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Mensaje por Esteban Casañas Lostal Mar Mar 16, 2010 6:05 pm

MI BARCO ( II ) EL PRIMER AMOR Habana




MI BARCO ( II )
EL PRIMER AMOR

Bernardo era montañés, así me decía cuando deseaba distinguir la región española de donde procedía, siempre se refería a ella con esa carga de nostalgia que lleva a cuesta el que nunca ha regresado. Muy triste y solo, no pudiera describirlo de otra manera. Su soltería premeditada, porque siempre me manifestó su apatía por las responsabilidades implícitas dentro de un matrimonio, lo condenaban a ese silencio que siempre lo acompañaba en vida. Lo conocí por medio de un sobrino suyo que pasó el Servicio Militar conmigo y luego formé parte de su reducida familia, él y el hijo de un hermano que vivía por el puerto de Antillas. Cada vez que me encontraba en apuros acudía por su ayuda, fue muy generoso y desinteresado, compartía lo escaso de sus propiedades a cambio de un poco de compañía, su sobrino apenas paraba en aquel cuarto. Vivía al fondo de la barbería “Fiñe” que se encontraba en la calzada 10 de Octubre y próxima a la esquina de Toyo. Siempre vivió allí y sorprendentemente no lo desalojaron cuando aquel comercio pasó a manos del Estado, existían intereses recíprocos. Sabiéndolo, el viejo asumía el papel de guardián del local sin salario.
Las vidrieras de toda la ciudad se encontraban vacías y no tenía otro sitio donde poder encontrar un maletín. Revolvió todo el cuartucho hasta que lo encontró y tiró a mis pies. Era de piel, color café con leche claro, muy cuarteado. Cada rajadura simulaba un riachuelo de su pueblo o aldea querida, el recuerdo de algún amigo muerto en la guerra, la rosa que un día ofreciera a una de sus enamoradas, el beso de una madre ya lejana. Siempre preparaba una colada, lo hacía para demorarme y poder escapar de esa soledad que mata al más duro de los seres humanos. Entonces, esa tarde, tuve que escuchar toda la historia del dichoso maletín que atravesó el Atlántico a bordo de no recuerdo cual vapor. Qué ironías tiene la vida, pensé, ahora realizará el viaje de regreso en otras manos, ya sabía que uno de los puertos de destino era La Coruña y se lo dije, descubrí un brillo muy extraño en sus ojos.
Dentro del maletín pude acomodar sin dificultad lo poquísimo que tenía para presumir de joven, una implacable libreta de racionamiento nos decía cómo debíamos vestirnos y cuándo se podía comer. El único calzoncillo con vergüenza, el destinado para las citas médicas y amorosas, ese no se podía usar sin una justificación seria. Tenía más millas y conquistas que las realizadas por Marco Polo, ocupó un sitio privilegiado entre las prendas seleccionadas. Lo acompañarían como escoltas otros dos con más balazos y manchas que las mostradas por cualquier soldado en plena guerra. Los calcetines no soportaban una costura más, pero no podía darme el lujo de lanzarlos o regalarlos, porque en la isla no se bota nada, siempre existirá un desgraciado en peores condiciones que tú. El pantalón de vestir me lo había confeccionado un sastre español a quien llegué gracias a Bernardo, era de muselina china y lo cuidaba como el mejor de mis tesoros, hacía más de tres años que no vendían ninguno por la libreta, vivíamos tiempos de guerra, bueno, eso nos dijeron siempre, hasta hoy. Tenía un zurcido encima de uno de los bolsillos traseros me obligaban a usarlo con la camisa por fuera. Dijo la costurera que lo arregló, ese cocido era invisible, ¡claro!, estoy convencido de que José Feliciano no lo vería nunca. Mis zapatos habían recorrido gran parte de La Habana y sus pueblos aledaños, eran unos mocasines cubanos que a golpe de tanto andar se volvieron muy cómodos, pero el betún nunca pudo ocultar su edad. ¿Camisas? Éramos un país habitado por payasos o extraterrestres. Podías encontrar decenas de diseños estrafalarios a bordo de una guagua atestada con gente malhumorada, donde la tela de guinga se impuso en franca complicidad con la destinada a la confección de sábanas. Los mosquiteros sirvieron alguna vez para crear curiosas blusas de mujer, exóticas y descaradas. Cuadritos de diferentes tamaños y colores eran bordados con hilos que contrastaban y te daban el aspecto de un verdadero tablero de ajedrez. El ingenio y la creatividad popular luchaba por sobrevivir y nosotros éramos sus infelices maniquíes. No quiero detenerme en la fatalidad experimentada entre nuestras mujeres, sería demasiado extenso este trabajo y me apartaría del objetivo principal. Todas te pedían apagar la luz cuando entrabas a una posada y me resistía a templar en medio de la oscuridad como los murciélagos. Muy sencillo, eran rápidas para ocultar el blumer debajo de la almohada y se ahorraban la vergüenza de una mirada indiscreta. La premura de esa salida fortuita las sorprendió sin la prenda que ellas tenían reservada también para las citas médicas y amorosas, así vivió mi juventud.

MI BARCO ( II ) EL PRIMER AMOR Ship+Photo+HABANA

Inventaron un cargo para mí y otros muchachos de mi tiempo, ¿agregado de timonel? Eso no existía en ninguna flota del mundo. Trabajar las ocho horas reglamentarias por $50.00 pesos cubanos al mes, sin derecho a cobrar horas extras, que en los barcos abundan mucho. Para nuestras salidas al exterior nos asignaron la sorprendente cantidad de $2.00 dólares semanales que, luego serían religiosamente descontados del salario establecido. ¿Aceptas o no aceptas? Esa es la cuestión. Te detienes en fracciones de segundos a pensar y viras la mirada hacia la ciudad con sus apagones, vidrieras que solo muestran el aire viciado del local y gente que desfila disfrazada de payasos. ¡Apaga la luz! ¡Apaga la luz! Se repite una y otra vez. ¡Acepto, compañero! ¿Cómo carajo no iba a hacerlo? Ya veremos como puedo salir de este bache y de qué manera me compro algo de ropa nueva.
El sobrecargo era el viejo Correa, siempre andaba con un mocho de tabaco en la boca. Usaba unos espejuelos cuadrados y de armadura gruesa como los que se mostraban en las películas de Humphrey Bogart. Tenía cierto aire de mafioso, pero en realidad era una persona noble, tanto, que parecía un comemierda con su uniforme. Le entregué toda la documentación y me asignó al camarote del timonel Manso, casualmente ese día se encontraba de guardia. Le decían “La voz más alta de Caibarién”. Siempre hablaba en un tono muy alto, daba la impresión de estar enojado, era un tipo súper fuerte y de casi seis pies de estatura, algo para respetar. Como era de suponer y ocurre el todas las prisiones, el más débil o novato debe ceder ante la voluntad del más fuerte, no hizo falta preguntarlo, mi litera era la de arriba. Todos los camarotes del personal subalterno eran dobles excepto los del contramaestre, ayudante de máquinas y mayordomo. Los servicios sanitarios eran de uso común, así como el local dispuesto para las duchas. Las comidas, incluidos los desayunos para toda la tripulación, marcaban una gran distancia con relación al resto de la población, era variada y exquisita. Los mayordomos de aquellos tiempos eran graduados de la escuela de alta cocina del hotel Sevilla, daba gusto sentarte a la mesa porque hasta los camareros pasaban sus cursos y vestían filipinas para servir el comedor. Descubrí que se encontraban enrolados varios amigos de la misma generación que yo, entraron a la marina después de desmovilizarse del Servicio Militar Obligatorio, eso me ayudó mucho en el ahorro de contratiempos que se producen en la marcha.
El contramaestre era Francisco “El Bicho”, un personaje que también era aficionado a llevar en la boca un mocho de tabaco y soltar de vez en cuando un grueso escupitajo color ámbar en cualquier lugar de la cubierta. Miguel Ramos Bringuez, alias “Pachiro”, era el pañolero. Un guajirito muy noble que había llegado a La Habana montando uno de los caballos que desfiló una vez por la Plaza Cívica, después de la “Revolución”. El resto del personal de cubierta era de mucha camaradería y las relaciones se convirtió pronto en familiares, éramos una pequeña familia. El resto del pequeño elenco era formado por gente simpática como “Los Sapos”, era el dúo de Bernardo y Menéndez, ambos arribados de las filas del Ministerio del Interior, pero llamados así porque en su trato con cualquiera se dirigían a esa persona como “Sapos”. Bernardo iba como timonel y Menéndez de marinero de cubierta junto a Eduardo Lobaina, otro mulato de origen campesino procedente del pueblo de Nicaro. El buque solo llevaba dos marineros de cubierta y como timoneles Manso, El Sapo y yo, que aunque no cobraba como tal, desarrollaría todas las actividades que importaban a ese cargo.
¿La oficialidad? No puedo dejar de mencionar al Capitán Octavio Justiz Calderón o viceversa, toda una dama en su trato con los subordinados, tanto, que muchos comentaban sobre su dudosa masculinidad. Extremadamente educado y culto, Calderón pertenecía a una casta condenada a desaparecer muy pronto de la marina cubana. Subía al puente en bata de casa de seda y se dirigía al personal con gestos y palabras muy afeminadas para su rango. Sin embargo, creo haya sido uno de los mejores capitanes con los que compartí mi suerte a bordo de los buques cubanos. Exquisito comensal, le exigía al mayordomo la confección del menú semanal y no podía repetir un solo plato. Vale destacar que ese barco contaba con uno de los mayordomos más famoso de la flota, me refiero a Enrique Vicent, tan amanerado como el Capitán, pero excelente tripulante con el que compartí varias tripulaciones posteriores.
El Primer Oficial era José Meléndez, alias “El Gallego”, no por gusto se referían a él con ese seudónimo, conservaba la ciudadanía española por el origen de su familia, era abakuá y luego agente de los servicios de inteligencia cubana. Su personalidad la resumiría con pocas palabras, fue uno de los oficiales más “hijo de puta” con los que me tocó navegar en mi carrera de marino.
El Segundo Oficial era José Levi Tur, realizó todo el viaje tirado en la cama y con un cubo a su lado para vomitar. La atmósfera en su camarote era infernal, no le he encontrado similitud a esa peste que despedía en los siguientes veinticuatro años de navegación. Tuvo que retirarse de las navegaciones por esa razón y según me contaron, se convirtió en un Secretario del Partido muy extremista en la sede de la Empresa de Navegación Mambisa. Cuando los eventos del Mariel presentó su renuncia y fue el blanco de varios actos de repudio, sus antiguos compañeros de militancia hacían buen uso de la venganza. No salió de Cuba y me escribieron desde Israel para informarme que ocupaba un alto cargo en la asociación hebrea de La Habana, las dudas sobre la posibilidad de enfrentarnos ante un agente de la inteligencia cubana son profundas.
El Tercer Oficial era Ricardo Puig Alcalde, un flaco muy noble de origen “reglano” como El Gallego, pero nada que ver con éste. Estuvo en mi boda y compartimos el mando a bordo del porta contenedor “Frank País” varios años más tarde.
Como telegrafista viajaba el viejo Ríos, un hombre blanco en canas y de corte caucásico. Siempre lo recuerdo cuando escribo la palabra “deseo”, una vez le entregué un telegrama donde escribí esa palabra con “c” y fue tanto su encabronamiento que subió hasta el puente donde me encontraba realizando mi guardia de timón. ¡Animal, deseo se escribe con “s”! Fue todo lo que me dijo.
Viajaba de agregado de cubierta un muchacho de Santiago de Cuba de apellido Leiva, era un ferviente admirador de la canción lírica y su voz de tenor podía ser escuchada durante todas sus guardias. Imbuido en sus óperas, olvidaba tomar posiciones, través a los faros, cálculos de las horas del paso de las meridianas, y por supuesto, siempre era castigado de alguna manera. Iban como agregados de telegrafista mi amigo Antúnez, Tamayo (muy amanerado también) y Rizo.
El Jefe de Máquinas era Terrero, algo aburguesado como el Capitán, pero no era mala gente. Lo encontré en Miami en Enero del 2010, muy avejentado, un verdadero anciano. Es el padre del cuñado de mi hija y estuvimos hablando de este viaje. Él no se acordaba de mí, es lógico, habían transcurrido cuarenta y dos años de ese viaje donde yo era apenas un niño. No recuerdo muy bien al resto del personal de máquinas, solo a los más populares. Murillo, el viejo electricista que amenizaba las tertulias de la popa después de cada comida. Bolaños, ayudante de máquinas, un mulato algo pasado de peso que también sostenía un mocho de tabaco con los casquillos de sus dientes cariados. Víctor el engrasador, expulsado de la marina por templarse a una pasajera de origen inglés. Zuásnabar, El Moro, Papucho (delator de Víctor el viaje posterior)
Como maquinistas recuerdo a Mario Águila y Guerrita, había otro viejo cleptómano que debe estar robando en el cielo o el infierno, pero no recuerdo su nombre.
Chirino, el tipo más feo y narizón parido por esta tierra, era el camarero de los tripulantes. No solo tenía larga la nariz, su lengua era peligrosa y participó en la delación del negro Víctor por el pecado de templarse a una pasajera. Juan Cardona, un mulato santiaguero, era el camarero de los oficiales y Emilio Garro el camarotero de todo el barco, años después cayó preso por darle candela accidentalmente al “Minas del Frío”, tenía tantos negritos como conejos hay en una granja. No puedo recordar más, estoy exprimiendo la memoria, hablo del año mil novecientos sesenta y ocho.

Terminada la descarga en el muelle Margarito Iglesias, salimos una tarde con destino al puerto de Nicaro donde cargaríamos óxido de níquel, comenzaba de esta manera mi primera aventura donde definiría para siempre el destino de mi vida. La primera pitada producida en el eje del canal de salida, se recuerda como aquella primera ocasión que sientes cuando pruebas el gusto de otros labios, es tu primer beso también. Junto al malecón habanero se encontraban sentadas algunas parejas prometiéndose algo, unos metros separados de ellas, un trasnochado pescador que vara en mano rogaba por la picada de algún bicho que sirviera para calentar el sartén de su casa. Una pitada larga que te eriza hasta los pelos del culo, esa es la primera sensación. Viajas en medio de un canal prohibido para los demás, eres un afortunado o premiado por esa lotería que es la vida en sí. Tus ojos devoran ese panorama que se presenta ante las espaldas de ellos, formando de paso parte de su escenografía. Es la primera vez que lo disfrutas y no sabes si la experiencia pueda repetirse, esa tierra cambia de opinión constantemente y nunca estarás seguro. Hermosa, bella, majestuosa, descomunal, bohemia, romántica, poética, hija de puta que se oculta a nuestras miradas, escurridiza, traicionera, hipócrita, elegante, zalamera, coqueta, prostituta que le abre las piernas a cualquier cabrón. Todos los epítetos que pasen por la mente son acertados, esa es La Habana que disfrutas a pocos cables de distancia, los suficientes para ser condenado como desertor o que pese sobre tu alma una acusación de “intento de salida ilegal”. Solo unos pocos estábamos autorizados a mirarla así, con esa vista lasciva y maliciosa, solo unos cuantos podían penetrar los ojos entre sus piernas para descifrar su clítoris. La mirada es distinta cuando te sientas en el malecón, sueñas descubrir algún día lo que existe más allá del horizonte y le das la espalda a tu tierra.
-¡Pongan todo a son de mar! Se escuchó por un megáfono portátil que nos apuntaba desde el puente. ¡Suban la escala de Práctico! Cada grito me despertaba y regresaba a la realidad, el barco caía violentamente a estribor y la aleta de babor se despedía de la Rampa.
–¡Hay que adujar los cabos! Gritaba El Bicho y luego soltaba un escupitajo contra el molinete.
-¿A la holandesa o por igual? Preguntaba El Sapo.
-Como te salga de los timbales, pero hay que adujarlos y recoger todo el reguero de la proa. Contestaba El Bicho y volvía a escupir, que asco de viejo, pensé, ¿quién rayos desearía darle un beso? Me pregunté mientras le pasaba cabo al Sapo. Experimenté un leve mareíto cuando el buque comenzó a zarandearse por la leva reinante, fue el mismo efecto de haberme tomado dos cervezas. Respiré profundo y continué mi trabajo, recuerdo haya sido la única vez en toda mi vida de marino.
Siempre que tuve una oportunidad me mantuve en la popa con la vista clavada en la costa, deseaba recordar ese momento toda la vida. El destello de los faros penetró muy profundo por mis pupilas, lograron encandilar mi alma y despertar de una vez todo ese amor que comenzaba a nacer por mi primera novia.
En Nicaro salimos vestidos con el uniforme de marinero los que viajábamos por primera vez, no deseábamos maltratar la única mudita de ropa reservada para nuestra salida al exterior. Las muchachas no quisieron mirarnos, el uniforme era de color gris como el usado por los lecheros, carteros, bomberos, choferes de guaguas, camioneros, ese era el color de moda impuesto por el gobierno. ¡Ya se acordarán de mí, cabronas! Pensaba cuando las veía continuar sus caminos indiferentes a nuestros piropos.
Mi regreso al barrio fue esperado por los muchachos, nos sorprendió la madrugada en medio de aquellas narraciones donde les describía un mundo totalmente nuevo para ellos. Una que otra enamorada comenzó a sentir celos y me observaba con desconfianza, sabían que me habían perdido para siempre. En La Habana rellenaron al buque con tercios de tabaco en rama, jugos Taoro, muebles de maderas preciosas, rones y cuanto producto no existía en nuestros mercados. Poco me importaba a esa hora las limitaciones de mi gente, solo una idea se mantenía latente en mi cerebro, la salida para Europa. Desconfiaba de cada segundo por transcurrir, la incertidumbre siempre se mantiene latente dentro de cada cubano, todo resulta impredecible y podías ser víctima de una sorpresa. No me encontraba seguro hasta que el buque se hallara en medio del Atlántico, cualquier cosa podía suceder y quebrar de una vez todas tus ambiciones o esperanzas.
¡Salimos, coño! Qué alegría volver a burlar esa barrera infranqueable de El Morro de La Habana, regresaba a la libertad que solo el mar puede ofrecer al ser humano. Mis guardias eran más serenas que las realizadas hasta Nicaro, ya no clavaba tanto la vista en los numeritos del girocompás ni lo perseguía en esas guiñadas escapadas a babor y estribor. Aprendí a calzar el timón y mantener bastante bien el rumbo. Las guardias eran de tres horas por seis de descanso, el barco no poseía piloto automático.
Fuimos sorprendidos en medio del océano por una de las galernas más descomunales que haya sufrido en mi vida de marino, pudo no ser así y haberme impresionado por la altura de aquellas olas nunca vistas desde el malecón. Doce metros es suficientemente alto para un barquito de solo ciento un metro de eslora, el mar jugaba con él a su antojo y las piernas me temblaban cuando me encontraba de guardia de timón. La situación se convirtió en intolerable y el peligro de naufragar se encontraba al alcance de cada milla avanzada. Muchos años después, luego de estudiar y hacerme oficial, puedo asegurar que el Capitán actuó con algo de impericia ante esa situación que muy bien pudo evitar a tiempo, pero entre sus defectos se distinguía ser un poco caprichoso. -¡Atención a toda la tripulación! Se escuchó por todos las bocinas interiores del barco, era la voz de Calderón. -Preséntense en la popa del buque con los chalecos salvavidas puestos y traten de mantenerse aferrados a cualquier parte de su estructura. Vamos a realizar un giro de ciento ochenta grados que resultará muy peligroso para la nave. Nunca había sentido la muerte tan cercana a mí, hasta esos momentos las cabezadas del buque resultaban sumamente peligrosas, no lo deseaba ver atravesado a la mar, no lo imaginaba. -¡Comenzamos el giro! Se escuchó nuevamente y todos nos miramos a los ojos buscando una señal de esperanza. Los más viejos se decidieron por el silencio y los novatos nos tomamos en serio aquella terrible situación. Dos o tres hombres hicieron una cadena alrededor de una viejita gallega que iba de pasajera a quien siempre vi orando con un rosario en las manos durante mis viajes al puente. El barco se levantó con violencia, pero esta vez algo inclinado, la ola lo había sorprendido por la amura y algo de agua nos llegó al clavar la aleta. El pánico se vio reflejado en los rostros de aquellos más famosos entre nosotros y la calma regresó cuando vimos alejarse el agua de nuestra popa. La caída a estribor continuaba lenta y todas las mentes se encontraban fijas en la siguiente ola, ¿cómo vendría, resistirá el barco? El bandazo producido estuvo por los cincuenta grados y la vieja dejó escapar un grito de terror cuando observó el agua penetrar por la banda. Estuvo dormido unos segundos y retornó a su posición de origen con mucha violencia para luego golpear la banda de babor. Una montaña de agua apareció entonces ante nuestros ojos y la orden del puente pidiendo emergencia avante. Lentamente continuó el giro y varios minutos después aquellas montañas de agua nos daban directamente por la popa. ¡Pueden retirar maniobra! Se escuchó por todos los altavoces.
¡Cuando regrese voy a colgar los guantes! No estoy hecho para estos sustos. Iba pensando mientras me dirigía al camarote, luego me tumbé y fui vencido por el sueño. De algo estaba convencido después de haber estudiado, las condiciones de estabilidad de ese viaje eran magníficas. Realmente llevaba en el plan de las bodegas el mayor peso de su carga y el resto era mercancía liviana, el barco estaba muy duro y podía soportar bandazos superiores.
Veintidós días después arribamos a Tilbury Town en Inglaterra y Calderón organizó una excursión por Londres. Picadilly, el Palacio de Buckingham, Trafalgar Square, Big Ben, Puente de la Torre y otros sitios de interés fueron cambiando el sentido de aquella promesa. Un salto varios días después hasta Hamburgo, luego al monumental puerto de Rótterdam, más tarde al bohemio Le Havre y para rematar, una breve visita a la tierra de mis antepasados y disfrutar esa encantadora belleza que te ofrece La Coruña cuando recibe a un forastero.
Definitivamente no iba a renunciar, todo en la vida tiene un precio si deseas alcanzarlo y yo pagué por este viaje donde acabo de descubrir un mundo maravilloso. Debo pagar por los siguientes, no me conformo con cinco países, quiero conocer el mundo. Pensaba mientras regresaba nuevamente a La Habana y trabajaba dando piqueta en la cubierta. Valió la pena, estoy enamorado.


Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2010-03-13

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