pueda acarrearle a su carrera. Cuando me pregunta ¿cómo estás?, yo le respondo en forma de broma:
-Aquí preparando mi otra fuga.
Nos queremos y nos respetamos mucho, pero en su interior él sabe que no- bromeo, que así será.
Comienzo a estudiar mi nueva situación y mis posibilidades de escape
Ha pasado casi un año desde que el general Barrios no tuvo valor para decidir y quedar mal con su amigo Castro. ¿Qué pasó con los crueles seis años que pasamos entre jueces militares? ¿qué pasó con la sentencia absolutoria emanada de un tribunal militar?
Desde que llegué comencé a planificar mi próxima fuga. No creía una palabra de lo que decía a la prensa el próximo juez, Pérez España; soy justo, soy un juez justo y voy a dictar sentencia antes de fin de año.
Llega la Navidad del año 1983
Hay de todo: penas, humillaciones, impotencia ante tanta canallada, pero lo que no llega es la sentencia y sigo trabajando en mi fuga.
En enero recibimos la visita de Pérez España. Una visita clandestina que no está en los expedientes. Viene, según puedo apreciar, a congraciarse con nosotros; sin embargo, hay algo significativo en esa visita. El juez nos dice en repetidas ocasiones que él es un hombre justo, que nos juzgará según su conciencia.
Orlando Bosh le dice que lo único que quiere es que nos acabe de juzgar, que no le pide nada sino justicia.
El juez, intempestivamente, responde que nos juzgará. Sin embargo, dice algo insólito:
-Yo soy un hombre y puedo tener miedo. Esto es un juicio político donde hay intereses muy peligrosos -refiriéndose a Fidel Castro, sin lugar a dudas.
Bosh le responde airadamente:
-¿Cómo me va a decir que un juez tiene miedo? ¿Qué pasará si usted se asusta?
El juez se ve atrapado en sus propias palabras y dice:
-No teman, que pronto habrá una decisión.
El 8 de febrero de 1984 nos llevan de nuevo a los tribunales.
Víctor Hoyer e Iván Maldonado, fiscales del ministerio público, adhiriéndose al petitorio del fiscal militar en el juicio militar a que se nos sometió tres años atrás, piden también nuestra absolución. Nadie duda que seremos absueltos de nuevo; hay euforia y esperanzas entre los detenidos, familiares y amigos. Yo permanezco imperturbable, sin emoción ni alegría alguna.
Una semana después el juez, como nos había dicho, tuvo miedo y decidió no sentenciar el caso, sino reponerlo a su estado inicial donde, según él, había ocurrido un vicio de forma al dictar los primeros cargos. Así, repone la causa al antiguo estado de cargos que se había producido siete años antes. Es decir, debíamos comenzar el juicio de nuevo, empezando los cargos, las indagatorias, la presentación de pruebas de los fiscales y la presentación de prueba de los abogados defensores, sentencia de un tribunal de primera instancia y, por último, sentencia de un tribunal superior.
¿Cuántos años demoraría este proceso, si lo llevaran al mismo ritmo que se llevó el juicio? Para mí eso no tiene ningún sentido; no me emociono en lo más mínimo.
Cierro la puerta y observo el televisor que se encuentra frente a mí. Es un pequeño aparato "Hitachi" de 13 pulgadas; en su interior, ajustada con tornillos y pintada, se encuentra bien camuflada una pistola Colt 45. Aunque desarmaran el chasis del televisor para un registro minucioso, sería muy dificil encontrarla. Las piezas del arma están cuidadosamente mezcladas con las del televisor de tal forma que parecen parte del mismo. La semana pasada, en el día de visita a los oficiales militares presos, el comisario Rodríguez la pudo introducir pese al control de visita de la prisión, que se encuentra como a unos 100 metros de la puerta de entrada. Allí, una pareja de soldados y una mujer requisan a los visitantes, abren las bolsas en que traen la comida, buscando cualquier objeto que esté prohibido introducir en la prisión como son, desde luego, las armas, el licor y cualquier aparato que pueda servir para abrir una cerradura o cortar algún hierro. Después los soldados registran físicamente a los hombres que pasan a un pequeño espacio cerrado, mientras que una mujer registra a las damas visitantes. Hace dos semanas que no usan el aparato detector de metales que busca cualquier objeto de metal en el cuerpo de la persona sometida a registro; se ha roto y lo han echado a un lado, intensificando el registro personal. Los visitantes de los oficiales presos pasan el control con más facilidad que el resto de la población penal. Los oficiales de alta graduación no son registrados físicamente; tampoco los paquetes que traen. El comisario Rodríguez está al corriente de todo esto; tiene un amigo militar preso y en dos ocasiones lo ha visitado para examinar el sistema de control de la prisión. En las dos ocasiones en que ha visitado a su amigo se ha identificado como funcionario de la DISIP; ha dejado bajo la custodia su arma de reglamento y, sin ser revisado, ha entrado al sector donde los oficiales reciben sus visitas. Después de las observaciones que ha realizado considera que, con sangre fría, es posible realizar la operación con éxito. No lo comenta con nadie, a excepción de mi gran amigo el comisario Santos. Este le ayuda a evaluar las posibilidades y se ofrece a acompañarlo el día escogido; Rodríguez le dice que será la próxima visita, dentro de tres días. Llega el día escogido. En su casa, Rodríguez se afeita el muslo derecho y con un adhesivo se fija el arma. Se pone el pantalóny se ajusta con un cinturón; en la parte izquierda de su cintura, luciendo lo más ostentosamente posible, está su arma de reglamento. Desayuna rápidamente, toma el carro y pasa por casa del comisario Santos, que ya lo está, esperando. En el camino hacia la penitenciaría casi no intercambian palabras; los dos están decididos a arriesgar su seguridad por ayudarme a alcanzar la libertad. A las ocho y media se ponen en la cola de visitantes. Sin ningún nerviosismo, llegan al control. Primero se identifica Santos: entrega su arma de reglamento y pide visitar al militar amigo de Rodríguez. Posteriormente, éste hace lo mismo: deja su arma de reglamento y abre para revisión una bolsa que contiene un libro y unas frutas. El soldado casi no la mira y da la orden de que puede proseguir. El sitio de reclusión de los militares procesados está separado de las áreas abiertas del penal por una gran reja de hierro; a la derecha de la reja, sin entrar al espacio donde reciben las visitas los militares, hay una escalera que conduce al techo de la prisión. Ya han autorizado abrir la reja. Los cuartos de los oficiales están abiertos para recibir a sus visitas. Los que no tienen visita, también se en cuentran en sus habitaciones o por los corredores del sector; el área es pulcra y los pisos son encerados y pulidos dos veces a la semana. El sector, que tiene como unos treinta metros de largo, está separado por una reja que permanece siempre abierta hacia otro sector más pequeño, como de 10 metros de largo. Allí se encuentra nuestra habitación, en la parte de afuera hay una gran mesa donde están las cocinas para preparar nuestros alimentos y mesas pequeñas donde los visitantes se sientan con los detenidos a conversar.
El general Barrios miente sin recato ninguno a los medios de comunicación. Por diecinueve veces promete fechas para la emisión de sentencia definitiva. Por diecinueve veces miente. Está desprestigiado ante la opinión pública y ante la prensa que lo acosa. Ya no puede esgrimir más razones para dilatar la
sentencia.
El hijo del general
El general Barrios tiene un hijo. Joven, díscolo, como de unos veinte años, vive una vida libertina. Un día aparece muerto, tirado en una zanja con un balazo en la cabeza.
El general aparece en televisión con voz llorosa. Acusa abiertamente a la "mafia cubana" (refiriéndose a nosotros) de haberle causado la muerte. Dice que el hecho sucede para presionar por una decisión favorable en el caso del avión cubano. La prensa y la opinión pública se indignan, e injusta e irresponsablemente atacan a los exiliados cubanos. Dos semanas después, la policía detiene a un sospechoso, amigo del hijo de Barrios. Confiesa el crimen y entrega el revólver con que lo cometió. El revólver, un .38 Smith & Wesson, es sometido a pruebas de laboratorio y resulta ser el arma asesina. El asesinato cometido tiene como móvil el reparto de un botín de drogas. El asesino, convicto y confeso, se encuentra purgando la pena en prisión.
Los abogados protestan y exponen públicamente la enemistad pública y manifiesta de nuestro juzgador.
A mí esos incidentes no me producen ninguna emoción. Vivo indiferente a los comentarios de prensa, a las reacciones públicas, ya sean buenas o malas. Cuando algo sensacional o relevante sucede permanezco imperturbable, me pongo "mi piel de elefante" y le niego la entrada a mi mente a todo lo que no sea mi gran meta: la fuga.
Bosh en huelga de hambre
En marzo de 1983, cuando el proceso llevaseis añosy medio de iniciado y dos años y medio en consulta de la Corte Marcial, Orlando Bosh inicia una huelga de hambre en protesta por esta situación. Bosh, debido a su precaria salud y a lo prolongado de la huelga, se encuentra en peligro de muerte. El general es presionado por los justos reclamos y la opinión pública. De Estados Unidos vienen comisiones de exiliados cubanos y se organizan manifestaciones de protesta. El alcalde de Miami, Maurice Ferre, viene a mediados de marzo. Llega en avión particulary se entrevista con el Presidente de la República, Luis Herrera Campins, protestando por la situación.
Bosh lleva más de 30 días en huelga de hambre, reclamando el derecho a que se le haga justicia. Muchos compañeros me critican porque no lo acompaño en su inmenso sacrificio. (Yo estoy preparando mi plan de fuga. A excepción de Ricardo, nadie sabe lo adelantado que se encuentra). Su salud quebrantada lo pone al borde de la muerte. Sin embargo, su voluntad indomable lo hace resistir y mostrarle al mundo la indolencia y la canallada de los hombres en que se apoya el estado de derecho de la democracia venezolana; y vienen a mi mente estrofas de una publicación que hizo Orlando antes de exigir, con su sacrificio, que no se prolongue más su agonía y se emita de una vez por todas la esperada decisión judicial. Uno de los párrafos dice así:
Cuando el hombre que ha entregado su vicia a la lucha por la libertad y en fatal encrucijada se le negaren o postergaren injustificadamente los derechos y reclamos que pauten los códigos y la justicia en un estado de derecho, de aceptarlo y asirse a la resignación y conformismo se estaría suicidando cotidiana y moralmente, pues tal resignación va erosionando su voluntad de luchar, va disolviendo su compromiso histórico; va quebrantando el ineludible e irrenunciable deber ante el altar de su patria, va prostituyendo los ideales enclavados en sus propias entrañas, la luz se le convierte en tinieblas, porque el fuego que lo alimenta va extinguiendo en las
tenebrosas penumbras que asfixian su dignidad, el hombre apátrida resignado, es hasta cómplice del crimen que se comete contra los ideales que nacieron con respeto y después los contemplan impasibles morir atropellados. En consecuencia, en mi persona la fatal resignación a tener alma del traidor apocado por el miedo y la debilidad a la vera del pecado, de conocer mi verdad y mis derechos y ser canijo y cobarde para con ellos, yo he elastificado la paciencia y prudencia al máximo durante más de 5 largos y crueles años en la espera de justa e imparcial sentencia definitiva y después de haber sido vil y canallescamente trampeado y encarcelado, ofendido muchas veces y humillado demasiadas, pero hay un punto límite en que esa paciencia deja de ser una virtud para convertirse en complicidad a ese limite. Hace tiempo que estoy arrinconado frente al paredón de la injusticia. A un hombre honrado cualquier alternativa es válida, incluyendo el sacrificio hacia el riesgo de muerte. Su valor y grandeza está en el sacrificio.
Julio de 1982
El comisario Rodríguez deja a Santos conversando con el oficial visitado y se dirige a mi celda, me saluda efusivamente y entra en ella; sin apuro se introduce en el baño, baja sus pantalones y quita la cinta adhesiva que sostiene la pistola; abre la puerta del baño, me pide que entre y allí mismo me la entrega. Al recibir el arma, siento una profunda emoción; delante de mí se encuentra un hombre que acaba de correr un inmenso riesgo para ayudar a su amigo; nos fundimos en un fuerte abrazo. Ya tengo el lugar donde, provisionalmente, pondré la pistola hasta esconderla definitivamente dentro del televisor (después de las visitas frecuentemente hacen registros). La envuelvo en un pedazo de carne que inmediatamente pongo en el congelador de mi pequeña nevera. Pongo el control del refrigerador al máximo para que se congele rápidamente.
Llevamos varios días procurando un uniforme de militar y ya tenemos el plan para conseguirlo, los militares que están en nuestro piso andan vestidos de uniforme y frecuentemente envían su ropa a una tintorería cercana a la penitenciaría; dos o tres veces por semana traen la ropa limpia y recogen la sucia, generalmente como a las ocho de la mañana. Cualquiera de los oficiales que esté cerca de la puerta de hierro cuando viene la tintorería, recoge la ropa de todos; con ella van los boletos de pago por separado; también entrega la ropa sucia por varios días; Hernán y yo estuvimos alertas para que, al llegar la tintorería, no hubiera ningún oficial presente.
Una mañana, a mediados de julio, llegó la tintorería y no había ningún oficial en el pasillo; rápidamente me dirijo a la reja y tomé el paquete con la ropa lavada. Afortunadamente, no hay ningún paquete de ropa sucia. Rápidamente llevamos el paquete hacia nuestra habitación, allí lo abrimos y tomamos el uniforme que más se adapta a mi complexión y estatura. Envolvemos de nuevo el paquete y lo ponemos encima de la mesa con las cuentas. Penetramos de nuevo a nuestra habitación y desenvolvemos un rollo de tela como de unos cuarenta metros de largo. Ricardo y yo pintábamos cuadros al óleo, por lo que en una esquina de la habitación se encontraban las pinturas, los atriles, los marcos y el rollo de tela. Pusimos el uniforme al final de la tela y sobre él la enrollamos. Cuando estuvo toda, enrollada, nadie podía sospechar que en el interior de ese enorme rollo se encontraba un uniforme de militar.
Sin sospechar nada un oficial, compañero de celda, se ofreció a comprarme un par de zapatos negros número diez del tipo militar, en la proveeduría. Las insignias, los botones dorados y las condecoraciones del grado de coronel no fue muy difícil introducirlas al penal; tampoco fue difícil comprarlas o ad quirirlas en el exterior, ni esconderlas en tubos de pintura al óleo que se abrían por el fondo, se les introducían las insignias y se volvían a doblar. Sobre una mesa había letras de imprenta del tipo "letra-set", cera, unas tijeras y un radio; todo sería usado en nuestro plan de fuga. Ya Ricardo se había procurado su uniforme, iría vestido de oficial de la Marina, camisa y pantalón beige y corbata negra.
Generalmente los oficiales de la Marina, sobre todo cuando son conductores, dejan su chaqueta en el carro y circulan por el penal con ese atuendo. Sin embargo, faltaba lo más difícil: una gorra para ser equipada con las insignias de coronel; cuando ya había ensayado y pensado varias formas de introducir la gorra al penal se nos presentó la gran oportunidad. Un coronel del ejército llegó un día a visitar a un oficial procesado; el coronel, que había bebido bastante y se encontraba embriagado, puso su gorra en una silla y se separó para conversar con el oficial. Hablaba en voz alta, gesticulando y armando un gran alboroto. Ricardo y yo nos dimos cuenta inmediatamente de la situación y decidimos actuar con rapidez. Mientras yo le sacaba conversación al coronel y al oficial, Ricardo sustrajo la gorra y la echó rápidamente en un bote de basura, cubriéndola inmediatamente con desperdicios. Cuando terminó la visita, el coronel comenzó a buscar su gorra, pero yo le aseguré que había venido sin ella y que posiblemente la había dejado en su automóvil; medio convencido, abandonó el lugar sin protestar ya que él mismo no estaba seguro dónde la había puesto. Tampoco denunciaría la pérdida de la misma por la borrachera en que se encontraba.
Mientras nos procurábamos los implementos necesarios para la fuga, trabajábamos en el plan. Observábamos, sin que se dieran cuenta, todos los detalles del lugar: cuántos guardias había en el pasillo, hora en que cambiaban, y qué personal custodiaba las puertas. Mucha de esa información la conseguimos pidiendo que nos trasladaran a visitar al dentista del penal, o pidiendo bajo cualquier pretexto una entrevista con el director; en esas oportunidades bajábamos por el pasillo y veíamos cómo el personal militar que se encontraba en las instalaciones abría las puertas y nos daba paso siempre que íbamos acompañados de un oficial; discretamente, sin que se dieran cuenta, interrogábamos hábilmente a los militares que trabajaban en la penitenciaria; preparábamos comida y los invitábamos a comer o a tomar café y, en medio de esa camaradería, recabábamos información relevante.
De esa forma aprendimos que el teniente López, cuando estaba en su turno y debía permanecer en la puerta interior del penal de una a tres de la tarde, iba a dormir la siesta; así, la guardia de la puerta interna permanecía sin la supervisión de un oficial; y los soldados; sin la presencia del oficial, descuida ban sus deberes. También supimos que los carros de los oficiales eran conocidos por las postas que hacían vigilancia y seguridad en la puerta externa del penal. Los que generalmente conocían los carros y los oficiales los dejaban pasar libremente hacia dentro y hacia afuera, sin presentar ninguna identificación. Los oficiales, cuando venían a hacer su turno, entraban a un inmenso patio que separaba el penal de la DIM (Dirección de Inteligencia Militar). Ambos edificios estaban separados por unos ochenta metros en esa área, y más bien cerca del penal, estacionaban sus carros; adyacente a la DIM había un taller de mantenimiento de vehículos y muchos oficiales usaban las facilidades de los talleres para reparar sus vehículos. Después de haber observado y evaluado a todos los oficiales, acordamos que quien presentaba mejores características para ser dominado era el teniente Miranda. Éste era un oficial joven, como de unos 25 años; se había hecho muy amigo de nosotros y nos visitaba frecuentemente. Hábilmente fuimos evaluando su personalidad: tenía todo listo para casarse y amaba profundamente a su prometida; hablaba con frecuencia de ella. Era un muchacho honesto, pero sin ninguna aptitud para la carrera militar; podría haberse desempeñado con mucho éxito en cualquier otra carrera que no fuera la militar; confiado, trataba siempre de, agradar; jamás se le vio emitir una orden. En conversaciones que sostuvimos con él, sabíamos que tenía mucho miedo a los explosivos y un total desconocimiento sobre los mismos.
Evaluando y sopesando todo lo que poseíamos y podíamos adquirir, incluyendo los estudios de personalidad de los oficiales custodios, elaboramos con más precisión el plan de fuga. Estábamos seguros de que la hora seria entre la una y las tres de la tarde, mientras estaba de turno el oficial que dormía su siesta. También estábamos seguros de que el oficial a someter sería, sin lugar a dudas, Miranda; el día sería aquel en que coincidieran las guardias de Miranda y del oficial que dormía.
Hoy es sábado, día de visita, y todo está listo, me levanto entusiasmado; dentro de hora y media veré a mi esposa, a Jorge y a Janet. Jorge tiene 16 años y es todo un hombre. Se esfuerza para sacar buenas notas en el colegio. Pese a que he faltado en los años de formación, es un adolescente firme y honesto; jamás miente, pero también es un joven triste: no tiene amigos y sufre mucho mi prisión. Janet tiene 11, es una niña vivaracha, alegre y tiene muchas amistades; en la escuela es popular y saca muy buenas notas. Mi esposa, que ha soportado los largos y crueles años de la prisión, ha llevado la responsabilidad de ser padre y madre.
Les he preparado para el almuerzo una gallina hervida con verduras; con ellos viene mi hermano y amigo Paco Pimentel. Paquito siempre me visitó durante mis años de cautiverio y también carga paquetes: chocolates, libros. Y mi familia trae la comida que cocinaré durante la semana.
A ninguno de ellos le cuento mis planes (para qué preocuparlos), aunque todos adivinan que pronto, algo va a suceder. Son las diez y media de la mañana. Conversamos de todo, paseo a solas con mi hija y discuto sus problemas personales; después a solas con Jorge. No nos tenemos la confianza de un hijo para con un padre y viceversa; sin embargo, nos amamos mucho y nos respetamos. Antes de comer, reza: "El Señor es mi pastor". La comida siempre es triste, pocos comentarios. Paco sólo se toma el caldo del hervido y dice que está a dieta; desde que lo conozco, está a dieta.
Después de la comida, mi esposa siempre se acuesta en una cama y descansa. Llegan las dos de la tarde y comienzan de nuevo a cargar paquetes para la próxima visita. Las tres de la tarde: la tensión de las visitas me ha dejado exhausto. Salgo e intercambio algunas golosinas con los otros procesados que les han traído cosas de la calle. Me acuesto y trato de leer uno de los libros que me ha traído Paco, pero a los cinco minutos estoy profundamente dormido. Leo libros que nunca antes había leído: biografías, religiones, filosofía, todo lo que me cae en las manos. Continuamente tengo la vista cansada de tanto leer, ya no puedo leer más de quince minutos seguidos. Me he prohibido leer sobre cosas agradables e inalcanzables. No leo libros de deportes y cacería, que me trae mi hermano Rolando Santander cuando me visita. Rolando me visita muy frecuentemente y me hace cuentos de lo que yo no quiero oír: del rifle que le llegó, del venado que mató, cómo ha adaptado su carro para la cacería y de otras muchas cosas que, como no puedo alcanzarlas, no quiero oír hablar de ellas. No leo sobre automovilismo (no sé cómo son los últimos modelos) ni sobre trajes, corbatas, etc. A pesar de eso, cuando Paquito viaja, me trae ropa, camisas, trajes, corbatas, que se van amontonando en el closet de mi casa para cuando salga. No quiero que me traigan nada de la casa. Quiero vivir con lo mínimo posible; no quiero tener esperanza de posesión de lo que no puedo alcanzar; es como si a un esquimal le mostraran fotografías y revistas de yates en las playas de Hawaii.
Hablo un rato con el comandante Godoy; su conversación siempre es instructiva, siempre refrescante; no siempre se tiene la oportunidad de hablar con un hombre honesto, firme y franco, plantado en su postura de militar, denunciando la corrupción y la malversación de sus jefes y superiores: su actitud lo tiene preso; vive muy pobre y, pese a ser de los primeros en su promoción y de poseer una aguda inteligencia, nunca ascenderá ni siquiera a teniente coronel. Los hombres como él no son de este mundo, su gloria la llevan dentro. Regreso a mi camarote, como le llama a su celda un vicealmirante de la Marina que se encuentra preso. De nuevo son las seis de la tarde. Estoy profundamente triste: hoy también tendré que luchar contra la tristeza. Llega la hora de la penumbra y comienza la lucha contra los espectros. Llega el espectro del odio contra mis enemigos, razono y digo: cuando odio me hiero a mí mismo. En el momento que estoy odiando ninguna de las saetas del rencor llega hacia ellos, el único que sufre en su impotencia soy yo. Pido a Dios que me dé fuerzas para perdonarlos, y así lo hago. Ese sentimiento dañino está dominado. A las siete salgo de nuevo al pasillo y como, sin ganas, algunos alimentos. Paseo, no quiero hablar con nadie; a las ocho enciendo el televisor, me paso las horas frente al aparato viendo lo que me gusta y lo que no me gusta. Cambio de canales frecuentemente; a las diez y media llega la mejor hora: una película, que generalmente ya he visto dos o tres veces pues los canales que ponen películas a esas horas de la noche no tienen un gran repertorio y las repiten.
Con las películas no pasa como con los libros: no hay cosa más agradable que leer un libro de nuevo, después que han pasado unos meses desde su última lectura. Así, he vuelto a leer de El chacal, Los perros de la guerra, La alternativa del diablo, Médico de cuerpo y alma, El león de Judá, libros de Mahatma Gandhi, del cura francés Taharda Chardin: libros que ya no recuerdo los autores como Oh Jerusalén, Esta noche la libertad, y otros. Cuando caen por segunda vez en mis manos se aclaran los conceptos y se retienen mejor sus enseñanzas.
Llegan las doce de la noche y se acaban los programas: mis ojos, después de cuatro horas de televisión, adoloridos, se cierran. Llega la mejor hora del día que se acaba: dentro de dos o tres minutos estaré profundamente dormido y viajaré por sitios de libertad: qué bello es volver en sueños a mis seres queridos, estar de nuevo en la calle, en mi trabajo. El sueño es la liberación de mi espíritu. Gracias a Dios sólo tengo sueños de libertad, nunca estoy preso, jamás estoy humillado ni fracasado temporalmente.
Mi último pensamiento antes de dormir es: libertad, serás mía o moriré en el intento, pues morir también es ser libre; nadie ni nada puede aprisionar tu alma; así, con esa idea fija, mis párpados se cierran y mi espíritu se libera y regocija, anticipándose a la victoria.
Ricardo ha hecho contacto con una señora de avanzada edad que tiene un pequeño apartamento en un edificio cercano a la Plaza Venezuela. Vive sola y, por un mecanismo que no puedo explicar, ella visita a Ricardo sin que su nombre ni su dirección queden registrados.
Ricardo le explica la situación y le pide su cooperación para quedarse en su casa tres o cuatro semanas, si tiene éxito en la fuga que está preparando; la señora accede. Un amigo nos consigue dos pasaportes y dos cédulas colombianas, sin problema ninguno y a un precio razonable. Nuestro plan, después de fugamos,
será "enconcharnos" (quedarnos encerrados tres o cuatro semanas en casa de la señora, hasta que piensen que hemos abandonado el país y así, entraremos a Colombia por caminos verdes de la frontera de Cúcuta. Una vez allí, un amigo, el mismo que nos consiguió las cédulas y los pasaportes, nos movilizará hasta dentro de Colombia, donde usaremos nuestros papeles sin problema alguno. todo está preparado para el gran día.
Sábado 17 de agosto de 1982
Mañana nos fugaremos. Le toca el turno al teniente Miranda y al teniente que duerme; no habrá oportunidad igual hasta dentro de dos meses.
Todo está perfectamente preparado, Me pruebo la gorra con las insignias de coronel. Frente al espejo me pongo el bigote postizo canoso, los lentes de aro de carey, me introduzco dos pequeños rollitos de algodón a los lados de la boca, lo que hace parecer mi cara más cuadrada; me miro en el espejo y no me reconozco. El día anterior le he puesto todas las insignias al uniforme: lo único que no había podido conseguir era una barrita de varios colores que usan los oficiales encima del bolsillo izquierdo. Ésta la tuvimos que confeccionar Ricardo y yo con pequeños pedazos de tela y un trocito de madera; en Venezuela, los oficiales usan su apellido encima de todas las insignias, en el bolsillo izquierdo del uniforme. Yo había mandado hacer una plaquita negra con letras blancas, igual a la de los oficiales de las fuerzas armadas, con mi verdadero nombre, pues hubiera lucido muy sospechoso que la hubiera encargado con otro nombre. La plaquita decía: L. Posada; yo, con una navajita de afeitar, le había quitado cuidadosamente la parte superior de la "P" de Posada y le había hecho una rayita abajo, de forma que dijera L. Losada. El uniforme, con todas sus insignias, está en el rollo de tela. Guardo la gorra de nuevo en la parte de abajo del cesto de basura, le pongo un plástico por arriba y echo corteza de papa y otra basura en el cesto. La pistola .45 que me habían proporcionado días antes, con sus ocho proyectiles, estaba camuflada en el televisor. No la sacaría hasta el último momento. Paso el día completamente tranquilo, estoy pintando un cuadro: es una vista marina con un cielo claro; el mar me da sensación de libertad. La primera vez que llegué a Caracas, procedente de Miami, donde miraba el mar todos los días, me dio la impresión de falta de libertad, porque no podía ver el mar. Para verlo, hay que ir al litoral, que queda como a unos 25 ó 30 kilómetros de distancia. Sin embargo, poco a poco me acostumbré.
Pensaba que al salir, lo primero que haría sería ir al mar. Almorcé algo ligero: una sopa de sobre que yo mejoraba echándole un poco de verdura. Después del almuerzo me acosté un rato a leer, pero no podía concentrarme en la lectura ya que revisaba una y otra vez el plan; a las dos y media de la tarde tocaron a la puerta. Abro y es el teniente de guardia quien, cortésmente, me informa que están haciendo requisa. El registro en este sector de la prisión es ligero: abren la nevera, la revisan; revisan abajo de la cama, los closets y las gavetas. El registro lo efectúa un grupo de soldados y ni por la cabeza del oficial ni de los soldados pasa encontrar nada sospechoso. Sin embargo, aunque yo sé que todo está perfectamente escondido, mi corazón late fuertemente y hago el ejercicio de pensar en otra cosa que no sea en los lugares que están escondidas las cosas necesarias para nuestra fuga.
El registro rutinario nos ayuda, pues ya sabemos que no habrán otros registros en los próximos días. Por lo tanto podemos, cuando queramos, comenzar nuestros preparativos.
Desarmamos el radio viejo, fijamos en una tablita piezas de radio, ,unidas con tornillos tirafondos. Una pequeña batería de 1'/z voltio y unos muelles dan la idea de un complicado y funcional aparato; con el tubo de cartón de un papel sanitario preparamos un tubo un poco más angosto que el original. Desarmado, el tamaño del tubo es correcto, pero el grosor es mucho mayor que el de un cartucho de dinamita comercial; forramos el tubo con papel estraza y, sin olvidarnos de la distancia entre letras, vamos poniendo letras negras, tipo imprenta, con las "letras set". Letra por letra vamos formando las palabras Hi Explosive (alto explosivo).
Con letras similares a las que se usan en los cartuchos de dinamita, debajo, con letra más pequeña, ponemos unos cuantos números y algunas letras; encendemos una vela y recogemos la parafina que dejamos caer sobre el rollo de papel con las letras; con una capa muy ligera, parafinamos todo el tubo: así tenemos lo que parecen dos cartuchos de dinamita. Los fijamos también en la tablita. La tablita estaba recortada exactamente para que cupiera en una caja de Kleenex, que teníamos para tal efecto. La fijamos con goma, al fondo de la caja, y la cerramos. Es tanta la perfección del artefacto, que mi compañero Ricardo, inconscientemente, la trata con sumo cuidado. Los cartuchos de dinamita los pondremos hasta el momento de la fuga. No queremos correr riesgos.
Salimos a la mesa de afuera pues el comandante Godoy nos invitó a comer algo de lo que le trajeron sus familiares. Otros oficiales también nos ofrecieron alimentos; siempre que llegaba el día de visita, los familiares de los procesados traían revistas, libros y, tantos alimentos, que no podían comerlos. Nos seritamos a la mesa, comimos y charlamos. A las 9 de la noche regresamos a nuestra habitación. Teníamos proyectado hacer un minucioso registro de cada uno de los lugares de nuestra habitación para no dejar papeles, ni ningún efecto que pudiera comprometer a alguna de las personas que nos habían ayudado: así, registramos con minuciosidad hasta los bolsillos de las camisas. Ordenamos un poco la habitación y nos pusimos a ver televisión; no pudimos terminar de ver la película, a las diez, porque el agotamiento y la tensión nos rindieron, Me dormí inmediatamente. Mañana será el gran día.
8 de agosto de 1982
Domingo. Día de visita de los oficiales procesados, también día de nuestra fuga. Me faltan dos meses para cumplir 7 años de prisión. Llevo también más de dos años absuelto por el Consejo de Guerra Permanente de Caracas; no me siento nervioso, estoy decidido: dentro de unas horas comenzará mi operación fuga. Este día, como es de visita, no habrá requisas. Todo está listo: el uniforme planchado, con todas las insignias, se encuentra en una gaveta, la bomba simulada. Ricardo limpia sus zapatos y no dice nada.
A las 9 de la mañana llegan las visitas de los oficiales, casi todos son familiares y se oye el bullicio de los hijos de los procesados; el olor a comida preparada que traen de sus casas llega hasta nuestra habitación. El teniente Miranda está de guardia, y a las doce del día viene a hacer su acostumbrada visita. Entra y nos saluda cariñosamente. Se sienta en una cama y, en ese mismo instante, se desata nuestra operación.
Ricardo, que momentos antes se ha afeitado su copioso bigote negro, parece otra persona; también se ha quitado unos lentes obscuros que usa por prescripción médica; viste un pantalón beige y unos zapatos negros, de los que usan los oficiales militares. Yo tengo zapatos militares y pantalón verde olivo, del traje del coronel; una camiseta tipo franela a rayas, no me hace lucir sospechoso. Lo más importante es saber si Miranda tiene la llave de su vehículo en el bolsillo. Si no fuera así, toda la operación abortaría porque no podríamos ir con él hacia los gaveteros de los oficiales en busca de la llave. Así, le pregunté a Miranda:
-Teniente, Ricardo y yo tenemos una discusión: él dice que la llave del Ford es redonda y yo le digo que es cuadrada. El que pierda pagará un arroz chino que nos comeremos entre los tres y que mandaremos a buscar afuera.
-De acuerdo, dice Miranda -metiéndose la mano en el bolsillo y extrayendo una llave tipo cuadrada-, tú perdiste y tienes que pagar el arroz frito.
Se desata toda la operación. Inmediatamente abro la gaveta y saco la pistola .45: Ricardo, como ya lo hemos practicado cientos de veces, extrae la caja de la misma gaveta y se la muestra a Miranda, mientras yo lo encañono con la .45 que en ese momento monto: no hay bala en el directo, pero él no lo sabe. Bajo la amenaza del arma, observa la caja que le muestra Ricardo, quien pregunta:
-¿Tú sabes lo que es esto, teniente?
-Sí, eso es una bomba.
-Su voz comienza a temblar y pregunta qué haremos. Sin dejar de apuntarle, tomo la conversación:
-Teniente, nosotros vamos a salir de aquí o vamos a morir y tú con nosotros. ¿Ves esa luz que tiene la caja prendida? Ese bombillito es el seguro del artefacto explosivo que ahora mismo le vamos a quitar.
Ricardo saca la clavija y el bombillito se apaga: el artefacto está sin seguro, listo para detonar, según Miranda. Ricardo le explica:
-Este artefacto explosivo tiene un radio de acción de unos 20 metros, todo lo que se encuentra en ese radio quedará destruido: si tú nos ayudas a salir de aquí, nada pasará; si no, haremos estallar la bomba, de todas maneras, es mejor estar muertos que seguir en esta prisión, tú lo sabes.
Miranda pregunta:
-Pero, ¿por qué a mí? ¿por qué me han escogido a mí?
Ricardo le responde:
-Porque tú eres un hombre que amas la vida, que nos conoces bien a nosotros y que sabes que estamos determinados a salir o a morir.
Miranda, sin dejar de mirar la bomba, dice:
-Yo los voy a ayudar. ¿Qué quieren que haga?
Ricardo pone la bomba sobre una mesa, yo le paso la pistola y me voy inmediatamente al baño; allí, rápidamente, me pongo pega sobre mi labio superior y me instalo los bigotes grises, profesionales: me pongo unos lentes de carey con cristales sin prescripción, la chaqueta y mi gorra de oficial y salgo vestido completamente de coronel del ejército. Miranda se impresiona más y se me ocurre decirle, aunque no estaba planificado:
-Miranda, este uniforme me lo consiguió el director del penal, esta es una operación sin riesgos porque tiene que ser así.
Lo único que atina a decir es:
-Comprendo, comprendo.
Ricardo se pone una corbata negra con camisa kaki, pantalón beige, zapatos negros y corbata negra; parece el auxiliar de un oficial de alta graduación, posiblemente su chofer. Sobre la guerrera de militar me pongo un suéter rojo y lo abotono hasta arriba. Pongo la gorra en una bolsa de plástico, oscura. Ricardo también se pone un suéter para tapar la corbata, meto la mano con la pistola en el bolsillo y lo convido a salir de la habitación; delante va Ricardo con la bomba, en medio va Miranda, atrás voy yo con el arma. Pasamos primero frente a los oficiales procesados y nadie sospecha nada: están conversando con sus familiares y no nos dedican ni una mirada. Salimos del pabellón de los militares, tomamos una escalera hacia abajo y pasamos justamente frente a la dirección. Es costumbre que los procesados se muevan en el penal con un 1 oficial. De custodio el único que va uniformado abiertamente es Miranda: lleva la cartuchera de su arma, pero su pistola no va en ella, ya que a los oficiales les prohiben estar armados dentro del penal. Tomamos un pasillo que pasa frente a la enfermería y odontología y a cuarenta metros una puerta; en la puerta están dos soldados armados custodiando: atravesamos la puerta que los soldados abren al vemos con Miranda. Dobla- l mos un pasillo oscuro y allí, rápidamente, nos quitamos las chaquetas que van sobre los uniformes. Ya somos un coronel, un teniente y su ayudante. Saco la gorra de la bolsa plástica, me la pongo, continúo caminando, otra puerta, esta vez los soldados de la custodia no miran: simplemente se cuadran y abren la puerta. A unos 20 metros otra puerta custodiada por soldados que hacen lo mismo: sin mirar, se cuadran respetuosamente y abren la puerta. Salimos a un amplio patio como de unos 70 metros cuadrados y le pregunto a Miranda que dónde está su carro.
-Mi carro está en la DIM (Dirección de Inteligencia Militar).
La DIM es una dependencia de las Fuerzas Armadas, que ocupa un grande y viejo edificio que se encuentra como a unos 70 u 80 metros del penal; penetramos en la DIM, donde hay un mayor que nos pasa y me saluda respetuosamente; le contesto su saludo y sigo caminando. Allí está el carro de Miranda, un Ford viejo de dos puertas, bien conservado. Ricardo se pone al volante; a su derecha, Miranda, y en la parte de atrás, yo. Recorremos unos 50 metros en el carro y llegamos a la salida del penal: allí, seis soldados armados con ametralladoras, tres a cada lado, abren la puerta: un soldado se me acerca y me pregunta:
-¿A la izquierda o a la derecha, mi coronel? 1 Le contesto:
-A la derecha.
Tres soldados salen a la calle y paran el tránsito para que nuestro carro pueda doblar hacia la derecha. Avanzamos. Varias veces miro hacia atrás para mantener bajo control a Miranda; también le digo a Ricardo que mire por el espejo retrovisor si nos viene siguiendo nuestra custodia: un carro Chevrolet gris, con tres compañeros que, para tal efecto, han venido desde Miami. Ellos nos siguen, dándonos protección.
Una breve estadía en la Embajada de Chile
Son las tres de la tarde del domingo y circulamos libremente por la gran Caracas. Ricardo va al volante, al lado el teniente Miranda, atrás, yo. A cincuenta metros de distancia, nos sigue nuestro carro de protección. En el camino. Ricardo y yo sostenemos una conversación para que oiga el teniente Miranda. Mencionamos un avión que nos espera en La Carlota. También tranquilizamos a Miranda sobre su situación ya que está muy nervioso.
Le decimos que sus superiores comprenderán que él ha sido intimidado por nuestras armas y que no tuvo más salida que apoyamos. Miranda casi se convence. Vamos hacia el este de la ciudad. Paramos en una carretera muy poco transitada y ordenamos a Miranda que se baje: siempre seguidos por nuestro carro de protección regresamos, lo más rápidamente posible, pero sin ir muy veloces y llegamos al estacionamiento del hotel Holiday Inn y en la entrada tomamos una tarjeta para estacionar el carro; lo dejamos allí y salimos pasando por el lobby del hotel. En las afueras tomamos un taxi, que nos deja en la Avenida "Francisco Miranda", a la altura de Chacaíto. El carro de seguridad siempre nos sigue; penetramos en el edificio donde vive la señora que ha visitado en la cárcel a Ricardo y en cuya casa vamos a vivir. Tocamos el timbre de la puerta, nadie responde: insistimos, tocamos la puerta con los nudillos y tampoco hay respuesta alguna.
Más tarde nos enteramos de que la señora, sin saber que ese día nos fugaríamos, pues por medidas de seguridad acordamos no decirle día ni hora, había salido; cosa poco frecuente, porque casi nunca salía de su casa. Rápidamente acordamos seguir el plan alterno. Hacía más de treinta minutos que habíamos liberado a Miranda y era muy probable que nos anduvieran buscando. No fue difícil, en la avenida "Francisco Miranda", conseguir un taxi, al que le pedimos que nos condujera a la Embajada de Chile. ¿Por qué escogimos la Embajada de Chile?
Porque las relaciones entre Chile y Venezuela estaban muy deterioradas debido al hostigamiento que continuamente hacían los gobiernos demócrata-cristianos contra el general Augusto Pinochet. Unas semanas atrás, cuando la muerte del expresidente Frei, el representante de los demócratas cristianos, Rafael Caldera, se retiró de la funeraria cuando llegó el general Augusto Pinochet y, desairándolo, se negó a saludarlo.
Llegamos a la Embajada de Chile, pagamos al taxista y éste se retiró. Tocamos a la puerta y nos abrió un sirviente, a quien le decimos que estamos allí para solicitar asilo político, por lo que debe avisar de inmediato a su embajador, pero él no se encuentra en la sede; aprovechando el titubeo del sirviente, penetramos y nos sentamos a esperar la llegada del embajador.
Llegan dos funcionarios, muy jóvenes, quienes nos piden que nos retiremos pues no nos pueden conceder asilo político. Les contesto que esa decisión no la pueden tomar ellos, sino el propio embajador y que nosotros lo vamos a esperar. Al poco rato, como a las cinco de la tarde, llega el embajador y nos hace pasar a su despacho; nos trata con mucha amabilidad y dice que inmediatamente llamará a su gobierno para comunicarle nuestra solicitud. Nos informa también que él está seguro que nos concederán el asilo. En una conversación como de una hora, le explicamos nuestra situación; llevamos más de cinco años presos con un juicio interminabla, en el que hace dos años fuimos absueltos por el tribunal militar que nos juzgó, que desde hace casi dos años esperamos la confirmación de nuestra sentencia y que ésta no llega, por lo que optamos por alcanzar la libertad fugándonos de la prisión para pedir asilo político. El embajador habla mal del gobierno de Venezuela. Dice que es increíble que en un país democrático se violen los derechos humanos de unos procesados, alargando un juicio al infinito y negándoles su libertad después de que han sido absueltos. Sin embargo, nos explica que él no es quien decide, que la cancillería de su país debe decidir sobre este particular.
Nos preparan una habitación en el interior de la enorme casa. Por la ventana de la sala observamos cómo la embajada está siendo rodeada por soldados y por la policía uniformada.
La actividad en el exterior de la embajada es intensa. Además de las fuerzas de la policía y el ejército, hay un enjambre de periodistas y cadenas de televisión, tratando de tomarnos algunas fotografías. Alas ocho de esa noche nos sirven nuestra primera comida fuera de la prisión en muchos años: macarrones con carne y ensalada. Todavía no comprendo por qué, pero se nos prohibe el acceso al televisor; tampoco nos traen periódicos. Dormimos creyendo que estamos a un paso de la libertad, animados por las palabras firmes y amables del embajador. Al día siguiente, un muchacho de aproximadamente 30 años, oficial de la embajada, se nos acerca y entabla conversación. Amablemente nos asegura que a través de él, se hacen las comunicaciones entre la embajada de Chile en Venezuela y la cancillería chilena. Alas once de la mañana llega el embajador, nos manda llamar y nos comunica que ha tenido una entrevista con el canciller venezolano Zambrano Velasco. Que éste se ha expresado muy bien de mí, asegurándole que no soy un delincuente y que me considera una persona muy decente. Aprovecho la oportunidad para entregarle el arma que poseemos, una pistola cuarenta y cinco, y que nadie hasta ahora nos ha pedido. El embajador acepta el arma previamente descargada; además, le entregamos 100 bolívares al sirviente de la embajada para que nos compre algunos efectos de limpieza como jabones, pasta de dientes, cepillos, etc.; también le pedimos que nos compre periódicos.
Pedimos permiso para llamar por teléfono a nuestra familia y pedimos que nos traigan ropa. Como a las tres de la tarde tomamos un baño sin jabón, pues el sirviente no nos trajo nada, ni siquiera los cien bolívares que le dimos.
Por la tarde aparece de nuevo el funcionario joven de la embajada y nos dice que se ha comunicado con la cancillería en Chile; que el informe extendido por el embajador es muy favorable a nosotros, por lo que no tiene ninguna duda de que se nos concederá el asilo político. Nos dice también que nos acompañará a Chile y que ya está preparando el viaje. Pasa la tarde en medio de incertidumbres. Por la noche, a las ocho, llega el abogado Leandra Mora, que no reprocha nuestra acción y más bien asegura que fue correcta. Le preguntamos por nuestro amigo Orlando Bosh, que ya lleva 32 días en huelga de hambre. Nos cuenta que sostiene su huelga con un valor increíble. Con la salud deteriorada, se niega a tomar alimentos, pidiendo que se le haga justicia y que se decida nuestra situación. Mora promete que nos visitará al siguiente día y nos da ánimos y esperanzas. A las ocho y media llegan los otros dos abogados, Raymond Aguiar y Oswaldo Domínguez; también aplauden nuestra decisión y se ponen de nuestro lado. Raymond cree que, bajo las circunstancias, no se negará el asilo político. Oswaldo dice que traía ropa de nuestra casa, pero que tuvo que dejarla en el carro porque no se la dejaron pasar en la embajada. También nos dice que en la cuadra que pasa frente la sede, han suspendido la circulación, y que las fuerzas armadas han situado dos tanquetas para bloquear las avenidas que dan acceso a la calle. El despliegue de fuerzas es ridículo y no se justifica.
Estoy en manos del destino, de otras mentes y de otros hombres. En este tercer día de nuestra estancia en la embajada, sin saberlo yo, una serie de acontecimientos que influirán profundamente en mí, se suceden. Me asomo por la ventana y veo la movilización por las calles: reporteros, cámaras de televisión, soldados uniformados. Me lavo los dientes con un trápito y un poco de jabón que, por casualidad, hay en el baño. También ha aparecido una toalla. Me traen el desayuno: café con leche, tostadas con mantequilla y un cereal. Ricardo, mi compañero de fuga, está sereno y optimista, pero fuera de la embajada se trama la traición. Exonero de esa traición al Presidente de la República, Dr. Luis Herrera Campins, y al Jefe de los Servicios de Inteligencia, Dr. Remberto Uzcátegui. No hay noticias, no aparece por ningún lado nuestro informante de la embajada. El embajador ha salido muy temprano, ya son las tres de la tarde y no ha regresado. Rápidamente, sin saberlo nosotros, los acontecimientos se precipitan. El gobierno de Venezuela y el gobierno de Chile deciden mi vida. El Presidente Herrera Campins habla con el Ministro de Defensa, general Narváez Churión, para que a su vez hable con el general Helio García Barrios, Presidente de la Corte Marcial, a fin de que le prometa que el juicio se celebrará en un plazo máximo de dos meses. El ministro habla con el general Barrios y obtiene la promesa: después, el presidente habla con el canciller Zambrano Velasco y lo instruye para que llegue a un convenio con el gobierno de Chile, a través de su embajador.
El gobierno de Chile reclama al gobierno venezolano:
Primero, que cómo es posible que un juicio en el que los encausados han sido absueltos, se encuentren todavía detenidos en espera de una ratificación de sentencia, que no se ha producido en más de dos años.
Zambrano Velasco asegura al embajador que la decisión se producirá en menos de dos meses. Éste se lo comunica al gobierno de Chile, el cual, bajo la promesa de sentencia en un corto plazo, conviene con Venezuela en no concedernos el asilo.
El presidente llama a su j efe de policía política, Dr. Remberto Uzcátegui, un gran amigo y con quien pasé varios años trabajando, a quien tengo gran cariño y confianza sin límites.
A las 9 de la noche llega el Dr. Uzcátegui a la embajada. Solo. desarmado y pide hablar conmigo. Me da un abrazo y me dice que viene de parte del Presidente de la República, quien le aseguró que el presidente de la Corte Marcial había prometido que, en menos de dos meses, se celebrará el juicio. Como no existe ninguna prueba en mi contra, Remberto me aconseja que salga pacíficamente de la embajada y que regrese a la prisión en espera de la pronta sentencia y que convenza a Ricardo para que haga lo mismo. Recuerdo perfectamente mis palabras cuando le dije:
-Doctor, a usted lo pueden engañar.
También recuerdo claramente cuando él me contestó:
-Si me engañan, renuncio al cargo.
De nuevo a la prisión
Analizo mi situación: ¿qué puedo hacer? Si me niego a salir pacíficamente, el embajador, al no concederme asilo político, puede llamar a la fuerza pública y sacarme de allí por la fuerza. Me reúno con Ricardo y ambos decidimos salir y acogernos a la nueva promesa.
Salimos con el Dr. Uzcátegui, en su carro y no nos esposan. Llegamos de nuevo a la prisión del Cuartel San Carlos. Allí nos espera el director, a quien el Dr. Uzcátegui le dice:
-Señor director, vengo de parte del Presidente de la República para que a estos señores se les dé u n trato justo y humano, sin someterlos a ningún tipo de represalias.
De nuevo prisioneros. De nuevo en la cárcel. Nos recluyen en celdas distintas; no recuerdo haber pasado una noche más negra en mi vida.
Cambian de director de prisión y en su lugar ponen un coronel joven, que estaba encargado de un batallón en Mérida; él decide adoptar estrictas medidas de seguridad para evitar otra fuga. En el techo de las cuatro celdas que dan a un pequeño patio siempre habrán guardias armados, que rotarán turnos cada seis horas, durante las veinticuatro horas del día. En el centro del patio, un guardia armado hace turno también. Las puertas son reforzadas con planchas de acero, para impedirnos el acceso al candado.
Dos días después de mi regreso recibo la visita del general de división Efraín Vega Echesuria. Le gustan mis cuadros, ofrece comprarlos y le regalo dos. Días después recibo un presente suyo: un pequeño televisor a colores de 13 pulgadas.
Orlando Bosh sigue en huelga, se le comunica la promesa del presidente, pero él exige que se publique en la prensa. Está en muy malas condiciones de salud pues ya lleva 32 días sin comer.
Dos días después, el 14 de agosto del 82, suspende la huelga; en un mensaje a la prensa, Orlando Bosh dice:
-El señor Ministro de Defensa, general de división Vicente Luis Narváez Churión, me ha comunicado oficialmente a través del general de división Efraín Vega Echesuria, Jefe de la Guarnición Militar de Caracas, que la sentencia en el caso del avión cubano, se producirá en el mes de octubre del presente año, con carácter de sentencia definitiva; es mi única justa petición y reclamo que me obliga al cruel y angustioso sacrificio y protesta no violenta de ayuno total. a partir de hoy, 15 de octubre, doy por concluida mi huelga.
Bosh permanece varios días en el hospital y después es trasladado a la prisión del Cuartel San Carlos. El coronel director me visita frecuentemente y confiesa que su principal preocupación es que nosotros nos fuguemos de nuevo, por eso toma todas las medidas de seguridad. Por la madrugada se despierta y no puede seguir durmiendo; su preocupación es tal que se viste, toma su carro y viene al cuartel a vernos. Una vez que nos llama por las rejas y nosotros le contestamos, vuelve tranquilo a su casa y duerme de nuevo. Pasa agosto, septiembre, octubre y el general Barrios, Presidente de la Corte Marcial, no decide nada; posteriormente, se tomará una foto abrazando a Fidel Castro. En aquel momento creíamos que no decidía por cobardía: ahora conocemos exactamente la razón.
Una delegación de Miami, encabezada por el alcalde de Miami, Mauricio Ferrer, viene a ver al Presidente Herrera y a protestar por lo tardío de la decisión judicial.
Han pasado 9 meses desde nuestra fuga y ninguna decisión judicial se ha producido: el Dr. Uzcátegui, cumpliendo con su palabra, renuncia al cargo. Le escribo una carta exonerándolo de toda culpa y pidiéndole que reconsidere su posición de renuncia y accede a mi petición.
Ante la injusticia y la desfachatez del ministro de la defensa, Orlando Bosh, bajo el lema de justicia ,o muerte, inicia otra huelga de hambre el 16 de marzo del año 83. Lleva ya 25 días sin comer y su estado es aún más grave que la primera vez; se teme por su vida.
La cobarde decisión del general
Al general García Barrios, decidido a no decidir, ante el grave problema de un hombre en huelga de hambre por no recibir justicia, se le ocurre una idea maquiavélica. Envía el expediente a la Corte Suprema, diciendo que se ha dado cuenta, después de seis años en la justicia militar, que el juicio no es de su competencia. La Corte Suprema, que había decidido seis años atrás que el juicio pertenecía a la justicia militar, contradice ahora su primera decisión: el juicio pertenece a la jurisdicción civil.
Orlando deja la huelga de hambre. Todo es confusión entre mis compañeros de causa. ¿Cómo será la jurisdicción civil? ¿Habrá que empezar el juicio de nuevo, o iremos a un tribunal superior para que decida nuestra situación?
A mí, particularmente, todo me da igual, no tengo ninguna confianza en ]ajusticia, ni en sus trampas y artificios. ¿Quién puede tenerla después de siete años de estar encarcelado? Una sola idea ocupa mi mente: buscar la libertad o la muerte. Un hombre no puede sentirse tan engañado ni humillado sin reaccionar contra aquel terrorismo de Estado, contra aquel terrorismo judicial. Mis propósitos son cada día más firmes considerando que de aquí no me podría fugar jamás, me alegro de ir a otra prisión, donde pueda tener alguna posibilidad. Me mandan de nuevo a la Cárcel Modelo, cerca de Caracas. Es una cárcel construida por el dictador Pérez Jiménez, que alberga lo peor (le la sociedad venezolana. Con gran alivio, el director de la prisión del San Carlos nos escolta personalmente y nos entrega oficialmente a nuestros nuevos carceleros.
Otra vez en la cárcel modelo
Llegamos en un carro blindado, rodeado de soldados: como a las nueve y media de la noche, un fiscal del ministerio público nos afirma que viene de parte del Ministro de Justicia para asegurarse de que no nos falte nada y que estemos en un lugar adecuado. Nos dividen en dos grupos. A Ricardo y a mí nos conducen a la antigua celda que se preparó para alojar al dictador Pérez Jiménez, cuando fue deportado de los Estados Unidos y sometido ajuicio por malversación. La celda, que en otro tiempo fue adecuada y limpia, hoy es un desastre: un bombillo de 25 bujías alumbra la habitación; el baño está totalmente roto y pululan las ratas y las cucarachas. A Orlando Bosh y a Freddy Lugo los ubican en otro sector, aislados también de la población del penal.
Los funcionarios del ministerio de justicia aseguran que todo se solucionará. Claro que todo se solucionó con nuestro dinero: compramos pintura y pintarnos las paredes; reparamos los servicios sanitarios y fumigamos, matando millares de cucarachas. La instalación eléctrica que nos permitiría usar estufa para cocinar, usar un aparato de televisión y otras facilidades, nos la vendieron e instalaron reclusos de la misma prisión. El espacio, de unos 10 metros cuadrados, daba a dos pequeñas habitaciones de cuatro metros cuadrados cada una y a un patio. Por encima del patio, una malla ciclón de acero evitaría o se suponía que evitaría cualquier intento de fuga. La puerta de entrada daba a la enfermería del penal; por un lado, guardias armados patrullaban continuamente. Le peor de todo era que ese espacio no tenía acceso a la calle, sino que estaba dentro de las instalaciones penitenciarias.
Todas las noches se oían los quejidos y las protestas de los enfermos, sin ninguna atención médica. Por los agujeros de la puerta de acero de la entrada podíamos ver lo que pasaba en la enfermería. Observamos una mesa donde los dos enfermeros jugaban al dominó con dos reclusos, mientras un preso gritaba de dolor sin que ellos le dedicaran su atención. Esto sucedió muchas veces y algunos de los reclusos enfermos murieron por falta de atención médica. Desde nuestra puerta pudimos ver el deterioro gradual de un recluso sentado en el suelo, alimentado por su compañero, que agonizó durante treinta días, hasta que al fin murió.
Pasaron el juicio a un juez de un tribunal superior que tenía fama de ser muy honesto y así se lo hacía saber a todo el mundo. Los procesados civiles, porque esa era una cárcel de procesados sin sentencia definitiva, vivían en las más inhumanas condiciones. La droga estaba generalizada y los guardias la introducían y la vendían. En los pabellones estaban alojados hasta cien reclusos. Todas las mañanas ellos mismos conducían un carretón con café con leche y pan; esa era la mejor comida. En la hora del almuerzo el mismo carretón, que había sido medio lavado, traía unas enormes pailas con espaguetis hervidos y huesos con carne. También traían pan. Los reclusos se peleaban para coger el mejor pedazo de aquella inmundicia.
La cena era muy parecida. ¡Qué se podía esperar, si el presupuesto en Venezuela para sostener un recluso era de dos bolívares diarios! Es decir, de unos cuarenta centavos de dólar en aquel tiempo. Con eso se suponía que había que alimentarlo y proporcionarle sus necesidades básicas como papel sanitario, pasta de dientes y alguna aspirina; por supuesto, nada de eso le daban.
La población penal vivía de sus familiares y, los que no tenían, de las sobras que les daban los que sí tenían. Un preso sin familiares es un mendigo; en la cárcel no hay trabajo. No hay nada qué hacer, como no sea deambular por los pasillos de la prisión y vivir mendigando. Estos pobres seres no tienen zapatos, ni ropa, ni abrigo con qué cobijarse en las frías noches de invierno; ruegan por un poco de pasta de dientes, por un pedazo de trapo para cubrirse: son los llamados "fritos". Las peleas entre los reclusos son muy frecuentes: todas las semanas hay un muerto en el penal. Aquél que sostiene un duelo y mata a un compañero, generalmente no es procesado por esa muerte. Las heridas mortales se las producen con unos cuchillos que ellos mismos hacen, generalmente de barras de camas de hierro y a los que llaman chuzos. Semanalmente, la guardia hace requisas en todo el penal y decomisa numerosos chuzos. Sin embargo, a los dos o tres días han hecho de nuevo una gran cantidad. En el penal, por unos cinco bolívares (cerca de un dólar) se puede comprar un chuzo bastante bien confeccionado. Si durante la noche uno pone atención, puede oír a los presos haciendo sus chuzos y afilándolos contra el piso. Es un sonido peculiar que se puede distinguir fácilmente. En este mundo de corrupción, de drogas, bárbaro e inhumano, tendrá que haber para mí una posibilidad de escape. Una esperanza aguijonea mi cerebro y me digo: nunca me daré por vencido, alcanzaré la libertad.
Tenemos un trato preferencial en lo que a comida se refiere; una vez a la semana nos dejan entrar a los almacenes donde guardan los víveres. Allí llenamos nuestros canastos de cebollas, ajíes, verduras, arroz, café, etc. Nuestros familiares solamente tienen que traernos la carne; para mantenerla fría, tenemos el pequeño refrigerador que me regaló mi amigo y hermano, Paco Pimentel.
Paco me visita frecuentemente, me trae chocolates y me consuela. Me da esperanzas, viaja mucho y siempre que hace un viaje me compra ropa; me cuenta cómo son los trajes que me ha traído. En mi casa, desde hace años, reposan trajes franceses y trajes italianos de Nueva York, camisas y corbatas finísimas que, según la fe de Paco, algún día me pondré.
Comienzan a demoler la Cárcel Modelo. El ruido y el polvo son horribles. A medida que van destruyendo los pabellones, trasladan los reclusos a una nueva prisión que ha sido construida en las afueras de Caracas.
La nueva prisión se llama Combinado de Guarenas. Desde nuestras celdas oímos el derrumbe de los muros. Muchos de los reclusos ya están en el Combinado de Guarenas y sabemos de las quejas y los disturbios provocados por las condiciones infrahumanas de la nueva prisión. No hay agua y la luz eléctrica falta frecuentemente. No se les permite, por lo menos en aquel momento, llevar televisores, radios o cocinas eléctricas. Claro que eso se podría hacer en una prisión adecuada, con un régimen penitenciario eficaz, pero allí donde no hay comida, los presos tienen que cocinar sus alimentos; donde no hay trabajo, los presos tienen que distraerse aunque sea con un radio o un televisor.
Sin embargo, ahora que estoy escribiendo estas memorias, me atrevería a asegurar, sin temor a equivocarme, que ya se permitía de todo. Que había marihuana, que se podía comprar de todo y que el tráfico de influencias discriminaba a la población penal.
Nos negamos rotundamente a ir al Combinado de Guarena. Viene a vernos un oficial del Ministerio de Justicia, que después pasaría a ser director de otra cárcel que se encuentra en el centro de Caracas, llamada La Planta. Dicen que es la mejor del país.
El funcionario del ministerio de justicia simpatiza inmediatamente con nosotros y escribe un informe favorable para que nos trasladen a la cárcel de La Planta.
La Planta es más pequeña que las demás. Alberga solamente a unos 1.200 reclusos, aunque ha sido diseñada para 600; aún así, es la cárcel con menos población por metro cuadrado del país.
Llegamos allí e inmediatamente nos atiende el director. En todos lados somos presos importantes. Nos ponen en un enorme patio donde hay dos habitaciones y nos dicen: acomódense; otra vez a matar cucarachas y ratones, otra vez a hacer instalaciones eléctricas. Aquí nos permiten construir dos nuevas habitaciones, desde luego pagando nosotros. La mía la construyo dentro de un viejo almacén y Ricardo al lado de la iglesia. Orlando Bosh y Lugo ocupan las dos habitaciones que ya estaban construidas. Debo comprar inodoros, baños, hacer paredes y frisarlas, no le puedo poner techo porque no me lo permiten; tampoco le pongo mucho interés porque ya me está costando cerca de tres mil dólares.
El sábado llega mi primera visita: Nieves con mis hijos Jorge y Janet. Los acompaña Paco Pimentel; les he hecho un hervido de gallina, que todos comen y saborean sin hablar mucho.
La tristeza y la pena acompañan siempre estas visitas. A las doce del día, después del almuerzo, llega Hermes Rojas, quien ya es comisario de la DISIP. Sin embargo, me visita frecuentemente, sin importarle las consecuencias que pueda acarrearle a su carrera. Cuando me pregunta ¿cómo estás?, yo le respondo en forma de broma:
-Aquí preparando mi otra fuga.
Nos queremos y nos respetamos mucho, pero en su interior él sabe que no- bromeo, que así será.
Comienzo a estudiar mi nueva situación y mis posibilidades de escape
Ha pasado casi un año desde que el general Barrios no tuvo valor para decidir y quedar mal con su amigo Castro. ¿Qué pasó con los crueles seis años que pasamos entre jueces militares? ¿qué pasó con la sentencia absolutoria emanada de un tribunal militar?
Desde que llegué comencé a planificar mi próxima fuga. No creía una palabra de lo que decía a la prensa el próximo juez, Pérez España; soy justo, soy un juez justo y voy a dictar sentencia antes de fin de año.
Llega la Navidad del año 1983
Hay de todo: penas, humillaciones, impotencia ante tanta canallada, pero lo que no llega es la sentencia y sigo trabajando en mi fuga.
En enero recibimos la visita de Pérez España. Una visita clandestina que no está en los expedientes. Viene, según puedo apreciar, a congraciarse con nosotros; sin embargo, hay algo significativo en esa visita. El juez nos dice en repetidas ocasiones que él es un hombre justo, que nos juzgará según su conciencia.
Orlando Bosh le dice que lo único que quiere es que nos acabe de juzgar, que no le pide nada sino justicia.
El juez, intempestivamente, responde que nos juzgará. Sin embargo, dice algo insólito:
-Yo soy un hombre y puedo tener miedo. Esto es un juicio político donde hay intereses muy peligrosos -refiriéndose a Fidel Castro, sin lugar a dudas.
Bosh le responde airadamente:
-¿Cómo me va a decir que un juez tiene miedo? ¿Qué pasará si usted se asusta?
El juez se ve atrapado en sus propias palabras y dice:
-No teman, que pronto habrá una decisión.
El 8 de febrero de 1984 nos llevan de nuevo a los tribunales.
Víctor Hoyer e Iván Maldonado, fiscales del ministerio público, adhiriéndose al petitorio del fiscal militar en el juicio militar a que se nos sometió tres años atrás, piden también nuestra absolución. Nadie duda que seremos absueltos de nuevo; hay euforia y esperanzas entre los detenidos, familiares y amigos. Yo permanezco imperturbable, sin emoción ni alegría alguna.
Una semana después el juez, como nos había dicho, tuvo miedo y decidió no sentenciar el caso, sino reponerlo a su estado inicial donde, según él, había ocurrido un vicio de forma al dictar los primeros cargos. Así, repone la causa al antiguo estado de cargos que se había producido siete años antes. Es decir, debíamos comenzar el juicio de nuevo, empezando los cargos, las indagatorias, la presentación de pruebas de los fiscales y la presentación de prueba de los abogados defensores, sentencia de un tribunal de primera instancia y, por último, sentencia de un tribunal superior.
¿Cuántos años demoraría este proceso, si lo llevaran al mismo ritmo que se llevó el juicio? Para mí eso no tiene ningún sentido; no me emociono en lo más mínimo.
Última edición por Admin el Dom Ene 16, 2011 11:33 pm, editado 1 vez
Re: Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
De nuevo la fuga
Salgo de allí decidido a no someterme jamás a la injusta justicia del poder judicial venezolano; una sola idea está en mi mente: escapar, escapar, escapar.
Pongo en estudio varios planes de fuga que voy desechando por irrealizables. Nuestra ubicación en la cárcel está muy lejana de las salidas; es muy difícil, casi imposible, tener acceso a las puertas de salidas o a los altos muros de la prisión. Además, constantemente efectúan requisas en nuestras habitaciones.
Es sumamente difícil poder esconder algo sensible en una pequeña habitación de dos por cuatro metros. Sin embargo, un hombre que tiene todo el tiempo para pensar, siempre encontrará una vía más o menos adecuada, según las circunstancias.
Un coronel del ejército, jefe de la guarnición, se encarga a menudo personalmente de la requisa y ordena los registros minuciosos. Cada vez que llega nos asegura que a él no le podremos esconder nada, que mientras él esté allí nosotros no podremos fugamos.
Es cruel, cínico y prepotente. Cada vez que hablo con él me pongo mi piel de elefante; con ella puesta nadie me puede irritar, nadie me puede ofender, nadie me puede sacar de mi armonía. Toda la ira, el rencor, las injurias, las maledicencias, las ofensas y otros dardos que se proyectan sobre mi persona no me llegan: todos chocan contra mi coraza de piel de elefante y mi mente comienza de nuevo a conspirar, a preparar fugas, a observar posibilidades, a tantear al personal que nos custodia, a conversar con mis compañeros y amigos que me visitan. Todo con miras a una sola idea: libertad o muerte. Nadie puede conmigo, nadie puede con mi decisión.
Pasa el tiempo, pasan semanalmente las tristes visitas de mi esposa, hijos y amigos. Otra vez el hervido de gallina. Con frecuencia me visitan Paco Pimentel, mi querido amigo y hermano; Joaquín Chaffardet, Nelly, Pedro, el comisario Hermes Rojas, mi buen amigo Pepe Quijano, Félix, la señora del gallego López Franco, que es como de mi familia: traen comida, chocolates, libros; transcurre el tiempo y también mis planes. La fuga es difícil, tiene pocas posibilidades, pero habrá que arriesgarlo todo. Ya tomé el camino, el camino del guerrero; ya pinté los colores de guerra en mi mente, ya tomé el hacha de la guerra. ¿El enemigo? Todo lo que se opone a mi libertad.
Son las ocho de la mañana de cualquier día; estoy todavía en cama esperando que pase el tiempo. Mientras más tarde me levante, más corto me parecerá el día. A las ocho y veinte me llama Ricardo. Hay que ir a buscar la comida a los almacenes. La comida, desde luego, es mucho mejor que en la Cárcel Modelo. Sacamos comida en abundancia, la suficiente para nosotros y para regalar a los presos más necesitados. Llego a mi celda y distribuyo los alimentos. Me encuentro a "La Culebra", un preso que se encarga de limpiar el patio y nuestros aposentos. Se pone contento con unos huevos, unos plátanos y un poco de harina que le regalo.
"La Culebra" es un pobre loco que está preso, acusado de un delito sexual con un niño; tiene la manía de robar. Siempre se roba algo después de una limpieza: un peine, unos cordones de zapatos, un tubo de pasta de dientes. Hace varios años que se encuentra en la prisión y nunca le han celebrado juicio.
A las diez comienza mi tiempo de lectura, leeré hasta las doce. Leo libros de filosofía y de religiones; me esfuerzo para no estar buscando siempre el absurdo de todas las religiones, pues todas están plagadas de cosas increíbles; sin embargo, mi subconsciente las rechaza a todas, menos a la religión cristiana. En mi mundo occidental, desde pequeño, me enseñaron a aceptar a Cristo como Dios o viceversa. Por eso, diariamente, sólo le rezo a Cristo. A las doce del día termino mi lectura. Mis ojos no dan más que para dos horas de lectura. Me preparo mi almuerzo en una cocina eléctrica, pongo una cacerola y vierto una sopa de sobre; también como unos huevos con chorizo. A las doce y media me acuesto de nuevo. Mientras duermo no me siento preso. Nunca, desde que estoy en prisión, he soñado con estar preso; siempre, durante el sueño mis pensamientos se trasladan a lugares ya conocidos: a la finca de Apure, donde cazamos Hermes Rojas y yo; a mi oficina en la DISIP; a cosas y lugares placenteros que ocurrieron y que creo que ocurrirán; mi familia, mis hijos; puedo dormir todo el tiempo que quiera y soñar todo lo que quiera, pero tengo una disciplina que no me lo permite. A la una y media me levanto y comienzo a pintar. Pinto cuadros al óleo; la pintura también es un alivio para mí porque, cuando pinto, no me siento preso. Mi mente y la habilidad de mi mano, tratan de conseguir que mis pensamientos se conviertan en imagen.
Nunca estoy satisfecho, nunca lo consigo. Vendo algunos cuadros diariamente. A veces paro de pintar y voy a la habitación de Orlando Bosh a tomarme un café y a conversar diez o quince minutos. Orlando trabaja incansablemente: escribe, lee y también pinta.
A pesar de todo, los días se me hacen interminables, sobre todo por las tardes, cuando me siento muy tranquilo en una silla y miro hacia adelante tratando de poner mi mente en blanco. Cuando me sosiego y domino mi mente y mi cuerpo, me vuelvo imperturbable; poco a poco va llegando la serenidad y con ella la fortaleza. No podrán dominarme: me vuelvo a sentir de nuevo fuerte, poderoso, capaz de planificar y realizar cualquier cosa. Del pesimismo caigo en el optimismo: de éste también tengo que cuidarme.
El pesimista es un tonto triste y el optimista es un tonto alegre. Pero los dos son tontos. Debo cuidarme tanto de uno como del otro, debo ser realista, analizar mis posibilidades, sopesar mis fuerzas, revisar mis metas y decirme a mí mismo que allí llegaré. Así cambia el día y la noche y cambian también mis estados de ánimo.
Hay dos cosas que conservo de mi vida de pequeño burgués: el agua caliente para bañarme y un pequeño aparato de televisión. Me doy un baño caliente reconfortante y me pongo mi ropa diaria: una camiseta limpia, blanca y unos calzoncillos limpios, blancos; unos zapatos mocasines y nada más. Esa es mi ropa diaria, a excepción de los días de visita. Después del baño preparo mi cena y me siento a comer solo y tranquilo. Así transcurre una de las horas más agradables de la prisión. A los ocho pongo la televisión y veo de todo: horribles novelas, series de televisión, hasta que llega la película que comienza a las once; cuando ésta llega, mis ojos están cansados, horriblemente cansados; sin embargo, resisto y la veo, aunque casi siempre es repetida. Al terminar la película solamente anhelo el sueño: con él viene mi más grande felicidad durante mi encierro; sueño que soy libre, que puedo transitar por las calles, pasear por las playas...
Un nuevo plan
En mi cerebro se suceden, uno tras otro, planes que voy descartando a medida que encuentro serias dificultades para realizarlos. En el patio, mientras efectúo mis ejercicios, pienso continuamente en un plan de fuga.
Con Ricardo, quien también tiene mi misma idea, ponemos a funcionar un sistema de observación y vigilancia de todas las actividades del penal. Preguntamos a nuestros visitantes cómo son las requisas en la puerta, si registran o no a las personas, los alimentos y las latas que introducen. Por nuestra parte, observamos el cambio de turno de los guardias, la frecuencia con que hacen registros a nuestras habitaciones.
La instalación penitenciaria está custodiada por la guardia nacional, que cuida el perímetro y las azoteas y realiza las inspecciones y requisas. El director del penal y el jefe de la guardia frecuentemente nos visitan para tomar con nosotros una taza de café y conversar un rato.
Ricardo comienza a salir del espacio en que nos tienen confinados y se mezcla con la población penal, recogiendo una información por aquí y otra por allá.
Por fin, después de descartar muchos planes, optamos por uno difícil y audaz, como la única posibilidad de escape; su elaboración y realización nos llevó mucho tiempo, tal vez más de seis meses.
La cárcel era un viejo edificio que estaba construido con paredes de ladrillo y concreto de hasta 30 centímetros de espesor. Rodeando el perímetro del edifico de la cárcel se encontraba una cerca de cuatro metros de altura. Cada cuarenta o cincuenta metros había garitas en donde hacían la guardia los soldados. Después de las ocho de la noche, prohibían la circulación de los reclusos por las instalaciones y eran confinados en sus habitaciones, de donde no podían salir ni siquiera para hacer sus necesidades. Los guardias estaban armados con rifles Fal calibre 7.62 y apoyados por reflectores de iluminación; a las once de la noche los guardias civiles internos tampoco circulaban y la cárcel quedaba sumida en una gran quietud. El portón de acero que daba acceso a nuestro confinamiento era también cerrado con candado durante la noche.
Nuestro plan consistía en abrir un boquete, usando explosivos, en la pared interior del penal e inmediatamente y sin dar tiempo de reaccionar a la guardia, se abriría otro boquete, también con explosivos, en la cerca exterior.
Así, alcanzaríamos la calle. Cerca del lugar, como a unos 60 metros, tomaríamos un carro, que previamente estaría estacionado allí. La sorpresa y la rapidez serían elementos con los que habría que contar para alcanzar el éxito en nuestra operación.
La primera fase consistía en introducir en el penal todo lo necesario. Un compañero y gran amigo que me visitaba, experto en explosivos, hizo las mediciones y calculó la cantidad de explosivos que se necesitaría para abrir el boquete en la pared de 30 cms. y después en la pared de bloques de concreto de la cerca. La información que proporcionó fue excelente y él mismo, por su parte, realizó pruebas con paredes similares, llegando a obtener cálculos exactos. El explosivo no fue muy dificil de conseguir; claro está, que lo pondrían fuera del penal. Un capitán del ejército, que había pertenecido al batallón de ingeniería, consiguió más explosivos del necesario: siete barras de composición C-4 de dos libras y media cada una, que hacían un total de 17 libras y media de explosivo plástico. También nos consiguió cordón detonante y seis detonadores eléctricos número 8. A cambio, le di todas las armas que me quedaban: un rifle AR-15, nuevo, una escopeta Browning y un revólver 44 Magnum Smith & Wesson, modelo 29.
Antes de la operación, el explosivo estuvo en casa de tres distintos amigos y hermanos míos.
Ya tenemos los explosivos, también una pistola 45 Golden Cup, nueva, y una caja de cartuchos cal. 45; vuelvo a ponerme en contacto con los dos comisarios que me introdujeron el arma en la prisión militar. Les explico mi plan, les pido que me ayuden y acceden de nuevo. La introducción del arma fue muy similar a la que se realizó anteriormente en la prisión militar del San Carlos. Serenamente, sin nerviosismo alguno, realizaron la misma operación de antes. Dejaron sus armas de reglamento a los guardias de la puerta y el comisario Ramírez introdujo el arma adherida a su pierna con cinta adhesiva. Siempre recordaré con afecto y cariño a este par de amigos que, con valor y serenidad, arriesgaron su libertad y estabilidad para socorrer al amigo preso. Ahora tenemos otro problema: esconder el arma y las municiones para que no sean detectadas en las frecuentes requisas que hacen los carceleros.
El coronel del ejército, que frecuentemente hace personalmente los registros, nos dice que él cree que nosotros nos vamos a fugar y que si introducimos algo al penal, él lo descubrirá. Mientras así se expresa, en el fondo de una humeante olla de arroz, forrada con amianto, descansa la pistola 45. Las balas están dentro de los zapatos que llevo puestos, el tacón ha sido habilidosamente ahuecado y después pegado con un pegamento conocido como dos toneladas, que lo ha fijado con gran fuerza a la suela. La pistola siempre está en la olla; cada tres días tengo que hacer arroz nuevo, cuando el grano comienza a deteriorarse.
Cuando llega la requisa lo único que tengo que hacer es encender la hornilla de mi cocina eléctrica, donde reposa la olla, y echarle un vaso de agua que tengo siempre cerca. La operación, que dura unos cuantos segundos, es muy rápida para que pueda ser detectada por los requisadores, que demoran cerca de un minuto en llegar desde la puerta de entrada a mi habitación. Cuando entran a mi cuarto, realmente parece que estuviera haciendo arroz. La requisa en verdad es minuciosa: quitan las sábanas de mi colchón para ver si ha sido modificado o cosido.
Un alambre eléctrico de 20 mts. de longitud, de dos polos, cuelga en el patio. En éste aparecen colgados los calzoncillos, mis medias y las de Ricardo. El alambre nos servirá para conectar los detonadores eléctricos a las baterías. Ahora viene la parte más dificil: introducir las 17 libras y media de explosivo plástico y después esconderlo para que no sea detectado por la requisa.
El amigo que tiene guardados los explosivos me visita y me trae un pasticho oloroso, con queso derretido encima y relleno con carne molida. tres cuartas partes del pasticho, que forman las hojas que envuelven la carne, son de explosivo plástico. La única forma de detectarlo es comiéndolo y, para alguien que quiera probarlo en una requisa, estará una cuarta parte cortada de pasticho verdadero. La fuente con el pasticho se guardará dentro de mi pequeña nevera.
Cada cuatro o cinco días tengo que reemplazar la parte de pasticho verdadero y, por lo tanto, tendré que hacer pasticho frecuentemente. También me traen una caja de pintura al óleo: dentro de los tubos de pintura impermeabilizados, hay seis detonadores eléctricos a los que han cortado el alambre, dejando solamente dos pulgadas del mismo. Los tubos de pintura han sido cerrados a máquina. Una vez por semana, nuestro amigo nos traerá un pasticho; los soldados de la puerta de entrada no son los mismos y, por lo tanto, no sospecharán al ver nuestra gran afición por la comida italiana. Sin embargo, no podemos tener el explosivo plástico camuflado con varios pastichos.
Al lado de mi habitación hay un almacén con toda clase de materiales del penal, al cual puedo llegar, desde mi habitación, saltando una cerca, sin embargo, el almacén tiene movimiento, ya que frecuentemente meten y sacan mercancías. Ricardo y yo entramos y tratamos de ubicar algún equipo o material donde podamos esconder nuestro explosivo a medida que va llegando. Vemos unos enormes autoclaves de acero inoxidable, que hace años enviaron a la prisión y que nunca usaron en las cocinas; ahí reposan, llenos de polvo, en una esquina. Tenemos que correr el riesgo. Destornillamos una pata de la autoclave y adentro escondimos nuestro tesoro: los pastichos limpios y convertidos de nuevo en bloques de C-4. Cada vez que hacíamos esta operación teníamos que zafar los tornillos y rociar polvo blanco con un spray desodorante. Así, cualquiera que pasara no notaria que había unas partes limpias y otras con polvo.
Ahora venía la parte de procurarnos un auto. En principio pensamos en alquilarlo. Sin embargo, después, a través de un amigo y hermano solicité la cooperación de un cubano ya entrado en años con larga residencia en Venezuela, quien generosamente me ofreció el dinero para comprarlo. Nunca olvidaré el gesto de esa persona que ni siquiera me conocía, pese a que yo fui amigo de su hijo y aún le profeso una gran amistad; quiera Dios que pueda agradecerle su gesto alguna vez en la vida.
Con cédula falsa y con dinero en efectivo, se compró el auto. El amigo que lo consiguió también se ofreció para dejarlo estacionado el día de la operación. Ahora, lo más importante era poder salir de nuestras habitaciones y llegar hasta el lugar donde estaban las paredes para poner los explosivos. Otra vez se puso de manifiesto el ingenio del preso que pasa todo el día pensando.
El cura de la capilla que colindaba con la habitación de Ricardo, era un sacerdote simpático. agradable y muy trabajador, que continuamente pasaba por nuestras habitaciones tratando de darnos ánimos y de que arregláramos nuestros asuntos con Dios.
El sacerdote se quejaba de que el candado de la parte exterior de la capilla no estaba bueno y .que los presos lo violaban y entraban a la capilla. Nosotros le regalamos un enorme candado Yale con todas las reglas de seguridad. Le dimos el candado y su llave, pero nos quedamos con una copia de la misma para nosotros; de esta forma contribuíamos con la iglesia y con nosotros. Este candado nos facilitaría la salida de nuestras habitaciones hacia fuera, donde podíamos alcanzar las paredes que íbamos a volar.
Cuando se va a perforar o hacer un hueco con explosivos es necesario aplicar la masa explosiva contra la pared; se utilizan sacos de tierra o arena para presionar la masa. El explosivo actúa sobre el lugar donde mayor resistencia encuentra, en este caso la pared. Para este fin nos procuramos dos sacos pequeños de azúcar y dos de arroz, distribuidos entre nuestras dos habitaciones. Para adosar los sacos contra el explosivo y éste contra la pared, hace falta un apoyo que generalmente es hecho con madera: para este fin ordenamos construir para cada uno de nosotros dos grandes atriles para pintura y, con una segueta, los modificamos de forma que a los atriles iban amarrados los sacos y a éstos la carga explosiva. Con la forma y característica que tenían, podían perfectamente empujar toda la masa contra la pared y mantenerla en esa posición. Nadie sospechaba de los atriles que nos servían, inclusive, para pintar nuestros cuadros al óleo.
Pacientemente, con agilidad e ingenio y el apoyo de nuestros amigos, teníamos todo lo necesario para la gran aventura. Habíamos comprado en Colombia, por medio de un amigo, dos pasaportes y dos cédulas de identidas colombianas, perfectamente legales. El plan era permanecer un par de meses en un apartamento que para esos fines habíamos alquilado y que lo teníamos lleno de comestibles y todo lo necesario para nuestra permanencia. Cuando todo se enfriara, iríamos a San Antonio, El Tachira, y cruzaríamos la frontera. Allí teníamos a alguien que nos esperaría y nos trasladaría a Bogotá, Colombia.
Ninguno de nuestros compañeros de celda sabe nada. No tenemos intenciones de decírselo a Lugo, pues nos ha manifestado en repetidas ocasiones que nunca se fugará. Si embargo, tengo la obligación de exponerle el plan e invitar a la operación a mi amigo Orlando Bosch. A las nueve de la noche del día de la fuga, toco a su puerta; me abre, está escribiendo. Le digo:
-Orlando, me voy a fugar esta noche.
Al principio no me cree y se echa a reír. Le digo que lo tengo todo preparado y que voy a correr el riesgo esa misma noche. Y a continuación le explico el plan. No puede creer que tengamos todo el equipo dentro de la prisión. Sin embargo, ante la realidad y la firmeza de mis palabras, me dice:
-No le veo la más mínima posibilidad de éxito.
Trata de convencerme para que desista. Le digo: -No tengo regreso, voy a continuar.
Está molesto conmigo, pero su entereza de hombre me concede el derecho que tengo a alcanzar mi libertad por cualquier medio posible. Termina nuestra conversación y me voy a mi habitación. A las 11 de la noche saco una bolsita azul y meto la pistola con dos cargadores; nuestro plan no contempla
usar el arma para matar a nadie, sino simplemente si detectan a Ricardo instalando la carga yo, que me considero un experto tirador de arma corta, podré mantener con mis disparos al guardia dentro de la garita, evitando qué use el rifle contra ninguno de nosotros. Esa será la función y utilidad del arma.
Entre las 9 y las 11, las horas se hacen interminables; Ricardo permanece en su cuarto y yo en el mío. Estoy sereno y decidido. Dentro de la bolsita azul que va colgada de mi hombro, tengo un alicate y una batería cuadrada grande de seis voltios. En mi cartera, una cédula y un permiso de conducir de una persona que se parece bastante a mí. Ricardo también se ha procurado su documentación. Cuelgo mi bolsa, cargo mis dos sacos de azúcar y me dirijo hacia el cuarto de Ricardo: allí lo dejo todo, retrocedemos hacia mi cuarto y penetramos en el almacén donde destapamos el autoclave y sacamos todo el explosivo que metemos en las dos bolsas. Volvemos a brincar la cerca y penetramos en el cuarto de Ricardo. Allí preparamos tres cargas explosivas. Una pequeña con media libra de explosivos con un detonador eléctrico irá amarrada a un largo palo con un gancho de alambre en su extremo. Otra carga, de unas doce libras y media que amarramos, la unimos y empatamos con un cordón detonante que introducimos en el interior del explosivo para que actúe también como detonador.
La carga la forramos con cinta adhesiva; después está, otra carga más pequeña, de cuatro libras y media, que irá forrada con cinta adhesiva y traspasada con el cordón detonante, igual que la carga mayor. Cada una de ellas va amarrada con una soga de nylon, de esas que usan los paracaídas, resistente y fina.
Subimos sobre el escaparate de Ricardo y cortamos con el alicate la malla de acero que está por encima de la pared y que separa la capilla del cuarto de Ricardo. Abrimos un boquete. Con la soga de nylon bajamos los explosivos, la bolsita azul y los sacos de azúcar y arroz; también bajamos los atriles. Después que tenemos todo el equipo dentro de la capilla, nos descolgamos y bajamos nosotros. Allí acabamos de preparar las cargas. Las amarramos junto con los sacos de arroz y azúcar a los atriles y las cebamos con los detonadores. La carga pequeña ya está preparada y cebada con un detonador eléctrico. Son las dos y media de la madrugada. En el exterior del penal, como a unos 125 metros, está estacionado un carro del que ya tenemos copia de la llave. El carro tiene en su interior nuestros dos pasaportes y demás papeles colombianos, así como una pistola Browning 9 mm. con tres cargadores y dos granadas de contusión. Nuestros amigos, hace media hora que lo dejaron estacionado. Cargamos con todo el equipo y los explosivos ya preparados y procedemos a abrir un agujero en la puerta de madera de la capilla, que nos permitirá introducir la mano y alcanzar el candado que, por fuera de la puerta, ha puesto mi buen amigo el cura. Nos toma 15 minutos abrir el hueco procurando hacerlo en el mayor silencio. A intervalos paramos nuestro trabajo y escuchamos con atención, para detectar algún ruido o alguna anormalidad.
Después de 15 minutos de trabajo logramos abrir el boquete, lo suficientemente grande para que pueda penetrar mi mano. La llave con que abriremos el candado está atada a mi muñeca con una cuerda para evitar que se caiga y se pierda todo nuestro trabajo. La introduzco con algún trabajo en el candado y trato de hacer girar la cerradura. Después de pasar un poco de trabajo, oigo cuando el candado se abre y lo saco de los aros .que están asegurando la puerta. Se abre la puerta de la iglesia, sacamos la cabeza y miramos por el largo pasillo sin detectar nada fuera de lo normal. Inmediatamente atravesamos el pasillo, cargando con nuestros atriles y explosivos y vamos en dirección a la otra nave que está enfrente y que tiene acceso al pasillo.
Fácilmente la abrimos con una llave que tenemos y penetramos en la misma. No hay ninguna oscuridad, pues los reflectores de las garitas se filtran y le dan claridad al almacén. Ricardo coge la carga mayor y sale con ella. Yo lo sigo con la carga menor. Llegamos al final de la nave. Aquí hay un espacio abierto, a la intemperie, de unos 20 metros, hasta llegar a la pared. Cuidadosamente observamos el área; no vemos nada; la tranquilidad de la noche nos permite oír el ronquido de un guardia que se encuentra en una garita a unos 30 metros de donde vamos a instalar la carga explosiva. Con serenidad, Ricardo pone la carga amarrada al atril contra la pared. El saco de arroz hace presión y la pega firmemente al concreto de la pared. Yo vigilo con la pistola amartillada, por si el guardia despierta y nos detecta.
El alambre eléctrico de esta carga es largo, como de unos 40 metros; Ricardo lo va desenrrollando poco a poco y penetra en el almacén hasta casi la misma puerta, o sea a unos cuarenta metros de la pared. Allí fija una de las patas del cable eléctrico a la batería de 9 voltios; la otra pata la deja separada. Cerca de la pared, como a unos cinco metros, descansa la carga explosiva más pequeña que, una vez volada la pared principal, será instalada en la pared de ladrillos de concreto que forma el perímetro de la prisión.
Al llegar a la puerta del almacén, Ricardo y yo nos miramos y nos damos cuenta de que estamos serenos y listos para la acción que se aproxima. Al extremo derecho de la puerta del almacén y como a unos treinta metros, se encuentran, cerrados con una puerta de acero, los interruptores de un panel eléctrico que controla toda la electricidad del penal. En nuestros cálculos está destruirlo. En la puerta de acero hay una pequeña puerta, como de unos 30 centímetros cuadrados, que está abierta. Por allí introduzco una vara larga de madera, con un gancho en la punta y un taco de media libra de explosivo plástico con un detonador eléctrico. Con el gancho fijo la carga al panel. Primero amarro una de las patas del alambre al detonador eléctrico, al polo positivo y, seguidamente, sin esperar, toco con la otra pata el polo negativo; instantáneamente se produce la explosión y la puerta de acero es arrancada de la pared por la onda explosiva. La explosión es terrible y estremece todas las paredes del lugar donde estamos. Inmediatamente Ricardo toca el otro polo del detonador con las patas del alambre que llegan hasta la carga explosiva que está adosada a la pared de afuera. La carga explota, pero no con fuerza: nos precipitamos rápidamente al pasillo para ver los efectos de la explosión: encontramos todo el explosivo esparcido por el suelo y la pared intacta. El explosivo, por una razón que desconozco, se había deteriorado y sólo una pequeña parte explotó. Nos encontramos en la mitad del patio sin poder hacer nada. Estamos irremediablemente perdidos. Nos retiramos hacia atrás, penetramos de nuevo en el almacén y vamos hacia el pasillo. Hay guardias civiles por todos lados. El penal completo despertó con la explosión. La guardia tardaría todavía bastante tiempo para llegar.
Saco la pistola y se la entrego a un guardia del equipo civil, advirtiéndole que no penetren en el almacén, pues todavía queda una carga explosiva sin detonar.
Miro a la noche caraqueña cuajada de estrellas, con angustia y desesperación. Poco a poco se va serenando mi mente ante lo inevitable y en ese instante de frustración mi voluntad reacciona y me digo: lo intentarás una y mil veces más, nadie podrá detenerte, nadie podrá mantenerte en prisión. La libertad o la muerte, y qué es la muerte sino la libertad.
15: En el mismo punto de partida
Ricardo y yo somos conducidos por la guardia civil del penal hacia un aposento con rejas, desde donde se puede observar todo; son las tres de la mañana y dentro del penal hay una gran movilización. Entra un equipo de expertos en explosivos de la DISIP, que desmantelan la carga destinada a la pared exterior. Expertos del mismo equipo evalúan los daños ocasionados por la explosión. A pesar de que quieren dramatizar, el explosivo puesto en un lugar abierto y adosado contra la pared sólo produciría un boquete que no significa ningún peligro para la población penal.
Más tarde llega el comandante de la guardia nacional y me dice:
-Quiero agradecerte un favor, dime dónde está la ametralladora que ustedes tienen, pues la puede encontrar otro preso y formar un grave problema.
Le aseguro que nosotros no tenemos ninguna ametralladora; se muestra respetuoso, cortés, y se retira. Frente a nosotros vemos pasar a Orlando Bosch, a quien llevan esposado para un sitio que desconocemos. Posteriormente nos enteramos de que fue sometido a interrogatorios, pero que al comprobar su inocencia lo pasaron a su celda de nuevo. A las ocho de la mañana llega el personal del ministerio de justicia, encabezado por la directora de prisiones, Dunia Farías, una señora gruesa e imponente, de malos modales, que viene acompañada por el oficial ejecutivo de prisiones conocido como "el Indio Andrade". Pasan frente a nosotros, pero no nos hablan, no saben qué contestarán a los periodistas cuando les pregunten cómo entraron los explosivos, cómo entraron las armas al penal y cómo fueron burladas todas las medidas de seguridad para que se produjeran los hechos.
Inmediatamente, Dunia Farías ordena que nos trasladen a una celda de castigo por dos meses. Ricardo y yo somos puestos en celdas separadas, sin luz eléctrica, sin cama y con un hueco o inodoro para hacer nuestras necesidades. Durante los próximos dos meses dormiremos en el suelo, no recibiremos visitas y no tendremos ninguna facilidad. La habitación de cinco por cinco está sucia y las paredes cubiertas por miles de cucarachas que, increíblemente, permanecen estáticas; por el hueco donde hacemos nuestras necesidades salen enormes ratas.
Dunia Farías da órdenes en alta voz y personalmente revisa mi nueva prisión. Me amenaza en voz alta:
-Aquí te pudrirás durante dos meses.
Le lanzo una ofensa verbal y allí termina el incidente, por ahora. A las doce del día nos traen nuestros primeros alimentos: una bandeja asquerosa con alimentos fríos. Me niego a comer y, de pronto, se me ocurre una idea: si yo permanezco sin ingerir alimentos durante varios días, forzosamente tendrán que llevarme a un hospital o clínica, donde terminará el tormento de esta inhumana prisión. Sin nada más que hacer, me tiro en el suelo. Mi actitud no es de derrota, sino de lucha. rezo mis oraciones y le pregunto a Dios:
-¿Hasta dónde más me vas a llevar?
En esta oscuridad de la celda el día y la noche se confunden. Solamente cuando abren la puerta sé si es de día o es de noche. El frío es tremendo y no tengo ropa para abrigarme. Hoy he matado dos enormes ratas.
Al día siguiente es cuando me doy cuenta de que la celda que está al lado de la mía está ocupada por Ricardo. Le grito a voces mi decisión de no ingerir alimentos y él me dice que está er la misma situación. Hoy me trajeron una colchoneta vieja, que no se sabe de qué color es. Un preso que está en otra celda de castigo me ha enviado la mitad de su cobija, que partió en dos partes. Estoy en la gloria: duermo arriba de algo blando y mitigo el frío con aquella sucia colcha que agradezco profundamente.
Las horas pasan lentas e interminables. Hace tres días que no ingerimos alimentos. Vienen dos fiscales del ministerio público, que se horrorizan al ver las condiciones del cuarto y hablan entre sí de protestar ante el ministerio.
A las dos de la mañana del tercer día, viene un médico a tomarme la presión para ver cuáles son mis condiciones. Me niego a dejarme examinar; pienso que, de esa forma, los tendré preocupados. Me siento perfectamente bien. No tengo hambre, ni ningún malestar. Cuando uno deja de comer el estómago, sabiamente, deja de producir ácidos estomacales y, por lo tanto, no hay ninguna acidez ni malestar; sin embargo, eso no le ocurrió a mi compañero, quien ha comenzado a vomitar sangre, pero tampoco acepta ninguna asistencia médica.
Así pasan los días, interminables; increíblemente, en esa situación el hombre se acerca más a Dios. Al séptimo día viene de nuevo Dunia Farías y pide hablar conmigo. Petulante y cruel, me amenaza diciendo que, si no como, moriré en aquel lugar. Cambia su actitud al ver que permanezco imperturbable y me dice que me ayudará. Por no insultarla de nuevo, pido que me regresen a mi celda: allí me espera el médico, que trata de nuevo de tomarme la presión y de examinarme: trae dos hombres para forzarme. Sin embargo, al ver mi actitud, teme que al rebelarme y luchar me pueda provocar un infarto o algo similar, y desiste. Vuelvo a mi celda a pasar las horas y las horas.
A pesar de todo, estoy sereno y sé que esto terminará de una forma o de otra. Son las nueve de la mañana, me anuncian que tengo visita y me traen una camisa y un pantalón limpios que me niego a ponérmelos, diciendo que recibiré así a la visita.
Me trasladan a la dirección, donde me espera un nuevo director, pues el anterior, debido a los sucesos, ha sido cambia do. Está mi esposa y la fiscal del ministerio público, que tanto me ha protegido y protestado por mí. Ambas vienen a convencerme de que desista de mi peligrosa actitud de huelga: pido hablar a solas con mi esposa y le explico mi plan. No está convencida y teme por mi salud: sin embargo, siempre estará de mi lado y me apoyará.
Los nuevos empleados asignados a la prisión me ven con simpatía y me tratan bien. Por supuesto, no tienen nada qué ver con lo que sucedió: más bien están allí gracias a lo acontecido, sustituyendo a los empleados del ministerio de justicia que fueron expulsados. Prometen llevarme libros y resolver mi situación. Estoy muy débil y luzco horrible: despeinado, con la barba crecida de diez días, la ropa sucia y ajada, sin haberme bañado ni lavado los dientes. Mi cuerpo está débil y maltrecho, pero mi alma y mi espíritu están más firmes que nunca. A pesar de mi situación me siento poderoso: qué extraño que, mientras más golpean al hombre, le hagan sacar más fuerzas de su interior y más bravura. Sucede siempre así.
Doce días sin alimento. Ricardo está en mal estado y sigue vomitando sangre. Yo me encuentro perfectamente bien, aunque muy débil. Sin embargo, como el objeto de la abstinencia es que me saquen de aquí, finjo estar más débil que lo que en realidad estoy. Frecuentemente los médicos entran a mi aposento y me observan: no me tocan porque temen a mi reacción.
Sin que yo lo sepa, mi esposa ha ido a los periódicos y ha expuesto mi situación: hay una presión enorme contra el ministerio de justicia, que yo desconozco. Por donde quiera salen artículos donde se expone de nuevo la injusticia de mantenernos durante más de siete años en prisión con una sentencia absolutoria y sin recibir sentencia definitiva. Afuera, sin saberlo yo, todo es corre-corre. En la mañana del día 14 entran en mi celda dos fiscales del ministerio público, dos guardias nacionales y varios funcionarios que desconozco. Me dicen que me van a trasladar. Los guardias se ofrecen para ayudarme a caminar, me rehuso y camino un poco vacilante, pero erguido todo el largo pasillo de la cárcel. Los presos salen a verme y me ofrecen sonrisas y palabras de aliento. Salgo al patio y allí veo que también han sacado a Ricardo, quien luce muy pálido, pero también firme y sereno. Nos esposan y nos meten en un pequeño carro cubierto de rejas: donde quiera que vaya, sé que he ganado la batalla: atrás queda el inmundo cuarto de cucarachas y ratones. Conmigo se van mi dignidad y mi hombría.
Se inicia el traslado. Delante del carro que nos conduce van dos carros repletos de soldados, yo calculo que con 30 ó 40 cada uno. Oigo volar un helicóptero que hará vuelos rasantes a ambos lados de la carretera que vamos a cruzar, dándole así más seguridad a la caravana: nunca vi un traslado con tanto alarde ni exhibicionismo.
Ricardo se siente muy mal y vomita el agua que ha ingerido hace breves instantes. Reconozco el camino: vamos hacia el llano venezolano. Después de recorrer unos 200 kilómetros en el Estado Guarico, llegamos a la famosa Penitenciaría de San Juan de los Morros.
Será la última vez que veré a Ricardo y a mis demás compañeros. Me bajan allí, mientras Ricardo continúa con la caravana de protección que lo dejará en la cárcel de Tucuyito, a unos cien kilómetros de la Penitenciaría de San Juan de los Morros.
San Juan de los Morros
San Juan de los Morros es una cárcel de máxima seguridad que alberga a unos dos mil reclusos: la mayoría de ellos, cumpliendo ya su sentencia definitiva. Está a unos 200 kilómetros de Caracas. La cárcel tiene un perímetro de más de un kilómetro cuadrado. La prisión está rodeada por una cerca de seguridad y cada 50 ó 60 metros se encuentran garitas ocupadas por soldados que custodian el perímetro. Un jeep con cuatro soldados y un conductor patrullan continuamente el perímetro en horas de la noche. Nunca tuve acceso al lugar de reclusión de la población penal. Desde el primer momento que llegué me aislaron completamente y me recluyeron en una celda que, en otros tiempos, sirvió de prisión a Marcos Pérez Jiménez, el exdictador venezolano. Mi celda tenía una habitación con baño: después, atravesando un pasillo, había una pequeña sala que me serviría de estudio y de cocina: todo rodeado de ventanas fuertemente enrejadas y que daban a un pequeño patio al cual tenía acceso para tomar el sol. El patio también estaba enrejado por la parte de arriba. Esa instalación estaba dentro del penal y como a 50 ó 60 metros de la cerca de protección perimetral.
Me instalaron una cama de enfermería y mis familiares trajeron un colchóny un pequeño gavetero con lo que completé el ajuar de mi nueva habitación. En la sala instalé una cocina y el pequeño refrigerador que me regaló Paco Pimentel y que me había seguido en todas las cárceles que estuve.
Un camión con todas mis pertenencias llegó casi al mismo tiempo que la caravana de seguridad: allí se encontraba mi pequeño televisor de 13 pulgadas que me había regalado el general Vega Echesuria.
Inmediatamente me pasaron a hablar con el director, un buen hombre que comprendía mi situación y al que tengo mucho qué agradecer. Le expliqué que, debido a que ya me habían sacado de mi celda de castigo y trasladado a otra prisión, daba por terminada mi abstinencia de ingerir alimentos. La fiscal del ministerio público, que acompañaba la caravana y que estaba presente en la conversación pidió, increíblemente, que me quitaran el televisor, a lo cual el director se negó y me dijo que podía conservarlo. De aquí en adelante mi prisión sería completamente solitaria: recibiría visita dos veces a la semana, los miércoles y los sábados.
Mis familiares se encontraban en los Estados Unidos desde antes de mi última fuga o, mejor dicho, intento de fuga. Yo me había reunido con mi esposa y con mis hijos y habíamos acordado que lo mejor para todos era que ella se fuera con Jorge y Janet para los Estados Unidos. Jorge recién había terminado su bachillerato y Janet iba pasar a estudiar bachillerato. Yo seguiría insistiendo en mi fuga y los malos ratos que haría pasar a mi familia serían muy grandes. Con mucho dolor nos separamos. Hicimos lo que debíamos hacer. Yo seguiría insistiendo en mi libertad a costa de mi vida, si era preciso. Ellos comprendieron que mi decisión era impostergable y compartieron con mucha tristeza mi acto de voluntad.
En San Juan de los Morros frecuentemente recibía visitas de mis amigos y hermanos Pedro y Nelly, Paco Pimentel, que nunca me falló, Luis Aranguren, Manchego y Corzo, Pepe Quijano y un grupo de compañeros que vivían en Valencia a unos 50 kilómetros de la prisión. Cualquiervisita significaba un sacrificio para mis visitantes: las distancias a recorrer en carretera y las requisas humillantes a que eran sometidos. Tengo muy presente el caso de un cura cubano, el arzobispo Boza Masvidal, a quien cuando venía a visitarme lo hacían quitarse los pantalones.
La Penitenciaría de San Juan de los Morros está ubicada en el Estado Guarico, en el llano venezolano. El verano es inclemente y hace un calor insoportable. En el invierno, que así se llama a la temporada de lluvia, a diaro caen torrenciales aguaceros. Se caracteriza por la enorme cantidad de mosquitos, zancudos y toda clase de insectos. Además, el agua que viene del río Guarico y que abastece el penal, llega turbia, enlodada y de color chocolate. Con esa agua debemos bañarnos y lavar la ropa que, poco a poco, va adquiriendo un tinte marrón claro. Los más afortunados y privilegiados reciben semanalmente un botellón de agua potable.
Mi celda, como ya expliqué, estaba ubicada dentro del penal pero aislada de la población penal. La seguridad con respecto a mí, era exagerada. Un guardia o vigilante civil permanecía día y noche en una celda adyacente a la mía, vigilándome todo el tiempo. Los mosquitos lo acosaban y no lo dejaban dormir; no tenía servicio sanitario y tenía que pedirme permiso para usar el mío, cuando tenía necesidad. Al principio yo sentía lástima por el vigilante. Repetidamente le obsequiaba café y alguna de mis comidas y refrescos. También le permitía pasar y ver mi televisión sobre todo cuando yo estaba leyendo o pintando. La regla que me había impuesto a mí mismo, en mi régimen de prisión, me permitía ver, televisión solamente de noche.
Mis atenciones hacían la vida un poco más llevadera a mis vigilantes; pensé que me sería imposible fugarme con un vigilante tan cerca de mí las 24 horas del día. Inicié un plan para deshacerme de ellos Separadamente llamé al vigilante y a su reemplazo y les hice la siguiente reflexión:
-Ustedes aquí hacen turnos de 24 horas. es decir, que la mitad de su vida permanecen presos junto conmigo. Por otra parte, yo no tengo nada personal contra ustedes, pero sí contra el régimen penitenciario del cual ustedes forman parte; por lo tanto, de hoy en adelante no les permitiré usar más mi baño, ni ver mi televisión, no les daré más alimentos, ni café, ni refrescos. Ustedes son vigilantes y yo soy preso y así serán las cosas.
A partir de ese momento la vida de los vigilantes fue insoportable. Sentados en una silla todo el día, y durmiendo en un catre, acosados por los mosquitos toda la noche. Comenzaron a faltar a sus guardias y había etapas en que me pasaba dos o tres días sin vigilancia. Al poco tiempo sólo enviaban a hacer ese trabajo a los vigilantes que eran castigados. A los dos meses se suspendió la guardia. Había ganado el primer paso hacia mi libertad.
Continúo, pacientemente, explorando las debilidades de la penitenciaría, con miras a un nuevo intento de evasión.
Cuando son las ocho de la noche y estoy viendo televisión sentado en un sillón de tela, llega el comandante en jefe de la guarnición con el director de la prisión; vienen a notificarme que mañana debo estar listo y vestido a las cinco de la mañana, porque me trasladarán a Caracas para leerme los cargos en un nuevo juicio. Les digo que no me presto una vez más a ninguna farsa de tipo jurídico y que, según me he documentado, a los cargos debe acudir el reo libre de apremio o coacción. Por lo tanto, como yo no creo en el sistema jurídico que me está juzgando, como llevo ya casi nueve años en prisión esperando sentencia definitiva, como fui absuelto hace ya casi cinco años y nunca se ratificó mi absolución, como he sido pasado de un tribunal civil a un militar y después a uno civil, no tengo ninguna razón para pensar en que esto no continuará así. Por lo tanto, me niego rotundamente a asistir a algún acto judicial. El director, de buena fe, trata de convencerme y explicarme que, si no voy a los descargos, el juicio no progresará y, por lo tanto, nunca alcanzaré sentencia y tendré que vivir indefinidamente preso.
No me convence; mi decisión es firme y nunca contribuiré a que me vuelvan a formular cargos y a comenzar un nuevo juicio después de nueve años de prisión. Reitero que, para sacarme de mi celda y conducirme al juzgado, tendrán que utilizar la violencia. Ambos se miran sorprendidos; por primera vez un preso se niega a acelerar su juicio; cortésmente les pido que se vayan de mi celda y me dejen seguir viendo la televisión. Sin embargo, el oficial dice que de todas formas vendrá mañana, a las cinco de la mañana, para ver si he cambiado de opinión. Le digo que haga lo que estime conveniente y le doy las buenas noches; al otro día, por la mañana, ni siquiera vinieron a mi celda.
Siguen pasando los días, monótonos. Mi familia está en los Estados Unidos; hace más de un año y medio que no veo a mis hijos. Mi hijo Jorge viene de Estados Unidos a visitarme. Pido un permiso especial para que le concedan visitas extraordinarias en los tres días que estará en Venezuela. El director, gentilmente me las concede. Mi hijo se aloja en un pequeño hotel cerca de la prisión y desde allí me visita. Durante los tres días que permanece en San Juan de los Morros le permiten que me visite de nueve de la mañana a cuatro de la tarde. Son días felices, en medio de la tristeza y la angustia de la prisión. Le explico que trataré de fugarme de nuevo. Comprende que la prisión sin esperanzas es peor que la muerte. Tristemente, accede a mis planteamientos y me apoya. En estos tres días que estoy con mi hijo puedo evaluar su serena madurez, su honestidad y el cariño que me profesa; se va mi hijo y sigue la monotonía de la prisión. Ha llegado la época de lluvia. Como ya dije, el agua que abastece el penal proviene de un río y llega a los baños sin tratamiento. Es un agua fangosa que muchas veces viene llena de pequeñas raíces y palos. Cuando uno se baña con ella, queda más sucio que cuando entró al baño. Para tomar y cocinar me traen un envase de cinco galones semanalmente de agua cristalina, que debo ahorrar hasta la próxima semana. Con ella, además de cocinar, me lavo los dientes y, si al fin de la semana sobra bastante, podré lavarme la cabeza. En la temporada de lluvias las hierbas crecen con exuberancia alrededor del penal.
Estoy trabajando en la fuga. Mi recinto carcelario está como a unos sesenta o setenta metros de una cerca que rodea el perímetro del penal. Por la parte exterior hay un pequeño patio donde tomo el sol, que está cubierto por una malla de acero, la que estoy seguro no es muy dificil de cortar. Me hace falta introducir una cizalla para poder cortar los alambres que cubren el patio y, posteriormente, abrir un hueco en la cerca exterior del penal. La cerca está custodiada por garitas, un jeep con un sargento y tres soldados patrullan regularmente el perímetro durante la noche. Mi plan es abrir un agujero en el techo del patio y deslizarme al patio exterior. En invierno, como las hierbas y los arbustos han crecido, ofrecen alguna protección. Sin embargo, entre el patio de mi celda y la cerca exterior hay un espacio de setenta metros que debo andar para llegar a la cerca, que está bastante iluminado; una vez que logre llegar a la cerca sin ser visto, abriré un agujero de medio metro cuadrado con la cizalla y trataré de salir al exterior. El día más adecuado será el miércoles o el domingo; es decir, los días de visita cuando, desde muy temprano, ya hay gente haciendo cola en la entrada del penal. Si logro salir por el agujero sin ser visto, mando a buscar a mis amigos de Miami para que me apoyen en el plan. Si lograra burlar la vigilancia, cortar la cerca y salir del penal, ellos me estarían esperando en un automóvil como a un kilómetro y medio de la prisión, a la hora convenida.
También tendrían que introducir la cizalla al penal para que yo pueda cortar los alambres. Introducir la cizalla es todo un proceso. Esta fue fabricada y cortada en Miami y todas sus partes soldadas en el interior de varias latas de leche en polvo que, posteriormente, fueron llenadas de leche y selladas. Las latas de leche llegaban a la prisión con las visitas. Así, no hubo mucha dificultad para introducir la cizalla. Cuando todo estaba listo y la fecha fijada, tres presos trataron de evadirse, cortando la cerca; lograron escapar, pero luego fueron capturados. A partir de ese momento las medidas de seguridad se intensificaron: cortaron la hierba, mejoraron la iluminación, los guardias de las garitas bajaron de ellas y cada 50 metros de la cerca había uno' sentado mirando hacia ella. El patrullaje en el jeep se redobló; en fin, se hizo imposible realizar la fuga de esa forma.
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Re: Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
16: La única solución
Estoy de nuevo en cero y pasan los días sin que se me ocurra nada. Me visita, como siempre, Paco Pimentel, quien siempre me trae ropa que reparto entre los presos. Pepe Quijano y los esposos Pedro y Nelly, Joaquín Chaffardet y mis amigos de Valencia, Pedro Corso y Manchego. El padre Bosa Masvidal me visita también, trayéndome consuelo y esperanza.
Los sábados siempre hago un almuerzo que comparto con mis visitas, quienes después de diez años de prisión creen, como yo, que la única solución es la fuga.
No tienen fe ni esperanza en los sistemas judiciales.
Sin embargo, mis amigos de Valencia, al analizar las pocas posibilidades que tengo para conseguir la fuga, me dicen con claridad que mis planes son un suicidio.
Mando a buscar a mi amigo Gaspar Jiménez a Miami. En la visita que me hace le expongo mi situación y le pido que, de acuerdo a las circunstancias y a la información que él pueda recabar, me haga un análisis de las posibilidades que tengo.
Recaba información, observa la seguridad de la prisión y viene con su opinión. Me dice:
-Caballo, tienes un 5% de posibilidades de salir de aquí; sin embargo, arriésgate pues aun con un 5% es mejor que morirse aprisionado, humillado y sin hacer nada por conseguir tu libertad; yo tampoco creo que en un proceso judicial saldrán libre; te ayudaré en lo que pueda.
Con ese pequeño rayo de esperanza y con mi voluntad de triunfar o morir, me aferro a mi idea y así comienza otro plan de fuga.
Comienzo mi nuevo plan, observo y a través de preguntas capciosas me entero de las horas en que cambia el personal de guardia; es... a las doce de la noche, cuando veo que entra un grupo de guardias de unos 8 ó 10 vigilantes. También veo cuando salen los 8 ó 10 vigilantes por la puerta principal. La puerta de salida del penal siempre está custodiada por un guardia nacional y un vigilante; es imposible pasar por la estrecha puerta sin que ellos no se den cuenta. Veo pasar al segundo director de la prisión. Todos los días, a las ocho, entra al penal, pasa frente a mi cuarto y sube al segundo piso donde juega una partida de dominó. Me pongo a observar y a oír; oigo las fichas que chocan unas otras y las voces de los jugadores. A las once y media, invariablemente, se suspende la partida. Cesa el ruido de las fichas y oigo los pasos de Enebo cuando se dirige a la puerta de salida. Enebo es ligeramente más alto que yo, mucho más grueso, de vientre prominente, pelo y bigotes negros. También es como unos diez años más joven y tiene una peculiar forma de caminar.
Comienzo a imitarlo, me visto igual que él, me tiño el pelo de negro y uso unos bigotes muy parecidos a los suyos. Esto lo hago en horas de la noche, después de la una de la mañana, cuando las posibilidades de que se efectúen los registros son casi nulas. El plan es abrir las tres puertas que me dan acceso al pasillo y, diez minutos antes de él salga, salir yo y pasar frente a los guardias haciéndome pasar por Enebo. Después de haberme vestido unas veinte veces como él y confrontar mi disfraz con el espejo, descarto el plan. Nunca pasaría por la puerta como Enebo. Mientras descarto los planes me hago amigo de los guardias que están de turno, sobre todo de los jefes de régimen; con ellos mando a buscar a la carnicería carne de lomito y pescado. Hago suculentas comidas y los invito a comer; siempre pasan como a las ocho de la noche y comemos algo especial. Tengo una pequeña plancha de un material especial para tomar impresiones de las llaves. Invariablemente, los jefes del régimen que tienen un voluminoso llavero lo dejan sobre la mesa. Mientras caliento la comida o la acabo de preparar miran la televisión y se descuidan.
Dos o tres veces a la semana saco impresiones de las llaves. Estas impresiones salen del penal en los días de visita y un experto cerrajero, que trabajaba para mí cuando estaba en la policía, me va haciendo una a una las llaves impresas. Cada vez que viene una llave con la visita, viene la esperanza; al probarla en la cerradura no abren y, tras uno y otro fracaso, por fin obtengo una llave que abre la primera puerta; aún me faltan dos: espero ansiosamente las visitas y el visitante quien, con su llavero personal, me trae cuatro o cinco llaves impresas. A los pocos días otra puerta abre.
Sigo mi labor con los vigilantes; algunos de ellos me piden dinero a cambio de pequeños favores. Cien bolívares hoy, otros cien mañana y va naciendo la confianza. Les cuento de mis fugas anteriores, de cómo ninguna de las personas que me ayudó siguiendo mis instrucciones, ha sido procesada y que ni siquiera han sospechado con firmeza de ninguna de ellas. He escogido tres vigilantes para hacerles la propuesta.
Mando a investigar a cada uno de ellos. De las investigaciones realizadas no puedo sacar mucho en claro: todos ganan un sueldo bastante pobre. Un j efe de régimen gana unos dos mil bolívares (en aquel tiempo unos doscientos dólares mensuales).
Todos tienen grandes necesidades económicas y todos realizan pequeños sobornos en el penal; sin embargo, no me atrevo a decidirme por ninguno de los tres. Tengo que estar bien seguro para que mi plan no fracase. Por fin me decido por uno de ellos y comienzo a realizar lo que, en el argot policíaco llamamos "reclutamiento gradual".
El individuo escogido tiene grandes dificultades. Además de problemas económicos tiene problemas en el penal; en breve perderá su puesto y ha venido a verme para contarme de su situación y a pedirme que le consiga trabajo con uno de mis amigos.
El reclutamiento gradual ha surtido efecto y ha llegado a la fase de lo que nosotros llamamos "reclutamiento directo". Entonces le digo que de una forma u otra me voy a escapar del penal y, que si él me da alguna ayuda, podría beneficiarse y resolver sus dificultades económicas. Le digo también que, si sigue mis instrucciones, difícilmente le podrá pasar algo. Accede a ayudarme con la condición de que yo trate que él no se vea muy involucrado.
Mi familia está en Estados Unidos hace más de un año y estamos vendiendo nuestra casa, una pequeña quinta de cuatro habitaciones y dos plantas con sus paredes rodeadas de hiedra y una mata de coco en el frente. Antes de la devaluación del bolívar esa casa costaba unos 120 ó 130 mil dólares. Después, sólo valdría unos 40 ó 50 mil dólares. La vendo en 43 mil dólares; envío 23 mil para mi familia, en Miami, y me quedo con 20 mil para preparar mi fuga. Le ofrezco 200 mil bolívares (en aquel tiempo unos 17 mil dólares): más tarde me pediría 50 mil bolívares más para ofrecerle a un cómplice.
Inmediatamente comienza a darme información del penal: la forma en que cambian las guardias, la vigilancia que rodea las estructuras del penal y las del camino que conducen a la carretera.
Poco a poco me voy haciendo una idea perfecta de todo lo que sucede a mi alrededor y de las barreras que tendré que franquear. Comienzo a hacer contactos en firme con mis amigos y a planificar mi fuga.
En principio hacemos un plan que consiste en que el jefe de régimen, a quien en adelante llamaremos Julio, en un día de visita y cuando estuviera trabajando en la puerta de entrada, introduciría una cédula de una señora mayor en una casilla numerada; me daría un pase con el número de la casilla y, cuando las visitas se estuvieran retirando yo, disfrazado de vieja, entregaría el pase en la puerta y me darían la cédula. Mi disfraz haría que yo me pareciera lo más posible a la señora de la cédula. Con anterioridad ya me habría aprendido todos los detalles de la cédula, por si me hacían alguna pregunta. Muchas veces en la puerta preguntaban la fecha de nacimiento o el número de cédula o algo por el estilo, antes de dar el pase. Conseguí la cédula de una persona de unos 60 años, blanca, de ojos claros, de nacionalidad española residente en Venezuela.
Poco a poco me fueron introduciendo cosméticos, peluca y ropa para completar mi disfraz; aprendí a hablar disimulando la voz y a caminar como una anciana. Cada ensayo que hacía por las noches, con mi disfraz, me convencía más y más de que nunca pasaría la puerta de entrada; mi complexión de hombre no podía disimularse; mi nuez de adán; mis brazos musculosos y mi espalda ancha no me permitirían jamás pasar como una mujer. Desistí de la idea.
Casi todos los días, nos reuníamos Julio y yo para planificar la forma de poder salir de allí. Envié recados a Miami y mis amigos estaban en comunicación conmigo.
Algunos de ellos, los más decididos, están a favor de la fuga. Otros, creen que no tengo ninguna posibilidad y están en contra de ello.
De acuerdo a toda la información obtenida, voy completando un plan; el tiempo se acorta y Julio, aparentemente, en breve será removido de su cargo; por fin nos ponemos de acuerdo y comenzamos el nuevo plan. Julio me presta las dos llaves que daban acceso al corredor de la prisión y que no había podido hacer. Imprimimos las llaves con cuidado en el material que para esos fines tengo y el día de visita se las envío al cerrajero, quien le saca tres copias a cada una y me las hace llegar en la siguiente visita. Todas abren. Destruyo las dos copias restantes de cada una y me quedo con una sola copia que, cuidadosamente, entierro en el patio donde tomo el sol.
Por otro lado, debo presentar una tarjeta de crédito para poder alquilar un vehículo. En Venezuela, los lugares donde rentan vehículos exigen tarjeta de crédito para entregarlo.
Hay enormes dificultades para conseguir la tarjeta de crédito, ya que ésta debe ir acompañada del pasaporte que también exigirán al alquilar el carro. Deciden comprar un vehículo en lugar de alquilarlo y, posteriormente, dejarlo abandonado. También surgen muchas dificultades para comprar el vehículo.
El tiempo se me hace corto, pero ya mis amigos de Venezuela me han hecho llegar todo lo necesario para mi disfraz: pintura para el pelo, una chaqueta azul claro tipo "jacket" que son las usan los vigilantes internos de la prisión y un cuello de cura.
Lo único que falta es conseguir el carro y fijar la fecha. La persona que manejará el carro entrará a las doce y media en punto por la carretera que hace entronque con la carretera del penal.
Por fin, ante la demora para conseguir el vehículo, uno de mis amigos y hermanos, con un valor increíble, corriendo todos los riesgos y sin analizar siquiera la forma en que adquirirá el vehículo, alquila el carro, llega a verme y me dice, sin entrar en pormenores, que el vehículo está listo.
Tengo una cédula de identidad y un carnet de guardia de la prisión. El carnet tiene mi fotografía un poco retocada. A una vieja fotografía mía le han quitado algunos años y la han vuelto a retratar. La cédula, debido a su confección, es muy difícil de modificar. Es la de un hombre un poco más grueso que yo, con un ojo bizco y un poco calvo; en esos momentos, en nada se parece a mí, con infinito trabajo he logrado separar las dos capas de la cédula. En principio decidí rasurarme la cabeza para parecer un poco calvo, pero después se me ocurrió una idea que fue la más acertada: con un bolígrafo especial pinté al retrato de la cédula el pelo parecido al mío y con borrador y plumillas le enderecé el ojo bizco; así se parecía bastante a mí. Su nombre era Ramón Medina y tenía aproximadamente mi misma edad; por lo tanto, al carnet de guardia también le puse el nombre de Ramón Medina. Con esos documentos pasaría un retén que se encontraba a unos 50 kilómetros del penal, en el camino hacia un pueblo llamado La Encrucijada.
En ese retén, a todas las horas del día y de la noche detenían los vehículos y casi siempre pedían documentos.
Se apresuran los acontecimientos. El sábado 17 de agosto me visitan Pedro y Nelly y el domingo por la mañana viene mi amigo colombiano Luis Aranguren: viene cargado de comida, café, chocolates y libros. El y una señora que lo acompaña almuerzan conmigo. A Luis, aunque últimamente me visita frecuentemente, no puedo decirle nada sobre mi fuga. No quiero involucrarlo.
A las tres de la tarde se retira y comienza para mí la hora cero. Como siempre, se acercan a las rejas de mi celda numerosos presos pidiéndome algo. Cautelosamente reparto todos los víveres que me quedan y alguna ropa; quisiera dar más, pero no puedo porque se puede hacer muy obvio. Estoy sereno y decidido, como siempre. A las cinco de la tarde me acuesto y comienzo mi media hora de relajamiento y meditación. Dos días antes he cortado los barrotes de mi celda con mucho cuidado para que no me detectaran. Cuando estaban casi cortados, los rellené con cera y los pinté con pintura de óleo. Así es imposible que noten que están casi aserrados. También tengo casi aserrados los sostenedores del candado que da al patio de tomar el sol.
El plan es abrir un gran boquete en la malla protectora que cubre el techo del patio para que crean que he salido por allí, cortando los barrotes y cortando el sostenedor del candado.
Los guardias del penal y las autoridades que investigarán el caso creerán que salí por el boquete, me deslicé hacia la cerca del perímetro y salté sobre ella.
Sin embargo, algo haría fracasar esta parte de plan. Entre las ocho y media y nueve de la noche terminé de aserrar los barrotes y dejé el boquete por donde saldré de mi puerta abierta: no uso las llaves. Me acerqué a la puerta que da al patio y acabé de aserrar el candado de salida al patio: solamente espero la cizalla o alicate que me entregará el guardián Julio.
Desde las seis de la tarde no sé nada de él y esto me pone un poco nervioso. Ya se le han entregado 250 mil bolívares, de los que él tomará 200 mil y entregará 50 mil a su otro compañero, el que manejará el carro.
Le expliqué a Julio que el dinero se les entregaría con dos días de anticipación, para que tuvieran tiempo de llevárselo bien lejos de donde estaban, entregándoselo a alguien de confianza o guardándolo en lugar seguro. Le volví a repetir que en mis fugas anteriores, interrogaron a las personas que me habían ayudado y que no se les pudo probar nada. Que si permanecía callado y resistía el interrogatorio, al no encontrársele ninguna prueba o vinculación conmigo no le podrían probar nada y tendrían que liberarlo. Que instruyera a su compañero para que hiciera lo mismo. Le advertí que el interrogatorio, en la primera etapa, sería duro, pero como habría tantos sospechosos y tantas personas a interrogar, tendría que llenarse de valor y soportar las primeras horas. Me aseguró que así lo haría. A las nueve y media pasó por mi celda, le pedí el alicate y me dijo:
-Más tarde te lo traigo.
Sólo me quedaba esperar. A las once de la noche, una hora antes de salir y sin haber podido abrir el boquete, me trajeron un alicate no adecuado para el trabajo que tenía que realizar. Cuando fui al patio y traté de cortar un alambre, resultó prácticamente imposible. Para mí era increíble que no me hubieran traído la herramienta adecuada, cuando se trataba de abrir un boquete precisamente para proteger a las personas que me estaban ayudando. Además, en dos ocasiones les había dado dinero para que me compraran el alicate. Sin embargo, decidí abrir un boquete en el centro de la alambrada con un palo que estaba allí. Como después se demostró, el hueco que abrí en el techo no convenció mucho. Contrariado porque se había perdido la primera parte del plan, regresé a mi celda y comencé, con serenidad, a ponerme el disfraz de vigilante. Los vigilantes que cuidan el penal son generalmente hombres jóvenes.
Ninguno mayor de 35 años. Por eso me teñí el pelo de negro y me puse un pequeño bigote. En una bolsita tenía tres latas de PepsiCola, un frasco de vitaminas múltiples, una máquina y crema de afeitar con dos hojillas y unos cubitos de pollo Maggi: si por casualidad el carro no venía a buscarme, me introduciría en el monte y, con lo que llevaba en la bolsa, podría aguantar varios días hasta. que la vigilancia y la búsqueda cesaran. Entonces me pondría una camisa limpia que llevaba en la bolsa, me afeitaría y saldría del monte tratando de encontrar la ciudad; éste era el plan alterno por si algo fallaba.
Alas doce menos diez entró la primera pareja de vigilantes; venían a relevar el turno que salía; inmediatamente entraron tres o cuatro más, después dos más y luego otro, hasta completar los ocho. Los que terminaron su turno empezaron a salir, cada uno con bolsas pequeñas que contenían comestibles o algunos artículos que usaban durante las 24 horas de vigilancia.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, faltaba el 8, pero ya yo estaba abriendo las puertas con las llaves y casi saliendo al pasillo; abrí la puerta y... salió el vigilante número 8; a pocos pasos, detrás de él, iba yo con mi bolsita en la mano; al salir, vi en la puerta a un guardia sentado fuera del penal, conversando con Julio.
Los que salieron entraron en un pequeño edificio que llamaban "La Cuadra", situado como a 25 metros de la puerta principal del penal, donde dormirían hasta el día siguiente cuando tomarían autobuses para irse a sus casas.
Yo sabía que algunos vigilantes que, por alguna razón querían irse pronto a sus casas se iban de inmediato y tomaban el camino de la prisión hacia la carretera donde, alrededor de las tres de la mañana, pasaba un autobús. Este autobús era otra de las alternativas si el carro no venía, pues bien sabía yo que la fuga no sería detectada sino hasta el otro día.
Entré a la cuadra como los demás vigilantes y, gracias a Dios, no estaba iluminada.
Salí y tomé el camino que conduce a la otra carretera; el camino mide más o menos un kilómetro y medio y a ambos lados hay guarniciones del ejército con guardias en la puerta. Tomé el largo camino y un guardia de los que hacen vigilancia en la cerca, pasó muy cerca de mí. Como yo tenía mi tarjeta de vigilante puesta en el bolsillo de la chaqueta, no me dijo nada. Cuando caminé unos 100 metros le di vuelta a la chaqueta y puse la parte azul para adentro y la parte negra para afuera; metí el cuello de mi camisa, me puse el cuello de cura y saqué el libro de la bolsa; así y de lejos, tomé la figura de un sacerdote. En el camino se me acercó un campesino y empezó a conversar conmigo sobre una enfermedad que tenía su hijo, deseando que yo rezara unas oraciones por él. Caminamos unos cuatrocientos metros, hasta llegar a un club que se encuentra a la derecha y que es frecuentado por soldados y oficiales.
Había una gran algarabía y un carro estacionado. En este sitio me abandonó el campesino. Recorrí otros cuatrocientos o quinientos metros y ya estaba como a unos cien metros del entronque de la carretera, cuando vi un carro moderno que dobló y avanzó por la carretera del penal. Sus potentes faros me iluminaron, pero yo seguí como si no me hubiera dado cuenta; minutos después de cruzarse conmigo, vi el reflejo rojo de sus faros traseros: al pisar el pedal del freno, hizo una vuelta en U y retrocedió inmediatamente, me di cuenta de que era el carro que venía a buscarme. Me introduje en él y reconocí al guardia; pasamos por la puerta que da acceso a la carretera del penal, y donde también había una garita de guardias, que no nos prestó la menor atención. Inmediatamente nos pusimos en camino sobre la carretera asfaltada que conducía al pueblo La Encrucijada.
Sin pronunciar palabra, observé con desagrado que el vigilante llevaba puesta ropa nueva y que, en la parte posterior del carro, iban varios paquetes de compras. Le pregunté si había comprado eso y me dijo que sí, que de su dinero había gastado como 6 ó 7 mil bolívares; es decir, lo que ganaba en tres meses. No quise incriminarlo porque todavía nos quedaba un paso difícil de cruzar y no quería perturbar su serenidad. Llegamos al retén; delante de nosotros un camión estaba detenido.
Detuvieron nuestro carro y nos pidieron los papeles. Les mostramos nuestras identificaciones y nos hicieron abrir el maletero del carro; dijeron que continuáramos. Avanzamos velozmente hacia La Encrucijada. Antes de llegar al pueblo, le dije al vigilante que botara todo lo que había comprado, incluyendo la ropa.
Pero mi mente no estaba tanto en la seguridad del vigilante, como en los acontecimientos que se sucederían. Allí había dos carros: uno de ellos con dos de mis amigos y, el otro, con tres funcionarios de la policía que nos seguirían y nos custodiarían para que, en caso de ser detenidos, nos avalaran con sus credenciales.
Así, en menos de una hora entramos a la ciudad de Caracas. En el camino hacia mi escondite encontramos dos patrullas de policía, que tampoco nos hicieron el menor caso; llegamos al escondite a las dos y 17 minutos de la madrugada del 18 de agosto de 1985.
El plan para salir inmediatamente del país fracasó. Aún no lo puedo relatar para no comprometer a las personas que me ayudaron.
Mientras, a las seis y media de la mañana, el vigilante que recorría todas las celdas abrió la mía y no me encontró; inmediatamente dio la voz de alarma. Avisaron al director del penal y al coronel jefe de la guardia, quienes notificaron a sus respectivas jefaturas.
Llegaron el general Gustavo Medina García, Director General Sectorial de Defensa y Protección Social del Ministerio de Justicia, y la doctora Dunia Farías, de la Dirección de Prisiones. El Ministro del Interior, Octavio Lepage, hizo declaraciones. En Miami, todas las estaciones de radio anunciaban cada quince minutos la fuga sensacional.
La PTJ comienza a hacer las investigaciones y a buscarme. La Policía Técnica Judicial interrogó a casi todas las personas que me visitaron. Algunas permanecieron varios días bajo interrogatorio.
Mientras, al fallar el primer plan, otro es puesto en marcha, inmediatamente.
Dos de mis amigos de Miami entraron a Venezuela por la frontera con Cúcuta y hacen los arreglos para un nuevo plan. Cuatro de mis más queridos amigos me ayudan a esconderme y servirán de enlace con la gente de Miami. También se ocuparon de mi traslado hasta Coro, ciudad que queda a 700 kilómetros de Caracas.
A los 25 días de estar escondido, cuando la vigilancia y los retenes habían cesado, tres carros me trasladaron desde Caracas hasta Coro. Iba completamente disfrazado, pues la prensa y la televisión se encargaron de difundir mis fotografías, de forma que podía ser reconocido fácilmente. Tengo otra identificación, y trato de crear un disfraz que luzca como la persona de la cédula. También tengo un pasaporte venezolano vencido, por lo que en mi escondite mando a hacer un sello de goma a una imprenta y estampo en el pasaporte un letrero' que dice "renovado"; pongo fecha de renovación y, abajo, la firma de Ramón Ignacio Velázquez, en aquel tiempo ex-Director de Extranjería y gran amigo mío; para tal efecto uso unos cuños de goma y los hice más o menos ilegibles. Con este pasaporte viajaría por varios países de Latinoamérica.
Salí de Caracas a las cuatro de la mañana y después de haber sido detenido durante el camino por tres retenes, sin ningún problema entré a la ciudad de Coro alrededor de las diez de la mañana. Me alojé en el hotel más céntrico de la ciudad. Al llegar a mi habitación tomé un baño y esperé a mi contacto que llegaría puntualmente a las doce del día. Al oír su voz por el teléfono bajé al lobby del hotel, liquidé el importe de la habitación y penetré en un taxi, en el que mi contacto tenía un montón de bolsas de compras que acababa de realizar en un mercado.
Nos dirigimos hacia La Vela del Coro, un puerto donde hay numerosas embarcaciones. Una lancha de 23 pies de eslora, con un motor outboard in board y con una persona a bordo nos espera. El taxista nos ayudó a trasladar toda la mercancía hacia la lancha. Mientras avanza la embarcación mar adentro, me cambio de ropa. Mi contacto me ha traído unas raídas ropas de pescador y unas alpargatas que inmediatamente me pongo. Lo único que no contrasta con mi vestimenta y que está fuera de tono es el pálido color de mi piel. Aunque en la prisión tomaba sol regularmente, un mes de encierro en el apartamento ha vuelto a poner mi piel blanca, contrastando con el color moreno bronceado de las dos personas que van a bordo; miro al sol y veo que avanzamos hacia el norte. Al cabo de una hora de camino divisamos una embarcación pesquera. La lancha se aparea a la embarcación y, con mucho trabajo, logro escalarla y abordarla. En el bolsillo derecho de mi pantalón llevo un pequeño revólver cal .38 Smith & Wesson, modelo Chief Special, que me ha entregado mi contacto. En el otro bolsillo llevo 4 mil 700 dólares en billetes de 20 y 50.
El barco es un bote camaronero con una tripulación de unos 15 ó 20 hombres, que parecen no preocuparse en lo más mínimo por mi presencia a bordo. Me imagino que el patrón y su tripulación estarán acostumbrados a ese tipo de operaciones y, tal vez, a algunas de contrabando.
Con alegría veo en el cielo que se está produciendo una tormenta; será una pequeña tormenta tropical que desaparece con rapidez, pero que sirve para impedir que las lanchas patrulleras venezolanas o algún avión de reconocimiento salgan al mar.
Pasamos esa tarde, la noche y el día siguiente en el mar. La lenta embarcación no cruza a más de 7 nudos; es decir, 7 millas náuticas por hora.
Al amanecer del siguiente día tomamos tierra de nuevo. Me quito mi ropa de pescador y me pongo un pantalón, una camisa y unos zapatos que, para tal fin, estaban en el barco. Mientras éste atraca, me afeito y aseo lo mejor que puedo; todavía es de noche. Al desembarcar avanzo unos 300 metros y, según el mapa que me han dado, atravieso lo que parece un estadio de base ball: saliendo de éste, observo la carretera.
Debo estar en el punto acordado a las seis de la mañana; me escondo lo mejor que puedo entre unos arbustos y allí veo llegar las primeras luces del alba; con ella, los típicos ruidos de las casas rurales cercanas: ladridos de perros, cantos de gallos, etc. Exactamente a las 6 menos 3 minutos salgo de mi escondite y camino pausadamente hacia la carretera. El carro que me trasladará llega en el mismo momento que llego yo. No hace falta identificarlo porque en él, acompañado por un conductor, llega uno de mis amigos de Miami. Subo al carro y avanzamos por una carretera costera durante unos 15 minutos.
Estamos en una de las islas cercanas, frente a Venezuela; con mi cédula de identidad y mi pasaporte, vencido y renovado por mí, haré frente a cualquier problema de identificación. Gracias a Dios nada de eso sucede.
Nos dirigimos a un lujoso y carísimo hotel ubicado al lado de la playa. Paso a la habitación que previamente ha alquilado mi amigo y tomo un baño caliente que me quita toda la sal impregnada en mi cuerpo.
Con ropa de mi amigo bajo al comedor, donde tomamos un suculento desayuno. Todavía tenemos que esperar como media hora para tomar un taxi y dirigimos a la ciudad donde compraré alguna ropa. Allí compro un pequeño maletín de mano, tres pantalones, cuatro camisas, cuatro juegos de ropa interior, cintos y zapatos; también compro un par de lentes oscuros y un par de pantaletas de baño.
Regreso al hotel y mi amigo y yo tomamos un baño en las bellas y candentes aguas de la isla. La habitación que ocupamos cuesta 210 dólares diarios.
Al día siguiente gocé de una fiesta entre amigos: vi de nuevo a mi contacto, el que me había recogido en el hotel en Coro y me presentaron al piloto que me trasladaría a un país centroamericano. Le entregué mi pasaporte e, inmediatamente, se movilizó para conseguir permiso de volar sobre territorio colombiano.
A este amigo, natural de las islas, le tengo un gran afecto y le debo mucho.
Desinteresadamente y con gran valentía participó en mi difícil traslado de Venezuela a la isla. Arriesgó mucho: joven y con una posición económica solvente, compartió el peligro y fue parte decisiva en mi plan; sin él, no hubiera podido realizarlo. Cariño profundo y mi eterno agradecimiento a mi hermano Mr. R.
Al poco rato de estar instalado en el hotel llegó mi amigo Rolando Mendoza. Apuesto, varonil con su pelo gris, vino a mi encuentro. Nos abrazamos y sin casi decir palabra, nos dirigimos al bar del hotel y tomamos dos cervezas. Nadie se fijó en nosotros aunque yo, todavía receloso, lo observaba todo.
Todo está en orden. Por la noche invito a mi amigo, Mr. R., a su esposa y a Rolando a cenar al aire libre en la terraza del lujoso hotel, los precios son increíblemente caros.
Por una comida de carnes de cuatro personas y una botella de vino pago la (para mí astronómica) suma de 150 dólares. Es el primer lujo que me doy en muchos años. Me siento seguro y doy gracias a Dios por todo lo acontecido. Paso dos días descansando en la playa y en la mañana del tercer día llega Mr. R. con las instrucciones de lo que debo hacer.
No he podido conseguir un pasaporte decente, por lo que viajo todavía con el viejo pasaporte venezolano renovado por mí. Me indica que temprano, a la mañana siguiente, emprenderé vuelo hacia Centroamérica. Una pequeña avioneta Cesna 310 de dos motores nos llevará a nuestro destino: el piloto ha sido contratado para ese vuelo especial y no hace preguntas.
Es un enorme indio que habla el español con mucho acento y que ha conseguido visas de entrada a Costa Rica para mi y para él. Solamente estamos esperando el permiso que extenderá el gobierno de Colombia para poder volar sobre su territorio. Para tal efecto hemos enviado un telegrama y solamente esperamos la respuesta.
Transcurren dos días sin recibir el permiso y decidimos emprender el viaje sin que éste haya llegado.
Salimos a las siete de la mañana. Nuestra primera parada será Panamá para reabastecernos de gasolina. Al sobrevolar territorio colombiano, los colombianos nos dicen por radio que el avión está volando sobre su territorio sin permiso: el indio discute en su español dificil de entender y dice que el permiso está solicitado. Lee la copia del telegrama que hemos enviado, pero un avión de caza tipo mosquito nos hace varios pases y trata de obligarnos a descender.
El indio se niega a descender y discute acaloradamente con la torre de control, mientras el avión caza sigue haciéndonos pases cada vez más de cerca. El incidente dura unos diez minutos y, por fin, los colombianos nos dejan continuar el viaje ante la negativa y testarudez del piloto. Entre las dos y tres de la tarde aterrizamos en el aeropuerto internacional de Panamá, donde nos dicen que necesitamos visa para llenar los requisitos de control. Explicamos que solamente necesitamos llenar los tanques de gasolina, pero se niegan a dejarnos continuar. Vamos al Departamento de Migración con nuestros pasaportes y allí tramitamos las visas. Por los trámites pagamos 100 dólares. Compramos algunos objetos de tocador en el puerto libre del aeropuerto y, al dirigirnos al avión, nos encontramos con otro problema. Los funcionarios del Departamento de Control de Drogas nos muestran una bolsita blanca que han encontrado en el avión. La bolsa contiene azúcar para endulzar el café que llevamos en un termo. Así lo explicamos a los funcionarios del Departamento de Control de Drogas, quienes dicen quede ninguna forma puede continuar el vuelo hasta que ellos no hayan analizado el producto en sus laboratorios, lo que tomaría alrededor de dos días. Otros cien dólares resuelven el incidente y, por fin, continuamos vuelo. En seguida estamos sobrevolando Costa Rica. El cielo está tormentoso y las nubes muy bajas.
Al llegar al aeropuerto internacional de Costa Rica la torre de control nos pide que usemos los instrumentos para descender en la pista. En ese momento me entero que mi piloto indio no sabe volar con instrumentos. Sin embargo la torre, magistralmente, lo va dirigiendo y, por fin, logra penetrar por un lugar donde no hay nubes, muy cercano a la pista de aterrizaje: aterrizamos sin dificultad. Para seguir volando sobre Centroamérica es necesario pedir un permiso a Nicaragua, cuya razón todavía no me explico. Nuestro avión saldrá de Costa Rica volando hacia el mar unas cincuenta millas. Inmediatamente que llegue a las cincuenta millas doblará y seguirá paralelo a la costa nicaragüense, hasta terminar el territorio de Nicaragua. Entonces girará en ángulo y se dirigirá a tierra. Sin embargo, ese día no podremos salir de Costa Rica porque las condiciones atmosféricas son malas. Decidimos aplazar el vuelo hasta el siguiente día, aun sabiendo que nos estaban esperando.
Dejamos el avión bajo el cuidado de un funcionario del aeropuerto en San José y nos dirigimos a pasar los controles de migración y aduana en el aeropuerto. El indio saca de sus bolsillos dos frascos de perfume que había comprado en Panamá y se los da como obsequio a las muchachas de migración. Mirando apenas mi pasaporte, estampan el sello de entrada al país. Una vez pasados los controles, tomamos un taxi que nos conduce a un lujoso hotel de San José, allí me comunico telefónicamente con Miami y explico la situación. Ellos, a su vez, se comunican con las personas que nos esperan en El Salvador.
Félix Rodríguez, alias Max Gómez, compañero mío de la brigada, sin que yo lo sepa me está esperando en una pista militar en territorio salvadoreño. Félix vuela helicópteros de combate para la Fuerza Aérea Salvadoreña y es la persona que han contactado mis amigos de Miami para que organice mi recepción. En la pista hay un jeep del cual, al aterrizar el avión, salen Félix y un militar salvadoreño. Lo reconozco de inmediato: alto, bien parecido, me espera con una amplia sonrisa y un abrazo fraterno. En el jeep hay varios recipientes de cinco galones de gasolina de avión que, inmediatamente, colocan en los tanques de la avioneta. De inmediato el indio emprende el viaje de regreso y yo me voy en el jeep con Félix y el oficial salvadoreño, el capitán Roberto Leiva quien, valiente y decidido, me admite en la base aérea militar de Ilopango.
Estoy de nuevo en cero y pasan los días sin que se me ocurra nada. Me visita, como siempre, Paco Pimentel, quien siempre me trae ropa que reparto entre los presos. Pepe Quijano y los esposos Pedro y Nelly, Joaquín Chaffardet y mis amigos de Valencia, Pedro Corso y Manchego. El padre Bosa Masvidal me visita también, trayéndome consuelo y esperanza.
Los sábados siempre hago un almuerzo que comparto con mis visitas, quienes después de diez años de prisión creen, como yo, que la única solución es la fuga.
No tienen fe ni esperanza en los sistemas judiciales.
Sin embargo, mis amigos de Valencia, al analizar las pocas posibilidades que tengo para conseguir la fuga, me dicen con claridad que mis planes son un suicidio.
Mando a buscar a mi amigo Gaspar Jiménez a Miami. En la visita que me hace le expongo mi situación y le pido que, de acuerdo a las circunstancias y a la información que él pueda recabar, me haga un análisis de las posibilidades que tengo.
Recaba información, observa la seguridad de la prisión y viene con su opinión. Me dice:
-Caballo, tienes un 5% de posibilidades de salir de aquí; sin embargo, arriésgate pues aun con un 5% es mejor que morirse aprisionado, humillado y sin hacer nada por conseguir tu libertad; yo tampoco creo que en un proceso judicial saldrán libre; te ayudaré en lo que pueda.
Con ese pequeño rayo de esperanza y con mi voluntad de triunfar o morir, me aferro a mi idea y así comienza otro plan de fuga.
Comienzo mi nuevo plan, observo y a través de preguntas capciosas me entero de las horas en que cambia el personal de guardia; es... a las doce de la noche, cuando veo que entra un grupo de guardias de unos 8 ó 10 vigilantes. También veo cuando salen los 8 ó 10 vigilantes por la puerta principal. La puerta de salida del penal siempre está custodiada por un guardia nacional y un vigilante; es imposible pasar por la estrecha puerta sin que ellos no se den cuenta. Veo pasar al segundo director de la prisión. Todos los días, a las ocho, entra al penal, pasa frente a mi cuarto y sube al segundo piso donde juega una partida de dominó. Me pongo a observar y a oír; oigo las fichas que chocan unas otras y las voces de los jugadores. A las once y media, invariablemente, se suspende la partida. Cesa el ruido de las fichas y oigo los pasos de Enebo cuando se dirige a la puerta de salida. Enebo es ligeramente más alto que yo, mucho más grueso, de vientre prominente, pelo y bigotes negros. También es como unos diez años más joven y tiene una peculiar forma de caminar.
Comienzo a imitarlo, me visto igual que él, me tiño el pelo de negro y uso unos bigotes muy parecidos a los suyos. Esto lo hago en horas de la noche, después de la una de la mañana, cuando las posibilidades de que se efectúen los registros son casi nulas. El plan es abrir las tres puertas que me dan acceso al pasillo y, diez minutos antes de él salga, salir yo y pasar frente a los guardias haciéndome pasar por Enebo. Después de haberme vestido unas veinte veces como él y confrontar mi disfraz con el espejo, descarto el plan. Nunca pasaría por la puerta como Enebo. Mientras descarto los planes me hago amigo de los guardias que están de turno, sobre todo de los jefes de régimen; con ellos mando a buscar a la carnicería carne de lomito y pescado. Hago suculentas comidas y los invito a comer; siempre pasan como a las ocho de la noche y comemos algo especial. Tengo una pequeña plancha de un material especial para tomar impresiones de las llaves. Invariablemente, los jefes del régimen que tienen un voluminoso llavero lo dejan sobre la mesa. Mientras caliento la comida o la acabo de preparar miran la televisión y se descuidan.
Dos o tres veces a la semana saco impresiones de las llaves. Estas impresiones salen del penal en los días de visita y un experto cerrajero, que trabajaba para mí cuando estaba en la policía, me va haciendo una a una las llaves impresas. Cada vez que viene una llave con la visita, viene la esperanza; al probarla en la cerradura no abren y, tras uno y otro fracaso, por fin obtengo una llave que abre la primera puerta; aún me faltan dos: espero ansiosamente las visitas y el visitante quien, con su llavero personal, me trae cuatro o cinco llaves impresas. A los pocos días otra puerta abre.
Sigo mi labor con los vigilantes; algunos de ellos me piden dinero a cambio de pequeños favores. Cien bolívares hoy, otros cien mañana y va naciendo la confianza. Les cuento de mis fugas anteriores, de cómo ninguna de las personas que me ayudó siguiendo mis instrucciones, ha sido procesada y que ni siquiera han sospechado con firmeza de ninguna de ellas. He escogido tres vigilantes para hacerles la propuesta.
Mando a investigar a cada uno de ellos. De las investigaciones realizadas no puedo sacar mucho en claro: todos ganan un sueldo bastante pobre. Un j efe de régimen gana unos dos mil bolívares (en aquel tiempo unos doscientos dólares mensuales).
Todos tienen grandes necesidades económicas y todos realizan pequeños sobornos en el penal; sin embargo, no me atrevo a decidirme por ninguno de los tres. Tengo que estar bien seguro para que mi plan no fracase. Por fin me decido por uno de ellos y comienzo a realizar lo que, en el argot policíaco llamamos "reclutamiento gradual".
El individuo escogido tiene grandes dificultades. Además de problemas económicos tiene problemas en el penal; en breve perderá su puesto y ha venido a verme para contarme de su situación y a pedirme que le consiga trabajo con uno de mis amigos.
El reclutamiento gradual ha surtido efecto y ha llegado a la fase de lo que nosotros llamamos "reclutamiento directo". Entonces le digo que de una forma u otra me voy a escapar del penal y, que si él me da alguna ayuda, podría beneficiarse y resolver sus dificultades económicas. Le digo también que, si sigue mis instrucciones, difícilmente le podrá pasar algo. Accede a ayudarme con la condición de que yo trate que él no se vea muy involucrado.
Mi familia está en Estados Unidos hace más de un año y estamos vendiendo nuestra casa, una pequeña quinta de cuatro habitaciones y dos plantas con sus paredes rodeadas de hiedra y una mata de coco en el frente. Antes de la devaluación del bolívar esa casa costaba unos 120 ó 130 mil dólares. Después, sólo valdría unos 40 ó 50 mil dólares. La vendo en 43 mil dólares; envío 23 mil para mi familia, en Miami, y me quedo con 20 mil para preparar mi fuga. Le ofrezco 200 mil bolívares (en aquel tiempo unos 17 mil dólares): más tarde me pediría 50 mil bolívares más para ofrecerle a un cómplice.
Inmediatamente comienza a darme información del penal: la forma en que cambian las guardias, la vigilancia que rodea las estructuras del penal y las del camino que conducen a la carretera.
Poco a poco me voy haciendo una idea perfecta de todo lo que sucede a mi alrededor y de las barreras que tendré que franquear. Comienzo a hacer contactos en firme con mis amigos y a planificar mi fuga.
En principio hacemos un plan que consiste en que el jefe de régimen, a quien en adelante llamaremos Julio, en un día de visita y cuando estuviera trabajando en la puerta de entrada, introduciría una cédula de una señora mayor en una casilla numerada; me daría un pase con el número de la casilla y, cuando las visitas se estuvieran retirando yo, disfrazado de vieja, entregaría el pase en la puerta y me darían la cédula. Mi disfraz haría que yo me pareciera lo más posible a la señora de la cédula. Con anterioridad ya me habría aprendido todos los detalles de la cédula, por si me hacían alguna pregunta. Muchas veces en la puerta preguntaban la fecha de nacimiento o el número de cédula o algo por el estilo, antes de dar el pase. Conseguí la cédula de una persona de unos 60 años, blanca, de ojos claros, de nacionalidad española residente en Venezuela.
Poco a poco me fueron introduciendo cosméticos, peluca y ropa para completar mi disfraz; aprendí a hablar disimulando la voz y a caminar como una anciana. Cada ensayo que hacía por las noches, con mi disfraz, me convencía más y más de que nunca pasaría la puerta de entrada; mi complexión de hombre no podía disimularse; mi nuez de adán; mis brazos musculosos y mi espalda ancha no me permitirían jamás pasar como una mujer. Desistí de la idea.
Casi todos los días, nos reuníamos Julio y yo para planificar la forma de poder salir de allí. Envié recados a Miami y mis amigos estaban en comunicación conmigo.
Algunos de ellos, los más decididos, están a favor de la fuga. Otros, creen que no tengo ninguna posibilidad y están en contra de ello.
De acuerdo a toda la información obtenida, voy completando un plan; el tiempo se acorta y Julio, aparentemente, en breve será removido de su cargo; por fin nos ponemos de acuerdo y comenzamos el nuevo plan. Julio me presta las dos llaves que daban acceso al corredor de la prisión y que no había podido hacer. Imprimimos las llaves con cuidado en el material que para esos fines tengo y el día de visita se las envío al cerrajero, quien le saca tres copias a cada una y me las hace llegar en la siguiente visita. Todas abren. Destruyo las dos copias restantes de cada una y me quedo con una sola copia que, cuidadosamente, entierro en el patio donde tomo el sol.
Por otro lado, debo presentar una tarjeta de crédito para poder alquilar un vehículo. En Venezuela, los lugares donde rentan vehículos exigen tarjeta de crédito para entregarlo.
Hay enormes dificultades para conseguir la tarjeta de crédito, ya que ésta debe ir acompañada del pasaporte que también exigirán al alquilar el carro. Deciden comprar un vehículo en lugar de alquilarlo y, posteriormente, dejarlo abandonado. También surgen muchas dificultades para comprar el vehículo.
El tiempo se me hace corto, pero ya mis amigos de Venezuela me han hecho llegar todo lo necesario para mi disfraz: pintura para el pelo, una chaqueta azul claro tipo "jacket" que son las usan los vigilantes internos de la prisión y un cuello de cura.
Lo único que falta es conseguir el carro y fijar la fecha. La persona que manejará el carro entrará a las doce y media en punto por la carretera que hace entronque con la carretera del penal.
Por fin, ante la demora para conseguir el vehículo, uno de mis amigos y hermanos, con un valor increíble, corriendo todos los riesgos y sin analizar siquiera la forma en que adquirirá el vehículo, alquila el carro, llega a verme y me dice, sin entrar en pormenores, que el vehículo está listo.
Tengo una cédula de identidad y un carnet de guardia de la prisión. El carnet tiene mi fotografía un poco retocada. A una vieja fotografía mía le han quitado algunos años y la han vuelto a retratar. La cédula, debido a su confección, es muy difícil de modificar. Es la de un hombre un poco más grueso que yo, con un ojo bizco y un poco calvo; en esos momentos, en nada se parece a mí, con infinito trabajo he logrado separar las dos capas de la cédula. En principio decidí rasurarme la cabeza para parecer un poco calvo, pero después se me ocurrió una idea que fue la más acertada: con un bolígrafo especial pinté al retrato de la cédula el pelo parecido al mío y con borrador y plumillas le enderecé el ojo bizco; así se parecía bastante a mí. Su nombre era Ramón Medina y tenía aproximadamente mi misma edad; por lo tanto, al carnet de guardia también le puse el nombre de Ramón Medina. Con esos documentos pasaría un retén que se encontraba a unos 50 kilómetros del penal, en el camino hacia un pueblo llamado La Encrucijada.
En ese retén, a todas las horas del día y de la noche detenían los vehículos y casi siempre pedían documentos.
Se apresuran los acontecimientos. El sábado 17 de agosto me visitan Pedro y Nelly y el domingo por la mañana viene mi amigo colombiano Luis Aranguren: viene cargado de comida, café, chocolates y libros. El y una señora que lo acompaña almuerzan conmigo. A Luis, aunque últimamente me visita frecuentemente, no puedo decirle nada sobre mi fuga. No quiero involucrarlo.
A las tres de la tarde se retira y comienza para mí la hora cero. Como siempre, se acercan a las rejas de mi celda numerosos presos pidiéndome algo. Cautelosamente reparto todos los víveres que me quedan y alguna ropa; quisiera dar más, pero no puedo porque se puede hacer muy obvio. Estoy sereno y decidido, como siempre. A las cinco de la tarde me acuesto y comienzo mi media hora de relajamiento y meditación. Dos días antes he cortado los barrotes de mi celda con mucho cuidado para que no me detectaran. Cuando estaban casi cortados, los rellené con cera y los pinté con pintura de óleo. Así es imposible que noten que están casi aserrados. También tengo casi aserrados los sostenedores del candado que da al patio de tomar el sol.
El plan es abrir un gran boquete en la malla protectora que cubre el techo del patio para que crean que he salido por allí, cortando los barrotes y cortando el sostenedor del candado.
Los guardias del penal y las autoridades que investigarán el caso creerán que salí por el boquete, me deslicé hacia la cerca del perímetro y salté sobre ella.
Sin embargo, algo haría fracasar esta parte de plan. Entre las ocho y media y nueve de la noche terminé de aserrar los barrotes y dejé el boquete por donde saldré de mi puerta abierta: no uso las llaves. Me acerqué a la puerta que da al patio y acabé de aserrar el candado de salida al patio: solamente espero la cizalla o alicate que me entregará el guardián Julio.
Desde las seis de la tarde no sé nada de él y esto me pone un poco nervioso. Ya se le han entregado 250 mil bolívares, de los que él tomará 200 mil y entregará 50 mil a su otro compañero, el que manejará el carro.
Le expliqué a Julio que el dinero se les entregaría con dos días de anticipación, para que tuvieran tiempo de llevárselo bien lejos de donde estaban, entregándoselo a alguien de confianza o guardándolo en lugar seguro. Le volví a repetir que en mis fugas anteriores, interrogaron a las personas que me habían ayudado y que no se les pudo probar nada. Que si permanecía callado y resistía el interrogatorio, al no encontrársele ninguna prueba o vinculación conmigo no le podrían probar nada y tendrían que liberarlo. Que instruyera a su compañero para que hiciera lo mismo. Le advertí que el interrogatorio, en la primera etapa, sería duro, pero como habría tantos sospechosos y tantas personas a interrogar, tendría que llenarse de valor y soportar las primeras horas. Me aseguró que así lo haría. A las nueve y media pasó por mi celda, le pedí el alicate y me dijo:
-Más tarde te lo traigo.
Sólo me quedaba esperar. A las once de la noche, una hora antes de salir y sin haber podido abrir el boquete, me trajeron un alicate no adecuado para el trabajo que tenía que realizar. Cuando fui al patio y traté de cortar un alambre, resultó prácticamente imposible. Para mí era increíble que no me hubieran traído la herramienta adecuada, cuando se trataba de abrir un boquete precisamente para proteger a las personas que me estaban ayudando. Además, en dos ocasiones les había dado dinero para que me compraran el alicate. Sin embargo, decidí abrir un boquete en el centro de la alambrada con un palo que estaba allí. Como después se demostró, el hueco que abrí en el techo no convenció mucho. Contrariado porque se había perdido la primera parte del plan, regresé a mi celda y comencé, con serenidad, a ponerme el disfraz de vigilante. Los vigilantes que cuidan el penal son generalmente hombres jóvenes.
Ninguno mayor de 35 años. Por eso me teñí el pelo de negro y me puse un pequeño bigote. En una bolsita tenía tres latas de PepsiCola, un frasco de vitaminas múltiples, una máquina y crema de afeitar con dos hojillas y unos cubitos de pollo Maggi: si por casualidad el carro no venía a buscarme, me introduciría en el monte y, con lo que llevaba en la bolsa, podría aguantar varios días hasta. que la vigilancia y la búsqueda cesaran. Entonces me pondría una camisa limpia que llevaba en la bolsa, me afeitaría y saldría del monte tratando de encontrar la ciudad; éste era el plan alterno por si algo fallaba.
Alas doce menos diez entró la primera pareja de vigilantes; venían a relevar el turno que salía; inmediatamente entraron tres o cuatro más, después dos más y luego otro, hasta completar los ocho. Los que terminaron su turno empezaron a salir, cada uno con bolsas pequeñas que contenían comestibles o algunos artículos que usaban durante las 24 horas de vigilancia.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, faltaba el 8, pero ya yo estaba abriendo las puertas con las llaves y casi saliendo al pasillo; abrí la puerta y... salió el vigilante número 8; a pocos pasos, detrás de él, iba yo con mi bolsita en la mano; al salir, vi en la puerta a un guardia sentado fuera del penal, conversando con Julio.
Los que salieron entraron en un pequeño edificio que llamaban "La Cuadra", situado como a 25 metros de la puerta principal del penal, donde dormirían hasta el día siguiente cuando tomarían autobuses para irse a sus casas.
Yo sabía que algunos vigilantes que, por alguna razón querían irse pronto a sus casas se iban de inmediato y tomaban el camino de la prisión hacia la carretera donde, alrededor de las tres de la mañana, pasaba un autobús. Este autobús era otra de las alternativas si el carro no venía, pues bien sabía yo que la fuga no sería detectada sino hasta el otro día.
Entré a la cuadra como los demás vigilantes y, gracias a Dios, no estaba iluminada.
Salí y tomé el camino que conduce a la otra carretera; el camino mide más o menos un kilómetro y medio y a ambos lados hay guarniciones del ejército con guardias en la puerta. Tomé el largo camino y un guardia de los que hacen vigilancia en la cerca, pasó muy cerca de mí. Como yo tenía mi tarjeta de vigilante puesta en el bolsillo de la chaqueta, no me dijo nada. Cuando caminé unos 100 metros le di vuelta a la chaqueta y puse la parte azul para adentro y la parte negra para afuera; metí el cuello de mi camisa, me puse el cuello de cura y saqué el libro de la bolsa; así y de lejos, tomé la figura de un sacerdote. En el camino se me acercó un campesino y empezó a conversar conmigo sobre una enfermedad que tenía su hijo, deseando que yo rezara unas oraciones por él. Caminamos unos cuatrocientos metros, hasta llegar a un club que se encuentra a la derecha y que es frecuentado por soldados y oficiales.
Había una gran algarabía y un carro estacionado. En este sitio me abandonó el campesino. Recorrí otros cuatrocientos o quinientos metros y ya estaba como a unos cien metros del entronque de la carretera, cuando vi un carro moderno que dobló y avanzó por la carretera del penal. Sus potentes faros me iluminaron, pero yo seguí como si no me hubiera dado cuenta; minutos después de cruzarse conmigo, vi el reflejo rojo de sus faros traseros: al pisar el pedal del freno, hizo una vuelta en U y retrocedió inmediatamente, me di cuenta de que era el carro que venía a buscarme. Me introduje en él y reconocí al guardia; pasamos por la puerta que da acceso a la carretera del penal, y donde también había una garita de guardias, que no nos prestó la menor atención. Inmediatamente nos pusimos en camino sobre la carretera asfaltada que conducía al pueblo La Encrucijada.
Sin pronunciar palabra, observé con desagrado que el vigilante llevaba puesta ropa nueva y que, en la parte posterior del carro, iban varios paquetes de compras. Le pregunté si había comprado eso y me dijo que sí, que de su dinero había gastado como 6 ó 7 mil bolívares; es decir, lo que ganaba en tres meses. No quise incriminarlo porque todavía nos quedaba un paso difícil de cruzar y no quería perturbar su serenidad. Llegamos al retén; delante de nosotros un camión estaba detenido.
Detuvieron nuestro carro y nos pidieron los papeles. Les mostramos nuestras identificaciones y nos hicieron abrir el maletero del carro; dijeron que continuáramos. Avanzamos velozmente hacia La Encrucijada. Antes de llegar al pueblo, le dije al vigilante que botara todo lo que había comprado, incluyendo la ropa.
Pero mi mente no estaba tanto en la seguridad del vigilante, como en los acontecimientos que se sucederían. Allí había dos carros: uno de ellos con dos de mis amigos y, el otro, con tres funcionarios de la policía que nos seguirían y nos custodiarían para que, en caso de ser detenidos, nos avalaran con sus credenciales.
Así, en menos de una hora entramos a la ciudad de Caracas. En el camino hacia mi escondite encontramos dos patrullas de policía, que tampoco nos hicieron el menor caso; llegamos al escondite a las dos y 17 minutos de la madrugada del 18 de agosto de 1985.
El plan para salir inmediatamente del país fracasó. Aún no lo puedo relatar para no comprometer a las personas que me ayudaron.
Mientras, a las seis y media de la mañana, el vigilante que recorría todas las celdas abrió la mía y no me encontró; inmediatamente dio la voz de alarma. Avisaron al director del penal y al coronel jefe de la guardia, quienes notificaron a sus respectivas jefaturas.
Llegaron el general Gustavo Medina García, Director General Sectorial de Defensa y Protección Social del Ministerio de Justicia, y la doctora Dunia Farías, de la Dirección de Prisiones. El Ministro del Interior, Octavio Lepage, hizo declaraciones. En Miami, todas las estaciones de radio anunciaban cada quince minutos la fuga sensacional.
La PTJ comienza a hacer las investigaciones y a buscarme. La Policía Técnica Judicial interrogó a casi todas las personas que me visitaron. Algunas permanecieron varios días bajo interrogatorio.
Mientras, al fallar el primer plan, otro es puesto en marcha, inmediatamente.
Dos de mis amigos de Miami entraron a Venezuela por la frontera con Cúcuta y hacen los arreglos para un nuevo plan. Cuatro de mis más queridos amigos me ayudan a esconderme y servirán de enlace con la gente de Miami. También se ocuparon de mi traslado hasta Coro, ciudad que queda a 700 kilómetros de Caracas.
A los 25 días de estar escondido, cuando la vigilancia y los retenes habían cesado, tres carros me trasladaron desde Caracas hasta Coro. Iba completamente disfrazado, pues la prensa y la televisión se encargaron de difundir mis fotografías, de forma que podía ser reconocido fácilmente. Tengo otra identificación, y trato de crear un disfraz que luzca como la persona de la cédula. También tengo un pasaporte venezolano vencido, por lo que en mi escondite mando a hacer un sello de goma a una imprenta y estampo en el pasaporte un letrero' que dice "renovado"; pongo fecha de renovación y, abajo, la firma de Ramón Ignacio Velázquez, en aquel tiempo ex-Director de Extranjería y gran amigo mío; para tal efecto uso unos cuños de goma y los hice más o menos ilegibles. Con este pasaporte viajaría por varios países de Latinoamérica.
Salí de Caracas a las cuatro de la mañana y después de haber sido detenido durante el camino por tres retenes, sin ningún problema entré a la ciudad de Coro alrededor de las diez de la mañana. Me alojé en el hotel más céntrico de la ciudad. Al llegar a mi habitación tomé un baño y esperé a mi contacto que llegaría puntualmente a las doce del día. Al oír su voz por el teléfono bajé al lobby del hotel, liquidé el importe de la habitación y penetré en un taxi, en el que mi contacto tenía un montón de bolsas de compras que acababa de realizar en un mercado.
Nos dirigimos hacia La Vela del Coro, un puerto donde hay numerosas embarcaciones. Una lancha de 23 pies de eslora, con un motor outboard in board y con una persona a bordo nos espera. El taxista nos ayudó a trasladar toda la mercancía hacia la lancha. Mientras avanza la embarcación mar adentro, me cambio de ropa. Mi contacto me ha traído unas raídas ropas de pescador y unas alpargatas que inmediatamente me pongo. Lo único que no contrasta con mi vestimenta y que está fuera de tono es el pálido color de mi piel. Aunque en la prisión tomaba sol regularmente, un mes de encierro en el apartamento ha vuelto a poner mi piel blanca, contrastando con el color moreno bronceado de las dos personas que van a bordo; miro al sol y veo que avanzamos hacia el norte. Al cabo de una hora de camino divisamos una embarcación pesquera. La lancha se aparea a la embarcación y, con mucho trabajo, logro escalarla y abordarla. En el bolsillo derecho de mi pantalón llevo un pequeño revólver cal .38 Smith & Wesson, modelo Chief Special, que me ha entregado mi contacto. En el otro bolsillo llevo 4 mil 700 dólares en billetes de 20 y 50.
El barco es un bote camaronero con una tripulación de unos 15 ó 20 hombres, que parecen no preocuparse en lo más mínimo por mi presencia a bordo. Me imagino que el patrón y su tripulación estarán acostumbrados a ese tipo de operaciones y, tal vez, a algunas de contrabando.
Con alegría veo en el cielo que se está produciendo una tormenta; será una pequeña tormenta tropical que desaparece con rapidez, pero que sirve para impedir que las lanchas patrulleras venezolanas o algún avión de reconocimiento salgan al mar.
Pasamos esa tarde, la noche y el día siguiente en el mar. La lenta embarcación no cruza a más de 7 nudos; es decir, 7 millas náuticas por hora.
Al amanecer del siguiente día tomamos tierra de nuevo. Me quito mi ropa de pescador y me pongo un pantalón, una camisa y unos zapatos que, para tal fin, estaban en el barco. Mientras éste atraca, me afeito y aseo lo mejor que puedo; todavía es de noche. Al desembarcar avanzo unos 300 metros y, según el mapa que me han dado, atravieso lo que parece un estadio de base ball: saliendo de éste, observo la carretera.
Debo estar en el punto acordado a las seis de la mañana; me escondo lo mejor que puedo entre unos arbustos y allí veo llegar las primeras luces del alba; con ella, los típicos ruidos de las casas rurales cercanas: ladridos de perros, cantos de gallos, etc. Exactamente a las 6 menos 3 minutos salgo de mi escondite y camino pausadamente hacia la carretera. El carro que me trasladará llega en el mismo momento que llego yo. No hace falta identificarlo porque en él, acompañado por un conductor, llega uno de mis amigos de Miami. Subo al carro y avanzamos por una carretera costera durante unos 15 minutos.
Estamos en una de las islas cercanas, frente a Venezuela; con mi cédula de identidad y mi pasaporte, vencido y renovado por mí, haré frente a cualquier problema de identificación. Gracias a Dios nada de eso sucede.
Nos dirigimos a un lujoso y carísimo hotel ubicado al lado de la playa. Paso a la habitación que previamente ha alquilado mi amigo y tomo un baño caliente que me quita toda la sal impregnada en mi cuerpo.
Con ropa de mi amigo bajo al comedor, donde tomamos un suculento desayuno. Todavía tenemos que esperar como media hora para tomar un taxi y dirigimos a la ciudad donde compraré alguna ropa. Allí compro un pequeño maletín de mano, tres pantalones, cuatro camisas, cuatro juegos de ropa interior, cintos y zapatos; también compro un par de lentes oscuros y un par de pantaletas de baño.
Regreso al hotel y mi amigo y yo tomamos un baño en las bellas y candentes aguas de la isla. La habitación que ocupamos cuesta 210 dólares diarios.
Al día siguiente gocé de una fiesta entre amigos: vi de nuevo a mi contacto, el que me había recogido en el hotel en Coro y me presentaron al piloto que me trasladaría a un país centroamericano. Le entregué mi pasaporte e, inmediatamente, se movilizó para conseguir permiso de volar sobre territorio colombiano.
A este amigo, natural de las islas, le tengo un gran afecto y le debo mucho.
Desinteresadamente y con gran valentía participó en mi difícil traslado de Venezuela a la isla. Arriesgó mucho: joven y con una posición económica solvente, compartió el peligro y fue parte decisiva en mi plan; sin él, no hubiera podido realizarlo. Cariño profundo y mi eterno agradecimiento a mi hermano Mr. R.
Al poco rato de estar instalado en el hotel llegó mi amigo Rolando Mendoza. Apuesto, varonil con su pelo gris, vino a mi encuentro. Nos abrazamos y sin casi decir palabra, nos dirigimos al bar del hotel y tomamos dos cervezas. Nadie se fijó en nosotros aunque yo, todavía receloso, lo observaba todo.
Todo está en orden. Por la noche invito a mi amigo, Mr. R., a su esposa y a Rolando a cenar al aire libre en la terraza del lujoso hotel, los precios son increíblemente caros.
Por una comida de carnes de cuatro personas y una botella de vino pago la (para mí astronómica) suma de 150 dólares. Es el primer lujo que me doy en muchos años. Me siento seguro y doy gracias a Dios por todo lo acontecido. Paso dos días descansando en la playa y en la mañana del tercer día llega Mr. R. con las instrucciones de lo que debo hacer.
No he podido conseguir un pasaporte decente, por lo que viajo todavía con el viejo pasaporte venezolano renovado por mí. Me indica que temprano, a la mañana siguiente, emprenderé vuelo hacia Centroamérica. Una pequeña avioneta Cesna 310 de dos motores nos llevará a nuestro destino: el piloto ha sido contratado para ese vuelo especial y no hace preguntas.
Es un enorme indio que habla el español con mucho acento y que ha conseguido visas de entrada a Costa Rica para mi y para él. Solamente estamos esperando el permiso que extenderá el gobierno de Colombia para poder volar sobre su territorio. Para tal efecto hemos enviado un telegrama y solamente esperamos la respuesta.
Transcurren dos días sin recibir el permiso y decidimos emprender el viaje sin que éste haya llegado.
Salimos a las siete de la mañana. Nuestra primera parada será Panamá para reabastecernos de gasolina. Al sobrevolar territorio colombiano, los colombianos nos dicen por radio que el avión está volando sobre su territorio sin permiso: el indio discute en su español dificil de entender y dice que el permiso está solicitado. Lee la copia del telegrama que hemos enviado, pero un avión de caza tipo mosquito nos hace varios pases y trata de obligarnos a descender.
El indio se niega a descender y discute acaloradamente con la torre de control, mientras el avión caza sigue haciéndonos pases cada vez más de cerca. El incidente dura unos diez minutos y, por fin, los colombianos nos dejan continuar el viaje ante la negativa y testarudez del piloto. Entre las dos y tres de la tarde aterrizamos en el aeropuerto internacional de Panamá, donde nos dicen que necesitamos visa para llenar los requisitos de control. Explicamos que solamente necesitamos llenar los tanques de gasolina, pero se niegan a dejarnos continuar. Vamos al Departamento de Migración con nuestros pasaportes y allí tramitamos las visas. Por los trámites pagamos 100 dólares. Compramos algunos objetos de tocador en el puerto libre del aeropuerto y, al dirigirnos al avión, nos encontramos con otro problema. Los funcionarios del Departamento de Control de Drogas nos muestran una bolsita blanca que han encontrado en el avión. La bolsa contiene azúcar para endulzar el café que llevamos en un termo. Así lo explicamos a los funcionarios del Departamento de Control de Drogas, quienes dicen quede ninguna forma puede continuar el vuelo hasta que ellos no hayan analizado el producto en sus laboratorios, lo que tomaría alrededor de dos días. Otros cien dólares resuelven el incidente y, por fin, continuamos vuelo. En seguida estamos sobrevolando Costa Rica. El cielo está tormentoso y las nubes muy bajas.
Al llegar al aeropuerto internacional de Costa Rica la torre de control nos pide que usemos los instrumentos para descender en la pista. En ese momento me entero que mi piloto indio no sabe volar con instrumentos. Sin embargo la torre, magistralmente, lo va dirigiendo y, por fin, logra penetrar por un lugar donde no hay nubes, muy cercano a la pista de aterrizaje: aterrizamos sin dificultad. Para seguir volando sobre Centroamérica es necesario pedir un permiso a Nicaragua, cuya razón todavía no me explico. Nuestro avión saldrá de Costa Rica volando hacia el mar unas cincuenta millas. Inmediatamente que llegue a las cincuenta millas doblará y seguirá paralelo a la costa nicaragüense, hasta terminar el territorio de Nicaragua. Entonces girará en ángulo y se dirigirá a tierra. Sin embargo, ese día no podremos salir de Costa Rica porque las condiciones atmosféricas son malas. Decidimos aplazar el vuelo hasta el siguiente día, aun sabiendo que nos estaban esperando.
Dejamos el avión bajo el cuidado de un funcionario del aeropuerto en San José y nos dirigimos a pasar los controles de migración y aduana en el aeropuerto. El indio saca de sus bolsillos dos frascos de perfume que había comprado en Panamá y se los da como obsequio a las muchachas de migración. Mirando apenas mi pasaporte, estampan el sello de entrada al país. Una vez pasados los controles, tomamos un taxi que nos conduce a un lujoso hotel de San José, allí me comunico telefónicamente con Miami y explico la situación. Ellos, a su vez, se comunican con las personas que nos esperan en El Salvador.
Félix Rodríguez, alias Max Gómez, compañero mío de la brigada, sin que yo lo sepa me está esperando en una pista militar en territorio salvadoreño. Félix vuela helicópteros de combate para la Fuerza Aérea Salvadoreña y es la persona que han contactado mis amigos de Miami para que organice mi recepción. En la pista hay un jeep del cual, al aterrizar el avión, salen Félix y un militar salvadoreño. Lo reconozco de inmediato: alto, bien parecido, me espera con una amplia sonrisa y un abrazo fraterno. En el jeep hay varios recipientes de cinco galones de gasolina de avión que, inmediatamente, colocan en los tanques de la avioneta. De inmediato el indio emprende el viaje de regreso y yo me voy en el jeep con Félix y el oficial salvadoreño, el capitán Roberto Leiva quien, valiente y decidido, me admite en la base aérea militar de Ilopango.
Re: Los Caminos Del Guerrero II *** Luis Posada Carriles
17: Comienza una nueva etapa de mi vida
El Salvador es un país pequeño de grandes hombres. Durante diez años se enfrascó en una guerra fratricida, que le costó a la nación 80.000 muertos.
La guerrilla del FMNL, apoyada por el comunismo internacional y principalmente por Cuba y Nicaragua, trataba de desestabilizar el sistema para lograr el poder. Las Fuerzas Armadas Salvadoreñas recibían ayuda en armamento, dinero y asesoría de los Estados Unidos. Las unidades guerrilleras atacaban instalaciones militares y estructuras económicas, sobre todo el suministro eléctrico. Los combatientes de ambos bandos morían y la población civil sufria el rigor de la guerra. Diariamente se producían apagones que duraban varias horas, la economía estaba por los suelos, atentados, sabotajes y bombas estremecían las ciudades. En estas circunstancias se produce mi llegada a El Salvador.
Félix Rodríguez trabaja para la Fuerza Aérea Salvadoreña. Vuela un helicóptero HUGH-500, artillado en misiones de combate. Esa noche duerme en la habitación que le han asignado dentro de la base. Nuestra conversación trata de los viejos tiempos, de la invasión a Bahía de Cochinos: de la Base de Fort Benning, donde ambos fuimos oficiales del ejército americano: de los trabajos que realizamos con la CIA, etc. Trato de eludir el tema de la prisión y la fuga: los recuerdos son muy recientes y todavía causan dolor.
Al siguiente día, Félix sale a una misión muy de mañana y a su regreso lo estoy esperando. Tomamos un jeep blindado y nos dirigimos a la ciudad. Voy con mi mochila de viaje. Me alojo en una habitación del Hotel Camino Real, que su propietario, el señor Luis Poma, ha facilitado a Félix. Ahí viviré hasta que encuentre alojamiento.
Dos días después recibo la visita del Dr. Alberto Hernández, próspero médico y patriota cubano con residencia en Miami. Alberto en varias ocasiones me ha demostrado su valor y amistad. Esta vez, de nuevo está allí para apoyarme en mi difícil situación. Un grupo de Miami, gente muy calificada, entre las que están Jorge Mas, Feliciano Foyo, Pepe Hernández y otros, han hecho un "pull" para solventar mis necesidades económicas.
Alquilamos una casa. Alberto y yo salimos al automercado y compramos utensilios de cocina, cubiertos, sábanas, toallas y comestibles. Me asignan una cantidad de dinero suficiente, que me llega regularmente todos los meses. Una sirvienta llamada Angélica y un carro alquilado completan mis necesidades.
Unos días después de llegar me encuentro con una agradable sorpresa: Luis Orlando Rodríguez está en El Salvador, es segundo al mando del grupo militar de asesores que tiene el ejército americano. Lo conocí en Fort Benning, Georgia, cuando ambos éramos tenientes; ahora tiene el grado de teniente coronel. Me abraza efusivamente y desde ese momento se convertirá en mi ángel guardián.
Días después, con conexiones en la Fuerza Aérea, me consiguen documentos de identidad, pasaporte y un carnet para portar armas.
Me paso los días en la base aérea con Félix. Ocasionalmente vuelo con él en el HUGH-500. El capitán Leiva me concede que vaya a misiones de combate en un viejo avión DC3 artillado con
ametralladora calibre 50, que ametralla las zonas donde se encuentran los guerrilleros.
Así transcurren mis días, sin pena ni gloria; llega la Navidad del año 1985, la primera que disfruto a plenitud desde mis crueles y largos años de cautiverio.
18: La red de abastecimiento a la Contra
Abril de 1986
Un avión DC8 de la Compañía Arrow Air, procedente de Portugal, se dirigía a la base militar norteamericana de Palmerola, en Honduras, cargando un millón cien mil cartuchos 7.62 x 39 para fusiles AK-47, que serán entregados a las unidades de los Contras, estacionados en la base militar de El Aguacate, en territorio hondureño cerca de la frontera con Nicaragua.
Las fuerzas de los Contras, el FDN (Frente Democrático Nicaragüense) que combatían al ejército sandinista en el Frente Norte, eran comandadas por el coronel Enrique Bermúdez. Según lo convenido entre la CIA y la jefatura de los Contras, debían avisar con 48 horas de anticipación la llegada de cualquier avión de suministros al ejército de Honduras. Como en ocasiones anteriores, no se había cumplido con este requisito. El DC8, ya cerca de Honduras, se comunicó pidiendo autorización para el aterrizaje. El general Humberto Regalado Hernández desautorizó la entrada de la nave.
La carga del avión, unas 80.000 libras, había sido adquirida por el grupo del teniente coronel Oliver North, asesor del Presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan en materia de seguridad, que habían creado una red de abastecimiento para apoyar a los Contras.
Como bien se sabe, el congreso norteamericano había prohibido al gobierno que le suministrara material bélico a las fuerzas rebeldes en Nicaragua; solamente se permitía la ayuda no letal: uniformes, botas, medicinas, etc.
La CIA. que estaba a cargo de este proyecto, veía con muy buenos ojos que un grupo independiente apoyara con armas y municiones a los rebeldes antisandinistas.
Ante la urgencia de la situación, Rafael Quintero, viejo combatiente anticastrista y hombre de confianza del general Richard Seacord, quien pertenecía al grupo de North, se comunicó telefónicamente con Félix Rodríguez, pidiéndole que intercediera ante el general Juan Rafael Bustillo, comandante de la Fuerza Aérea Salvadoreña, para que dejara aterrizar la nave en la base militar de Ilopango. Bustillo no sólo accede sino que permitió descargar el avión y guardar la munición en los almacenes militares de la Fuerza Aérea.
Dos días después llegó a El Salvador Rafael Quintero. Nos reunimos en la casa del capitán Leiva con Félix Rodríguez. Quintero traía una nueva petición de parte del grupo de Washington ¿Permitiría el general Bustillo construir una nave que sirviera de almacenamiento de armas y municiones dentro de las instalaciones de la base aérea? Félix transmite la petición y Bustillo está de acuerdo.
Un avión L- 100 (versión comercial del C- 130) de la compania Southern Air Transport, aterriza en Ilopango transportando un almacén prefabricado: con él viene también un técnico especializado, que promete terminar la construcción en dos semanas. Bloques de concreto, ladrillos, cemento, herramientas, instalaciones eléctricas son adquiridas en el país. Treinta obreros salvadoreños, dirigidos por el técnico, hacen posible la finalización de la nave en sólo 10 días. ¿Permitiría Bustillo traer un avión con su tripulación para hacer "tiros" de suministro a las tropas rebeldes?
Llega el primer avión, un C-7 Caribú Canadiense. Cerca de Ilopango sufre un percance: se le para el motor y, después de botar la carga, ejecuta un aterrizaje forzoso. El avión es protegido por el ejército y la Fuerza Aérea le da apoyo para arreglar el desperfecto: al siguiente día aterriza en Ilopango.
Participo en la construcción del almacén y alquilo una casa para alojar a la tripulación del C-7. Otro Caribú, dos aviones del tipo C-123 y una avioneta Maul, constituyen nuestra fuerza aérea de suministro. Sawyer, Prowatti, Hugh, Cunni, Cooper, Bob Owens, pilotos mecánicos, Riggers (empaquetadores de paracaídas), Kickers (lanzadores de carga) en número de 30, integran la tripulación de los aviones.
El reclutamiento del recurso humano lo hace un coronel retirado de la fuerza aérea norteamericana, llamado Dick Gadd; a finales de mayo se hacen los primeros vuelos.
Las tormentas, la falta de equipo de navegación y la información imprecisa hacen que las misiones fracasen una y otra vez. Un avión de la Southern Air del tipo L-100, con 40.000 libras de armas y municiones, dotado de equipo sofisticado de navegación, hace el primer tiro exitoso. Bonzo, un viejo piloto, conduce la nave; en la tripulación va el asesor de North, Robert Owen.
Suministramos al Frente Sur de Nicaragua, específicamente al grupo guerrillero comandado por el comandante Franklin, que ha sustituido a Edén Pastora.
El jefe de la "estación" de la CIA en Costa Rica, Joe Fernández, está en contacto con las tropas de Franklin y, día a día, nos transmite su posición. Sofisticadas máquinas de codificar y descodificar mensajes telefónicos del tipo KL-3, suministradas por Oliver North, nos permiten transmitir mensajes seguros a Washington y a Joe en Costa Rica. Hay varias de esas máquinas en las casas de seguridad. El coronel James Steel, jefe del grupo militar americano en El Salvador, tiene una de ellas. Joe nos da la localización de las tropas de tierra y, posteriormente, nos avisará si la misión de suministro ha tenido éxito.
Las tropas de tierra hablan español y las tripulaciones de los aviones solamente inglés. Viajo en los aviones para establecer las comunicaciones de tierra a aire y viceversa, y comunicárselas a los pilotos. Frecuentemente nos comunicamos con las radios sandinistas que se meten en nuestra frecuencia y, haciéndose pasar por los Contras, tratan de desviar nuestro avión hacia ellos.
Las misiones, que se producen casi a diario, a medida que el tiempo mejora, comienzan a tener éxito. Construimos una pista de aterrizaje en la finca El Murciélago, en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua. Allí almacenamos gasolina para hacer más cortos los viajes desde El Salvador hasta la zona guerrillera en territorio nicaragüense.
En abril llega un Lear Jet, procedente de Washington; en éste vienen Oliver North, el general Seacord y Dick Gadd; traen piloto, copiloto y aeromoza.
Vienen a una reunión con el general Bustillo y con Bermúdez. A la reunión asisten también el capitán López y Félix Rodríguez. Dick Gadd sale conmigo a hacer un recorrido por los almacenes y casas donde están alojadas las tripulaciones.
En la reunión se discuten los distintos tópicos del proyecto de abastecimiento. El FDN no tiene pilotos y acepta que pilotos norteamericanos mantengan y vuelen los aviones.
Al retirarse como a las 4 de la tarde, después de un almuerzo, se llevan varias cajas de cerveza salvadoreña Pilsener.
El viaje desde Ilopango hasta la zona de suministro toma 5 horas en los aviones C-123, que van llenos de combustible, limitando su carga a 8.500 libras.
Recuerdo una noche que iba piloteando William Cooper y llevaba como copiloto a Piowatti; en territorio nicaragüense las tormentas eran tan fuertes que no se veía nada; además, los instrumentos del avión se dañaron. Pasamos sobre una base militar sandinista, donde nos hicieron fuego con ametralladoras calibre 50; se podían ver las balas trazadoras cruzando alrededor de la nave. Como a los 15 minutos, el avión recibió varios golpes fuertes. Observé por la ventanilla y pude ver que el motor jet del ala izquierda estaba destrozado. El C- 123 tiene dos motores jet que auxilian a los motores de propela en el despegue, apagándolos cuando la nave toma altura. Al llegar a la base por la mañana, pudimos observar golpes en las alas del avión y sacamos pedazos de madera del motor destrozado:
¡habíamos pasado por dentro de un árbol sin darnos cuenta!
En un momento dado habíamos varios cubanos involucrados en la guerra. En Honduras se encontraba Mario Delamico, hombre de confianza del general Regalado y a quien éste había encargado de la logística; no había vuelo o barco que llegara con armamento para los Contras que no fuera controlado por Mario. El coronel Reynaldo García (a) El Chiqui, jefe del grupo militar de Estados Unidos en Honduras, cooperó abiertamente y en varias ocasiones arriesgó su posición participando en operaciones que le estaban vedadas por el ejército a que pertenecía. Corzo y Papito Hernández suministraron armamento y pelearon al lado de los combatientes del Frente Sur.
El coronel Luis Orlando Rodriguez, también cubano, y que no tenía nada qué ver con el otro Luis Orlando, ocupaba una alta posición en Guatemala y, desde allí, fue hombre clave en las primeras etapas de la Contra.
En El Salvador, además de Félix y yo, estaba el coronel Luis Orlando Rodriguez, quien junto con su comandante, el coronel Steel, cooperaron más allá de sus límites. El capitán Peter Díaz, también del grupo militar, todos los días me entregaba personalmente el pronóstico del tiempo, tan necesario para los vuelos de nuestros aviones. Delamico fue la figura principal de un hecho poco conocido y, a la vez, histórico. Desde la guerra que sostuvieron El Salvador y Honduras existía antagonismo entre los dos países, el cual había crecido hasta el extremo de que no existía intercambio de información de inteligencia y mucho menos cooperación operativa entre ambos.
Mario, debido a sus conexiones, tuvo varias pláticas al más alto nivel, exponiendo las ventajas que para ambos países significaban el acercamiento y la cooperación en materia militar, tanto en la guerra de los Contras como en la guerra que el Salvador sostenía con los insurgentes de izquierda, cuyas unidades se replegaban en los bolsones fronterizos.
Los jefes de los ejércitos de El Salvador, general Blandón y de Honduras, general Regalado, acceden a enviar a sus emisarios para una conferencia en la frontera. Se reúnen el coronel Aplícano por Honduras y el coronel Orlando Cepeda por El Salvador. Mario asistió a la reunión. La CIA fue excluida por el alto mando de los dos países. El objetivo de la reunión fue el desarrollo de un programa mutuo contra el enemigo común: el comunismo.
En El Salvador, el programa de suministro continuaba. En la Base de Ilopango, junto al almacén de pertrechos de guerra, había un almacén de piezas de repuesto.
El trabajo era intenso; diariamente los empaquetadores preparaban las cajas con los paracaídas. Los mecánicos se ocupaban de las máquinas de los viejos C-123 y C-7. Se realizaban vuelos de prueba diariamente. La Fuerza Aérea de El Salvador nos vendía el combustible que utilizábamos en nuestros aviones, los mecánicos de la base auxiliaban a nuestros mecánicos y, lo más importante, casi diariamente dejábamos caer armas y municiones a las unidades de tierra del Frente Sur.
El suministro del Frente Norte, en el cual nosotros no tomábamos parte, estaba con dificultades y el coronel Bermúdez nos pide cooperación. Se le envía un Caribú con su tripulación y un mecánico, que diariamente suministrara a las guerrillas del FDN en el Frente Norte.
De Washington envían al coronel (retirado) de la Fuerza Aérea de EUA, Bob Dutton, que se encargará de la jefatura de todo el proyecto. Dutton, hombre de valor, que tuvo parte importante en el rescate fallido de los prisioneros norteamericanos en Irán, pronto tiene fuertes roces con Félix.
Dutton se enroló en una misión en territorio nicaragüense donde suministraron con éxito.
A mediados de mayo, como a las 3:00 de la tarde, me encontré con Mario en completo uniforme militar con un M- 16 en la mano. Me saludó y le pregunté que para dónde iba.
-Voy a San Miguel, a la base militar.
Y discretamente no me informó sobre su misión. Momentos después lo vi abordar un helicóptero.
Esa noche, como a las tres de la mañana, me llamó Félix Rodríguez y me dice que un numeroso grupo guerrillero ha atacado con fuerza. Los aviones y helicópteros están saliendo de Ilopango para hostigar a los atacantes.
Me acordé de Mario. Me vestí y salí para la base aérea. Vi llegar las tripulaciones, reabastecer sus naves de combustible y municiones y salir otra vez.
Al llegar el día, el ataque cesó y los guerrilleros se retiraron bajo fuerte hostigamiento.
Los muertos de ambos bandos fueron considerables: cerca de 90 soldados y un número menor, pero también significativo de guerrilleros.
El Batallón Arce, al mando del coronel Mauricio Estévez, vino al rescate de la base con 700 efectivos y recuperó la posición temprano por la mañana. Félix y yo, en un Hugh-500, conducido por Félix, llegamos a la base. La destrucción se observa por todos lados. En la nave donde dormían los soldados y donde fueron atacados con explosivos que plantaron grupos de guerrilleros especializados, se veía sangre y destrucción. A los muertos los estaban apilando y a los heridos evacuando. Buscamos a Mario, y pudimos saber que se encontraba a salvo y ya había sido evacuado.
Vuelos y más vuelos
Comenzamos a volar de día, arriesgando mucho. Nicaragua tiene helicópteros del tipo MI-24 y MI-25, máquinas formidables, con un poder de fuego tremendo y gran velocidad, que podían fácilmente alcanzar y destruir nuestras naves. Además, poseen cohetería de tierra a aire del tipo SAM-7, que tiene gran movilidad y puede ser trasladada con facilidad.
La ruta de nuestros vuelos se hace constante. Varias veces, en la habitación donde se planean las operaciones, Piowatti me lo hace saber. Hablo con William Cooper, j efe de los pilotos, pero éste sonríe y no le da importancia. Cooper, un hombre de unos 60 años, ha participado durante toda su vida en vuelos de transporte sobre territorio enemigo. Tiene más de 30.000 horas de vuelo. No conoce el miedo. Trabaja ocasionalmente para la empresa Southern Air. Es el jefe y todos los pilotos lo respetan mucho.
La noche del 7 de octubre hay una comida en mi casa. Angélica, la sirvienta, ha preparado magistralmente unos patos al vino, que cacé la semana anterior con mi amigo Franco Benedetti. Somos solamente seis comensales. Cooper se encuentra entre ellos. También está Félix Rodríguez. Cooper ha bebido un poco y se muestra entusiasta y jovial. Cuando llega el postre y el plus-café se toma media botella de amareto con helado de chocolate. La última noche de su vida la vivió feliz. El siguiente día era domingo. Los domingos, a no ser una emergencia, yo jamás volaba.
El vuelo de la muerte
El vuelo, con 8.500 libras de carga, saldría a las 11 de la mañana. Llegué temprano a la base aérea de Ilopango y ordené llenarlos tanques del C-123. La tripulación está compuesta por Cooper y Sawyer como piloto; Eugene Hassenfus, un americano alto y fuerte, va en la nave como kicker, es decir, el encargado de arrojar la carga al llegar el punto preseleccionado. Un joven nicaragüense, de unos 20 años, será quien hablará por radio con las tropas de tierra. El capitán López, jefe de logística de los Contras, se encuentra allí con un grupo de cuatro nicaragüenses que se ocupan de las comunicaciones. Tienen, en una habitación construida en el almacén de pertrechos, un radio por el cual se comunican con El Aguacate.
El joven que irá en el avión para establecer la comunicación con tierra, no llega.' Son las 10:45 y el avión tendrá que salir a las 11:00. Comienzo á cambiarme la ropa para ocupar su lugar. Estoy disgustado. De repente lo veo venir, cuando ya estoy listo para abordar el avión. Le doy un fusil AK-47 y así, sin cambiarse, aborda la nave, Es una mañana esplendorosa. El avión carretea y levanta vuelo. Después de volar tres horas por la costa, llega a Nicaragua. Sigue la ruta que ha seguido en días anteriores. Los sandinistas han emplazado cuatro cohetes del tipo SM-7 con sus tiradores. Están esperando el avión. Este vuela bajo y, al pasar cerca de la instalación, disparan dos cohetes, uno tras otro. El segundo disparo pega en el motor izquierdo de la nave; un fuerte estremecimiento, y el avión comienza a descender. Con tanta carga es imposible controlarlo. Hassenfus, el kicker, hombre de mucha experiencia, se da cuenta de que pronto se estrellarán; rápidamente se pone el paracaídas, toma su fusil AK-47, abre la compuerta de descarga y tira la carga. Por la misma compuerta, y ya con el paracaídas puesto, se lanza. Todos los paracaídas de la carga se van abriendo; también se abre el paracaídas de Hassenfus. La nave desciende vertiginosamente; Cooper y Sawyer no pueden controlarla y cae pesadamente, estrellándose contra los árboles. Todos sus ocupantes mueren en el impacto.
Se arma el escándalo
Las tropas sandinistas buscan a Hassenfus, quien es capturado en la selva varias horas después. En los interrogatorios a que lo sometieron posteriormente, me reconoció e identificó por los retratos que le mostraron.
Se arma un gran escándalo. Los sandinistas, con los cadáveres de dos norteamericanos y con otro detenido, emprenden una campaña publicitaria atacando a los Estados Unidos.
Aparezco en la primera plana del periódico Miami Herald, de Miami. Se descubre que un grupo de norteamericanos, entre los que figuran Oliver North, asesor del Presidente Reagan, y el general Seacord, desobedeciendo al Congreso de los Estados Unidos, suministran armas y municiones con aviones y pilotos americanos a los Contras.
Se destapa la olla del famoso caso conocido como IRANGATE, en el que la ganancia obtenida por la venta de armas a Irán, fue utilizada para comprar y suministrar pertrechos bélicos a los Contras.
En El Salvador también se produce un gran escándalo. Los periodistas de medios internacionales de prensa han detectado dos de las casas donde viven los pilotos y también detectan la mía. Nos rodearon tratando de obtener información y fotografías. Prohibí a los norteamericanos que salieran de la casa.
A las dos de la mañana del siguiente día, el general Bustillo me llama por teléfono y me pide que vaya a verlo a la base. Rafael Quintero, que está viviendo en mi casa, me acompaña. Los dos vamos armados, dispuestos a enfrentar lo peor. Tal vez, pensamos, nos detienen y nos encarcelan. No lo vamos a permitir. El general Bustillo es un hombre recto que habla de frente. Me pide información y también me dice que evite que los americanos salgan; que destruya papeles y equipos comprometedores.
Teme el escándalo de la prensa. Por él me entero que toda la operación de suministro se ha hecho sin la autorización ni el conocimiento del presidente Duarte. Bustillo nunca pidió su autorización para la operación.
Queda una vez más demostrado que en El Salvador el ejército, la fuerza aérea y el gobierno, tienen cuotas de poder por separado y solamente unifican su criterio en decisiones trascendentales.
La política internacional, como en este caso, siempre está controlada por el presidente, quien tomará las decisiones. En el caso del suministro de armas a la Contra, el presidente Duarte deberá enfrentar las consecuencias de las decisiones tomadas por el comandante de su fuerza aérea.
La CIA, conocedora de todo lo que estaba sucediendo (varias veces vi a sus funcionarios cerca de nuestros aviones), sin lugar a duda informó a William Casey, su director; éste, a su vez, debía informar al Presidente Reagan, de todo lo que estaba aconteciendo en El Salvador. Por conveniencia, o por instrucciones de Reagan, se hicieron de la vista gorda y permitieron que continuara la operación.
¿Quién podía negar que esta era una operación permitida y controlada desde Washington? analicemos: Oliver North era asesor de seguridad del presidente Reagan. Desde la Casa Blanca se establecía comunicación y se daban directrices a nuestros teléfonos. Las máquinas codificadoras y descodificadoras de conversaciones telefónicas estaban restringidas al uso del Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos y en cada una de nuestras casas había una. Casi todos, por no decir todos los pilotos, habían volado para la compañía Southern Air, que nos apoyaba con sus costosos aviones L-100 y cuyo personal, pilotos, mecánicos, etc., trabajaban para nosotros; era una compañía que pertenecía a la CIA, o que hacía trabajos para ella. Todos estos elementos indicaban que era muy difícil que Reagan no estuviera al tanto de todo lo ocurrido.
El día 10 de octubre, al final de la mañana, me encontraba en la Base de Ilopango conversando con el capitán López. Debíamos desalojar nuestros almacenes lo más rápidamente posible, pues la prensa había pedido al presidente Duarte que permitiera una visita a la base de la fuerza aérea. Las casas descubiertas por los periodistas permanecían bajo acecho y los norteamericanos permanecían encerrados.
De pronto, un fuerte temblor de tierra me arrojó al suelo; parecía que las paredes se nos venían encima y las luces se apagaron. Al salir de la oficina, vimos que había ocurrido un terremoto de grandes proporciones. Salí de la base y, conforme avanzaba por las avenidas que me conducían a mi casa, iba apreciando la magnitud del sismo. Personas heridas eran trasladadas, casas destruidas, gente llorando y aterrorizada. Al llegar a la primera casa de seguridad, pude apreciar que los periodistas se habían retirado: así visité la segunda y tercera casa y la mía propia. De todas, los periodistas se habían retirado. Se desplazaban por toda la ciudad para cubrir el siniestro.
Aprovechamos bien el tiempo; trasladamos a todo el personal, unos 30 hombres, a la Base de Ilopango. La fuerza aérea me prestó camiones y personal militar uniformado y, esa noche, trasladamos cajas de documentos, desconectamos las radios y las grandes antenas de los techos. El armamento y todo el material sensible fue trasladado y almacenado en la Base Aérea.
19: Mi nuevo trabajo con los venezolanos
Después de la caída del avión viví en la Base Aérea de Ilopango por tres semanas. Poco a poco el escándalo de la prensa fue disminuyendo y la presión sobre nosotros cesó paulatinamente.
El Miami Herald, en primera página y a grandes titulares, publicó varios artículos sobre mi persona.
Me retiré a una casa de playa, de la que sólo salía para cazar palomas. Solamente un amigo, en quien confío mucho, Ramón Sanfeliu y su hijo José, conocían mi paradero.
Sé que mi vida está en peligro. Después de tanta publicidad, son muchos los que estarán deseosos de hacerle un favor a Castro. Los sandinistas, los guerrilleros del FMLN y los cubanos, cada uno por su lado o coordinadamente, me buscan de nuevo para matarme. A los dos meses de estar semiescondido, volví a San Salvador.
Un grupo de venezolanos están adiestrando a la policía salvadoreña. Un sujeto, de nombre Rivera, es el jefe del grupo. Lo conozco muy bien. Cuando yo estaba a cargo de las divisiones de policía en Venezuela frecuentaba mi despacho, siempre adulador y tratando de congraciarse.
Cuando el general Bustillo solicitó al jefe del ejército un permiso para que yo portara armas, Rivera le mostró una foto mía, le dijo que yo era un prófugo de la justicia venezolana y le aconsejó que no me extendiera el documento. A pesar de todo, el documento que me permitía portar todo tipo de armamento. incluyendo subametralladoras y fusil, me fue expedido.
Los largos años de lucha me han enseñado a burlar a mis enemigos: nunca frecuento el mismo lugar: cambio de rutina; tengo cuidado con el teléfono; no hago citas, soy impredecible.
Rivera fue expulsado del grupo de asesores y tuvo que irse de El Salvador; la muerte de un instructor venezolano y de un guerrillero salvadoreño provocaron gran escándalo. Se descubrió que los venezolanos no sólo impartían enseñanza sino que también trabajaban con la policía. Una sustracción de fondos puso término a la estancia de Rivera en el país.
José Miguel Fritez, un chileno muy allegado a Duarte, controlaba los fondos de la Fundación Adenauer. Los fondos eran destinados a asesoría para el gobierno de Duarte. Los dos grandes núcleos de las asesorías estaban en el sector político, que Fritez dirigía personalmente con un gran aparato de publicidad, y en la asesoría a la policía.
Fritez, hombre de aguda inteligencia y de gran capacidad administrativa, camina siempre rodeado de ocho guardaespaldas. La guerrilla y la extrema derecha, principalmente el mayor D'Aubisson son sus enemigos.
Después de la salida forzosa de Rivera, vino a El Salvador, Hermes Rojas. Recuerdo muy bien que cuando lo introduje a la policía, tenía menos de 20 años. Desde el principio demostró gran capacidad, se hizo paracaidista, experto en explosivos, en operaciones Swat, piloto de helicóptero y llegó al grado de comisario.
Rojas traía como segundo a un funcionario cuyo seudónimo era Tomas, también muy calificado. Ambos hacían una buena pareja.
Cuando Hermes llegó al país, Fritez lo llamó y le encargó que me localizara. No me conocía, pero el excanciller de Venezuela, Calvani, le pidió antes de morir que me encontrara y me ofreciera trabajo. También Calvani, que en ese tiempo era presidente de la Democracia Cristiana a nivel internacional. había encargado de mi búsqueda a Joaquín Chaffardet. Joaquín me localizó y estuvo varios días viviendo conmigo en El Salvador, pero me aconsejó no hacer contacto con los venezolanos, por ser Rivera quien, en aquel tiempo, fungía como jefe de ellos.
Ignacio Castro llegó a El Salvador e hizo contacto conmigo. A la semana de estar en el país se encontró con José Miguel Fritez, quien le preguntó por mí y le dijo que me andaba buscando para ofrecerme un trabajo. Cautelosamente y, temiendo una trampa, visité a José Miguel; fui con Ignacio Castro. Mis temores se disiparon cuando vi al comisario Hermes Rojas en la reunión. Agradable sorpresa; nos abrazamos y a Hermes se le humedecieron los ojos.
Esa noche me citaron a la casa de Hermes; al llegar, todo estaba silencioso y oscuro; de pronto se encendieron las luces y un grupo de mariachis comenzaron a tocar; me estaban dando una fiesta sorpresa.
Desde ese día comencé a trabajar con los asesores venezolanos. Hermes es el nuevo jefe de los asesores, en lugar de Rivera.
Tengo un apartamento con piscina en una zona residencial de San Salvador, de nombre La Sultana. En el departamento de al lado vive Polo Urrutia, Embajador de Guatemala en El Salvador, a quien profeso gran amistad. De Chile viene a visitarme mi gran amigo Marcelo Rosas; de Miami viene Syla Cuervo, Gaspar y Ramón Font.
Me cuido mucho, pues los enemigos están a la vuelta de la esquina; me amparo en la seguridad de Hermes y de Fritez, pues cada uno anda con un grupo de 8 a 10 guardaespaldas, con fusiles M-16 y subametralladoras Uzi. Dos veces por semana vamos al polígono de tiro, donde practicamos con pistola y subametralladoras. No me separo de mi arma, una pistola Beretta modelo 92. Cuando voy de cacería procuro ir con Hermes y con Fritez, ambos entusiastas de este deporte.
Transcurre el tiempo, sin pena ni gloria. Trabajo en mi casa en asesorías a la policía y preparo un boletín mensual de inteligencia. Hermes, con su grupo de venezolanos, y con Tomás como adjunto, desarrolla cursos de adiestramiento a la policía salvadoreña.
20: Guatemala, nuevos horizontes
En 1988 el Partido Demócrata Cristiano de El Salvador perdió las elecciones y, por lo tanto, se terminó el programa de la Anenauer. Fritez y los venezolanos abandonaron el país.
Al quedarme sin seguridad y sin trabajo,, me convierto en blanco fácil de mis enemigos. Los guerrilleros del FMLN, mis enemigos naturales y alguno de los enemigos de Fritez, al ver mi vulnerabilidad, podrían intentar una operación en mi contra.
Decido trasladarme a Guatemala y buscar nuevos horizontes.
En Guatemala alquilo un apartamento en la zona residencial de Vista Hermosa. Tengo recursos económicos para poder aguantar unos meses.
Conozco al director de Teléfonos de Guatemala (GUATEL), Francis Ramírez, y por él me entero de los problemas de seguridad que tiene la empresa: robos de mercancía, mala organización en los servicios, sabotajes a las instalaciones por los mismos obreros, burocracia, etc.
La seguridad a GUATEL la proporcionan grupos de vigilantes propios de la empresa y una policía privada controlada por el ejército, llamada Policía Militar Ambulante (PMA). Los vigilantes de ambas controlan el acceso a las instalaciones y vigilan los perímetros y las áreas dentro de las edificaciones.
La ineficiencia de ambas policías, su poco profesionalismo, los equipos y armamentos inapropiados que poseían, el deterioro, mala iluminación, servicios viejos e inadecuados contra incendios, malos sistemas de control y restricción de acceso a las instalaciones, hacían necesaria una evaluación de la seguridad.
Ramírez me muestra la propuesta de un estudio de seguridad que había hecho una compañía de servicios de seguridad controlada por un grupo de israelitas. La propuesta era deficiente y no abarcaba las principales necesidades de la empresa. Así se lo hice saber a Ramírez, y a continuación le ofrecí entregarle un estudio de seguridad a mi juicio, mucho más profesional, para que también lo presentara a su junta directiva.
En unos pocos días presenté mi propuesta y obtuve el contrato.
Mi trabajo se dividía en tres etapas. La primera sería visitar todas las instalaciones de GUATEL y hacer una encuesta de seguridad: altura y condiciones de las cercas; iluminación del perímetro, equipos contra incendios, condiciones de las ventanas, puertas, vulnerabilidad de las operaciones, control de visitantes, etc. Se fijaban fotográficamente las condiciones de los establecimientos y las fallas de seguridad.
La segunda etapa consistía en hacer recomendaciones para mejorar cada una de las fallas de seguridad y, la tercera y última, en trabajar sobre la implementación de los equipos necesarios y las medidas que se debían tomar para disminuir la vulnerabilidad de las instalaciones.
En el contrato estaba incluido el entrenamiento del personal de seguridad del director: comunicaciones, manejo defensivo, tácticas defensivas contra atentados y secuestro, defensa personal y uso de armamento.
Organizo el trabajo y todo marcha bien. No pierdo contacto con la gente de Miami. Como muchas veces, en nuestra larga lucha, todo parece estancado y no se ve la solución por ningún lado. Espero con paciencia que se abra un nuevo camino.
Mientras tanto, sin yo saberlo, mis enemigos se confabulan para atentar contra mí. Me han ubicado en Guatemala. En la sombra se organizan y trabajan en un plan siniestro.
El atentado Septiembre de 1989
Un cubano de nombre Enrique (Kike) Fonseca llega a Guatemala con pasaporte nicaragüense. Su misión: hacer contacto con militares del ejército guatemalteco para planificar y ejecutar mi secuestro.
Al mismo tiempo, otros cubanos se reunían con un grupo de militares mexicanos para organizar la segunda parte del plan.
Tanto los militares guatemaltecos como los mexicanos cooperarían con los cubanos por una cantidad considerable de dinero.
Los guatemaltecos apoyarían mi secuestro en ciudad Guatemala. Los mexicanos proporcionarían una pista para aterrizar y despegar un avión Cessna 310, cerca de la frontera con Guatemala, en Tapachula.
Fonseca hace contacto con un coronel guatemalteco de nombre Nito Cabrera. El coronel recibe 40 mil dólares, comprometiéndose a efectuar el secuestro y trasladarme después a Tapachula, México.
Mientras, otro cubano, de nombre Manuel Cisneros Castro, ex-Jefe de Comunicaciones y Electrónica del Ministerio del Interior de Cuba, sobornando a los militares mexicanos, asegura la pista donde aterrizaría el avión Cessna 310 que me trasladaría a Cuba.
Pasan los meses de octubre, noviembre y diciembre; termina el año 89.
A la entrada del nuevo año, el coronel Cabrera no ha presentado ningún resultado. Los cubanos presionan para que se efectúe la operación. Cabrera alega que el secuestro es sumamente difícil y ofrece cambiar el operativo por mi eliminación física. Los cubanos acceden.
La cúpula de la muerte
Desde los tiempos de la dictadura del general Lucas García, en Guatemala se reunían semanalmente, específicamente los lunes a las 5:30 p. m. en el palacio presidencial, un grupo muy selecto de militares.
La reunión, presidida por el propio general Lucas García, contaba con la asistencia del Ministro de la Defensa, del Jefe del Estado Mayor, del Jefe de la Regional (servicio militar), del jefe de la PMA (Policía Militar Ambulante) y del G-2 del ejército. Recibían de este último la lista de las personas que debían ser asesinadas. Los motivos, generalmente políticos, se extendían hasta casos de venganza personal o económicos.
La junta decidía quién debía morir y quien no.
Una vez aprobado el asesinato, el G-2 encargaba a los coroneles subalternos la ejecución del mismo.
Los designados a efectuar la ejecución tenían un tiempo limitado, generalmente treinta días, para realizar los controles y vigilancia de las víctimas.
Las misiones de asesinato las podían efectuar con personal propio, o en algunos casos el G-2 apoyaba estos trabajos con personal especializado, asesinos que podían ser utilizados en operaciones criticas.
En el tiempo que nos ocupa y siendo Presidente de la República Vinicio Cerezo, los militares no confían en él ni en su Ministro de la Defensa, general Gramajo: por lo tanto, trasladan la reunión de los lunes para un lugar fuera del palacio y ni el presidente ni el ministro son invitados.
Las palabras que cruzaron Ortega Menaldo y Cabrera no han podido saberse, pero lo cierto es que este último recibió el visto bueno para ejecutar la misión de darme muerte.
28 de febrero de 1990
Salgo de mi casa, como de costumbre, a las 8:30 de la mañana. Voy vestido de traje y corbata. El edificio donde tengo mi apartamento tiene estacionamiento techado, cuya salida tiene una subida muy pronunciada. Salgo del estacionamiento y doblo hacia la derecha.
Frente a mí, un hombre me dispara con una subametralladora que reconozco inmediatamente como un M3 Al con silenciador. Las balas penetran el parabrisas delantero del carro, sin tocarme, milagrosamente. Piso a fondo el acelerador y le tiro el carro encima al tirador que tengo enfrente.
Otros hombres también con armas con silenciadores me están disparando por detrás y por el lado derecho. No escucho los estampidos, pero sí siento como pedradas cuando los proyectiles pegan en la carrocería del carro y lo penetran.
Llego a la avenida principal de Vista Hermosa, como a unos cien metros de donde me han disparado; estoy ileso, no me ha alcanzado ningún proyectil, pero la visibilidad del parabrisas delantero es muy precaria.
Doblo a la izquierda y avanzo por la avenida. A esa hora de la mañana el tránsito es intenso en ambos sentidos y avanzo como unos trescientos metros. En estos momentos, ya percatado de la situación, llevo en la mano derecha una pistola Beretta modelo 92 de 9 mm. Apresuradamente pongo en el asiento delantero derecho un cargador extra de 16 tiros.
De pronto me percato de que un pick up blanco, con dos hombres en la paila me persiguen, disparando sus armas. Siento las balas pegando en el carro. Están a lado derecho y un poco detrás. No puedo disparar pues me es imposible bajar el vidrio de la puerta derecha, que está completamente destrozado por los proyectiles. Recuerdo perfectamente las clases de manejo defensivo que recibí de Hermes Rojas en El Salvador. Piso violentamente el pedal del freno. El chofer del carro perseguidor, sorprendido por la maniobra, queda a mi lado. Abro violentamente la puerta y estoy a un metro de distancia de los asesinos. Intercambiamos disparos casi a quemarropa. Veo que los dos hombres se desploman, pero siento que yo he recibido también varios balazos. El pick up se me adelantó y siguió a toda velocidad.
Sentí un profundo dolor en el brazo izquierdo, en el pecho y mi mandíbula estaba entumecida. Sangraba profusamente, pero no había perdido el conocimiento. Seguí conduciendo el carro, buscando ayuda. La visión se me nubló, las piernas también se me entumecieron y no las sentía cuando presionaba el acelerador y los frenos.
Tampoco podía ver bien por el destrozado parabrisas delantero. En esas condiciones logré avanzar hasta una bomba de gasolina, como a tres kilómetros de donde ocurrió el atentado. La sangre me cubría todo el cuerpo e inundaba mis zapatos. Cerca de la gasolinera, como a unas cuatro cuadras, hay un hospital. Una señora se bajó de un carro, me puso una mano encima y rezó por mí. Llegó un camión de bomberos, y en él me llevaron hasta el hospital El Pilar. Me bajé del camión de bomberos, caminando, apoyado en una persona que pertenecía al grupo de los bomberos. La vista se me iba, pero todavía conservaba el conocimiento; la sangre no me dejaba inhalar aire y me estaba ahogando.
Me pusieron en una camilla, me cortaron la ropa con una tijera y, rápidamente y a sangre fría, un médico me practicó la traqueotomía; un tubo penetró por mi tráquea. El dolor era intenso, pero sentí un gran alivio cuando entró aire a los pulmones. Pedí un papel y escribí: "soy alérgico a la penicilina". Demasiado tarde, porque ya me habían inyectado un millón de unidades de un medicamento que contiene penicilina. Milagrosamente, también, no se produjo ninguna reacción alérgica.
No podían detener la sangre que brotaba de mi boca. Una bala de calibre .45 me atravesó la cara de izquierda a derecha, fracturándome la mandíbula en dos partes y dañándome seriamente la lengua. Otra bala me atravesó el brazo izquierdo, tocando el hueso sin quebrarlo; otra me atravesó el pecho al nivel de la tetilla izquierda, saliendo limpiamente por la espalda, perforándome el pulmón y rozándome el corazón.
Me inyectaron un anestésico para poder trabajar sobre mi boca y tratar de detener la hemorragia. Perdí el conocimiento. Al instalar unas bolsas infladas dentro de la boca, presionaron las paredes de la misma y detuvieron la hemorragia.
A las 4 de la tarde volví en mí. Estaba sentado, cubierto de tubos y agujas, y mi cara estaba terriblemente hinchada. La lengua desproporcionadamente grande, pendía de mi boca como un pedazo de hígado sanguinolento. Un médico se me acercó y me dijo:
-La hemorragia de la boca está controlada; aunque hay una herida que te atravesó el pecho, no parece haber hemorragia interna y por el momento estás estable. No ha pasado el peligro, pero si sigues respirando así, vivirás.
No tengo dolor, porque el proyectil que rompió el hueso de la mandíbula en dos partestambién seccionó el nervio principal que pasa por su interior y transmite las sensaciones dolorosas.
Mandé a buscar a Gaspar Jiménez a Miami. Llegó al siguiente día a las 8 de la mañana. Ese mismo día llegan Manuel Marchelli e Ino Leal.
El presidente Vinicio Cerezo ha comisionado al jefe de seguridad de palacio, Henry, para que organice la seguridad en el hospital. Henry, profesionalmente, desarrolla un plan de protección con quince hombres. Tienen prácticamente tomado el piso y hay hombres en las afueras del hospital. Ninguna visita que no sea autorizada por mí, es permitida.
Además de la seguridad de los hombres de palacio, tengo mi propia seguridad. Siempre habrá una persona de mi confianza a mi lado, armada y dispuesta a defenderme.
Estoy en cuidados intensivos. Mi cara está enormemente hinchada y la lengua, que se seca continuamente, no ha podido ser introducida en mi boca porque también está hinchada y tiene un color rojo muy oscuro. Las bolsas que me introdujeron en la boca me molestan mucho.
Permanezco doce días en cuidados intensivos. Con mucho cuidado me trasladan a rayos X para evaluar los daños. El hueso del brazo izquierdo no fue fracturado, aunque la bala lo golpeó. La bala que atravesó mi pecho, pasó rozando el corazón y salió limpiamente por la espalda sin romper costillas, aunque sí hizo un feo agujero en el pulmón. La mandíbula inferior está perforada por la rama izquierda y la derecha, la separación de la fractura en ambos lados es de cerca de una pulgada. Del lado derecho de la cara me extraen una bala calibre .45; me llevan a una sala de cirugía. Veo varios médicos a mi alrededor, me inyectan anestesia y pierdo el conocimiento. Un cirujano me extrae las bolsas. Al comprobar que no hay hemorragia y que mi lengua ha cedido a la hinchazón, procede a reparármela e inmoviliza mi mandíbula amarrando mis dientes con alambres.
Vuelvo en mí, estoy en mi cama. A mi lado Ino Leal se está desabrochando una bota de campaña de donde extrae varios billetes de 100 dólares. Me entrega 4 mil y me dice: "Vaya socio, para los gastos". Me emociono. Delante de mí está mi hermano Ino, que ha dejado su trabajo para protegerme y prestarme ayuda. Su mano generosa también empuñará sin titubear la pistola que porta para defenderme.
Pasan los días, comienzan a alimentarme con jugos, me siento mucho mejor. más fuerte, aunque he bajado cerca de 40 libras de peso.
De El Salvador llega mi amigo Ernesto Alwood, por segunda vez, y se asombra de mi recuperación.
A los treinta días exactos de haber ingresado al hospital, los médicos me dan de alta.
Llega la cuenta de gastos médicos y del hospital, son 22 mil dólares. El gobierno paga 4.500 y el resto, tengo que afrontarlo yo. Amigos como Rafael Prats, José Miguel Fritez, Ramón Cacicedo, Emilio Pastor, Luis Roses, Foyo, el doctor Alberto Hernández y otros, sufragaron los gastos del hospital y de mi recuperación.
De nuevo, fuerte y decidido
Una madrugada, con la seguridad brindada por Henry, Gaspar Jiménez, Ino Leal e Ignacio Castro me trasladan en avión a Honduras: allí me espera Toño, un hombre que envía Juan Aramendia para prestarme ayuda.
La gente de Miami se comunica con Rafael Nodarse para que me dé apoyo. Rafael me lleva al mejor hotel de San Pedro Sula, el Copantl. Allí permanezco durante dos meses. Rafael paga los gastos. Sus hijos, Tadeo y Joaquín, me protegerán mientras dure mi lenta convalecencia. Rafael siempre estará cerca de mí.
Mi convalecencia fue dolorosa. Me alimentaban con una jeringa y un tubo introducido por un lado de mi boca. Solamente podía ingerir alimentos licuados. Mi boca estaba sostenida y amarrada con alambres. Pesaba 140 libras, 40 por debajo de mi peso normal.
Comencé a pintar cuadros, los vendía y sufragaba mis gastos. Hice exposiciones de pintura en Miami y, con el producto de las ventas, pude pagar alguna de mis cinco operaciones. Eliécer Grave de Peralta, Rafael Peláez, Miguel Jiménez ayudaron con su esfuerzo económico a dos de las intervenciones quirúrgicas que me practicaron. Mi amigo Tony García pagó, él solo, la última, incluyendo una cirugía plástica que me reconstruyó mi maltrecha mandíbula.
Estoy en perfecto estado de salud y mi mente se encuentra equilibrada y con la misma decisión que antes. De nuevo estoy activo.
Con gran entusiasmo veo que se vislumbra el final. La batalla de la libertad se aproxima. Oigo a lo lejos los tambores de guerra. Nuestros muertos. Nuestros presos. El pueblo de Cuba que sufre nos ayuda y estimula en nuestra justa y necesaria contienda.
Mientras quede un cubano con honor y valor, la libertad de Cuba será conquistada.
Combatiremos, lucharemos, venceremos.
El Salvador es un país pequeño de grandes hombres. Durante diez años se enfrascó en una guerra fratricida, que le costó a la nación 80.000 muertos.
La guerrilla del FMNL, apoyada por el comunismo internacional y principalmente por Cuba y Nicaragua, trataba de desestabilizar el sistema para lograr el poder. Las Fuerzas Armadas Salvadoreñas recibían ayuda en armamento, dinero y asesoría de los Estados Unidos. Las unidades guerrilleras atacaban instalaciones militares y estructuras económicas, sobre todo el suministro eléctrico. Los combatientes de ambos bandos morían y la población civil sufria el rigor de la guerra. Diariamente se producían apagones que duraban varias horas, la economía estaba por los suelos, atentados, sabotajes y bombas estremecían las ciudades. En estas circunstancias se produce mi llegada a El Salvador.
Félix Rodríguez trabaja para la Fuerza Aérea Salvadoreña. Vuela un helicóptero HUGH-500, artillado en misiones de combate. Esa noche duerme en la habitación que le han asignado dentro de la base. Nuestra conversación trata de los viejos tiempos, de la invasión a Bahía de Cochinos: de la Base de Fort Benning, donde ambos fuimos oficiales del ejército americano: de los trabajos que realizamos con la CIA, etc. Trato de eludir el tema de la prisión y la fuga: los recuerdos son muy recientes y todavía causan dolor.
Al siguiente día, Félix sale a una misión muy de mañana y a su regreso lo estoy esperando. Tomamos un jeep blindado y nos dirigimos a la ciudad. Voy con mi mochila de viaje. Me alojo en una habitación del Hotel Camino Real, que su propietario, el señor Luis Poma, ha facilitado a Félix. Ahí viviré hasta que encuentre alojamiento.
Dos días después recibo la visita del Dr. Alberto Hernández, próspero médico y patriota cubano con residencia en Miami. Alberto en varias ocasiones me ha demostrado su valor y amistad. Esta vez, de nuevo está allí para apoyarme en mi difícil situación. Un grupo de Miami, gente muy calificada, entre las que están Jorge Mas, Feliciano Foyo, Pepe Hernández y otros, han hecho un "pull" para solventar mis necesidades económicas.
Alquilamos una casa. Alberto y yo salimos al automercado y compramos utensilios de cocina, cubiertos, sábanas, toallas y comestibles. Me asignan una cantidad de dinero suficiente, que me llega regularmente todos los meses. Una sirvienta llamada Angélica y un carro alquilado completan mis necesidades.
Unos días después de llegar me encuentro con una agradable sorpresa: Luis Orlando Rodríguez está en El Salvador, es segundo al mando del grupo militar de asesores que tiene el ejército americano. Lo conocí en Fort Benning, Georgia, cuando ambos éramos tenientes; ahora tiene el grado de teniente coronel. Me abraza efusivamente y desde ese momento se convertirá en mi ángel guardián.
Días después, con conexiones en la Fuerza Aérea, me consiguen documentos de identidad, pasaporte y un carnet para portar armas.
Me paso los días en la base aérea con Félix. Ocasionalmente vuelo con él en el HUGH-500. El capitán Leiva me concede que vaya a misiones de combate en un viejo avión DC3 artillado con
ametralladora calibre 50, que ametralla las zonas donde se encuentran los guerrilleros.
Así transcurren mis días, sin pena ni gloria; llega la Navidad del año 1985, la primera que disfruto a plenitud desde mis crueles y largos años de cautiverio.
18: La red de abastecimiento a la Contra
Abril de 1986
Un avión DC8 de la Compañía Arrow Air, procedente de Portugal, se dirigía a la base militar norteamericana de Palmerola, en Honduras, cargando un millón cien mil cartuchos 7.62 x 39 para fusiles AK-47, que serán entregados a las unidades de los Contras, estacionados en la base militar de El Aguacate, en territorio hondureño cerca de la frontera con Nicaragua.
Las fuerzas de los Contras, el FDN (Frente Democrático Nicaragüense) que combatían al ejército sandinista en el Frente Norte, eran comandadas por el coronel Enrique Bermúdez. Según lo convenido entre la CIA y la jefatura de los Contras, debían avisar con 48 horas de anticipación la llegada de cualquier avión de suministros al ejército de Honduras. Como en ocasiones anteriores, no se había cumplido con este requisito. El DC8, ya cerca de Honduras, se comunicó pidiendo autorización para el aterrizaje. El general Humberto Regalado Hernández desautorizó la entrada de la nave.
La carga del avión, unas 80.000 libras, había sido adquirida por el grupo del teniente coronel Oliver North, asesor del Presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan en materia de seguridad, que habían creado una red de abastecimiento para apoyar a los Contras.
Como bien se sabe, el congreso norteamericano había prohibido al gobierno que le suministrara material bélico a las fuerzas rebeldes en Nicaragua; solamente se permitía la ayuda no letal: uniformes, botas, medicinas, etc.
La CIA. que estaba a cargo de este proyecto, veía con muy buenos ojos que un grupo independiente apoyara con armas y municiones a los rebeldes antisandinistas.
Ante la urgencia de la situación, Rafael Quintero, viejo combatiente anticastrista y hombre de confianza del general Richard Seacord, quien pertenecía al grupo de North, se comunicó telefónicamente con Félix Rodríguez, pidiéndole que intercediera ante el general Juan Rafael Bustillo, comandante de la Fuerza Aérea Salvadoreña, para que dejara aterrizar la nave en la base militar de Ilopango. Bustillo no sólo accede sino que permitió descargar el avión y guardar la munición en los almacenes militares de la Fuerza Aérea.
Dos días después llegó a El Salvador Rafael Quintero. Nos reunimos en la casa del capitán Leiva con Félix Rodríguez. Quintero traía una nueva petición de parte del grupo de Washington ¿Permitiría el general Bustillo construir una nave que sirviera de almacenamiento de armas y municiones dentro de las instalaciones de la base aérea? Félix transmite la petición y Bustillo está de acuerdo.
Un avión L- 100 (versión comercial del C- 130) de la compania Southern Air Transport, aterriza en Ilopango transportando un almacén prefabricado: con él viene también un técnico especializado, que promete terminar la construcción en dos semanas. Bloques de concreto, ladrillos, cemento, herramientas, instalaciones eléctricas son adquiridas en el país. Treinta obreros salvadoreños, dirigidos por el técnico, hacen posible la finalización de la nave en sólo 10 días. ¿Permitiría Bustillo traer un avión con su tripulación para hacer "tiros" de suministro a las tropas rebeldes?
Llega el primer avión, un C-7 Caribú Canadiense. Cerca de Ilopango sufre un percance: se le para el motor y, después de botar la carga, ejecuta un aterrizaje forzoso. El avión es protegido por el ejército y la Fuerza Aérea le da apoyo para arreglar el desperfecto: al siguiente día aterriza en Ilopango.
Participo en la construcción del almacén y alquilo una casa para alojar a la tripulación del C-7. Otro Caribú, dos aviones del tipo C-123 y una avioneta Maul, constituyen nuestra fuerza aérea de suministro. Sawyer, Prowatti, Hugh, Cunni, Cooper, Bob Owens, pilotos mecánicos, Riggers (empaquetadores de paracaídas), Kickers (lanzadores de carga) en número de 30, integran la tripulación de los aviones.
El reclutamiento del recurso humano lo hace un coronel retirado de la fuerza aérea norteamericana, llamado Dick Gadd; a finales de mayo se hacen los primeros vuelos.
Las tormentas, la falta de equipo de navegación y la información imprecisa hacen que las misiones fracasen una y otra vez. Un avión de la Southern Air del tipo L-100, con 40.000 libras de armas y municiones, dotado de equipo sofisticado de navegación, hace el primer tiro exitoso. Bonzo, un viejo piloto, conduce la nave; en la tripulación va el asesor de North, Robert Owen.
Suministramos al Frente Sur de Nicaragua, específicamente al grupo guerrillero comandado por el comandante Franklin, que ha sustituido a Edén Pastora.
El jefe de la "estación" de la CIA en Costa Rica, Joe Fernández, está en contacto con las tropas de Franklin y, día a día, nos transmite su posición. Sofisticadas máquinas de codificar y descodificar mensajes telefónicos del tipo KL-3, suministradas por Oliver North, nos permiten transmitir mensajes seguros a Washington y a Joe en Costa Rica. Hay varias de esas máquinas en las casas de seguridad. El coronel James Steel, jefe del grupo militar americano en El Salvador, tiene una de ellas. Joe nos da la localización de las tropas de tierra y, posteriormente, nos avisará si la misión de suministro ha tenido éxito.
Las tropas de tierra hablan español y las tripulaciones de los aviones solamente inglés. Viajo en los aviones para establecer las comunicaciones de tierra a aire y viceversa, y comunicárselas a los pilotos. Frecuentemente nos comunicamos con las radios sandinistas que se meten en nuestra frecuencia y, haciéndose pasar por los Contras, tratan de desviar nuestro avión hacia ellos.
Las misiones, que se producen casi a diario, a medida que el tiempo mejora, comienzan a tener éxito. Construimos una pista de aterrizaje en la finca El Murciélago, en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua. Allí almacenamos gasolina para hacer más cortos los viajes desde El Salvador hasta la zona guerrillera en territorio nicaragüense.
En abril llega un Lear Jet, procedente de Washington; en éste vienen Oliver North, el general Seacord y Dick Gadd; traen piloto, copiloto y aeromoza.
Vienen a una reunión con el general Bustillo y con Bermúdez. A la reunión asisten también el capitán López y Félix Rodríguez. Dick Gadd sale conmigo a hacer un recorrido por los almacenes y casas donde están alojadas las tripulaciones.
En la reunión se discuten los distintos tópicos del proyecto de abastecimiento. El FDN no tiene pilotos y acepta que pilotos norteamericanos mantengan y vuelen los aviones.
Al retirarse como a las 4 de la tarde, después de un almuerzo, se llevan varias cajas de cerveza salvadoreña Pilsener.
El viaje desde Ilopango hasta la zona de suministro toma 5 horas en los aviones C-123, que van llenos de combustible, limitando su carga a 8.500 libras.
Recuerdo una noche que iba piloteando William Cooper y llevaba como copiloto a Piowatti; en territorio nicaragüense las tormentas eran tan fuertes que no se veía nada; además, los instrumentos del avión se dañaron. Pasamos sobre una base militar sandinista, donde nos hicieron fuego con ametralladoras calibre 50; se podían ver las balas trazadoras cruzando alrededor de la nave. Como a los 15 minutos, el avión recibió varios golpes fuertes. Observé por la ventanilla y pude ver que el motor jet del ala izquierda estaba destrozado. El C- 123 tiene dos motores jet que auxilian a los motores de propela en el despegue, apagándolos cuando la nave toma altura. Al llegar a la base por la mañana, pudimos observar golpes en las alas del avión y sacamos pedazos de madera del motor destrozado:
¡habíamos pasado por dentro de un árbol sin darnos cuenta!
En un momento dado habíamos varios cubanos involucrados en la guerra. En Honduras se encontraba Mario Delamico, hombre de confianza del general Regalado y a quien éste había encargado de la logística; no había vuelo o barco que llegara con armamento para los Contras que no fuera controlado por Mario. El coronel Reynaldo García (a) El Chiqui, jefe del grupo militar de Estados Unidos en Honduras, cooperó abiertamente y en varias ocasiones arriesgó su posición participando en operaciones que le estaban vedadas por el ejército a que pertenecía. Corzo y Papito Hernández suministraron armamento y pelearon al lado de los combatientes del Frente Sur.
El coronel Luis Orlando Rodriguez, también cubano, y que no tenía nada qué ver con el otro Luis Orlando, ocupaba una alta posición en Guatemala y, desde allí, fue hombre clave en las primeras etapas de la Contra.
En El Salvador, además de Félix y yo, estaba el coronel Luis Orlando Rodriguez, quien junto con su comandante, el coronel Steel, cooperaron más allá de sus límites. El capitán Peter Díaz, también del grupo militar, todos los días me entregaba personalmente el pronóstico del tiempo, tan necesario para los vuelos de nuestros aviones. Delamico fue la figura principal de un hecho poco conocido y, a la vez, histórico. Desde la guerra que sostuvieron El Salvador y Honduras existía antagonismo entre los dos países, el cual había crecido hasta el extremo de que no existía intercambio de información de inteligencia y mucho menos cooperación operativa entre ambos.
Mario, debido a sus conexiones, tuvo varias pláticas al más alto nivel, exponiendo las ventajas que para ambos países significaban el acercamiento y la cooperación en materia militar, tanto en la guerra de los Contras como en la guerra que el Salvador sostenía con los insurgentes de izquierda, cuyas unidades se replegaban en los bolsones fronterizos.
Los jefes de los ejércitos de El Salvador, general Blandón y de Honduras, general Regalado, acceden a enviar a sus emisarios para una conferencia en la frontera. Se reúnen el coronel Aplícano por Honduras y el coronel Orlando Cepeda por El Salvador. Mario asistió a la reunión. La CIA fue excluida por el alto mando de los dos países. El objetivo de la reunión fue el desarrollo de un programa mutuo contra el enemigo común: el comunismo.
En El Salvador, el programa de suministro continuaba. En la Base de Ilopango, junto al almacén de pertrechos de guerra, había un almacén de piezas de repuesto.
El trabajo era intenso; diariamente los empaquetadores preparaban las cajas con los paracaídas. Los mecánicos se ocupaban de las máquinas de los viejos C-123 y C-7. Se realizaban vuelos de prueba diariamente. La Fuerza Aérea de El Salvador nos vendía el combustible que utilizábamos en nuestros aviones, los mecánicos de la base auxiliaban a nuestros mecánicos y, lo más importante, casi diariamente dejábamos caer armas y municiones a las unidades de tierra del Frente Sur.
El suministro del Frente Norte, en el cual nosotros no tomábamos parte, estaba con dificultades y el coronel Bermúdez nos pide cooperación. Se le envía un Caribú con su tripulación y un mecánico, que diariamente suministrara a las guerrillas del FDN en el Frente Norte.
De Washington envían al coronel (retirado) de la Fuerza Aérea de EUA, Bob Dutton, que se encargará de la jefatura de todo el proyecto. Dutton, hombre de valor, que tuvo parte importante en el rescate fallido de los prisioneros norteamericanos en Irán, pronto tiene fuertes roces con Félix.
Dutton se enroló en una misión en territorio nicaragüense donde suministraron con éxito.
A mediados de mayo, como a las 3:00 de la tarde, me encontré con Mario en completo uniforme militar con un M- 16 en la mano. Me saludó y le pregunté que para dónde iba.
-Voy a San Miguel, a la base militar.
Y discretamente no me informó sobre su misión. Momentos después lo vi abordar un helicóptero.
Esa noche, como a las tres de la mañana, me llamó Félix Rodríguez y me dice que un numeroso grupo guerrillero ha atacado con fuerza. Los aviones y helicópteros están saliendo de Ilopango para hostigar a los atacantes.
Me acordé de Mario. Me vestí y salí para la base aérea. Vi llegar las tripulaciones, reabastecer sus naves de combustible y municiones y salir otra vez.
Al llegar el día, el ataque cesó y los guerrilleros se retiraron bajo fuerte hostigamiento.
Los muertos de ambos bandos fueron considerables: cerca de 90 soldados y un número menor, pero también significativo de guerrilleros.
El Batallón Arce, al mando del coronel Mauricio Estévez, vino al rescate de la base con 700 efectivos y recuperó la posición temprano por la mañana. Félix y yo, en un Hugh-500, conducido por Félix, llegamos a la base. La destrucción se observa por todos lados. En la nave donde dormían los soldados y donde fueron atacados con explosivos que plantaron grupos de guerrilleros especializados, se veía sangre y destrucción. A los muertos los estaban apilando y a los heridos evacuando. Buscamos a Mario, y pudimos saber que se encontraba a salvo y ya había sido evacuado.
Vuelos y más vuelos
Comenzamos a volar de día, arriesgando mucho. Nicaragua tiene helicópteros del tipo MI-24 y MI-25, máquinas formidables, con un poder de fuego tremendo y gran velocidad, que podían fácilmente alcanzar y destruir nuestras naves. Además, poseen cohetería de tierra a aire del tipo SAM-7, que tiene gran movilidad y puede ser trasladada con facilidad.
La ruta de nuestros vuelos se hace constante. Varias veces, en la habitación donde se planean las operaciones, Piowatti me lo hace saber. Hablo con William Cooper, j efe de los pilotos, pero éste sonríe y no le da importancia. Cooper, un hombre de unos 60 años, ha participado durante toda su vida en vuelos de transporte sobre territorio enemigo. Tiene más de 30.000 horas de vuelo. No conoce el miedo. Trabaja ocasionalmente para la empresa Southern Air. Es el jefe y todos los pilotos lo respetan mucho.
La noche del 7 de octubre hay una comida en mi casa. Angélica, la sirvienta, ha preparado magistralmente unos patos al vino, que cacé la semana anterior con mi amigo Franco Benedetti. Somos solamente seis comensales. Cooper se encuentra entre ellos. También está Félix Rodríguez. Cooper ha bebido un poco y se muestra entusiasta y jovial. Cuando llega el postre y el plus-café se toma media botella de amareto con helado de chocolate. La última noche de su vida la vivió feliz. El siguiente día era domingo. Los domingos, a no ser una emergencia, yo jamás volaba.
El vuelo de la muerte
El vuelo, con 8.500 libras de carga, saldría a las 11 de la mañana. Llegué temprano a la base aérea de Ilopango y ordené llenarlos tanques del C-123. La tripulación está compuesta por Cooper y Sawyer como piloto; Eugene Hassenfus, un americano alto y fuerte, va en la nave como kicker, es decir, el encargado de arrojar la carga al llegar el punto preseleccionado. Un joven nicaragüense, de unos 20 años, será quien hablará por radio con las tropas de tierra. El capitán López, jefe de logística de los Contras, se encuentra allí con un grupo de cuatro nicaragüenses que se ocupan de las comunicaciones. Tienen, en una habitación construida en el almacén de pertrechos, un radio por el cual se comunican con El Aguacate.
El joven que irá en el avión para establecer la comunicación con tierra, no llega.' Son las 10:45 y el avión tendrá que salir a las 11:00. Comienzo á cambiarme la ropa para ocupar su lugar. Estoy disgustado. De repente lo veo venir, cuando ya estoy listo para abordar el avión. Le doy un fusil AK-47 y así, sin cambiarse, aborda la nave, Es una mañana esplendorosa. El avión carretea y levanta vuelo. Después de volar tres horas por la costa, llega a Nicaragua. Sigue la ruta que ha seguido en días anteriores. Los sandinistas han emplazado cuatro cohetes del tipo SM-7 con sus tiradores. Están esperando el avión. Este vuela bajo y, al pasar cerca de la instalación, disparan dos cohetes, uno tras otro. El segundo disparo pega en el motor izquierdo de la nave; un fuerte estremecimiento, y el avión comienza a descender. Con tanta carga es imposible controlarlo. Hassenfus, el kicker, hombre de mucha experiencia, se da cuenta de que pronto se estrellarán; rápidamente se pone el paracaídas, toma su fusil AK-47, abre la compuerta de descarga y tira la carga. Por la misma compuerta, y ya con el paracaídas puesto, se lanza. Todos los paracaídas de la carga se van abriendo; también se abre el paracaídas de Hassenfus. La nave desciende vertiginosamente; Cooper y Sawyer no pueden controlarla y cae pesadamente, estrellándose contra los árboles. Todos sus ocupantes mueren en el impacto.
Se arma el escándalo
Las tropas sandinistas buscan a Hassenfus, quien es capturado en la selva varias horas después. En los interrogatorios a que lo sometieron posteriormente, me reconoció e identificó por los retratos que le mostraron.
Se arma un gran escándalo. Los sandinistas, con los cadáveres de dos norteamericanos y con otro detenido, emprenden una campaña publicitaria atacando a los Estados Unidos.
Aparezco en la primera plana del periódico Miami Herald, de Miami. Se descubre que un grupo de norteamericanos, entre los que figuran Oliver North, asesor del Presidente Reagan, y el general Seacord, desobedeciendo al Congreso de los Estados Unidos, suministran armas y municiones con aviones y pilotos americanos a los Contras.
Se destapa la olla del famoso caso conocido como IRANGATE, en el que la ganancia obtenida por la venta de armas a Irán, fue utilizada para comprar y suministrar pertrechos bélicos a los Contras.
En El Salvador también se produce un gran escándalo. Los periodistas de medios internacionales de prensa han detectado dos de las casas donde viven los pilotos y también detectan la mía. Nos rodearon tratando de obtener información y fotografías. Prohibí a los norteamericanos que salieran de la casa.
A las dos de la mañana del siguiente día, el general Bustillo me llama por teléfono y me pide que vaya a verlo a la base. Rafael Quintero, que está viviendo en mi casa, me acompaña. Los dos vamos armados, dispuestos a enfrentar lo peor. Tal vez, pensamos, nos detienen y nos encarcelan. No lo vamos a permitir. El general Bustillo es un hombre recto que habla de frente. Me pide información y también me dice que evite que los americanos salgan; que destruya papeles y equipos comprometedores.
Teme el escándalo de la prensa. Por él me entero que toda la operación de suministro se ha hecho sin la autorización ni el conocimiento del presidente Duarte. Bustillo nunca pidió su autorización para la operación.
Queda una vez más demostrado que en El Salvador el ejército, la fuerza aérea y el gobierno, tienen cuotas de poder por separado y solamente unifican su criterio en decisiones trascendentales.
La política internacional, como en este caso, siempre está controlada por el presidente, quien tomará las decisiones. En el caso del suministro de armas a la Contra, el presidente Duarte deberá enfrentar las consecuencias de las decisiones tomadas por el comandante de su fuerza aérea.
La CIA, conocedora de todo lo que estaba sucediendo (varias veces vi a sus funcionarios cerca de nuestros aviones), sin lugar a duda informó a William Casey, su director; éste, a su vez, debía informar al Presidente Reagan, de todo lo que estaba aconteciendo en El Salvador. Por conveniencia, o por instrucciones de Reagan, se hicieron de la vista gorda y permitieron que continuara la operación.
¿Quién podía negar que esta era una operación permitida y controlada desde Washington? analicemos: Oliver North era asesor de seguridad del presidente Reagan. Desde la Casa Blanca se establecía comunicación y se daban directrices a nuestros teléfonos. Las máquinas codificadoras y descodificadoras de conversaciones telefónicas estaban restringidas al uso del Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos y en cada una de nuestras casas había una. Casi todos, por no decir todos los pilotos, habían volado para la compañía Southern Air, que nos apoyaba con sus costosos aviones L-100 y cuyo personal, pilotos, mecánicos, etc., trabajaban para nosotros; era una compañía que pertenecía a la CIA, o que hacía trabajos para ella. Todos estos elementos indicaban que era muy difícil que Reagan no estuviera al tanto de todo lo ocurrido.
El día 10 de octubre, al final de la mañana, me encontraba en la Base de Ilopango conversando con el capitán López. Debíamos desalojar nuestros almacenes lo más rápidamente posible, pues la prensa había pedido al presidente Duarte que permitiera una visita a la base de la fuerza aérea. Las casas descubiertas por los periodistas permanecían bajo acecho y los norteamericanos permanecían encerrados.
De pronto, un fuerte temblor de tierra me arrojó al suelo; parecía que las paredes se nos venían encima y las luces se apagaron. Al salir de la oficina, vimos que había ocurrido un terremoto de grandes proporciones. Salí de la base y, conforme avanzaba por las avenidas que me conducían a mi casa, iba apreciando la magnitud del sismo. Personas heridas eran trasladadas, casas destruidas, gente llorando y aterrorizada. Al llegar a la primera casa de seguridad, pude apreciar que los periodistas se habían retirado: así visité la segunda y tercera casa y la mía propia. De todas, los periodistas se habían retirado. Se desplazaban por toda la ciudad para cubrir el siniestro.
Aprovechamos bien el tiempo; trasladamos a todo el personal, unos 30 hombres, a la Base de Ilopango. La fuerza aérea me prestó camiones y personal militar uniformado y, esa noche, trasladamos cajas de documentos, desconectamos las radios y las grandes antenas de los techos. El armamento y todo el material sensible fue trasladado y almacenado en la Base Aérea.
19: Mi nuevo trabajo con los venezolanos
Después de la caída del avión viví en la Base Aérea de Ilopango por tres semanas. Poco a poco el escándalo de la prensa fue disminuyendo y la presión sobre nosotros cesó paulatinamente.
El Miami Herald, en primera página y a grandes titulares, publicó varios artículos sobre mi persona.
Me retiré a una casa de playa, de la que sólo salía para cazar palomas. Solamente un amigo, en quien confío mucho, Ramón Sanfeliu y su hijo José, conocían mi paradero.
Sé que mi vida está en peligro. Después de tanta publicidad, son muchos los que estarán deseosos de hacerle un favor a Castro. Los sandinistas, los guerrilleros del FMLN y los cubanos, cada uno por su lado o coordinadamente, me buscan de nuevo para matarme. A los dos meses de estar semiescondido, volví a San Salvador.
Un grupo de venezolanos están adiestrando a la policía salvadoreña. Un sujeto, de nombre Rivera, es el jefe del grupo. Lo conozco muy bien. Cuando yo estaba a cargo de las divisiones de policía en Venezuela frecuentaba mi despacho, siempre adulador y tratando de congraciarse.
Cuando el general Bustillo solicitó al jefe del ejército un permiso para que yo portara armas, Rivera le mostró una foto mía, le dijo que yo era un prófugo de la justicia venezolana y le aconsejó que no me extendiera el documento. A pesar de todo, el documento que me permitía portar todo tipo de armamento. incluyendo subametralladoras y fusil, me fue expedido.
Los largos años de lucha me han enseñado a burlar a mis enemigos: nunca frecuento el mismo lugar: cambio de rutina; tengo cuidado con el teléfono; no hago citas, soy impredecible.
Rivera fue expulsado del grupo de asesores y tuvo que irse de El Salvador; la muerte de un instructor venezolano y de un guerrillero salvadoreño provocaron gran escándalo. Se descubrió que los venezolanos no sólo impartían enseñanza sino que también trabajaban con la policía. Una sustracción de fondos puso término a la estancia de Rivera en el país.
José Miguel Fritez, un chileno muy allegado a Duarte, controlaba los fondos de la Fundación Adenauer. Los fondos eran destinados a asesoría para el gobierno de Duarte. Los dos grandes núcleos de las asesorías estaban en el sector político, que Fritez dirigía personalmente con un gran aparato de publicidad, y en la asesoría a la policía.
Fritez, hombre de aguda inteligencia y de gran capacidad administrativa, camina siempre rodeado de ocho guardaespaldas. La guerrilla y la extrema derecha, principalmente el mayor D'Aubisson son sus enemigos.
Después de la salida forzosa de Rivera, vino a El Salvador, Hermes Rojas. Recuerdo muy bien que cuando lo introduje a la policía, tenía menos de 20 años. Desde el principio demostró gran capacidad, se hizo paracaidista, experto en explosivos, en operaciones Swat, piloto de helicóptero y llegó al grado de comisario.
Rojas traía como segundo a un funcionario cuyo seudónimo era Tomas, también muy calificado. Ambos hacían una buena pareja.
Cuando Hermes llegó al país, Fritez lo llamó y le encargó que me localizara. No me conocía, pero el excanciller de Venezuela, Calvani, le pidió antes de morir que me encontrara y me ofreciera trabajo. También Calvani, que en ese tiempo era presidente de la Democracia Cristiana a nivel internacional. había encargado de mi búsqueda a Joaquín Chaffardet. Joaquín me localizó y estuvo varios días viviendo conmigo en El Salvador, pero me aconsejó no hacer contacto con los venezolanos, por ser Rivera quien, en aquel tiempo, fungía como jefe de ellos.
Ignacio Castro llegó a El Salvador e hizo contacto conmigo. A la semana de estar en el país se encontró con José Miguel Fritez, quien le preguntó por mí y le dijo que me andaba buscando para ofrecerme un trabajo. Cautelosamente y, temiendo una trampa, visité a José Miguel; fui con Ignacio Castro. Mis temores se disiparon cuando vi al comisario Hermes Rojas en la reunión. Agradable sorpresa; nos abrazamos y a Hermes se le humedecieron los ojos.
Esa noche me citaron a la casa de Hermes; al llegar, todo estaba silencioso y oscuro; de pronto se encendieron las luces y un grupo de mariachis comenzaron a tocar; me estaban dando una fiesta sorpresa.
Desde ese día comencé a trabajar con los asesores venezolanos. Hermes es el nuevo jefe de los asesores, en lugar de Rivera.
Tengo un apartamento con piscina en una zona residencial de San Salvador, de nombre La Sultana. En el departamento de al lado vive Polo Urrutia, Embajador de Guatemala en El Salvador, a quien profeso gran amistad. De Chile viene a visitarme mi gran amigo Marcelo Rosas; de Miami viene Syla Cuervo, Gaspar y Ramón Font.
Me cuido mucho, pues los enemigos están a la vuelta de la esquina; me amparo en la seguridad de Hermes y de Fritez, pues cada uno anda con un grupo de 8 a 10 guardaespaldas, con fusiles M-16 y subametralladoras Uzi. Dos veces por semana vamos al polígono de tiro, donde practicamos con pistola y subametralladoras. No me separo de mi arma, una pistola Beretta modelo 92. Cuando voy de cacería procuro ir con Hermes y con Fritez, ambos entusiastas de este deporte.
Transcurre el tiempo, sin pena ni gloria. Trabajo en mi casa en asesorías a la policía y preparo un boletín mensual de inteligencia. Hermes, con su grupo de venezolanos, y con Tomás como adjunto, desarrolla cursos de adiestramiento a la policía salvadoreña.
20: Guatemala, nuevos horizontes
En 1988 el Partido Demócrata Cristiano de El Salvador perdió las elecciones y, por lo tanto, se terminó el programa de la Anenauer. Fritez y los venezolanos abandonaron el país.
Al quedarme sin seguridad y sin trabajo,, me convierto en blanco fácil de mis enemigos. Los guerrilleros del FMLN, mis enemigos naturales y alguno de los enemigos de Fritez, al ver mi vulnerabilidad, podrían intentar una operación en mi contra.
Decido trasladarme a Guatemala y buscar nuevos horizontes.
En Guatemala alquilo un apartamento en la zona residencial de Vista Hermosa. Tengo recursos económicos para poder aguantar unos meses.
Conozco al director de Teléfonos de Guatemala (GUATEL), Francis Ramírez, y por él me entero de los problemas de seguridad que tiene la empresa: robos de mercancía, mala organización en los servicios, sabotajes a las instalaciones por los mismos obreros, burocracia, etc.
La seguridad a GUATEL la proporcionan grupos de vigilantes propios de la empresa y una policía privada controlada por el ejército, llamada Policía Militar Ambulante (PMA). Los vigilantes de ambas controlan el acceso a las instalaciones y vigilan los perímetros y las áreas dentro de las edificaciones.
La ineficiencia de ambas policías, su poco profesionalismo, los equipos y armamentos inapropiados que poseían, el deterioro, mala iluminación, servicios viejos e inadecuados contra incendios, malos sistemas de control y restricción de acceso a las instalaciones, hacían necesaria una evaluación de la seguridad.
Ramírez me muestra la propuesta de un estudio de seguridad que había hecho una compañía de servicios de seguridad controlada por un grupo de israelitas. La propuesta era deficiente y no abarcaba las principales necesidades de la empresa. Así se lo hice saber a Ramírez, y a continuación le ofrecí entregarle un estudio de seguridad a mi juicio, mucho más profesional, para que también lo presentara a su junta directiva.
En unos pocos días presenté mi propuesta y obtuve el contrato.
Mi trabajo se dividía en tres etapas. La primera sería visitar todas las instalaciones de GUATEL y hacer una encuesta de seguridad: altura y condiciones de las cercas; iluminación del perímetro, equipos contra incendios, condiciones de las ventanas, puertas, vulnerabilidad de las operaciones, control de visitantes, etc. Se fijaban fotográficamente las condiciones de los establecimientos y las fallas de seguridad.
La segunda etapa consistía en hacer recomendaciones para mejorar cada una de las fallas de seguridad y, la tercera y última, en trabajar sobre la implementación de los equipos necesarios y las medidas que se debían tomar para disminuir la vulnerabilidad de las instalaciones.
En el contrato estaba incluido el entrenamiento del personal de seguridad del director: comunicaciones, manejo defensivo, tácticas defensivas contra atentados y secuestro, defensa personal y uso de armamento.
Organizo el trabajo y todo marcha bien. No pierdo contacto con la gente de Miami. Como muchas veces, en nuestra larga lucha, todo parece estancado y no se ve la solución por ningún lado. Espero con paciencia que se abra un nuevo camino.
Mientras tanto, sin yo saberlo, mis enemigos se confabulan para atentar contra mí. Me han ubicado en Guatemala. En la sombra se organizan y trabajan en un plan siniestro.
El atentado Septiembre de 1989
Un cubano de nombre Enrique (Kike) Fonseca llega a Guatemala con pasaporte nicaragüense. Su misión: hacer contacto con militares del ejército guatemalteco para planificar y ejecutar mi secuestro.
Al mismo tiempo, otros cubanos se reunían con un grupo de militares mexicanos para organizar la segunda parte del plan.
Tanto los militares guatemaltecos como los mexicanos cooperarían con los cubanos por una cantidad considerable de dinero.
Los guatemaltecos apoyarían mi secuestro en ciudad Guatemala. Los mexicanos proporcionarían una pista para aterrizar y despegar un avión Cessna 310, cerca de la frontera con Guatemala, en Tapachula.
Fonseca hace contacto con un coronel guatemalteco de nombre Nito Cabrera. El coronel recibe 40 mil dólares, comprometiéndose a efectuar el secuestro y trasladarme después a Tapachula, México.
Mientras, otro cubano, de nombre Manuel Cisneros Castro, ex-Jefe de Comunicaciones y Electrónica del Ministerio del Interior de Cuba, sobornando a los militares mexicanos, asegura la pista donde aterrizaría el avión Cessna 310 que me trasladaría a Cuba.
Pasan los meses de octubre, noviembre y diciembre; termina el año 89.
A la entrada del nuevo año, el coronel Cabrera no ha presentado ningún resultado. Los cubanos presionan para que se efectúe la operación. Cabrera alega que el secuestro es sumamente difícil y ofrece cambiar el operativo por mi eliminación física. Los cubanos acceden.
La cúpula de la muerte
Desde los tiempos de la dictadura del general Lucas García, en Guatemala se reunían semanalmente, específicamente los lunes a las 5:30 p. m. en el palacio presidencial, un grupo muy selecto de militares.
La reunión, presidida por el propio general Lucas García, contaba con la asistencia del Ministro de la Defensa, del Jefe del Estado Mayor, del Jefe de la Regional (servicio militar), del jefe de la PMA (Policía Militar Ambulante) y del G-2 del ejército. Recibían de este último la lista de las personas que debían ser asesinadas. Los motivos, generalmente políticos, se extendían hasta casos de venganza personal o económicos.
La junta decidía quién debía morir y quien no.
Una vez aprobado el asesinato, el G-2 encargaba a los coroneles subalternos la ejecución del mismo.
Los designados a efectuar la ejecución tenían un tiempo limitado, generalmente treinta días, para realizar los controles y vigilancia de las víctimas.
Las misiones de asesinato las podían efectuar con personal propio, o en algunos casos el G-2 apoyaba estos trabajos con personal especializado, asesinos que podían ser utilizados en operaciones criticas.
En el tiempo que nos ocupa y siendo Presidente de la República Vinicio Cerezo, los militares no confían en él ni en su Ministro de la Defensa, general Gramajo: por lo tanto, trasladan la reunión de los lunes para un lugar fuera del palacio y ni el presidente ni el ministro son invitados.
Las palabras que cruzaron Ortega Menaldo y Cabrera no han podido saberse, pero lo cierto es que este último recibió el visto bueno para ejecutar la misión de darme muerte.
28 de febrero de 1990
Salgo de mi casa, como de costumbre, a las 8:30 de la mañana. Voy vestido de traje y corbata. El edificio donde tengo mi apartamento tiene estacionamiento techado, cuya salida tiene una subida muy pronunciada. Salgo del estacionamiento y doblo hacia la derecha.
Frente a mí, un hombre me dispara con una subametralladora que reconozco inmediatamente como un M3 Al con silenciador. Las balas penetran el parabrisas delantero del carro, sin tocarme, milagrosamente. Piso a fondo el acelerador y le tiro el carro encima al tirador que tengo enfrente.
Otros hombres también con armas con silenciadores me están disparando por detrás y por el lado derecho. No escucho los estampidos, pero sí siento como pedradas cuando los proyectiles pegan en la carrocería del carro y lo penetran.
Llego a la avenida principal de Vista Hermosa, como a unos cien metros de donde me han disparado; estoy ileso, no me ha alcanzado ningún proyectil, pero la visibilidad del parabrisas delantero es muy precaria.
Doblo a la izquierda y avanzo por la avenida. A esa hora de la mañana el tránsito es intenso en ambos sentidos y avanzo como unos trescientos metros. En estos momentos, ya percatado de la situación, llevo en la mano derecha una pistola Beretta modelo 92 de 9 mm. Apresuradamente pongo en el asiento delantero derecho un cargador extra de 16 tiros.
De pronto me percato de que un pick up blanco, con dos hombres en la paila me persiguen, disparando sus armas. Siento las balas pegando en el carro. Están a lado derecho y un poco detrás. No puedo disparar pues me es imposible bajar el vidrio de la puerta derecha, que está completamente destrozado por los proyectiles. Recuerdo perfectamente las clases de manejo defensivo que recibí de Hermes Rojas en El Salvador. Piso violentamente el pedal del freno. El chofer del carro perseguidor, sorprendido por la maniobra, queda a mi lado. Abro violentamente la puerta y estoy a un metro de distancia de los asesinos. Intercambiamos disparos casi a quemarropa. Veo que los dos hombres se desploman, pero siento que yo he recibido también varios balazos. El pick up se me adelantó y siguió a toda velocidad.
Sentí un profundo dolor en el brazo izquierdo, en el pecho y mi mandíbula estaba entumecida. Sangraba profusamente, pero no había perdido el conocimiento. Seguí conduciendo el carro, buscando ayuda. La visión se me nubló, las piernas también se me entumecieron y no las sentía cuando presionaba el acelerador y los frenos.
Tampoco podía ver bien por el destrozado parabrisas delantero. En esas condiciones logré avanzar hasta una bomba de gasolina, como a tres kilómetros de donde ocurrió el atentado. La sangre me cubría todo el cuerpo e inundaba mis zapatos. Cerca de la gasolinera, como a unas cuatro cuadras, hay un hospital. Una señora se bajó de un carro, me puso una mano encima y rezó por mí. Llegó un camión de bomberos, y en él me llevaron hasta el hospital El Pilar. Me bajé del camión de bomberos, caminando, apoyado en una persona que pertenecía al grupo de los bomberos. La vista se me iba, pero todavía conservaba el conocimiento; la sangre no me dejaba inhalar aire y me estaba ahogando.
Me pusieron en una camilla, me cortaron la ropa con una tijera y, rápidamente y a sangre fría, un médico me practicó la traqueotomía; un tubo penetró por mi tráquea. El dolor era intenso, pero sentí un gran alivio cuando entró aire a los pulmones. Pedí un papel y escribí: "soy alérgico a la penicilina". Demasiado tarde, porque ya me habían inyectado un millón de unidades de un medicamento que contiene penicilina. Milagrosamente, también, no se produjo ninguna reacción alérgica.
No podían detener la sangre que brotaba de mi boca. Una bala de calibre .45 me atravesó la cara de izquierda a derecha, fracturándome la mandíbula en dos partes y dañándome seriamente la lengua. Otra bala me atravesó el brazo izquierdo, tocando el hueso sin quebrarlo; otra me atravesó el pecho al nivel de la tetilla izquierda, saliendo limpiamente por la espalda, perforándome el pulmón y rozándome el corazón.
Me inyectaron un anestésico para poder trabajar sobre mi boca y tratar de detener la hemorragia. Perdí el conocimiento. Al instalar unas bolsas infladas dentro de la boca, presionaron las paredes de la misma y detuvieron la hemorragia.
A las 4 de la tarde volví en mí. Estaba sentado, cubierto de tubos y agujas, y mi cara estaba terriblemente hinchada. La lengua desproporcionadamente grande, pendía de mi boca como un pedazo de hígado sanguinolento. Un médico se me acercó y me dijo:
-La hemorragia de la boca está controlada; aunque hay una herida que te atravesó el pecho, no parece haber hemorragia interna y por el momento estás estable. No ha pasado el peligro, pero si sigues respirando así, vivirás.
No tengo dolor, porque el proyectil que rompió el hueso de la mandíbula en dos partestambién seccionó el nervio principal que pasa por su interior y transmite las sensaciones dolorosas.
Mandé a buscar a Gaspar Jiménez a Miami. Llegó al siguiente día a las 8 de la mañana. Ese mismo día llegan Manuel Marchelli e Ino Leal.
El presidente Vinicio Cerezo ha comisionado al jefe de seguridad de palacio, Henry, para que organice la seguridad en el hospital. Henry, profesionalmente, desarrolla un plan de protección con quince hombres. Tienen prácticamente tomado el piso y hay hombres en las afueras del hospital. Ninguna visita que no sea autorizada por mí, es permitida.
Además de la seguridad de los hombres de palacio, tengo mi propia seguridad. Siempre habrá una persona de mi confianza a mi lado, armada y dispuesta a defenderme.
Estoy en cuidados intensivos. Mi cara está enormemente hinchada y la lengua, que se seca continuamente, no ha podido ser introducida en mi boca porque también está hinchada y tiene un color rojo muy oscuro. Las bolsas que me introdujeron en la boca me molestan mucho.
Permanezco doce días en cuidados intensivos. Con mucho cuidado me trasladan a rayos X para evaluar los daños. El hueso del brazo izquierdo no fue fracturado, aunque la bala lo golpeó. La bala que atravesó mi pecho, pasó rozando el corazón y salió limpiamente por la espalda sin romper costillas, aunque sí hizo un feo agujero en el pulmón. La mandíbula inferior está perforada por la rama izquierda y la derecha, la separación de la fractura en ambos lados es de cerca de una pulgada. Del lado derecho de la cara me extraen una bala calibre .45; me llevan a una sala de cirugía. Veo varios médicos a mi alrededor, me inyectan anestesia y pierdo el conocimiento. Un cirujano me extrae las bolsas. Al comprobar que no hay hemorragia y que mi lengua ha cedido a la hinchazón, procede a reparármela e inmoviliza mi mandíbula amarrando mis dientes con alambres.
Vuelvo en mí, estoy en mi cama. A mi lado Ino Leal se está desabrochando una bota de campaña de donde extrae varios billetes de 100 dólares. Me entrega 4 mil y me dice: "Vaya socio, para los gastos". Me emociono. Delante de mí está mi hermano Ino, que ha dejado su trabajo para protegerme y prestarme ayuda. Su mano generosa también empuñará sin titubear la pistola que porta para defenderme.
Pasan los días, comienzan a alimentarme con jugos, me siento mucho mejor. más fuerte, aunque he bajado cerca de 40 libras de peso.
De El Salvador llega mi amigo Ernesto Alwood, por segunda vez, y se asombra de mi recuperación.
A los treinta días exactos de haber ingresado al hospital, los médicos me dan de alta.
Llega la cuenta de gastos médicos y del hospital, son 22 mil dólares. El gobierno paga 4.500 y el resto, tengo que afrontarlo yo. Amigos como Rafael Prats, José Miguel Fritez, Ramón Cacicedo, Emilio Pastor, Luis Roses, Foyo, el doctor Alberto Hernández y otros, sufragaron los gastos del hospital y de mi recuperación.
De nuevo, fuerte y decidido
Una madrugada, con la seguridad brindada por Henry, Gaspar Jiménez, Ino Leal e Ignacio Castro me trasladan en avión a Honduras: allí me espera Toño, un hombre que envía Juan Aramendia para prestarme ayuda.
La gente de Miami se comunica con Rafael Nodarse para que me dé apoyo. Rafael me lleva al mejor hotel de San Pedro Sula, el Copantl. Allí permanezco durante dos meses. Rafael paga los gastos. Sus hijos, Tadeo y Joaquín, me protegerán mientras dure mi lenta convalecencia. Rafael siempre estará cerca de mí.
Mi convalecencia fue dolorosa. Me alimentaban con una jeringa y un tubo introducido por un lado de mi boca. Solamente podía ingerir alimentos licuados. Mi boca estaba sostenida y amarrada con alambres. Pesaba 140 libras, 40 por debajo de mi peso normal.
Comencé a pintar cuadros, los vendía y sufragaba mis gastos. Hice exposiciones de pintura en Miami y, con el producto de las ventas, pude pagar alguna de mis cinco operaciones. Eliécer Grave de Peralta, Rafael Peláez, Miguel Jiménez ayudaron con su esfuerzo económico a dos de las intervenciones quirúrgicas que me practicaron. Mi amigo Tony García pagó, él solo, la última, incluyendo una cirugía plástica que me reconstruyó mi maltrecha mandíbula.
Estoy en perfecto estado de salud y mi mente se encuentra equilibrada y con la misma decisión que antes. De nuevo estoy activo.
Con gran entusiasmo veo que se vislumbra el final. La batalla de la libertad se aproxima. Oigo a lo lejos los tambores de guerra. Nuestros muertos. Nuestros presos. El pueblo de Cuba que sufre nos ayuda y estimula en nuestra justa y necesaria contienda.
Mientras quede un cubano con honor y valor, la libertad de Cuba será conquistada.
Combatiremos, lucharemos, venceremos.
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